jueves, 4 de agosto de 2016

ALVARO GARCIA LINERA: LA LUCHA POR EL PODER EN BOLIVIA




LA LUCHA POR EL PODER EN BOLIVIA[1]

Crisis estatal, renovación de elites y ampliación de derechos

Bolivia está viviendo los momentos de mayor intensidad de lucha sociopolítica que hayamos visto, al menos en los últimos cincuenta años, y quizás en los últimos cien años. Estamos ante un escenario de lucha generalizada y ampliada por la reconfiguración del poder económico, del poder político y del poder cultural. A este escenario tan conflictivo se lo puede caracterizar como una época de crisis estatal general. ¿Cuáles son los síntomas de esta crisis estatal?

Crisis del modelo económico

Un elemento estructural que sostiene, y ha dado lugar, a esta crisis política es la visibilización de los límites del modelo de crecimiento económico aplicado desde hace veinte años. Como sabemos, desde hace dos décadas, las elites políticas y económicas del país adoptaron un proyecto de modernización económica, de ampliación del empleo y ascenso social a través de la reducción del papel productivo del Estado, la privatización de las empresas públicas y la apertura de los mercados. Se dijo que con ello el país iba a crecer el 10% anualmente, que iba a mejorar el bienestar social, y se iban a crear centenares de miles de fuentes de empleo.

A veinte años de estas reformas, los resultados son literalmente catastróficos en términos de efectos económicos y sociales. La tasa de crecimiento del producto interno bruto (PIB), desde la capitalización a la fecha, es sorprendentemente modesta: en 1997, 4,9%; en 1998, 5 %; en 1999, 0,4%; en 2000, 2,2%; en 2001, 1,5%; en 2002, 2,7% y en 2003, 2,4%. Esto da un promedio de 2,7% de crecimiento anual del PIB en estos siete años.[2] Si a ello le restamos la tasa de crecimiento demográfico del 2,2 % anual,[3] en realidad la economía ha crecido en promedio un 0,5% anual en los últimos años. Si comparamos estas cifras con la oferta que se hizo en el momento de la capitalización, de un crecimiento del 10% anual, está claro que, desde el punto de vista de las expectativas ofrecidas, el proceso de capitalización es un fracaso económico.

En términos comparativos, entre 1991 y 2002, en momentos de libre mercado e inversión extranjera, la economía ha crecido en promedio el 3,1% anual, muy lejos del récord histórico de crecimiento promedio anual del 5,6% entre los años 1961-1977,[4] cuando prevalecía el Estado productor. En los siguientes años, estas cifras pueden ser aún menores, si, como viene sucediendo, estamos asistiendo a un declive estructural de la inversión extranjera en el país, que de 1.026 millones de dólares en 1998 bajó a 832 millones en 2000,[5] cayendo a 160 millones en el año 2003.[6]

Si bien en los últimos dos años la tasa de crecimiento nuevamente busca mantenerse más allá del 3,5 %, y se ha experimentado un notable crecimiento de las exportaciones (2.100 millones de dólares en 2004), éstas se sostienen básicamente en la ampliación de la actividad hidrocarburífera[7] que, al menos hasta junio de 2005, está en manos de inversionistas extranjeros que externalizan fuera del país el excedente gasífero.

En términos de estrategia de desarrollo, el modelo de privatización-capitalización de las empresas públicas, iniciado desde 1989; tenía por objeto atraer inversión externa capaz de mejorar la productividad empresarial, elevar los ingresos del Estado, ampliar la base moderna de la economía boliviana y generar bienestar social, que es en el fondo la intención de cualquier política pública.

Sin embargo, en la última década y media la informalidad ha crecido del 58% al 68%,[8] mientras que siete de cada diez empleos son de baja calidad, con tecnología artesanal y relaciones semiasalariadas.

En el mundo asalariado, por su parte, según el propio ministro de Desarrollo Económico, Gorst Grebe, ocho de cada diez empleos son precarios, insatisfactorios y mal remunerados.[9] Se puede decir que en las últimas décadas Bolivia ha tenido una involución económica, por el creciente proceso de desasalariamiento de su actividad laboral.

Todo esto está dando lugar a una intensificación de la dualización catastrófica de la estructura económica del país. Por una parte, las empresas grandes y con relaciones de trabajo asalariado sólo emplean al 7% de la población trabajadora; las pequeñas y medianas empresas lo hacen con el 10%, en tanto que la empresa familiar, bajo relaciones de trabajo tradicionales, emplea a poco más del 80% de la población ocupada. De manera inversa, son las grandes empresas quienes generan el 65% del PIB, mientras que la economía familiar produce apenas el 25 % del PNB.[10]

En lo que se refiere a la tasa de desempleo, éste se ha incrementado del 3% en 1994 al 8,5% en 2001[11] y, según el CEDLA, en 2003 se habría llegado al 13 %,[12] lo que representa un índice de desempleo mayor al de los momentos de la crisis económica y el quiebre productivo de los años ochenta. Y en lo que respecta al aporte de las empresas capitalizadas al empleo, éstas emplean hoy a cerca de 6.100 personas,[13] 5.000 trabajadores menos que las 11.100 personas que trabajaban antes de la capitalización.[14] En cuanto a los ingresos laborales, pese a los supuestos 2.700 millones de inversión de las empresas capitalizadas y a los 7.300 millones de toda la inversión extranjera directa (IED) —según los economistas neoliberales—, el ingreso promedio del boliviano en 2002 es de alrededor de los 1.100 dólares, similar al de 1982 menor al de 1978, cuando se llegó a los 1.250 dólares.[15] En lo que se refiere a los últimos años, los cálculos del INE muestran una contracción del 13,5% del promedio de los ingresos de los bolivianos entre 1999 y 2003.[16]

En términos de la reducción de las desigualdades sociales, las reformas y el modelo de desarrollo privatizador han tenido un efecto contrario. Según el Banco Mundial, en Bolivia, en la última década se ha dado un constante crecimiento de la diferencia entre los ingresos del sector más rico respecto a aquellos del sector más pobre. Mientras que en América Latina el promedio de la diferencia es de 1 a 30, en Bolivia es de 1 a 90, y en el campo llega ala170, lo que nos hace uno de los países con mayor desigualdad del mundo.[17]

Ciertamente, una parte de estas cifras deplorables del desempeño de la economía nacional tiene condicionantes estructurales, que vienen desde hace décadas e incluso siglos, por lo cual, en rigor, no se puede decir que sólo la capitalización o la inversión externa son las generadoras de estos desequilibrios. Sin embargo, el modelo de desarrollo sostenido en la inversión externa como locomotora productiva de la economía sí ha tenido los siguientes efectos:

1) Incrementar drásticamente las desigualdades económicas, elevar la tasa de concentración de la riqueza, aumentar la precariedad de las condiciones de trabajo y el desempleo, limitar las tasas de crecimiento y reducir la redistribución de la riqueza.

2) Inaugurar un tipo de desarrollo económico basado exclusivamente en el protagonismo productivo de la inversión externa, siendo que esta inversión, en sociedades como las nuestras, es de tipo de enclave, de alta inversión tecnológica, bajo empleo, nula diversificación productiva, y de externalización (exportación) de las ganancias.

3) Romper los lazos de articulación entre, por una parte, la economía moderna y globalizada del país, que abarca cerca del 28% de la población boliviana,[18] y, por otra, la economía campesina tradicional, compuesta por 550.000 unidades familiares (35% de la población boliviana), y la economía mercantil familiar-artesanal de los 700.000 establecimientos urbanos, que agrupa al 37% de la población nacional.[19] Desde hace décadas, la inversión productiva del empresariado es endémica (no más del 2% del PIB entre 1985 y 2002),[20] y, a lo largo de la historia, ha sido el Estado, pese a su corrupción y a veces ineficiencia, el que ha ayudado a expandirlas relaciones industriales en Bolivia, articular mercados regionales, generar empleos, abastecer de servicios subvencionados a poblaciones sumergidas en la pobreza extrema, creando ciertos espacios de fusión entre lo moderno y lo tradicional, además de habilitar mecanismos de movilidad y ascenso social, imprescindibles para cualquier proceso de nacionalización de poblaciones cultural y únicamente tan diferentes como las que habitan Bolivia.

Hoy, con la capitalización y sus reglas de rentabilidad y exportación del excedente económico, tenemos un diminuto tren bala vinculado a los procesos de globalización, y unos gigantescos carretones anclados en tecnologías del siglo XVII y XIX, abandonados a una suerte de degradación interna, sin puentes ni eslabones que permitan impulsar hacia la modernidad económica a estos mayoritarios sectores productivos. El hecho de que la economía familiar sea la base material de los movilizados de los últimos años (campesinos, vecinos, sin tierra, cocaleros, gremiales, indígenas urbanos, cooperativistas, colonizadores), se basa precisamente en esta disociación entre las esferas económicas de la sociedad boliviana.

Crisis de los componentes de corta duración del Estado

A partir de este escenario de crisis del modelo de crecimiento económico, manifiesta desde 1999, ha surgido un proceso de deslegitimación social del sistema político, de fractura de las creencias conservadoras, de frustración entre las ofertas de modernidad y los resultados reales alcanzados y, con ello, de disponibilidad social a nuevas creencias y fidelidades, de articulación de nuevas demandas en torno a lo que Hegel definió como el sistema de necesidades (defensa de las condiciones de reproducción básicas: agua, tierra, servicios, energéticos), y el sistema de libertades (Asamblea Constituyente, autogobierno indígena, democracia comunitaria, etcétera).

Un elemento que ayuda a caracterizar el escenario sociopolítico actual es el resquebrajamiento de los componentes de todo Estado. Es sabido que todo Estado tiene tres grandes bloques constitutivos: es una correlación de fuerzas, es un sistema de instituciones y es un sistema de creencias. Veamos qué ha sucedido en cada uno de estos componentes estatales.

La correlación de fuerzas que caracterizó al Estado boliviano entre los años 1985 y2000 se basó en una concentración, una monopolización del capital burocrático administrativo, de la capacidad de decisión; en un bloque de poder conformado por sectores exportadores —básicamente minería y agroindustria—, parte de la banca, la inversión extranjera directa y organismos de apoyo multilateral, que están ahora encargados del 85% de nuestra deuda externa. Este fue el bloque de poder que se estructuró en los años ochenta y noventa, que desplazó a los bloques organizados corporativamente, como los sindicatos de la Central Obrera Boliviana (COB), lo que le dio relativa estabilidad política en los años noventa.

Hoy en día, esa correlación de fuerzas se ha modificado de manera drástica. Otros sectores, otros grupos sociales, que anteriormente no tenían fuerza de presión ni poder político, ahora tienen la capacidad de cambiar leyes, de cambiar presidentes, de modificar políticas públicas. Es decir, el bloque de poder que caracterizó a la sociedad boliviana durante veinte años se ha resquebrajado, y otros sectores, externos a ese bloque de poder, están comenzando a construir, desde hace cuatro años, fuerzas de presión capaces de modificar la manera de influir en las políticas públicas. Por lo tanto, el primer componente del Estado neoliberal patrimonial está debilitado.

Otro elemento de la crisis estatal es el tema de las instituciones. De 1985 a 2000, la institucionalidad democrática se caracterizó por la división de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial; la subordinación fáctica del judicial al ejecutivo, el soborno fáctico del ejecutivo al legislativo y la llamada gobernabilidad pactada, que consistía en la formación de bloques mayoritarios en el parlamento, que le daban estabilidad al presidente. A cambio, el presidente redistribuía porcentualmente la votación que tenían los partidos de gobierno en el parlamento, la estructura de cargos de la administración pública (de alrededor de 18.000 a 19.000 fuentes de trabajo), que quedaba loteada por colores y siglas partidarias. Esto caracterizó a la llamada gobernabilidad pactada.

Hoy en día, este sistema de estabilidad institucional está en crisis. En primer lugar, tenemos un ejecutivo sin apoyo legislativo mayoritario; un presidente que no tiene partidos, al menos visibles, en el ámbito parlamentario. Por otra parte, en Bolivia hay una abierta dualización del sistema político; por un lado, se toman decisiones en el parlamento y, por otro, se toman decisiones a través de las movilizaciones de sindicatos, comunidades, comités cívicos y movimientos sociales.

Esto significa que en este momento Bolivia tiene un campo político dualizado. Se hace política a través de partidos, cada vez menos, y se hace política extrapartidariamente desde las corporaciones empresariales, los comités cívicos, los sindicatos, los gremios, las juntas de vecinos, que también son estructuras de acción política. Y es así en tal medida, que lo que ahora discute el parlamento no es una agenda propia: la agenda de Asamblea Constituyente, de Referéndum, de Nueva Ley de Hidrocarburos es impuesta desde la calle, lo que nos habla de esta dualidad de instituciones políticas en el país, que resquebraja el modelo de democracia o de gobernabilidad pactadas de los últimos veinte años, que le dieron estabilidad al Estado boliviano.

Por último, está el sistema de creencias. Todo Estado es una maquinaria de creencias, la política es ante todo la administración de las creencias dominantes de una sociedad. Tales creencias, las ideas-fuerza que caracterizaron al país durante dieciocho años fueron modernidad, libre mercado, inversión externa, democracia liberal, como sinónimos de progreso y de horizonte modernizante de la sociedad. Estas ideas, que seducían a la sociedad, en todos sus estratos, se han debilitado, no convocan entusiasmos colectivos y surgen nuevas ideas-fuerza: nacionalización, descentralización, autonomía, gobierno indígena, autogobierno indígena, etcétera. Son nuevas ideas-fuerza, con creciente apoyo social, que están imponiéndose en el escenario político, y que han debilitado las ideas-fuerza que caracterizaron al neoliberalismo los últimos dieciocho años.

Por lo tanto, estamos ante la crisis de las instituciones estatales, crisis de las ideas-fuerza del Estado, crisis de la correlación de fuerzas: crisis de Estado. Esto significa que la actual crisis política no es un problema meramente de gobernabilidad; no estamos frente a un problema de ineficiencia administrativa del presidente, que por cierto lo tiene. La crisis actual rebasa la mala gestión presidencial y la mediocridad parlamentaria. La estructura institucional del Estado está en crisis: su correlación de fuerzas, sus creencias y su institucionalidad están siendo cuestionadas, debilitadas, resquebrajadas o reblandecidas por este tipo de fenómenos sociales y políticos.

Crisis de los componentes de larga duración del Estado

Como si fuera poco, no sólo estamos asistiendo a una crisis del Estado "neoliberal-patrimonial", lo que podría ser resuelto mediante un orden postneoliberal, moderado o radical, sino que también estamos asistiendo, simultáneamente, a una crisis del conjunto de instituciones y de estructuras de larga duración del Estado republicano boliviano. Es sabido que todo Estado tiene dos niveles de instituciones y componentes: uno, de larga duración, que permanece durante décadas y siglos, constituido por los componentes estructurales del orden estatal. Por otra parte, están los componentes de "corta duración", que se modifican cada dos o tres décadas (Estado nacionalista, Estado neoliberal, etc.). Resulta que ahora no sólo están en cuestión los componentes de corta duración del Estado (su carácter neoliberal), sino también varios de sus componentes de "larga duración" de su cualidad republicana. Por lo tanto, estamos asistiendo a una doble crisis o a una superposición de dos crisis; una crisis del Estado, en sus componentes de corta duración neoliberales, y una crisis del Estado,
en sus componentes de larga duración republicana. Veamos esto.

La fisura colonial del Estado

Hay dos temas centrales en la lucha política que están cuestionando la estructura republicana del Estado. El primero tiene que ver con la presencia de los actores sociopolíticos más influyentes del país, que son básicamente los indígenas. Hoy en día, los movimientos sociales más impactantes son o están dirigidos por indios, son fuerzas indígenas. Esto no había pasado desde 1899, en época de la guerra federal. Los indios nunca habían tenido tanta posibilidad de presión y de contra-poder como lo estamos viendo hoy. No cabe duda de que son los sujetos fundamentales de la actual interpelación al Estado.

Es sabido que la república boliviana se fundó dejando en pie los mecanismos coloniales que consagraban prestigio, propiedad y poder en función del color de piel, del apellido, el idioma y el linaje. La primera constitución republicana claramente escindió la "bolivianidad", asignada a todos los que habían nacido bajo la jurisdicción territorial de la nueva república, de los "ciudadanos", que debían saber leer y escribir el idioma dominante (castellano) y carecer de vínculos de servidumbre, con lo que desde el inicio los indios carecían de ciudadanía.

Las distintas formas estatales que se produjeron hasta 1952 no modificaron sustancialmente este apartheid político. El Estado caudillista (1825-1880), y el régimen de la llamada democracia "censuaría" (1880- 1952), tanto en su momento conservador como liberal, modificaron muchas veces la Constitución Política del Estado; sin embargo, la exclusión político- cultural se mantuvo, tanto en la normatividad del Estado, como en la práctica cotidiana de las personas. De hecho, se puede decir que en todo este periodo la exclusión étnica se convertirá en el eje articulador de la cohesión estatal.

Los procesos de democratización y homogeneización cultural, iniciados a raíz de la Revolución de 1952, transformaron en parte el régimen de exclusión étnica y cultural del Estado oligárquico. El voto universal amplió el derecho de ciudadanía política liberal a millones de indígenas; pero lo hizo imponiendo un único molde organizacional de derechos políticos, el liberal, en medio de una sociedad portadora de otros sistemas tradicionales de organización política y de selección de autoridades, que ahora quedaban borrados como mecanismos eficientes en el ejercicio de prerrogativas políticas. Igualmente, la educación fiscal y gratuita permitió que indígenas que constituían la abrumadora mayoría de los "analfabetos", marginados de un conjunto de saberes estatales, ahora pudieran estar más cerca de ellos. Sin embargo, la adquisición de conocimientos culturales legítimos quedó constreñida a la adquisición obligatoria de un idioma ajeno, el castellano, y de unas pautas culturales producidas y monopolizadas por las colectividades mes tizo-urbanas, con lo que nuevamente los mecanismos de exclusión étnica se activaban, aunque ahora de manera renovada y eufemistizada. De esta manera, entre 1952 y 1976, entre el 60 y el 65% de la población boliviana que tenía como lengua materna un idioma indígena sólo pudo ejercer sus derechos de ciudadanía por medio de un idioma extranjero, ya que la educación oficial, el sistema universitario, el vínculo con la administración pública, los servicios, etc., sólo podían realizarse por medio del castellano, y no empleando el idioma quechua o aimara.

Los 180 años de vida republicana, pese a sus evidentes avances en cuanto a igualación de derechos individuales, han reetnificado la dominación, dando lugar a un campo de competencias por la adquisición de la etnicidad legítima (el capital étnico), a fin de contribuir a los procesos de ascenso y enclasamiento social.

En Bolivia es por demás evidente que, pese a los profundos procesos de mestizaje cultural, aún no se ha podido construir la realidad de una comunidad nacional. En el país existen por lo menos treinta idiomas y/o dialectos regionales, existen dos idiomas que son la lengua materna del 37 % de la población (el aimara y el quechua), en tanto que cerca del 62% se identifica con algún pueblo originario.[21] Y, en la medida en que cada idioma es toda una concepción del mundo, esta diversidad lingüística es también una diversidad cultural y simbólica. Si a ello sumamos que existen identidades culturales y nacionales más antiguas que la república, y que incluso hoy reclaman la soberanía política sobre territorios usurpados (el caso de la identidad aimara), es muy claro que Bolivia es, en rigor, una coexistencia de varias nacionalidades y culturas regionales superpuestas o moderadamente articuladas. Sin embargo, y pese a ello, el Estado es monoétnico y monocultural, en términos de la identidad cultural boliviana castellano hablante. Esto supone que sólo a través del idioma español la gente obtiene prerrogativas y posibilidades de ascenso en las diferentes
estructuras de poder, tanto económico, político, judicial, militar, como cultural del país.

En Bolivia, hay por lo menos medio centenar de comunidades histórico-culturales con distintas características y posiciones jerárquicas. La mayoría de estas comunidades culturales se hallan en la zona oriental del país y demográficamente abarcan desde unas decenas de familias, hasta cerca de cien mil personas. En la zona occidental del país se hallan concentradas las dos más grandes comunidades histórico-culturales indígenas, los quechua y aimarahablantes, que suman más de cinco millones de personas. Los aimaras alcanzan un poco más de dos millones y medio de personas, y tienen todos los componentes de una unidad étnica altamente cohesionada y politizada. A diferencia del resto de las identidades indígenas, desde hace décadas, la aimara ha creado elites culturales capaces de dar pie a estructuras discursivas con la fuerza de reinventar una historia autónoma que ancla en el pasado la búsqueda de un porvenir autónomo, un sistema de movilización sindical de masas en torno a estas creencias políticas y, recientemente, un liderazgo con capacidad de dar cuerpo político visible a la etnicidad. Por último, tenemos la identidad cultural boliviana dominante, resultante de los 180 años de vida republicana, y que sí bien inicialmente ha surgido como artificio político desde el Estado, hoy tiene un conjunto de hitos históricos culturales y populares que la hacen consistente y predominantemente urbana.

Sin embargo, la mayoría de estas referencias cognitivas de las comunidades culturales nunca ha sido integrada a la conformación del mundo simbólico y organizativo estatal legítimo, debido a que las estructuras de poder social se hallan bajo monopolio predominante de la identidad étnica boliviana; por lo tanto, se puede decir que el Estado republicano es un Estado de tipo monoétnico o monocultural y, en tal sentido, excluyente y racista.

A lo largo de toda la república, esto ha llevado a varios ciclos de movilización indígena, tanto por reivindicaciones parciales como por el poder político, ya sea bajo la forma de cogobierno o de autogobierno.

Precisamente, a partir de 2000, estamos viviendo nuevamente un ciclo de insurgencia indígena, dirigida a disputar la conducción estatal y la hegemonía político-cultural de la sociedad. Este nuevo ciclo de movilización indígena tiene su antecedente en los años setenta, con la emergencia del movimiento indianista-katarista en los ámbitos intelectuales y sindicales agrarios. Primero se dio el movimiento indígena de tierras altas, que cobró presencia y discurso interpelador en los años setenta y ochenta; luego fueron los indígenas de tierras bajas quienes visibilizaron los mecanismos de exclusión de decenas de pueblos olvidados por la sociedad como sujetos de derecho; y a mediados de la década del noventa, los cocaleros se convirtieron en los sectores que mayor esfuerzo realizaron para resistir las políticas de erradicación de la hoja de coca.

Pero será abril de 2000 el momento que marcará un punto de inflexión en las demandas y la capacidad de movilización sociopolítica de los movimientos sociales, especialmente indígenas. Articuladas en torno a la conquista de necesidades básicas y a la defensa de recursos territoriales de gestión comunitaria, pequeñas estructuras organizativas locales de tipo territorial y no territorial, basadas en el lugar de residencia, en el control de bienes como la tierra y el agua, en la actividad laboral, gremial o simplemente la amistad, han ido creando redes de movilización colectiva que han puesto en pie a nuevos movimientos sociales; es el caso de la Coordinadora del Agua y la Vida, los Sin Tierra, el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasusyu (CONAMAQ), así como la revitalización de organizaciones antiguas, como la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), la Confederación de Colonizadores, los productores cocaleros, la Coordinadora de Pueblos Étnicos de Santa Cruz (CPESC), las Juntas de Vecinos, entre otras.

La importancia histórica de estos movimientos sociales radica en su capacidad para reconstruir el tejido social y su autonomía frente al Estado, además de que redefinen radicalmente lo que se entiende por acción política y democracia. En términos exclusivamente organizacionales, la virtud de estos movimientos sociales se basa en que han creado mecanismos de participación, de adhesión y filiación colectiva a escala regional, flexibles y fundamentalmente territorializados, que se adecuan a la nueva conformación híbrida y porosa de las clases e identidades sociales en Bolivia.

Mientras el antiguo movimiento obrero tenía como centro la cohesión sindical por centro de trabajo, en torno al cual se articulaban otras formas organizativas de tipo gremial urbanas, los actuales movimientos sociales (CSUTCB, Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), Colonizadores, CPESC, Regantes, Cocaleros) tienen como núcleo organizativo a la comunidad indígena-campesina en el área rural, y a las comunidades vecinales en el área urbana, alrededor del cual se aglutinan asociaciones laborales (maestros rurales), gremiales (transportistas, comerciantes de la zona), estudiantiles, etcétera. Aquí, la comunidad indígena urbana y rural, campesina y vecinal, que equivalen a las células de una sociedad otra, son la columna vertebral articuladora de otros grupos sociales y otros modos locales de unificación, influenciados por la actividad económica y cultural campesino-indígena, y hacen de esta acción colectiva, más que un movimiento social, un movimiento societal,[22] pues se trata de una sociedad entera que se traslada en el tiempo.

La posibilidad de que un abanico de organizaciones y sujetos sociales tan plural pueda movilizarse, ha de garantizarse mediante la selectividad de fines, que permite concentrar en torno a algunas demandas específicas voluntades colectivas diversas. Esto ha requerido descentrar las reivindicaciones de la problemática del salario directo, propia del antiguo movimiento obrero, para ubicarlas en términos de una política de necesidades vitales (agua, territorio, servicios y recursos públicos, hidrocarburos, educación), que involucra a los múltiples segmentos pobladonales subalternos y que, dependiendo de la ubicación social de los sujetos, puede ser leído tanto como el componente del salario indirecto (para los asalariados), como el soporte material de la reproducción (vecinos, jóvenes) o la condensación del legado histórico cultural de la identidad (los indígenas).

Pero los actuales movimientos sociales indígenas no son sólo actividades de protesta y reivindicación; por sobre todo, son estructuras de acción política. Son políticos porque los sujetos de interpelación de la demanda que desencadenan las movilizaciones son, en primer término, el Estado (abolición de la Ley de Aguas, anulación de contratos de privatización, suspensión de la erradicación forzosa, territorialidad indígena. Asamblea Constituyente, nacionalización de los hidrocarburos), y el sistema de instituciones supraestatales de definición de las políticas públicas (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, inversión extranjera). Incluso, la propia afirmación de una política de la identidad indígena (de tierras altas y de tierras bajas) se hace frente al sistema institucional estatal, que en toda la vida republicana ha racializado la dominación y la exclusión de los indígenas.

Por otro lado, entre los múltiples movimientos, se encuentran aquellos que tienen una orientación de poder. En la medida en que las empresas de movilización de los últimos años han estado dirigidas a visibilizar agravios estructurales de exclusión política y de injusta distribución de la riqueza, los movimientos sociales han retomado las tradicionales palestras locales de deliberación, gestión y control (asambleas, cabildos), proyectándolas regionalmente como sistemas no institucionales de participación y control público que han paralizado, y en algunos casos disuelto intermitentemente, el armazón institucional del Estado en varias regiones del país (Altiplano Norte, Chapare, Ciudad de Cochabamba), dando lugar a la coexistencia de dos campos políticos con competencias normativas, algunas veces mestizas y otras confrontadas. Paralelamente, en torno a estas experiencias de ejecución práctica de derechos, los movimientos sociales han comenzado a proyectar a escala nacional general estas experiencias exitosas de deliberación y gestión de derechos, mediante la formulación de un diseño razonable de "dirección de la sociedad"[23] que, al tiempo que demuele el fatalismo histórico con el cual el proyecto neoliberal se legitimó en los últimos veinte años, ha diseñado un modelo alternativo de reforma estatal y económica, que no sólo se plantea transformar el orden de cosas existente en las últimas décadas, sino que además se propone desmontar las estructuras de colonialidad vigentes en toda la historia republicana.

Se puede decir, por tanto, que los movimientos sociales y societales han transformado varios aspectos del campo político, modificando el espacio legítimo donde se produce política, rediseñando la condición socioeconómica y étnica de los actores políticos, innovando con técnicas sociales novedosas para hacer política, además de mutar los fines y sentidos de la política en sus características no sólo neoliberales, sino fundamentalmente republicanas, planteándose transformar el actual Estado monocultural en un Estado y una institucionalidad política multinacionales.

La fisura espacial del Estado

El segundo eje de fractura estructural del Estado es el que tiene que ver con el traslado de los ejes decisorios económico-políticos del Estado, de una región (norte-occidental) a otra (oriental).

Según Zavaleta, el territorio es lo profundo de los pueblos: "sólo la sangre es tan importante como el territorio", y más aún si, como nos sucede a los bolivianos, nuestro momento agrícola constitutivo y el nacimiento de la República fueron decididos por la lógica del espacio, antes que por la lógica de la sociedad. Esto significa que, a diferencia de aquellas sociedades cuya ansiedad colectiva de cohesión ha dado lugar a la producción del territorio, aquí somos hijos del espacio, sin el cual no seríamos lo que somos en realidad.

Fue también Zavaleta quien distinguió entre territorios inherentes y aledaños. Los primeros son los que definen el destino y carácter de una nación, mientras que los otros sólo complementan esa vida central, y la formación estatal de los Estados se dará precisamente por su capacidad de validar territorialmente esos espacios. Se puede decir, por tanto, que la densidad de una nación, o la manera cómo se mira y define sus fines, se mide por la forma de interiorizar socialmente el espacio como base material de su realización colectiva. Por eso, cuando acontece una crisis de Estado como la que actualmente atravesamos en Bolivia, ésta es también una tensión estructural del modo en que la sociedad concibe su territorialidad y del modo en que se piensa como comunidad política moderna, esto es, como nación.

Es sabido que el Estado no se manifiesta con la misma intensidad en todas partes; él también tiene zonas esenciales y complementarias. En el primer caso, se trata de los ejes político-geográficos de la articulación soberana del Estado, en tanto que en el segundo hablamos de las áreas de irradiación de esa soberanía. Estos ejes político-geográficos no son fijos ni perpetuos, se modifican según los desplazamientos espaciales de los núcleos articuladores de la economía y de los centros de emisión de reforma político-cultural de los países. Así, por ejemplo, el desplazamiento de la sede de gobierno de Sucre a La Paz, a finales del siglo XIX, significó el desplazamiento del eje político-cultural del Estado de Sucre-Potosí, con su economía de la plata y su intelectualidad jurídica, al eje La Paz-Oruro-Cochabamba, con la nueva minería del estaño, la producción manufacturera, los indios aimaras como sujeto político y los letrados liberales, que buscaban imaginar la patria más allá de los cuerpos legales.

Hoy, estamos asistiendo nuevamente a un cuestionamiento de la centralidad geográfica del poder, que no significa necesariamente el cambio de la sede de gobierno, sino un diferendo en torno a qué dinamismo económico espacial estructurará el bloque de poder y la concepción del mundo estatalmente irradiada. Santa Cruz con su vitalidad agroindustrial globalizada, y Tarija con su reservas gasíferas, apuntan hacia una probable conversión en el núcleo movilizador de la economía nacional en las siguientes décadas; en tanto que Oruro, con su economía minera en repliegue y La Paz, que no logra instaurar un nuevo patrón tecnológico adecuado a los nuevos requerimientos productivos de la economía mundial, habilitan un posible traslado de la centralidad económica del Estado de occidente a oriente.

Sin embargo, la constitución de los ejes político-espaciales del Estado no depende sólo del poderío económico de las geografías locales, pues el Estado no es una empresa cuyos ejes se decidan por la rentabilidad económica que proporcionan al todo. Con Max Weber, sabemos que el Estado es una correlación de fuerzas políticas connotada, portadora de legitimidad y hegemonía, es decir, es una relación política de dominación legítima, que habilita una comunidad política ilusoria entre gobernantes y gobernados. El liderazgo económico puede ayudar y, de hecho, a la larga, da el soporte material de la legitimidad de la dominación política. Pero el poderío económico no es inmediatamente poderío político-cultural, y puede darse el caso de que los desplazamientos espaciales del poder queden truncos por la ausencia de reforma moral e intelectual de la elite económicamente ascendente. De igual manera, puede darse la posibilidad de una hegemonía política sobre la base de una economía estancada o decadente, aunque esta hegemonía sólo será duradera si al final está acompañada por una reforma y una vitalidad económica.

De hecho, ésta parecería caracterizar la actual situación de hegemonías mutiladas que presenta la actual polarización regional clasista y étnica del país. Por una parte, una economía empresarial de "occidente" estancada, con un empresariado que ha abdicado a cualquier liderazgo político, en medio de un liderazgo político-cultural plebeyo-indígena, aunque sostenido en una economía tradicional urbano-campesina en crisis. Por su parte, un liderazgo económico moderno de "oriente", pero con una capacidad política limitada regionalmente, sin que haya muchas posibilidades de que la irradiación geográfica y clasista de uno de los polos pueda ampliarse al ámbito de la especialidad articulada por el otro polo. Claro, es muy difícil que el discurso liberal y de libre empresa que enarbolan las elites empresariales cruceñas cautive a una plebe andina, que durante diez años le apostó a esa forma de modernidad, obteniendo únicamente una contracción de sus ingresos y sus expectativas de movilidad social. Un discurso autonomista que no venga acompañado de un tipo de postneoliberalismo carece de posibilidades de seducir y, por tanto, de ser hegemonías en "occidente". Pero a su vez, el neoestatismo popular, y en particular el liderazgo indígena, difícilmente habrán de cautivar a una clase media y a un empresariado ascendentes mediante el libre mercado y que, en occidente y oriente, secularmente han sido educados en la subalternidad servil de los indios.

Sin embargo, en todo esto hay una doble paradoja. Por una parte, el bloque social que se levanta y reivindica la pujanza de una economía moderna tiene una lectura de la territorialidad estatal no moderna, de tipo señorial, por lo que carece de fuerza cultural y simbólica para alzarse con un liderazgo nacional; mientras que quienes se erigen sobre la precariedad de una economía tradicional, urbano-campesina, sí leen el espacio nacionalmente, aunque carecen del sustrato material para liderar la economía, pues no se construyen Estados modernos desde la pequeña economía doméstico-familiar.

Y es que el empresariado, en todos los momentos, y en todas las regiones, y pese a todos sus modernismos técnicos, nunca ha dejado de imaginar de manera patrimonial el poder y el territorio; en el primer caso, como privilegio de abolengo, y en el segundo, como prolongación de la lógica señorial de la hacienda. Independientemente de la globalización de sus actividades económicas y de sus estilos de vida, el empresariado cruceño lee el espacio regionalmente, y ha renunciado a una lectura socialmente incorporada del territorio nacional. Por eso puede imaginar —en momentos extremos, a fin de garantizar un blindaje espacial a sus intereses— una disociación de la unidad territorial, pues la territorialidad estatal no se le presenta como una espacialidad inherente a su destino, sino tan sólo como una contingencia de la esencialidad de la hacienda. En ese sentido, la visión del vínculo espacial del Estado es premoderna, señorial, similar a la de las elites andinas del siglo XIX, a las que, según Zavaleta, les importaba más el estado de la estatua de la Virgen de Copacabana que la mutilación del litoral.

En cambio, para el movimiento indígena-plebeyo, la lógica nacional del espacio estatal está incorporada en su horizonte intelectual; es el legado de una lógica agrícola de "múltiples pisos ecológicos". Es por eso que los indios se imaginan el poder no sólo donde son mayoría indígena, sino en todo el país (mediante la victoria electoral en la versión moderada, a través de la Asamblea Constituyente; o mediante la instauración del Qullasuyu, en la versión radical), pues el espacio de sus pretensiones llega hasta donde llega el Estado, e incluso a veces más allá, como en el caso aimara. Se trata entonces de una incorporación moderna de la geografía estatal, aunque, claro está, el sustento técnico-económico de este ímpetu nacionalizador puede ser considerado "premoderno".

Estos límites y tensiones de la lucha por el poder en la actualidad están teniendo un correlato territorial a través del debate por un Estado autonómico.

Descentralización político-administrativa y autonomía

En Bolivia, la lucha o la demanda por autonomía y/o federalismo se remontan hasta los debates de los años sesenta del siglo XIX, en torno a las diversas propuestas de federalismo. Estas discusiones vuelven a ser retomadas en 1899, cuando las elites paceñas, económicamente en ascenso, política y culturalmente con mayor capacidad discursiva y con apoyo de sectores sociales más activos (los indios aimaras y los artesanos), habían reconfigurado un escenario de fuerzas políticas y buscaron, bajo la bandera del federalismo, trasladar la sede de gobierno de Sucre a La Paz. Este traslado de la sede de gobierno de Sucre a La Paz en realidad significó el traslado del eje económico Potosí-Sucre, vinculado a la minería de la plata y la hegemonía cultural de grupos intelectuales vinculados al ámbito judicial, hacia la economía del norte, vinculada a la minería del estaño, que comenzaba a desplazar a la minería de la plata, a las manufacturas en Cochabamba, Oruro y La Paz, y a una presencia más activa de una intelectualidad liberal urbanizada, no estrictamente ligada al aparato burocrático estatal, como lo era en Sucre. Esto significa que el desplazamiento de la sede de gobierno de Sucre a La Paz es un traslado del eje económico y del eje político cultural del sur hacia el norte.

Este tema de lo federal y lo autonómico vuelve a renacer intelectualmente en Santa Cruz a principios de siglo, con el Manifiesto de la Sociedad Geográfica, que le critica al Estado el abandono de las regiones del oriente, y plantea un modelo de desarrollo económico integral y un modelo de desarrollo político con una fuerte presencia autonómica de autogobiernos regionales. El tema de los gobiernos regionales vuelve a renacer en 1957, cuando se debate el tema de las regalías del petróleo y, después de múltiples incidentes y enfrentamientos, se distribuye departamentalmente un porcentaje de las regarías petroleras, que se mantiene hasta hoy.

El tema de la autonomía de la descentralización se hará nuevamente presente por medio de los comités cívicos, cuando se retoma la democracia en los años 1982 y 1984. En ese momento no sólo será Santa Cruz quien demande descentralización, sino también otros departamentos como Cochabamba, Sucre y Potosí. Este ascenso de la demanda de la descentralización departamental quedará neutralizado con la aplicación de la Ley de Participación Popular, que hace una descentralización ya no política, sino administrativa a nivel de los municipios.

La Ley de Participación Popular, que descentraliza administrativamente el Estado por municipios, sumada a la mayor integración de las elites regionales, especialmente cruceñas y a la estructura del Estado centralista a través de los partidos Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MR) y Acción Democrática Nacionalista (ADN), terminará con el ímpetu descentralizador de los años ochenta, y llevará a las elites empresariales cruceñas a ocupar fundamentales posiciones de poder en la estructura estatal que acompañará las reformas de libre mercado de toda la etapa neoliberal.

Sin embargo, desde hace cinco años, la crisis estatal iniciada ha debilitado y hecho retroceder la hegemonía neoliberal (partidaria e ideológica) instaurada desde 1985. Pero este debilitamiento ha dejado sin resolver el nuevo liderazgo nacional. Por una parte, las ideas conservadoras del orden establecido se han atrincherado y reforzado en las regiones del oriente y el sur del país (Santa Cruz, Beni, Tarija), mientras que las ideas y proyectos renovadores y progresistas han avanzado y han logrado un liderazgo en las zonas occidentales del país, aunque sin que ninguno de estos proyectos políticos logre irradiarse ni expandirse como proyecto nacional, lo que ha dado lugar a una regionalización de los liderazgos.

En ese sentido, la actual revitalización de la demanda autonomista en Santa Cruz, a la cabeza de los partidos tradicionales (MNR, MIR y ADN) y las corporaciones empresariales regionales (Cámara Agropecuaria del Oriente [CAO] y Cámara de Industria, Comercio, Servicios y Turismo de Santa Cruz [CAINCO]), es una clara sublevación empresario-regional contra las demandas e ímpetus indígeno-populares de transformación económica y política; es un levantamiento burgués de reacción a los procesos de cambio propugnados por los movimientos sociales. Se trata de una serie de manifestaciones, movilizaciones y acciones directas dirigidas por el empresariado regional, en torno a objetivos y convocatorias de los sectores empresariales, que buscan preservar el orden económico y establecer un blindaje político regional a esos intereses, en retirada en el resto del país. Lo llamativo es que esta convocatoria tiene recepción social, apoyo regional de sectores laborales y populares, lo que permite hablar de la presencia activa de una hegemonía, de un liderazgo empresarial en la región.

A diferencia de lo que sucede en las zonas de occidente, donde los movimientos sociales populares e indígenas han construido un sentido común generalizado, que explica las carencias sociales, la falta de empleo, la discriminación y la crisis debido al "modelo neoliberal", en oriente, los mismos problemas que atraviesan los sectores subalternos son explicados por el "centralismo", que es una ideología y visión del mundo administrada por las elites empresariales, lo que permite entender su liderazgo y base social. Esto ciertamente tiene que ver con la debilidad del tejido social popular en Santa Cruz, con la ausencia de autonomía política de los sectores populares, etc., que permitirían que las demandas y frustraciones de varios sectores populares urbanos, y en particular de jóvenes emigrantes andinos, se articulen individualmente en las ofertas que hacen las elites empresariales.

Esta rebelión de las elites regionales contra el gobierno tiene que ver fundamentalmente con el hecho de que en los últimos dieciséis meses, desde octubre de 2003, las elites empresariales cruceñas han perdido el control de una buena parte de los resortes del poder político, que durante diecinueve años administraron de manera ininterrumpida. Desde 1985, independientemente de los gobiernos del MNR, ADN o MIR, las elites cruceñas ocuparon cargos ministeriales clave en la definición de las políticas económicas del país; estaban posesionados en niveles de dirección de los principales partidos de gobierno y controlaban áreas de decisión en el parlamento. Esto les permitió influir de manera directa en la definición de políticas públicas que favorecieron su potenciación como moderna fracción empresarial. A su modo, la burguesía cruceña desde hace treinta años, y con particular énfasis en los últimos quince años, ha hecho lo que desde la historia republicana ha realizado todo empresariado dominante: utilizar el poder político para ampliar, extender y proteger su capitalización económica empresarial sectorial.

