martes, 3 de enero de 2017

CAPITALISMO Y CRIMEN: NO ES LO MISMO PERO ES IGUAL




A propósito del libro "La empresa criminal", de Steve Tombs y David Whyte


Crónica popular
03-01-2017

Con una rara sensación, uno leyó elogios encendidos de la burguesía, la clase abanderada del capitalismo, sorprendentemente en El Manifiesto Comunista; pero el propio Marx también ofrece un descarnado retrato del capitalismo en El Capital:

“El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la reducción de los indígenas a la esclavitud, su reclusión en las minas o su exterminio, el comienzo de la conquista y saqueo en las Indias Orientales, la conversión de África en una especie de coto comercial para la caza de negros, éstos son los procedimientos idílicos de acumulación primitiva que señalan el aura de la era capitalista”.

Entre un apasionante relato de progreso y una larga pesadilla hay una gran distancia, pero así fue descrita la historia moderna por Marx (Eagleton, 2011, ver en http://www.sinpermiso.info/textos/elogio-de-karl-marx), una historia que en su época culminaba en el capitalismo Como han pasado ya unas cuantas décadas, hay suficiente trayectoria y datos acumulados como para que, en el balance de las dos visiones, pese más la condena que el elogio. El “apasionante” relato del progreso cada vez apasiona menos, salvo a fanáticos neoliberales convencidos del fin de la historia. Así nos parece cuando vemos la brutal historia del colonialismo, fenómeno asociado indisolublemente a la emergencia del capitalismo[i], o la igualmente indisoluble relación entre capitalismo y nazismo (Hitler no fue un loco aislado, fue ampliamente admirado y apoyado por el empresariado de la época).

Sea el imperio español, el británico o ahora el estadounidense, la rapiña y el crimen han formado parte ineludible del origen y evolución del capitalismo. La lista de golpes de Estado y asesinato de líderes políticos, campesinos o sindicales, organizados y/o propiciados por la potencia actual, Estados Unidos, es interminable.

El valioso testimonio de John Perkins en Confesiones de un gángster económico (tiene también entrevistas en youtube) nos ilustra profusamente sobre los métodos mafiosos de Estados Unidos para defender su expansión capitalista especialmente después de la Segunda Guerra Mundial. Aunque Estados Unidos ya apuntaba maneras mucho antes; así, el general de brigada Smedly S. Butler, el militar más condecorado de su época, definió su función como de “sicario del capitalismo”, como nos cuentan Tombs y Whyte en este libro.

Decía Butler en 1935: “Ayudé a hacer de México y especialmente de Tampico lugares seguros para los intereses petroleros de América en 1914. Ayudé a hacer de Haití y Cuba lugares decentes para que los chicos del National City Bank recogieran los beneficios. Ayudé en la violación de media docena de repúblicas de Centroamérica para beneficio de Wall Street. Ayudé a purificar Nicaragua para el International Banking House de los Hermanos Brown en 1902-1912. Di nacimiento a la República Dominicana para los intereses del azúcar americano en 1916. Ayudé a hacer de Honduras un lugar apto para las compañías fruteras americanas en 1903. En 1927 ayudé a que la Estándar Oil siguiera su camino en China sin ser molestada”

La brutalidad de la esclavitud no cesó con el fin del colonialismo. Las empresas convivieron con el trabajo esclavo en el marco del fascismo en perfecta sintonía; la lista de empresas que se beneficiaron del trabajo esclavo en el nazismo y en el franquismo es extensa: entre las más conocidas, Siemens, Daimler-Benz, Deustche Bank, Siemens-Schuckertwerke, Volkswagen, Bayer, BMW, Krupp, Shell o Ford lo utilizaron en los campos de concentración alemanes; en la España franquista, constructoras como Dragados y Construcciones, Banús, Hermanos Nicolás Gómez, Construcciones ABC y otras, así como empresas de otros sectores como Los Certales (muebles), Compañía de Autobuses de Barcelona, Babcock & Wilcox (estadounidense dedicada a la electricidad), Minas de Almadén y Arrayanes, Astilleros de Cádiz, La Torrassa (fábrica de cristal) y un largo etcétera. Por otro lado, la eficaz colaboración de la estadounidense IBM con los nazis para identificar y llevar al exterminio a los judíos, de la General Motors para fabricar tanques alemanes, de la ITT para dirigir las telecomunicaciones nazis a cambio de una futura recompensa después de la guerra, o la colaboración de bancos suizos (Credit Suisse, Union Bank of Switzeland, Swiss Bank Corporation) en el robo de las propiedades de estos, casos citados en este libro, muestran que el capitalismo colaboró de manera entusiasta con las dictaduras más extremas. De manera que la asociación refleja que pretende hacernos ver entre capitalismo y democracia es una de las mentiras más extendidas que debemos combatir.

