lunes, 27 de junio de 2016

DIALÉCTICA Y LUCHA DE CLASES: LA MUERTE DE LA CONDICIÓN OBRERA DEL SIGLO XX (PRIMERA PARTE)




Álvaro García Linera

I
 
LA MARCHA MINERA POR LA VIDA

Todo hecho, y con s razón todo hecho social, es una síntesis expresiva de determinaciones de larga trayectoria, que se manifiestan contundentemente como acontecimiento, como acto. Su realidad e importancia  primarias radican en la explicitación de un conglomerado de vínculos significativos del presente visible, palpable. Pero hay hechos sociales en los que, de una manera poderosa,  el presente  y la acumulación  connotada  del pasado inmediato no son suficientes para entender su significado real y su trascendencia.  Son “presentes que rebasan su época y cuya verdad profunda  sólo se ha de hallar en el porvenir. Hablamos entonces de acontecimientos que al momento de suceder no acaban de desplegar toda la verdad implícita que portan, y además marcan una época, porque jalan a los restantes acontecimientos presentes y pasados hacia un rumbo en el que todos han de hallar finalidad y sentido. No son pues acontecimientos cotidianos, sino condensaciones de época que, en el momento de brindarnos el lenguaje para volver inteligibles los sucesos anteriores, parten la historia, pues anuncian que a partir de entonces otras serán las pautas del devenir social, aunque sólo nos demos cuenta de ello años o décadas después.

La marcha por la vida de agosto de 1986 es uno de esos sucesos, que parte la historia social  boliviana en dos segmentos distintos. En alguna medida es el epítome heroico, y hasta cierto punto falaz, de un proyecto de modernización iniciado a principios de siglo y que mostró sus límites en el ocaso del siglo. De hecho, en realidad en Bolivia, el fin de época no fue un registro numérico de años, sino un acontecimiento social acaecido catorce años atrás. La marcha por la vida fue también la síntesis de una condición social, de unas prácticas colectivas, de un horizonte de vida y de un proyecto cultural de una identidad  de clase que, con su osadía, había alumbrado  e intentado  unir las dispersas hilachas de nación que deambulan por la geografía intensa de este país. Fue el alarido s desesperado no sólo de quienes, como ningún otro sujeto colectivo, creían en la posibilidad de la nación e hicieron todo lo que pudieron  por inventarla por medio del trabajo, la asamblea y la solidaridad; a la vez, fue el acto final de un sujeto social que como ningún otro había abrazado los componentes más avanzados y dignificantes de la modernidad, como la cultura del riesgo, la adhesión por convicción y no por filiación sanguínea, la ciudadanía como autoconciencia y no como dádiva, y una ambición expansiva territorializada, no familiarizada, de la gestión de lo público, que resultan de una interiorización cosmovisiva y crítica de la subsunción real del trabajo al capital.

El resultado trunco de una marcha, que será detenida en Calamarca a punta de bayonetas e impotencias históricas canalizadas como miedos y cálculos, será a la vez el de la extinción de los únicos portadores colectivos de una sensibilidad de modernidad expansiva. Los mineros del siglo pasado fueron lo más positivamente moderno  que tuvo este país donde,  como mucho, la modernidad se enclaustra en una fantochería de elite, mediante la cual unos cuantos intentan  impresionar  y distinguirse de los pueblerinos. Los mineros, en cambio, fueron lo s auténtico y lo s socializado de lo poco de subsunción real que se implantó en estas tierras; y en sus desplantes colectivos hacia el poder estatal, hacia la tradición filial y hacia el conservadurismo  de lo existente practicaron,  sin necesidad de desearlo ni exhibirlo, una seguridad ontológica en la historia que no tiene paralelo en la vida republicana.

La belicosidad de su lenguaje, la desfachatez de sus ilusiones en el porvenir, con las que los mineros irradiaron  el temperamento del siglo XX, le dieron una densidad de multitud a las construcciones y sueños colectivos que, vistos ahora a distancia, se muestran tan distintos a la mojigatería cultural y cobardía política de aquellos insípidos pensantes y administradores de corte que han pretendido sustituir, con sus veleidades de poca monta, a ese gigante social. Y sin embargo, esta miseria moral se yergue ganadora y vanidosa en los albores de este nuevo siglo. Pero no es la escenificación de un triunfo donde una concepción del mundo superó a otra por la pertinencia de sus argumentaciones o la amplitud totalizante de sus percepciones. La significación del mundo neoliberal, sus símbolos abstractos de dinero, individualismo y desabridos  sujetos de traje, que han sustituido a la asamblea, el guardatojo y la concreción del cuerpo musculoso del minero perforista, no están ahí por sus méritos, porque en verdad ellos no derrotaron a nadie. Son como esos gusanos que están encima del gigante no porque  lo derrotaron, sino porque  la muerte le ha arrebatado la vida. La visión del mundo neoliberal sólo pudo saltar a la palestra porque previamente fue disuelto, o mejor, se autodisolvió, el sujeto generador  de todo un irradiante  sentido del mundo. ¿Cuáles fueron las kantianas “condiciones de posibilidad de este derrumbe, cuyo significado apenas comenzamos a apreciar ahora, aunque su efecto es el fondo sustancial de lo que es Bolivia hoy?

Continuará...


[1] Texto extraído  de Álvaro García Linera, “La muerte  de la condición  obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000





Fuente:

La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 197 - 210



Texto extraído  de Álvaro García Linera, “La muerte  de la condición  obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000
 

 

No hay comentarios: