martes, 2 de agosto de 2016

CRISIS DEL ESTADO Y SUBLEVACIONES INDÍGENO-PLEBEYAS EN BOLIVIA[1]




CRISIS DEL ESTADO Y SUBLEVACIONES
INDÍGENO-PLEBEYAS EN BOLIVIA
[1]


Fue Kant quien definió el Estado como una unión de personas que se proponen vivir jurídicamente, entendido esto como despliegue de la libertad bajo una ley y una coacción universal.[2] Más allá de ver al Estado como la idea del derecho en acto, lo que aquí nos interesa resaltar es la concepción del Estado como el "yo común" del sistema de libertades que posee una sociedad. Sin embargo, fue Marx quien nos llamó la atención sobre el carácter ilusorio de esta comunidad.[3] No es que el Estado no sea un resumen de la colectividad, sino que es una síntesis enajenada, pues transfigura los conflictos internos de la sociedad bajo la apariencia de la autonomía de las funciones estatales. De ahí que se pueda decir que el Estado es una síntesis de la sociedad, pero una síntesis cualificada por la parte dominante de esa sociedad.[4]

En los últimos años, la escuela derivacionista y regulacionista[5] ha trabajado, precisamente, los procesos sociales mediante los cuales las estructuras estatales modernas, y sus ámbitos de autonomía política, responden a las distintas maneras de configuración de los procesos productivos, a los modos de gestión de la fuerza de trabajo, y a la propia articulación de las redes transnacionalizadas de los circuitos del capital social planetario. Esto significa que, cuando hablamos del Estado, estamos hablando de algo que es mucho más que un conjunto de instituciones, normas o procedimientos políticos, pues en el fondo, el Estado es una relación social conflictiva, que atraviesa el conjunto de toda la sociedad, en los modos en que realiza la continuidad de su sistema de necesidades (propiedad, impuestos, moneda, derechos laborales, créditos, etc.), y en el modo en que representa la articulación entre sus facultades políticas y sus actividades cotidianas.

Esta manera de ver al Estado como totalidad fue sistematizada por Antonio Gramsci, quien propuso el concepto de Estado, en su "sentido integral", como la suma de la sociedad política y la sociedad civil, recogiendo, a su modo, el legado hegeliano de que la sociedad civil es el momento constitutivo del Estado que, a su vez, mediante el andamiaje de sus instituciones, sintetiza el ideal de eticidad de una colectividad, esto es, las costumbres, valores y creencias que los miembros de una sociedad comparten.[6]

La importancia de las creencias, como elemento fundamental en la constitución del poder político, fue lo que llevó a Émile Durkheim a ver al Estado como "el órgano mismo del pensamiento social y, sobre todo, el órgano de la disciplina moral", lo que, sin embargo, no debe hacernos olvidar el ámbito de la "violencia organizada" como núcleo del poder estatal.[7] Coerción y creencia, ritual, institución y relación, sociedad civil y sociedad política son por tanto elementos constitutivos de la formación de los Estados. Max Weber sintetizará esta composición del hecho estatal a través de la definición del Estado como una organización política continua y obligatoria que mantiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza física.[8]

Esto significa que hay Estado, no sólo cuando en un territorio unos funcionarios logran monopolizar el uso de la coerción física, sino también cuando ese uso es legítimo, esto es, cuando la legalidad de tal monopolio se asienta en la creencia social, lo que a su vez supone, según Pierre Bourdieu, un monopolio paralelo, el de la violencia simbólica, que no es otra cosa que la capacidad de imponer y consagrar, en las estructuras mentales de las personas, sistemas cognitivos, principios de visión y división del mundo considerados evidentes, válidos y legítimos por los miembros de una sociedad.[9]

Crisis de estado

Ahora bien, como lo ha mostrado Norbert Elias, estos monopolios que dan lugar a los Estados son procesos históricos que necesitan reproducirse continuamente.[10] De tal manera que la estatalidad de la sociedad no es un dato, un hecho fijo, sino un movimiento. Este monopolio del "capital de fuerza física" y del "capital de reconocimiento", que da lugar al Estado, genera a su vez otro capital, el "capital estatal", que es un poder sobre las distintas especies de capital (económico, cultural, social, simbólico), sobre su reproducción y sus tasas de reconversión, por lo que el escenario de disputas y competencias sociales en el Estado está constituido, en el fondo, por confrontaciones sociales por las características, el control y direccionalidad de este capital estatal burocráticamente administrado.

En síntesis, en términos analíticos es posible distinguir en la organización del Estado al menos tres componentes estructurales que regulan su funcionamiento, estabilidad y capacidad representativa. El primero es el armazón de fuerzas sociales, tanto dominantes como dominadas, que definen las características administrativas y la dirección general de las políticas públicas. Todo Estado es una síntesis política de la sociedad, pero jerarquizada en coaliciones de fuerzas que poseen una mayor capacidad de decisión (capital estatal-burocrático), y otras fuerzas, compuestas por grupos que tienen menores o escasas capacidades de influencia en la toma de decisiones de los grandes asuntos comunes. En ese sentido, los distintos tipos o formas estatales corresponden analíticamente a las distintas etapas históricas de regularidad estructural de la correlación de fuerzas, que siempre son resultado y cristalización temporal de un corto periodo de conflagración intensa, más o menos violento, de fuerzas sociales que disputan la reconfiguración de las posiciones y la toma de posición en el control del capital estatal.

En segundo lugar, está el sistema de instituciones, de normas y reglas de carácter público, mediante las cuales todas las fuerzas sociales logran coexistir, jerárquicamente, durante un periodo duradero de la vida política de un país. En el fondo, este sistema normativo de incentivos, de señales, prohibiciones y garantías sociales, que se objetiva por medio de instituciones, es una forma de materialización de la correlación de fuerzas fundacional, que dio lugar a un tipo de régimen estatal y que, a través de este marco institucional, se reproduce por medios legales.