El capitalismo no se ha impuesto “democráticamente”, el capitalismo se impuso en principio a sangre y fuego, y así sigue imponiéndose. Lo aclaró muy bien en 1999 Thomas Friedman, consejero de la ex Secretaria de Estado Madeleine Albright, cuando escribió: “la mano invisible del mercado no funcionará jamás sin un puño invisible. McDonald’s no puede extenderse sin McDonnell Douglas, el fabricante del F-15. El puño invisible que garantiza la seguridad mundial de las tecnologías del Silicon Valley es el ejército, la fuerza aérea, la fuerza naval y el cuerpo de marines de Estados Unidos” (son unas frases ampliamente citadas por autores críticos, también en el libro que nos ocupa, pág. 69). O sea, que aquí también cabe recordar el unamuniano “venceréis, pero no convenceréis”.

Como informan en el prólogo Ignasi Bernat, Daniel Jiménez y Alejandro Forero, el libro La empresa criminal: por qué las corporaciones deben ser abolidas discute “los mantras de la eficiencia empresarial, la autonomía del mercado, la autorregulación corporativa, su personalidad jurídica y responsabilidad limitada, su responsabilidad social, la regulación estatal o la protección pública del interés general”. Y, en su introducción a la edición española, los autores ya nos dicen que una de sus razones para escribir el libro es mostrar que “el impulso a delinquir y causar daño a expensas de la corporación” no es el resultado de decisiones tomadas en una sala de juntas o del error de un inversor codicioso, sino que “está en el ADN de las estructuras políticas y jurídicas que dan vida a la corporación”, de manera que la historia de ésta es la historia de sus crímenes, y además, que la corporación es irreformable por la dinámica en la que está inserta.

En el primer capítulo, el libro ya adelanta que va a refutar -¡y vaya si lo hace!- dogmas como que la empresa es el mejor modo de organizar la producción y la distribución de los bienes y los servicios producidos y ofertados en la sociedad, que su eficiencia es un motor de innovación y de progreso económico y que sus daños son efectos colaterales irrelevantes. Un caso paradigmático citado es el de la empresa Ford y su modelo Ford Pinto. En los años setenta, Ford sabía ya que ese modelo corría un grave riesgo de explosión del depósito de combustible por impacto trasero. La empresa comparó fríamente el coste que tendría indemnizar a las víctimas con el coste que tendría retirar el modelo; como el segundo coste superaba al primero, optó por mantener el modelo mientras se iban sucediendo los muertos por colisión trasera. Una conducta que cabe calificar moralmente de criminal, pero que en el tinglado jurídico montado alrededor de la responsabilidad empresarial queda impune penalmente. Como no es fácil evitar la indignación de la opinión pública cuando estas informaciones son conocidas, la empresa ha desarrollado a lo largo de las últimas décadas el concepto de responsabilidad social corporativa (RSC), un conveniente lavado de cara para seguir con la impunidad por bandera[ii], al que le dedican atención en el capítulo IV.

Siguiendo con el capítulo I, en él se discuten dos puntos básicos del discurso de la eficiencia empresarial: el de las externalidades (las empresas no pagan por los daños que provoca su actividad) y el de que son autónomamente eficientes. Este último punto queda refutado con la demostración de que el Estado-nación es el agente principal en la globalización neoliberal y es el garante de las condiciones que requiere la acumulación de capital global, sin él las empresas no podrían existir ni prosperar: “La idea de la corporación autónoma –sostienen- es más una suerte de fábula abstracta propia de los teóricos neoliberales que un concepto vinculado a la realidad”. Por eso, Tombs y Whyte cuestionan el tópico de la desregulación, pues señalan que “suele resultar insuficiente para describir las relaciones estado-mercado, pues la actividad de las corporaciones ‘siempre’ tiene lugar bajo regulación estatal”. Precisamente, nos dicen, el eje argumental del libro “es una interdependencia entre estado y corporaciones que –en contraste con la tesis dominante de una relación antagónica, externa e independiente- debe ser el punto de partida para comprender la producción de criminalidad”. El poder entre Estado y empresas, recalcan, no es una suerte de suma cero, sino que más bien se trata de algo más complejo y con frecuencia simbiótico.

El capítulo II comenta los crímenes habituales de la corporación -robo y fraude, crímenes contra los consumidores (delitos alimentarios), crímenes contra los trabajadores (delitos de seguridad) y crímenes medioambientales-, crímenes todos ellos que suelen quedar impunes o resueltos por la justicia con multas ridículas. El papel del Estado sigue siendo aquí fundamental para que la mayoría de estos crímenes no sean tratados como tales por el desarrollo legislativo (crímenes por debajo del radar); el caso de los crímenes por encima del radar también es comentado: la colaboración estado-corporación para la imposición de dictaduras y la comisión de graves crímenes contra la humanidad. Efectivamente, Mussolini, Hitler o Franco gozaron del apoyo de empresarios locales, así como del capital internacional. Décadas más tarde, la ITT fue clave para la desestabilización y el derrocamiento del gobierno de Allende.