El desplazamiento de los hilos de poder vino inicialmente con la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada, quien creó una serie de vínculos de fidelidad y apoyo con el empresariado cruceño, que se mantuvo hasta el último minuto en que el ex presidente partía a su "autoexilio", en octubre de 2003. El segundo momento de esta pérdida de poder vino por el debilitamiento político de los partidos donde este empresariado cruceño controlaba estructuras de influencia y decisión (MNR y MIR); el tercer momento de esta pérdida de control personal de los aparatos de poder gubernamental se dio cuando el presidente Carlos Mesa posesionó en ministerios a representantes cruceños provenientes  de elites intelectuales y civiles distantes de las elites económicas regionales. Y el punto final de esta pérdida de los resortes del poder gubernamental vino con los resultados de las elecciones municipales, que acabaron por debilitar, y casi marginalizar de las esferas de decisión política, a los partidos que tradicionalmente habían sido el centro de la política nacional (MNR, MIR, ADN). A partir de entonces, era sólo cuestión de tiempo para que se produjera una ofensiva empresarial, de manera corporativa, que es su último reducto de agregación de intereses (Comité Cívico y gremios empresariales), a fin de recobrar posiciones en un esquema de poder que se ha desprendido de su manejo directo y personal.

El aumento del diesel en diciembre de2004 fue el pretexto que le permitió movilizar, canalizar y liderar un malestar social hacia la defensa de intereses empresariales cruceños que, por cierto, son los que más se benefician con la subvención de ese combustible por parte del Estado. La actual sublevación empresario-regional es, por tanto, una lucha abierta por el poder de Estado, por el control de la totalidad, o de una parte sustancial (tema de tierras, régimen de impuestos, modelo económico) de los mecanismos de toma de decisión sobre la manera de gestionar los recursos públicos. El hecho de que se trate de un empresariado regional, y que las fuerzas armadas tengan por el momento una actitud neutral o distante respecto al reclamo empresarial (debido a sus insinuaciones escisionistas con las que a veces lo presentan los dirigentes cívicos), limita la posibilidad de un cambio total de la estructura de poder a su favor, aunque su fuerza puede obligar a un tránsito gradual hacia una retoma de la influencia que tenían antes de octubre.

Por las características de esta lucha por el poder gubernamental, por lo que estos sectores empresariales defendieron y buscan defender, y por la manera en que acumularon poder económico en los últimos años, esta lucha también busca redireccionar, detener el conjunto de reformas políticas y económicas que están en marcha debido a la presión popular-indígena de occidente, ya que la continuación de esas reformas puede afectar directamente los mecanismos de poder económico empresarial (Asamblea Constituyente, que modifique el sistema de propiedad de la tierra; nacionalización de los hidrocarburos, que ponga freno a la esperanza de una regalías petroleras regionalizadas, etc.). De ahí que esta lucha por el poder sea a la vez una resistencia a la continuidad de la llamada "agenda de octubre", resultante de la rebelión urbano-rural de octubre de 2003.

Sin embargo, esta lucha empresarial por el control de las estructuras decisorias del poder político no toma la forma de una lucha "nacional", general, de control total del Estado, lo que exigiría por parte del empresariado cruceño una serie de propuestas, de convocatorias dirigidas a movilizar al resto del país, para articular intereses de otros sectores sociales que no sean solamente los regionales del oriente. Esto, a las elites, les resulta imposible, ya que el horizonte de país que propugnan y defienden (libre mercado, inversión externa, racismo, etc.) fue derrotado en toda la región de occidente en octubre de 2003, y es una ideología cansada y en retirada, al menos temporalmente. De ahí que el empresariado cruceño haya apostado por una regionalización de su lucha política a través de la demanda de autonomía.

En sentido estricto, la demanda de autonomía de los empresarios cruceños se presenta, por tanto, como una lucha defensiva, de repliegue en su zona de irradiación básica (Santa Cruz) y, con ello, el abandono de la lucha por una hegemonía nacional que sienten imposible. La lucha por la autonomía cruceña es, pues, el retroceso político respecto a lo que anteriormente controlaban las elites cruceñas (aparatos de Estado "nacional"), y la constatación de los límites regionales de una burguesía que no se anima a intentar dirigir, política, económica y culturalmente, el país, y se repliega en su dominio regional para disputar ahí el control, compartido con las petroleras, del excedente gasífero existente. La autonomía cruceña, convertida en la bandera central de la demanda empresarial, es por tanto la lucha por el poder político, pero en su dimensión fraccionada, regionalizada, parcial, y la materialización del abandono de la disputa del poder general, "nacional" del país. Su victoria, en caso de darse, no resolverá la ausencia de hegemonía nacional, de liderazgo y horizonte general compartido por la mayoría de la sociedad; radicalizará la regionalización de la lucha de clases, de los liderazgos políticos y de los proyectos de país, incrementando las tendencias escisionistas que siempre han anidado larvariamente en el comportamiento político de los sujetos sociales de oriente y occidente.

Con todo, y pese a esta carencia local de la disputa del poder político, la demanda de la burguesía cruceña y las empresas petroleras que la secundan está cuestionando directamente no sólo a un gobierno, sino a la estructura del Estado, a su base constitucional y, ante todo, al control de los recursos imprescindibles para cualquier estrategia de desarrollo económico nacional en las siguientes décadas: tierra e hidrocarburos. Se trata por tanto de una sublevación reaccionaria que está poniendo en duda la viabilidad del Estado y, lo más riesgoso, el sustento material económico de cualquier proceso de reforma o de transformaciones progresistas que deseen impulsar los sectores populares e indígenas del país.

Está claro, entonces, que la actual demanda autonómica del Comité Cívico de Santa Cruz, si bien tiene una función democratizadora, es ante todo un pretexto de elite para contener proyectos de reforma económica y política desneoliberalizantes. Resulta entonces que, en torno a la agenda cruceña, parte de los sectores políticamente derrotados en octubre ha comenzado nuevamente a rearticularse, hablamos del MNR, del MIR, del ADN, que sienten a Santa Cruz y su movimiento regional como un territorio desde el cual pueden comenzar nuevamente a irradiar propuestas y liderazgo político.

En lo que se refiere al actual debate sobre si primero debería realizarse el referéndum por la autonomía o la elección de constituyentes no es un debate falso; es un debate donde se posicionan intereses colectivos de poder. Las fuerzas políticas y económicas que quieren primero autonomía, buscan posicionarla autonomía a nivel departamental para postergar la Asamblea Constituyente de manera indefinida, porque se sienten aún minoría electoral; sienten que ahí no podrían jugar un papel dirigente, como lo venían haciendo en todas las elecciones nacionales previas, más aún cuando los partidos que les permitían convertir la minoría demográfica en mayoría política (ADN, MIR, MNR) están en un proceso de debilitamiento estructural. Los que buscan la Asamblea Constituyente, en cambio, quieren hacerla antes o al mismo momento que la autonomía, justamente para obligar a este bloque oriental a participar dentro de la Asamblea Constituyente, creyendo que en ella estos bloques sociales, populares e indígenas, tendrán mayor presencia y mayoría para promover cambios en los regímenes económicos, de propiedad y de derechos sociales que beneficien a los sectores anteriormente excluidos.