Como tercer componente de un régimen de Estado, está el sistema de creencias movilizadoras. En términos estrictos, todo Estado, bajo cualquiera de sus formas históricas, es una estructura de categorías de percepción y de pensamientos comunes, capaces de conformar, entre sectores sociales gobernados y gobernantes, dominantes y dominados, un conformismo social y moral sobre el sentido del mundo que se materializa mediante los repertorios y ritualidades culturales del Estado.[11]

Cuando estos tres componentes de la vida política de un país muestran vitalidad y un funcionamiento regular, hablamos de una correspondencia óptima entre régimen estatal y sociedad. Cuando alguno o todos estos factores se estancan, se diluyen o se quiebran de manera irremediable, estamos ante una crisis de Estado, manifiesta en el divorcio y antagonismo entre el mundo político, sus instituciones, y el flujo de acciones de las organizaciones civiles. Esto es precisamente lo que viene sucediendo en Bolivia desde hace tres años. Lo más llamativo de esta crisis estatal es que, a diferencia de las que cíclicamente se repiten cada quince o veinte años, la actual crisis de Estado presenta una doble dimensión. Parafraseando a Braudel, podemos decir que hoy se manifiesta la crisis de una estructura estatal de "larga duración" y otra de "corta duración". La primera tiene que ver con un deterioro radical y un cuestionamiento de las certidumbres societales, institucionales y cognitivas que atraviesan de manera persistente los distintos ordenamientos estatales de la vida republicana, a las que llamaremos estructuras de invariancia estatal; mientras que la crisis de "corta duración" hace referencia al modo "neoliberal" o reciente de configuración del Estado, al que llamaremos estructuras estatales temporales que, pese a sus variadas formas históricas, utilizan, moldean y dejan en píe sistemas de poder que dan lugar a las estructuras invariantes. Veamos brevemente cómo se manifiesta esto.

1. La trama de las fuerzas sociales

Desde mediados de la década de los ochenta del siglo anterior, la constitución del armazón de fuerzas colectivas que dieron lugar
al llamado Estado "neoliberal-patrimonial" contemporáneo, en Bolivia tuvo como punto de partida la derrota política y cultural del sindicalismo obrero articulado en torno a la Central Obrera Boliviana
(COB)[12], que representaba la vigencia de múltiples prerrogativas plebeyas en la administración del excedente social y en la gestión del capital estatal (ciudadanía sindical, co-gestión obrera, etc.). Sobre esta disgregación del sindicalismo adherido al Estado se consolidó un bloque social, compuesto por fracciones empresariales vinculadas al mercado mundial, partidos políticos, inversionistas extranjeros y organismos internacionales de regulación, que ocuparon el escenario dominante de la definición de las políticas públicas.

Durante quince años, la toma de decisiones en gestión pública (reformas estructurales de primera y segunda generación, privatizaciones, descentralización, apertura de fronteras, legislación
económica, reforma educativa, etc.) tuvo como único sujeto de decisión e iniciativa a estas fuerzas sociales, que reconfiguraron la organización económica y social del país bajo promesas de modernización y globalización.

En la actualidad, esta composición de fuerzas se ha agrietado de manera acelerada. Por una parte, la desorganización y despolitización del tejido social, generadas por la inermidad de las clases subalternas y la garantía de la aristocratización del poder estatal durante quince años, ha sido revertida. Los bloqueos de abril-septiembre de 2000, julio de 2001 y junio de 2002 señalan una reconstitución regional de diversos movimientos sociales con capacidad de imponer, sobre la base de la fuerza de su movilización, políticas públicas, régimen de leyes y hasta modificaciones relevantes de la distribución del excedente social. Leyes como la 2029 y el anteproyecto de Ley de Aguas, que buscaban redefinir el uso y propiedad del recurso líquido, las adjudicaciones de empresas estatales a manos privadas, la aplicación del impuesto al salario, etc., han sido anuladas o bien modificadas extra-parlamentariamente por los bloqueos de los movimientos sociales y los levantamientos populares. Decretos presidenciales como el cierre del mercado de acopio de la coca o de interdicción en los Yungas han tenido que ser abolidos por el mismo motivo, mientras que artículos de las leyes financieras han sido cambiados en función de las demandas corporativas o nacionales de grupos sociales organizados (Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia [CSUTCB],[13] vendedores, jubilados, campesinos cocaleros, cooperativistas mineros, policías, etc.), mostrando la emergencia de bloques sociales compuestos que, al margen del parlamento, y ahora con apoyo en él, tienen la fuerza suficiente para frenar la implementación de políticas gubernamentales, para cambiar leyes y para imponer, por métodos no parlamentarios, determinadas demandas y redistribuciones de los recursos públicos. Lo importante de estas fuerzas emergentes es que, por las características de su composición interna (plebeyas, indígenas) y de sus demandas aglutinadoras, son bloques sociales anteriormente excluidos de la toma de decisiones, que al tiempo que buscan autorrepresentarse, pretenden modificar sustancialmente las relaciones económicas, por lo cual su reconocimiento como fuerza de acción colectiva pasa obligatoriamente por una transformación radical de la coalición social con capacidad de control del capital estatal y del uso de los bienes públicos, esto es, de la forma estatal dominante en las últimas décadas, que se sostuvo en estrategias de marginación e individuación de las clases subalternas.

Pero además, y esto es lo más notable de los actuales procesos de reconstitución de los movimientos sociales, las fuerzas de acción colectiva más compactas, influyentes y dirigentes son indígenas, entendido esto como una comunidad cultural diferenciada y un proyecto político. A diferencia de lo que sucedió desde los años treinta del siglo XX, cuando los movimientos sociales fueron articulados en torno al sindicalismo obrero, portador de un ideario de mestizaje, y resultante de la modernización económica de las elites empresariales, hoy los movimientos sociales con mayor poder de interpelación al ordenamiento político son de base social india, emergentes de las zonas agrarias, bloqueadas o marginadas de los procesos de modernización económica impulsados desde el Estado.

Los aimaras del altiplano, los cocaleros de los Yungas y el Chapare, los ayllus de Potosí y Sucre, y los indígenas del oriente han desplazado en el protagonismo social a los sindicatos obreros y organizaciones populares urbanas. Y, a pesar del carácter regional o local de sus acciones, comparten una misma matriz identitaria indígena, que interpela el núcleo invariante del Estado boliviano desde hace 178 años: su monoetnicidad. El Estado boliviano, en cualquiera de sus formas históricas, se ha caracterizado por el desconocimiento de los indios como sujetos colectivos con prerrogativas gubernamentales. Y el hecho de que hoy aparezcan los indios, de manera autónoma y como principal fuerza de presión demandante, pone en cuestión, precisamente, la cualidad estatal, heredada de la colonia, de concentrar la definición y control del
capital estatal en bloques sociales culturalmente homogéneos y diferenciados de las distintas comunidades culturales indígenas que existieron antes de que hubiera Bolivia, y que, incluso ahora, siguen constituyendo la mayoría de la población.
[14]

Por otra parte, la propia alianza de las elites económicas dominantes muestra claros signos de fatiga y conflicto interno, debido al estrechamiento de los marcos de apropiación del excedente económico, resultante de la crisis internacional y los límites financieros del Estado liberal (privatización de empresas públicas, externalización del excedente, erradicación de la hoja de coca, contracción de la masa tributaria por el incremento de la precariedad). En un ambiente marcado por el pesimismo a largo plazo, cada una de las fracciones del poder comienza a jalar para su lado, enfrentándose a las demás (reducción de las ganancias transferidas al Estado por las empresas capitalizadas, rechazo de las empresas petroleras y procesadoras de carburantes a modificar los precios de compra del petróleo, renegociación del precio
del gas vendido a Brasil, rechazo al pago de impuestos a la tierra, etc.), resquebrajándose así la unidad de destino compartido que había garantizado, en la última década, la formación de la coalición social en el monopolio del capital estatal.

Pero además, en términos de los patrones de largo aliento o de invariabilidad epocal de las estructuras sociales, un elemento que está presente como telón de fondo de la crisis del bloque empresarial de poder y de la propia insurgencia de los actuales movimientos sociales, surgidos de los márgenes de la modernidad capitalista, es el carácter primario exportador[15] y de enclave de la economía boliviana. El hecho de que la modernidad industrial se presente como pequeñas islas en un mar de fondo de informalidad y economía campesina semimercantil, si bien puede derribar los costos salariales, limita la formación de un mercado interno capaz de diversificar la actividad empresarial de valor agregado, además de convertir en endémica su vulnerabilidad a las fluctuaciones del precio mundial de materias primas, secularmente con tendencia a la baja. En ese sentido, se puede decir que la crisis estatal de "larga duración" es el correlato político de una crisis económica igualmente de "larga duración" de un patrón de acumulación primario exportador, incapaz de retener productivamente los excedentes y, por tanto, sin posibilidades de disponer internamente de volúmenes de riqueza necesarios para construir duraderos procesos de cohesión social y adscripción estatal.

No debe olvidarse que las construcciones nacionales modernas, como hechos de unificación cultural y política, se erigen sobre procesos exitosos de retención y redistribución del excedente industrial-mercantil; de ahí que las propuestas de autonomía departamental de los Comités Cívicos, cíclicamente reivindicadas cada vez que hay una renta hidrocarburífera a disponer; o de autogobierno indígena, con la que distintos grupos sociales regionales cuestionan la configuración del bloque de poder estatal y el ordenamiento institucional, develan a su modo las fallas de un orden económico de larga data, que en lo últimos años sólo ha exacerbado sus componentes más elitistas, monoproductivos y externalizables en el mercado mundial.

2. RÉGIMEN DE INSTITUCIONES POLÍTICAS

Durante los últimos dieciocho años, junto con la división de poderes y la centralidad parlamentaria, los partidos políticos han adquirido mayor importancia en la organización de la institucionalidad gubernamental. Apoyados en el reconocimiento otorgado autoritariamente por el Estado, pues por sí mismos nunca fueron relevantes, los partidos han pretendido sustituir el antiguo régimen de mediación política desempeñado por los sindicatos, que recogía la herencia colectivista de las sociedades tradicionales con el moderno corporativismo del obrero de oficio de gran empresa. Sistema de partidos, elecciones y democracia representativa son hoy los mecanismos por medio de los cuales se ha definido prescriptivamente el ejercicio de las facultades ciudadanas.

Sin embargo, está claro que los partidos no han logrado convertirse en mecanismos de mediación política, esto es, en vehículos de canalización de las demandas de la sociedad hacia el Estado. Las investigaciones sobre el funcionamiento de los partidos, y las propias denuncias de la opinión pública, muestran que ellos son, ante todo, redes familiares y empresariales mediante las cuales se compite por el acceso a la administración estatal, como si se tratara de un bien patrimonial, y en los que los modos de vinculación con la masa votante están organizados básicamente en torno a vínculos clientelistas y de prebendas.[16]

De esta manera, destruida la ciudadanía sindical del Estado nacionalista, pero apenas asomada una nueva ciudadanía política moderna de tipo partidario y electivo, la sociedad ha empezado a crear o a retomar otras formas de mediación política, otras instituciones de ejercicio de representación, organización y movilización política, al margen de los partidos. Éstos son los nuevos, y viejos, movimientos sociales, con sus tecnologías de deliberación, del asambleísmo, cabildeo y acción corporativa, y de ahí que se pueda afirmar que, en términos de sistemas institucionales, hoy en Bolivia existen dos campos políticos. En regiones como el Chapare, Yungas y Norte de Potosí, la institucionalidad de comunidades se halla superpuesta no sólo a la organización partidaria, sino también a la propia institucionalidad estatal, en la medida en que alcaldes, corregidores y subprefectos están subordinados de facto a las federaciones campesinas. En el caso del altiplano norte, varias subprefecturas y puestos policiales provinciales han desaparecido en los últimos tres años, debido a las movilizaciones; en capitales provinciales se han creado "policías comunitarias", que resguardan el orden público en nombre de la Federaciones Campesinas y, de manera recurrente, cada vez que hay un nuevo bloqueo, cientos de comunidades altiplánicas erigen lo que ellas denominan el Gran Cuartel Indígena de Q'alachaca, que es una especie de confederación circunstancial de ayllus y comunidades en estado de militarización.

Ciertamente, todo ello tiene que ver con lo que alguna vez Re Zavaleta denominó el "Estado aparente", en el sentido en que por la diversidad societal o civilizatoria del país, amplios territorios y numerosas poblaciones de lo que hoy denominamos Bolivia son portadores de formas de producir que no han interiorizado, como hábito y reforma técnica de los procesos laborales, la racionalidad capitalista, tienen otra temporalidad de las cosas, poseen otros sistemas de autoridad y de lo público, enarbolan fines y valores colectivos diferenciados a los que el Estado oferta como concepción del mundo y destino.[17] Esto, que es una constante de la historia de los distintos estados bolivianos, hoy atraviesa procesos de autounificación institucional creciente, tanto coercitivos como simbólicos, bajo la forma de nacionalismos e identidades étnicas, que están dando lugar a una dualización de los sistemas políticos y principios de autoridad, en algunos casos de manera permanente (territorios agrario-indígenas politizados) y en otros, esporádicos (zonas urbanas de Cochabamba, La Paz y El Alto).

Resulta entonces que el Estado neoliberal ha comenzado a tener frente a él órdenes institucionales fragmentados y regionales que le arrebatan el principio de autoridad gubernativa y la lógica de acción política; pero, simultáneamente, esta otra institucionalidad, en la medida en que está anclada en los saberes colectivos de aquella parte del mundo indígena ubicado al margen de la subsunción real o, si se prefiere, del capitalismo como racionalidad técnica, es una institucionalidad basada en normas, procedimientos y culturas políticas tradicionales, corporativas noliberales, que está poniendo en entredicho la centenaria simulación histórica de una modernidad y liberalidad política estatal de texto e institución, que ni siquiera es acatada por las elites proponentes que, pese a todo, no han abandonado jamás el viejo método de la política señorial y patrimonial. La corrupción generalizada en el aparato de Estado, que hoy ha llegado a afectar la propia legitimidad gubernamental, no es más que la representación modernizada del antiguo hábito prebendal y patrimonial con el que las elites en el poder asumen, entienden y producen la función estatal.

La cultura política liberal y las instituciones liberales, que hoy en día son rebasadas por los movimientos sociales, y dejadas de lado en el comportamiento real de las elites en el poder, son un sistema de valores y procedimientos que presuponen la individuación de la sociedad, esto es, la disolución de las fidelidades tradicionales, las relaciones señoriales y los sistemas productivos no-industriales, cosa que en Bolivia apenas acontece, en el mejor de los casos, con un tercio de la población. Sin embargo, pese a este "abigarramiento" de una sociedad que, estructural y mayoritariamente, no es industrial ni individuada, el Estado, en todas sus formas republicanas, incluso la "neoliberal", en un tipo de esquizofrenia política, ha construido regímenes normativos liberales, instituciones modernas que no corresponden, sino como superposición hipostasiada, a la lógica real de la dinámica social. De ahí que la institucionalidad generalizada de los movimientos sociales indígenas y plebeyos, que privilegian la "acción normativa" sobre la "acción comunicativa",[18] cuestiónela validez de una institucionalidad estatal republicana que aparenta modernidad en una sociedad que carece, e incluso está privada, de las bases estructurales y materiales de esa modernidad imaginada.

Por último, otro momento paradigmático de este eclipse institucional del Estado "neoliberal", y potencialmente repetible a mayor escala, ha acontecido recientemente, cuando las instituciones armadas del Estado, que son su núcleo sustancial y final, se han enfrentado en las inmediaciones de la casa de gobierno. Con ello, no sólo se ha derrumbado la estructura de mandos y fidelidades que da continuidad y verificabilidad al espíritu de Estado, no sólo se ha disuelto el principio de cohesión y unicidad estatal, que es algo como el instinto de preservación básico de cualquier Estado, sino que además no se ha podido ejercer el mandato fiscal que, según Elias, es el monopolio que sostiene el monopolio de la violencia, y ambos, al Estado.

3. Matriz de creencias sociales movilizadoras

Por más de una década y media, los "dispositivos de verdad", que articulaban expectativas, certidumbres y adherencias prácticas de importantes sectores de la población, fueron las ofertas de libre mercado, privatización, gobernabilidad y democracia liberal representativa. Todas estas propuestas fueron ilusiones bien fundadas, pues si bien en verdad nunca lograron materializarse de manera sustancial, permitieron realinear el sentido de la acción y las creencias de una sociedad que imaginó que, por medio de ello, y los sacrificios que requería, se iba a lograr el bienestar, la modernidad y el reconocimiento social. Clases altas, clases medias y subalternas urbanas, estas últimas vaciadas de las expectativas y adherencias al Estado protector y al sindicato por centro de trabajo, creyeron ver en esta oferta de modernización una nueva vía de estabilidad y ascenso social, dando lugar así a un nuevo espacio de apetencias, grandezas y competencias individuales consideradas como legítimas. Hoy, a quince años de esta apuesta colectiva, y frente a una creciente brecha entre expectativas imaginadas y realidades obtenidas, se ha generado una población defraudada y en proceso de divorcio social con respecto a la emisión estatal, que está empujando a un pesimismo social, en unos casos; en otros, a una atracción por diferentes convicciones emitidas al margen del Estado, o que desconocen abiertamente una buena parte del régimen de rutinas y rituales de la dominación estatal.

La modernidad anunciada se ha traducido en el regreso a formas de extracción de plusvalía absoluta, y a un incremento de la informalidad laboral, del 55% al 68% en veinte años. La promesa de ascenso social sólo ha producido una mayor concentración de la riqueza y una reactualización de la discriminación étnica en los capitales legítimos para el ascenso a los espacios de poder. La privatización, lejos de ampliar el mercado interno, se ha convertido en la pérdida del mayor excedente económico de los últimos cincuenta años (los hidrocarburos) y la extranjerización acelerada de los débiles ahorros sociales.

El sistema de convicciones y esquemas mentales que permitió que gobernantes y gobernados se articularan muestra hoy un acelerado proceso de agotamiento, por la imposibilidad material de mostrarse verificable, dando lugar nuevamente a un estado de disponibilidad cultural de la población hacia nuevas fidelidades y creencias movilizadoras. De hecho, nuevos discursos, que han contribuido a la erosión de las certidumbres estatales, hoy comienzan a hallar receptividad en amplios grupos sociales, que empiezan a utilizar esas propuestas como ideas-fuerza, esto es, como creencias en torno a las cuales están dispuestos a entregar tiempo, esfuerzo y trabajo para su materialización y que, como en zonas del altiplano aimara, comienzan a promover modos de escenificación y ritualización alternativos de poder y mando (sustitución de banderas bolivianas por wiphalas[19] indígenas, el chicote y bastón de mando en vez del escudo como símbolos de poder, etcétera).

Entre las nuevas ideas-fuerza con carácter expansivo, que comienzan a aglutinar a sectores sociales, está la reivindicación nacional-étnica del mundo indígena, que ha permitido el avance de un tipo de nacionalismo indígena en el sector aimara del altiplano, y la constitución de una izquierda electoralmente exitosa a la cabeza de caudillos indios en las pasadas elecciones generales. Otras propuestas, como la recuperación estatal de los recursos públicos privatizados, y la ampliación de la participación social y la democracia a través del reconocimiento de prácticas políticas no liberales de corte corporativo, asamblearios y tradicionales (comunidad indígena, sindicato, etc.), son convicciones que están desplazando las fidelidades liberales y privatizadoras emitidas
por el Estado.

Se puede decir que el Estado ha perdido el monopolio del capital de reconocimiento y hoy, al menos por un tiempo, estamos atravesando un periodo de transición de las estructuras cognitivas con efecto de adherencia y movilización de masa. Lo notable de esta mutación cognitiva es que una parte de las nuevas creencias articuladoras de las convicciones sociales, a la vez que se enfrentan con los discursos de modernidad neoliberal, afectan también las certidumbres últimas y primarias del ideario republicano del Estado, como la creencia de una desigualdad sustancial entre indígenas y mestizos, o el convencimiento de que los indios no están capacitados para gobernar el país. El que los indios, acostumbrados a entregar su voto a los mistis (mestizos), en 2002 hayan votado ampliamente por indios, que los líderes sociales sean indígenas o que las nuevas izquierdas estén acaudilladas ahora por indios, habla ciertamente de un cataclismo de las estructuras simbólicas de una sociedad profundamente colonial y racializada en su manera de significar y ordenar mentalmente el mundo.

En conjunto, está claro que en Bolivia los tres pilares de la estructura estatal "neoliberal", y en general estatal republicana, muestran un deterioro creciente, y es esta sobreposición de crisis estatales lo que ayuda a explicar la radicalidad de la conflictividad política, pero también su complejidad y su irresolución, en términos de construcción de hegemonía urbana, por parte de las fuerzas sociales indígenas, en la medida en que es allí donde lo indígena encuentra mayores espacios de hibridismo o disolución frente a la constitución, no exenta de ambigüedades y contramarchas, de una identidad cultural mestiza, tanto de elite como popular.

Con todo, es sabido que las crisis estatales no pueden durar mucho, porque no hay sociedad que soporte largos periodos de incertidumbre y vacío de articulación política. Más temprano que tarde, habrá una recomposición duradera de fuerzas, creencias e instituciones, que abrirán un nuevo periodo de estabilidad estatal. La pregunta que queda pendiente es si esta mutación estatal vendrá por un incremento del autoritarismo de las fracciones en el poder, con lo que entraríamos a algo así como un "Estado neoliberal autoritario" como nueva fase estatal, que tal vez podría sobreponerse a la crisis de "corta duración", pero no así a la de "larga duración", con lo que los problemas volverían a manifestarse en un tiempo breve; o si, por el contrario, habrá una apertura de nuevos espacios de ejercicio de derechos democráticos (Estado multicultural, institucionalidad combinada entre liberalismo y comunitarismo indígena) y redistribución económica (papel productivo del Estado, autogestión, etc.), capaces de afrontar, mediante la ampliación de los sujetos y la institucionalidad estatal, las dos dimensiones de la crisis. En este último caso, los hechos políticos parecen haberse engarzado de tal manera, que una resolución democrática de la crisis estatal neoliberal pasa inevitablemente por una simultánea resolución multicultural de la crisis de la colonialidad del Estado republicano.

Los clivajes étnico-clasistas de la crisis estatal

Fue Zavaleta quien afirmó que las hegemonías también se cansan, que es lo mismo que decir que hay momentos en que el Estado deja de ser irresistible, y que la masa se separa de los marcos cognitivos que la llevaron a desear su realidad, tal como las elites de poder organizaban la subalternidad de la plebe, abriendo así un periodo de crisis de Estado, pues no hay Estado que se precie de tal, que no garantice su perdurabilidad, basada en la concordancia moral entre las estrategias de reproducción de las elites gobernantes y las apetencias y tolerancias de los subalternos. Esto significa que el Estado es, ante todo, una maquinaria de producción de ideología, de esquemas simbólicos de legitimación de los monopolios del poder. La coerción detentada por el Estado es, por tanto, sólo la ultima ratio de todo poder político pero, aun para serlo, debe sostenerse en la legitimidad y unicidad de su propia fuerza, cosa que precisamente se quebró en febrero de 2003, cuando policías y militares se mataban en los alrededores de la plaza Murillo, a raíz de un motín policial que rechazaba el incremento de impuestos a los asalariados.

Sin embargo, la sublevación de octubre de 2003 ha sido la expresión máxima de la disidencia de la plebe respecto al Estado "neoliberal-patrimonial" y, por tanto, del agotamiento de esta forma estatal, al menos con las características con las que la conocimos hasta ahora. Si toda crisis estatal por lo general recorre cuatro etapas (manifestación de la crisis, transición o caos sistémico, surgimiento conflictivo de un nuevo principio de orden estatal, consolidación del Estado), octubre —con sus cientos de miles de indios y plebe urbana sublevados en las ciudades de La Paz y El Alto, que culminó con la huida del presidente de la república Gonzalo Sánchez de Lozada— ha marcado ineludiblemente el ingreso a la etapa de la transición.

La sucesión constitucional, más que un apego al parlamentarismo, fue el apego popular al viejo prejuicio de la personalización del poder, que consuetudinariamente hace creer a las plebes insurrectas que el cambio de personas es ya un cambio del régimen del poder; pero también hubo una especie de lucidez histórica respecto a las consecuencias posteriores que supondría, en la actual correlación de fuerzas, el cierre de la institucionalidad liberal.

Con todo, si algo supo la gente sublevada en octubre fue su disidencia irreversible del sistema de creencias hegemónicas del Estado neoliberal. Sin embargo, así como no hay dominación estatal legítima sin el consenso de los dominados (lo que en Bolivia se viene erosionando desde los bloqueos de 2000), tampoco hay disidencia exitosa sin la capacidad de postular un orden estatal alterno, que es precisamente lo que los insurrectos experimentaron detrás de cada barricada, que fue capaz de paralizar al Estado, pero sin ser ellas mismas un proyecto de poder alterno y legítimo: De ahí esta tregua ambigua y confusa, en la que un comunicador ilustrado de las viejas elites canaliza el programa mínimo de los sublevados (renuncia de Sánchez de Lozada, Asamblea Constituyente, nueva ley de hidrocarburos), a la vez que deja en pie toda la maquinaria gubernamental de la reforma neoliberal (capitalización, superintendencia, flexibilización laboral).

Época revolucionaria

Fue Marx quien propuso el concepto de "época revolucionaria"[20] para entender los extraordinarios periodos históricos de vertiginosos cambios políticos, de abruptas modificaciones de las posiciones y del poder de las fuerzas sociales, de reiteradas crisis estatales, de recomposición de las clases, de las identidades colectivas, de sus alianzas y de sus fuerzas políticas promovidas por las reiteradas oleadas de sublevación social; por flujos y reflujos de insurgencias sociales, separadas por periodos de relativa estabilidad, pero que a cada paso cuestionan u obligan a modificar, parcial ó totalmente, la estructura general de la dominación política.

Una época revolucionaria se caracteriza por ser un periodo relativamente largo, de varios meses o años, de intensa actividad política en la que: a) sectores, bloques o clases sociales, anteriormente apáticos o tolerantes con los gobernantes, se lanzan a desafiar a la autoridad abiertamente y a reclamar derechos o peticiones colectivas, mediante acciones de movilización directa (Coordinadora del Agua y el Gas, CSUTCB, indígenas, vecinos, cocaleros, regantes, etc.); b) una parte, o la totalidad, de estos sectores movilizados se plantean activamente la necesidad de hacerse con el poder del Estado (Movimiento al Socialismo (MAS)[21], CSUTCB, COB); c) surge un apoyo y adhesión a esas propuestas por parte de sectores importantes de la ciudadanía (cientos de miles de movilizados en la guerra del agua, en contra del impuestazo, en la guerra del gas, en las elecciones apoyando candidaturas indias), con lo que la separación entre gobernantes, que toman decisiones, y gobernados, que acatan esas decisiones, comienza a disolverse, por la creciente participación de la masa en asuntos políticos; y d) incapacidad por parte de los gobernantes de neutralizar esas aspiraciones políticas, con la consiguiente polarización del país en varias "soberanías múltiples",[22] que fragmentan la sociedad (el famoso principio de "autoridad" extraviado, hasta hoy, en abril de 2000).

En las épocas revolucionarias, la sociedades se fragmentan en coaliciones de bloques sociales poseedores de propuestas, discursos, liderazgos y programas de poder político antagónicos e incompatibles entre sí, dando lugar a "ciclos de protesta"[23] u oleadas de movilizaciones, seguidas de repliegues y momentos de retroceso y estabilidad, en las que los movilizados muestran la debilidad de los gobernantes (de Hugo Banzer, en abril, octubre de 2000 y junio de 2001; de Jorge Quiroga en enero de 2002; de Gonzalo Sánchez de Lozada, en febrero y octubre de 2003), incitan o "contagian"[24] a otros sectores a utilizarla movilización como mecanismo exitoso de demanda (maestros, jubilados, sin tierra, "generación sandwich", universidades), y afectan los intereses de determinados sectores del bloque gobernante, con el consiguiente desequilibrio de la estructura de poder, lo que dará lugar a acciones de respuesta de los afectados (la llamada "media luna" empresarial-cívico-política del oriente del país), y luego, entonces, a otra oleada de movilización, generando así un proceso de inestabilidad y turbulencia política que se alimenta de sí misma.

No toda época revolucionaria culmina con una revolución, entendida ésta como un cambio por la fuerza del poder del Estado, que tendría que venir precedida, entonces, de una situación revolucionaria o insurreccional. Hay épocas revolucionarias que también pueden dar lugar a una restauración por la fuerza política del viejo régimen (golpe de Estado), o a una modificación negociada y pacífica del régimen político, mediante la incorporación parcial (reformismo moderado) o sustancial (reformismo radical) de los insurgentes y sus propuestas de cambio en el bloque de poder.

Una época revolucionaria es precisamente lo que caracteriza la actual situación política en Bolivia. Desde el año 2000, hay una creciente incorporación de sectores sociales en la deliberación y decisión política (agua, tierra, gas, Constituyente), mediante sus organizaciones de base sindical, comunal, vecinal o gremial; hay un continuo debilitamiento de la autoridad gubernamental y fragmentación de la soberanía estatal y, por supuesto, hay una ascendente polarización del país en dos bloques sociales portadores de proyectos de economía y Estado radicalmente distintos y enfrentados.

En uno de los polos políticos se encuentra el núcleo fundamental de la fuerza de acción colectiva con efecto estatal, y los que poseen claramente un proyecto de país diferenciado de todo lo que hasta ahora existe, y es el movimiento indígena, en su vertiente rural-campesina y obrero-urbana, con lo que el componente étnico-nacional, regional y de clase está claramente delimitado. En conjunto, este polo tiene una propuesta de economía centrada en el mercado interno, tomando como eje la comunidad campesina, la actividad artesanal, familiar y microempresarial urbana, en un papel revitalizado del Estado como productor e industrializador, y en un protagonismo de los indígenas en la conducción del nuevo Estado.

Por su parte, en el otro polo ordenador del campo político, se encuentra el sector que posee una clara imagen de lo que debe ser el país en términos de vinculación a los mercados externos, del papel de la inversión extranjera, de subordinación del Estado a los negocios privados y de preservación, o restauración, del viejo orden que los ha encumbrado (igualmente su viabilidad es tema de otro debate), y es el empresariado agro-exportador, financiero y de las petroleras, que posee el papel más dinámico, modernizador y ascendente de la actividad económica nacional. Pero, a la vez, se trata de sectores que, al tiempo que han creado un discurso abiertamente racializado, están anclados en la zona oriental y sur-oriental del país, lugares que precisamente no alcanzan la irradiación organizativa del polo de los movimientos sociales, a pesar de la existencia de ciertas estructuras de acción colectiva.

Esto significa que la polaridad política tiene tres componentes simultáneos que le dan cuerpo: tiene una base étnico-cultural (indígenas/ q'aras-gringos), una base clasista (trabajadores/empresarios), y regional (occidente/media luna). En el caso del polo de "izquierdas", la identidad movilizadora es predominantemente étnico-cultural (lo nacional-indígena), en torno a lo cual la identidad propiamente obrera o bien queda disuelta (en un tipo novedoso de obrerismo indígena), o bien complementa secundariamente su liderazgo (COB, fabriles, Cooperativistas). En el caso de la polaridad de "derechas", la identidad movilizadora y discursiva es de corte regional, de ahí la importancia de los comités cívicos en la articulación de estas fuerzas conservadoras.

Esto está llevando a una disociación entre poderío económico en "Oriente", y poderío político de los movimientos sociales en "Occidente" y, con ello, a una apertura de las tijeras de la estabilidad, pues los componentes del poder se hallan repartidos en dos zonas distintas, en dos regiones distintas, sin posibilidad inmediata de que una logre derrotar o desplazar a la otra de la posición que ocupa. El poder económico ascendente, pese a sus problemas, se ha desplazado de occidente a oriente (inversión extranjera en hidrocarburos, servicios, agroindustria), pero el poder sociopolitíco de movilización se ha reforzado en occidente, dando lugar a una nueva incertidumbre geográfica del poder estatal en los siguientes años. Lo interesante de esto, que podríamos llamar la paradoja de octubre, es que esta separación regional simultáneamente expresa una separación y una confrontación étnicas y de clases nítidamente diferenciadas: empresarios en oriente (Departamento de Santa Cruz, Beni, Tarija) con poder económico, e indígenas y sectores plebeyos de occidente (La Paz, Cochabamba, Potosí, Oruro) con poder político, ambos acechando a un Estado, a una burocracia y a una correlación de fuerzas políticas gubernamentales, que territorial, social y culturalmente no expresan de manera óptima la nueva configuración económica, geográfica, clasista y política de la sociedad boliviana. Ciertamente hay empresarios, indígenas, mestizos, obreros y campesinos en todo el territorio del país, pero los discursos y las identidades ascendentes y articuladoras de la región tienen estas calidades diferenciadas por procedencia de clase, adscripción étnica y enraizamiento territorial.

En conjunto, el mapa de la correlación de fuerzas sociopolíticas del país muestra un campo político polarizado en extremo, con tendencias hacia salidas de fuerza, tanto golpistas (Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR)[25] como insurreccionales (CSUTCB  y COB), y hacia salidas electorales, tanto restauradoras del viejo régimen (Acción Democrática Nacionalista (adn)),[26] como de transformación progresiva del mismo (mas). En cualquiera de los casos, ninguna de las fuerzas y tendencias de los polos extremos, o de las salidas moderadas, ha logrado articular a un bloque mayoritario al resto de los componentes, y mucho menos de otros segmentos ciudadanos, que si bien no aparecen como fuerzas organizadas y visibles, son indispensables para producir liderazgo social con capacidad de impacto y poder estatal duradero. Desde el punto de vista de los movimientos sociales y de sus perspectivas de transformación indígena-plebeya de las estructuras de poder, está claro que ellos están impulsando dos alternativas: un camino de cambios graduales, institucionales por vía electoral, a la cabeza de una candidatura de Evo Morales, y una vía insurreccional de retransformación revolucionaria del Estado.