El capítulo III habla del desarrollo histórico de la corporación, el surgimiento y auge de las sociedades anónimas las leyes de responsabilidad limitada el accionariado, la ficción legal de la personalidad jurídica, los desarrollos del derecho penal orientados a declinar la posibilidad de exigir responsabilidad penal a las empresas (al individuo se le imputa intención; en el delito de la empresa, como mucho negligencia o imprudencia, categorías mucho más leves de condena social y legal asociadas a castigos más leves, con el añadido de la dificultad de identificar a responsables individuales que forman parte de una junta de gobierno o de accionistas). El lenguaje tiene aquí un papel clave. Al referirse a actividades criminales corporativas, el lenguaje de los medios y del poder suaviza los matices; lenguaje anestésico lo llaman Tombs y Whyte: hablamos de escándalos en vez de crímenes, de venta abusiva en vez de robo o fraude, de accidentes en vez de homicidios o lesiones. Todo ello contribuye a formar un velo corporativo que aparta a los responsables criminales de toda responsabilidad penal. Los delitos de la clase propietaria y dirigentes fueron calificados a partir de leyes del siglo XIX como de responsabilidad objetiva, una expresión que diluye los matices penales de los delitos cometidos y que contribuye a garantizar la impunidad de los directivos de la corporación.

Según Tombs y Whyte, a principios del siglo XXI menos del 3% de todos los juicios por delitos contra la salud y la seguridad de los trabajadores acabó en condena individual en crímenes con resultado de muerte o lesiones. Asimismo, el total de multas impuestas a los bancos por la crisis de 2008 no alcanza el 1% de los beneficios obtenidos. En definitiva, concluye este capítulo, la ficción de una personalidad jurídica distinta de la atribuida a personas físicas supone enormes privilegios legales para eludir responsabilidades penales de altos cargos. De esta manera, la persona jurídica suele asumir castigos en forma de sanción económica, asegurando la impunidad penal de directivos y gestores.

El capítulo IV, bajo el título bastante gráfico de La corporación como irresponsabilidad estructurada señala, entre otros elementos, la separación de intereses entre acciones y directivos, ya que estos trabajan con la vista puesta en su propia remuneración, por encima del interés de la corporación. Por otro lado, la separación entre propiedad y control favorece la cobertura de los directivos, la despersonalización de las relaciones de propiedad extiende sus efectos a través de la organización favoreciendo la elusión de responsabilidades por las consecuencias de las decisiones corporativas. La consecuencia es un espíritu general de irresponsabilidad organizada, del que se deriva la dificultad de identificar cómo se toman las decisiones y cómo se relacionan entre ellas (decisiones de accionistas, ejecutivos y directivos). Es decir, lo que hace la empresa acaba enajenado de las acciones humanas que tienen lugar dentro de ella, dada la compleja estructura burocrática, con múltiples capas de gestión y una compleja división del trabajo. Esto se complica cuando interviene, además, la contratación de trabajo a subcontratas. Termina el capítulo dedicando atención a la responsabilidad social corporativa (RSC), que conforma una estrategia que da lugar a acciones que aparentan una racionalidad distinta, pero que en realidad están insertas en una estrategia de negocio que utiliza la coartada de la responsabilidad social.

El capítulo V reflexiona sobre el daño corporativo como crimen, adentrándose en el debate criminológico en torno a la consideración del delito corporativo y a cómo el derecho y el estado tratan el daño producido por las empresas, un tratamiento que normalmente es ineficaz y “a menudo perpetúa los daños en lugar de repararlos”. Se repasan los delitos de cuello blanco, los de adulteración alimentaria, las muertes laborales y las producidas por la contaminación ambiental. Como vamos adivinando, “la mayoría de los daños corporativos, incluso si son punibles, permanece a salvo de la regulación”. Dado que la regulación pretende ser “un medio para garantizar que la economía de mercado no sucumbe a su propia inercia”, mantener un funcionamiento estable de la maquinaria económica de la industria y el comercio, “nunca puede constituir, por sí misma, una solución al crimen cometido y el daño producido por las empresas”. El estado, aunque intenta paliar los efectos dañinos de la actividad económica, en realidad no incluye ese objetivo entre sus principales funciones. Como su objetivo es mantener el statu quo de las cosas, su regulación “produce y reproduce esos daños y, de muy distintas maneras, previene que estos sean identificados, perseguidos o formalmente reconocidos como crímenes”.