Como se ve en conjunto, alrededor del debate sobre autonomías están en juego las estrategias de posicionamiento de cada una de las fuerzas sociales y políticas del país y, por ello, es importante que, en el momento de hacer una lectura contextual de este tema, se sepa el telón de fondo de los distintos argumentos legitimadores que utilizan los distintos actores. En sentido estricto, en torno a la agenda de la autonomía se están jugando temas de poder político de grupos, clases y facciones sociales.

Campo político polarizado y empate catastrófico

En este escenario de crisis estatal de dos dimensiones, a saber, crisis del Estado neoliberal, y crisis de los componentes republicanos monoculturales y centralistas del Estado boliviano, se está produciendo un creciente proceso de polarización social y política, entendida como confrontación de proyectos contrapuestos de dos miradas distintas de entender la vida, la economía, el futuro y el porvenir.

Por una parte, podemos ubicar un proyecto neoconservador, liberal, que en lo económico sigue apostando a una economía abierta, globalizada, de inversión externa, de débil intervención del Estado. El otro polo apuesta por una economía más centrada en el mercado interno, con mayor presencia de un Estado productivo, y que intenta recuperar la dinámica económica de sectores tradicionales en el campo, comunidades, en el mundo urbano familiar microempresarial.

En lo político, el primero es un proyecto que apunta hacia una lectura partidaria de la política o corporativa empresarial de la política, manteniendo la monoculturalidad del Estado, con liderazgos de tipo tradicional de las viejas elites políticas. El otro apunta a un tipo de comunitarismo sindical, una reivindicación de la multiculturalidad, de la presencia indígena en la toma de decisiones, y está encabezada por liderazgos básicamente indígenas.

La primera nos da una confrontación de carácter clasista, la segunda una confrontación de carácter étnico, y existe una tercera que nos va a dar una confrontación regional. Por una parte, estas fuerzas neoconservadoras —que no es un adjetivo, en la medida en que pretenden preservar lo que existe con algunas modificaciones— sí bien están presentes en todo el país, tienen su fuerza dominante en sectores del oriente del país. Mientras tanto, las fuerzas renovadoras, que están presentes en las distintas regiones con su mayor capacidad de movilización, tanto electoral como de acción colectiva, están en las zonas de los valles y del altiplano. Entonces Bolivia está viviendo simultáneamente una polarización clasista, étnica y regional.

En conjunto, se puede decir que estamos ante un escenario de conflicto generalizado por la redistribución del poder estatal en Bolivia entre sectores que tradicionalmente tenían poder, y sectores nuevos, anteriormente marginados de las estructuras decisorias del país, que ahora pugnan por hacerse cargo de la administración del Estado. Pero lo característico de esta pugna por el poder es que ninguno de los bloques tiene la capacidad de imponerse sobre el otro.

Tenemos entonces polaridades que atraviesan las regiones, las clases y las identidades étnicas; pero ninguna de estas polaridades o bloques de poder tiene la suficiente capacidad para imponerse sobre la otra ni para seducirla; es decir, en términos gramscianos, estamos ante un "empate catastrófico". Un empate catastrófico surge cuando no existe la capacidad de una hegemonía completa, sino de una confrontación irresuelta por esa hegemonía entre dos protohegemonías, y esto genera procesos de confrontaciones permanentes de baja intensidad, de enfrentamientos, desgastes mutuos que impiden que alguno de ellos expanda su liderazgo sobre el resto de la sociedad.

De ahí que lo más sensato sea pensar que la única manera de resolución de este "empate" sea precisamente la del armisticio o, lo que es lo mismo, la de una redistribución pactada del poder estatal, lo que llevaría necesariamente a una ampliación de derechos de los sectores más excluidos y a una redistribución negociada de las oportunidades económicas de la sociedad.



Fuente:

La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 264 – 269




Texto extraído de Álvaro García Linera, "La lucha por el poder en Bolivia", en Horizontes y límites del Estado y el poder. La Paz, Muela del Diablo, 2005




[1] Texto extraído de Álvaro García Linera, "La lucha por el poder en Bolivia", en Horizontes y límites del Estado y el poder. La Paz, Muela del Diablo, 2005
[2] Muller y Asociados, Estadísticas socio-económicas, La Paz, Muller y Asociados, 2004
[3] Instituto Nacional de Estadística (INE), Banco de datos, 2004
[4] Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Informe nacional de desarrollo humano 2004, La Paz, PNUD, 2004
[5] INE, Inversión extranjera directa 1996-2002, La Paz, INE, 2003
[6] "Datos entregados por el Banco Central de Bolivia", en La Razón, 28 de abril de 2004.
[7]  Nueva Economía, 27 de febrero de 2005
[8] Carlos Arze, "Empleo y relaciones laborales", en Bolivia hacia el siglo XXI, La Paz, Postgrado en Ciencias del Desarrollo (CIDES), Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), Coordinadora Nacional de Redes (CNR), Academia Nacional de Ciencias (ANC), Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA), y PNUD, 1999
[9] La Prensa, 7 de julio de 2004
[10] Nueva Economía, 28 de diciembre de 2004
[11] PNUD, Informe nacional de desarrollo humano 2004, op. cit.
[12] Efraín Huanca, Economía boliviana: evaluación del 2003 y perspectivas para el 2004, ta Paz, CEDLA, 2004
[13] Alejandro Mercado, Capitalización y empleo, La Paz, Fundación Milenio, 2002
[14] José Valdivia, "La capitalización", en Juan Carlos Chávez (ed.), Las reformas estructurales en Bolivia, La Paz, Fundación Milenio, 1998.
[15] PNUD, Informe nacional de desarrollo humano 2004, op. cit.
[16] INE, Síntesis estadística de Bolivia, La Paz, INE, 2004.
[17] David de Ferranti, Guillermo Perry, Francisco Ferreira y Michael Walton, Desi­gualdad en América Latina y el Caribe. ¿Ruptura con la historia?, Washington, Banco Mundial, 2004.
[18] Roberto Laserna, Bolivia; la crisis de octubre y el fracaso del Chenko, La Paz, Muller y Asociados, 2004.
[19] Horst Grebe, "El crecimiento y la exclusión", en AA. VV., La fuerza de las ideas. La Paz, Banco Mundial, Instituto Prisma, Instituto Latinoamericano de Inves­tigaciones Sociales (ILDIS) y Maestrías para el Desarrollo (MPD), 2002.
[20] INE, citado en La Prensa, 29 de agosto de 2004. La Fundación Milenio cita un informe del Ministerio de Hacienda, en el que se establece que en el año 2001 la Formación Bruta de Capital Fijo (FBCF) privado nacional fue de 89 millones de dólares, en tanto que en 2002 hubiera sido de 84 millones. Fundación Milenio, Informe de Milenio sobre la economía en el año 2002, La Paz, Milenio, 2003.
[21] INE, Censo nacional de población y vivienda 2001, La Paz, INE, 2002.
[22] Luis Tapia, La condición multisocietal. Multiculturalidad, pluralismo, modernidad. La Paz, Muela del Diablo, CIDES y UMSA, 2002
[23] Giovanni Arrighi, Terence Hopkins e Immanuel Wallerstein, Movimientos antisistémicos, Madrid, Akal, 1999.

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