En el primer caso, se requeriría articular en torno a Morales, y con un consenso amplio y negociado con los otros líderes y movimientos sociales, sin cuyo apoyo el triunfo de Morales sería imposible, un bloque social electoral, tanto para las elecciones municipales, como para la Constituyente y para las generales, adelantadas o en 2007, de la totalidad de estos movimientos con fuerza política real, a fin de generar un polo popular e indígena suficientemente fuerte, compacto, unificado, que haga creíble ante el electorado un gobierno con capacidad de mando, con amplio respaldo social y con propuestas de cambio lo suficientemente consistentes como para atraer a aquellos segmentos urbanos, de clase media, populares ascendentes, e incluso empresariales vinculados al mercado interno, que por hoy son reacios a aceptar una salida gubernamental de corte indígena y que, de hecho, de no contar con su apoyo, tornaría inviable un triunfo electoral y la gobernabilidad de un candidato indígena.

Sin embargo, en cualquiera de ambas vías, que no necesariamente son antagónicas sino que pueden resultar complementarias, el polo indígena-plebeyo debe consolidar una capacidad hegemónica (Gramsci), entendida ésta como liderazgo intelectual y moral sobre las mayorías sociales del país. No habrá triunfo electoral o insurrección victoriosa sin un amplio y paciente trabajo de unificación de los movimientos sociales, y una irradiación práctica, ideológica, que materialice un liderazgo político, moral, cultural, organizativo del polo indígena-popular sobre la mayoría de las capas populares y medias de la sociedad boliviana.



Fuente:

La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 264 – 269




Texto extraído de Álvaro García Linera, "Crisis del Estado y sublevaciones in­dígena-plebeyas en Bolivia", en Álvaro García Linera, Luis Tapia y Raúl Prada, Memorias de octubre, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2004



[1] Texto extraído de Álvaro García Linera, "Crisis del Estado y sublevaciones in­dígena-plebeyas en Bolivia", en Álvaro García Linera, Luis Tapia y Raúl Prada, Memorias de octubre, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2004
[2] Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Buenos Aires, El Ateneo, 1951.
[3] Karl Marx, "De la crítica de la filosofía del derecho de Hegel", en Obras funda­mentales, México, Fondo de Cultura Económica, 1981.
[4] René Zavaleta, El Estado en América Latina, La Paz, Los Amigos del Libro, 1989
[5] Robert Boyer y Yves Saillard (dir.), Théorie de la régulation. L'état des savoirs, Paris, La Découverte, 1990
[6] Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el estado moderno, México Juan Pablos, 1975; Georg W. F. Hegel, Fundamentos de la filosofía del derecho, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1975
[7] Émile Durkheim, La división del trabajo social, México, Premiá, 1985
[8] Max Weber, Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1987
[9] Pierre Bourdieu, Razones prácticas, Barcelona, Anagrama, 1997
[10] Norbert Elias, El proceso de la civilización, México, Fondo de Cultura Econó­mica, 1987
[11] Gilbert Joseph y Daniel Nugent (comps.), Aspectos cotidianos de la formación del Estado, México, Era, 2002
[12] Organización de obreros de gran empresa de distintos ramos productivos, que durante décadas logró articular un amplio frente de clases trabajadoras de la ciudad y el campo. Después de los procesos de flexibilización laboral, cierre de empresas y privatización, implementados desde 1985, su base social de movili­zación se redujo a profesores, trabajadores de hospitales públicos, estudiantes universitarios y algunos gremios urbanos.
[13] Organización de comunidades indígenas y campesinas fundada en 1979. Par­tiendo de unas "células de base", las comunidades indígenas, tiene niveles de articulación a nivel local, regional y nacional, con una gran capacidad de movi­lización, especialmente en las zonas de valles y altiplano, donde existe una cen­tenaria tradición organizativa indígena. Portador de un discurso de reivindica­ción nacional indígena, su actual dirigente máximo, Felipe Quispe, propugna la indianización de la sociedad boliviana y la necesidad de un gobierno dirigido por indígenas.
[14] Instituto Nacional de Estadística (INE), Censo Nacional de Población y Vivienda 2001, La Paz, INE, 2002
[15] José Valenzuela, ¿Qué es un patrón de acumulación?, México, Universidad Na­cional Autónoma de México (UNAM), 1990.
[16] Patricia Chávez. "Los límites estructurales de los partidos de poder como estructuras de mediación democrática: Acción Democrática Nacionalista", Tesis de Licenciatura, Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), Carrera de Sociología, 2000
[17] Luis Tapia, La condición multisocietal, La Paz, Postgrado en Ciencias del Desarrollo (CIDES), UMSA y Muela del Diablo, 2002
[18] Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa. Tomo II, Barcelona, Taurus, 1992
[19] Banderas indígenas con 49 cuadrados de colores, aunque no es precisa la fecha de su creación, su uso política remite a los años setenta del siglo XX (N. del E.).
[20] Karl Marx y Friedrich Engels, Sobre la revolución de 1848-1849, Moscú, Progreso, 1981
[21] Organización política liderada por el dirigente indígena-campesino Evo Morales. Más que un partido, en sentido estricto es una coalición electoral de múltiples movimientos sociales urbano-rurales que, con base en la decisión de asambleas de comunidades y sindicatos, pudo introducir un elevado número de diputados en el parlamento, convirtiéndose en la segunda fuerza electoral del país desde julio de 2002.
[22] Charles Tilly, Las revoluciones europeas. 1492-1992. Barcelona, Crítica, 2000.
[23] Sidney Tarrow, El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política, Madrid, Alianza Universidad, 1997.
[24] Anthony Oberschall, Social Movements: Ideologies, interests and identities, New  Brunswick, Transacción, 1993
[25] Partido político que promovió la revolución de 1952 y que en los años ochenta fomentó las reformas liberales guiadas por el llamado Consenso de Washington.
[26] Partido fundado, en el momento de su caída, por el dictador Hugo Banzer, y que lo llevó a participar exitosamente en las sucesivas elecciones y acceder a la presidencia de la república en el periodo 1997-2002.

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