El último capítulo señala que el libro puede leerse como un juicio a la corporación, en el que queda claro que ningún argumento a favor de la empresa resiste un análisis crítico. El único fin de la empresa, soporte del moderno capitalismo, es la mera acumulación maximización de beneficios, queda claro que la empresa no es una institución benefactora; y queda claro que sus daños y crímenes no son meros efectos marginales, sino centrales de su actividad. Y también que su pretendida eficiencia sea un motor de innovación, progreso y bienestar; por el contrario, la mayoría de los sectores mantienen de hecho de un régimen de oligopolio y sus beneficios derivan no tanto de su iniciativa como de su posición de poder; en este sentido, no solo nunca ha existido un mercado libre, sino que este es imposible.

La forma corporativa mata, mutila y roba a las personas en su búsqueda de beneficio. Esos crímenes disfrutan de una amplia impunidad gracias al estado y al derecho, no en vano estado y corporación tiene una relación simbiótica, no antagónica, facilitando el primero un mercado que en realidad es una construcción legal, política e ideológica. Los rescates bancarios y la compra y aval de los activos tóxicos y otras actuaciones de los gobiernos a partir de la crisis de 2008 son ejemplo claro del mito de la autonomía de las empresas en un mercado libre, como lo son el apoyo estatal a la industria del automóvil y otros ejemplos. En este sentido, los ajustes que estamos viviendo derivados de la crisis de 2008 no es solo “lo de siempre”, enfatizan Tombs y Whyte, “sino más bien la permanente construcción de un marco legal que refuerza económica y socialmente el poder corporativo”. Y uno de los capítulos decisivos en esta construcción de un marco legal para el crimen corporativo está precisamente en las negociaciones del Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (TTIP) entre Estados Unidos y la Unión Europea, como observan en una nota a pie de página.

Para finalizar, el último epígrafe (Ser pragmáticos y ser utópicos) invita a explotar las debilidades en el nexo estatal-corporativo, abriendo sus grietas y desenmascarándolas. Si las corporaciones son esencialmente destructivas, como demuestran, eliminar sus daños significa erradicar su forma: “la criminalidad y el daño solo pueden ser mitigados aboliendo las corporaciones como tales”. Esto, ponen de relieve, significa atacar la base legal sobre la que se levanta el poder y la irresponsabilidad de las empresas, y precisamente abolir la personalidad jurídica de las empresas fue una de las primeras demandas del movimiento Occupy Wall Street, lo que comienza a abrirse paso en las agendas políticas y en los trabajos académicos en la forma de ver la posibilidad de reformar o abolir las protecciones a la responsabilidad limitada. Así, señalan esa misma propuesta (abolición de las corporaciones) por parte del senador por Vermont, Bernie Sanders, precandidato del Partido Demócrata en Estados Unidos que levantó todas las alarmas ante sus posibilidades de éxito, siendo boicoteado por su propio partido y censurados sus grupos de apoyo en Facebook.

Conscientes de que “la legislación no puede domar nunca al capital privado” y de que la corporación “es depredadora, violenta, ávida de beneficio y criminal por sistema”, lo que la hace indomesticable, los autores apuestan por una estrategia radicalmente transformadora y re-humanizadora que conduzca a reformas que ataquen y limiten a base legal del poder corporativo. Y también conscientes de que las reformas “pueden tener el efecto contraproducente de reforzar a las corporaciones mientras fingen domesticarlas”, defienden que el pensamiento utópico no es contrario a la búsqueda de reformas, sino que estas pueden apoyarse en el primero si sabemos “desarrollar un idealismo pragmático”, de manera que al tiempo que deben impulsarse reformas legales, también debe intentarse “crear las condiciones necesarias para un futuro sin corporaciones”.

En conclusión, desde mi punto de vista el libro nos aporta una buena cantidad de datos y argumentos para proseguir nuestra lucha contra un sistema que esclaviza a la humanidad y destruye el planeta, un sistema que pretende legitimarse con mitos muy bien desmontados en algunas obras de ficción (piénsese, por ejemplo, en películas como Muerte de un viajante, un auténtico bofetón al mito del sueño americano, o Glengarry Glen Ross, otro bofetón al mito de la competitividad), pero que tenemos también que desmontar desde el compromiso social de las ciencias sociales; no en vano Steve Tombs es catedrático de Criminología de la Open University y David Whyte es catedrático de Estudios Socio-legales de la Universidad de Liverpool

Notas:
[i] Ver El libro negro del capitalismo, VVAA, editado en Txalaparta, o El libro negro del colonialismo, de Marc Ferro, o la Contrahistoria del liberalismo, de Domenico Losurdo, entre otras obras.
[ii] Sobre la RSC son muy interesantes los trabajos de autores como Juan Hernández Zubizarreta (Universidad. del País Vasco) y otros vinculados al Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL, ver su excelente Diccionario crítico de empresas transnacionales, ed. Icaria)
Pedro López López es profesor de la Universidad Complutense

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