jueves, 7 de diciembre de 2017

¿QUÉ ES UNA REVOLUCIÓN? (Parte II)


Segunda Parte



III.- Revolución y Socialismo
¿Fue la revolución soviética una revolución socialista? ¿Qué es una revolución socialista? Y, en definitiva, ¿qué es el socialismo?
La última pregunta nos remite a un viejo debate que se remonta al inicio de las primeras corrientes socialistas del siglo XIX. El propio Manifiesto comunista tiene una sección dedicada a la crí­tica de varias de las tendencias socialistas que prevalecían en su tiempo[1], desde la feudal, clerical, pequeño burguesa, e incluso la burguesa. Por su parte, en un prólogo posterior, Engels señala que en 1847 el socialismo designa a un movimiento burgués, en tanto que el comunismo se refiere a un “movimiento pro­letario”[2]. De ahí que Marx y Engels prefieran denominar a la corriente que impulsan simplemente como “comunista”[3] y, a veces, como “socialismo revolucionario“[4] o “socialismo críti­co”[5]. En sus textos más importantes publicados en vida, Marx se refiere exclusivamente al comunismo como una sociedad de “productores libremente asociados”[6], que supera las contradic­ciones e injusticias de la sociedad capitalista.

La idea del socialismo como un periodo social previo al comunismo, es difundida principalmente por Engels[7], apoyado en la diferenciación que Marx hace entre revolución social y revolución política[8] y sus reflexiones acerca de la “primera fase de la sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista... [y] la fase superior de la sociedad comunista”[9].
La conformación del partido socialdemócrata tanto en Alemania como en el resto de los países europeos, le brinda una mayor irradiación al concepto de socialismo como régimen social intermedio entre el capitalismo y el comunismo[10]. Lenin, miembro del partido socialdemócrata ruso, recoge esta herencia conceptual y la desarro­lla[11]. Hoy, a modo de duelo por el derrumbe del muro de Berlín, hay quienes proponen el abandono del concepto de socialismo como un modo de superar precisamente el fracaso de una revolución que concentró los poderes en el Estado, impuso una centralización del capital y redujo la libertad de la sociedad[12].

Ciertamente, en la actualidad el concepto de socialismo se encuen­tra desacreditado, no solo por los efectos de la caída de los llamados “socialismos reales”, sino también por la estafa política de los denominados partidos “socialistas” que, tanto en Europa como en algunos países de América Latina, sencillamente legitimaron y admi­nistraron con una eficiencia extraordinaria las políticas de despojo social del neoliberalismo. De ahí que últimamente el concepto de comunismo vaya adquiriendo una mayor notoriedad como hori­zonte radical alternativo al capitalismo[13].
Sin embargo, la pregunta crucial es ¿cuál es el régimen de transición nacional o regional entre el modo de producción capitalista, cuya medida geopolítica es planetaria, y otro modo de producción, cuya medida geopolítica no puede ser también más que planetaria?
Es sabido que el capitalismo engendra infinitas desigualdades, injusticias y contradicciones, aunque ninguna de ellas lo lleva, de manera automática, a su fin; más al contrario, este ha demostrado tener una inusual capacidad para subsumir formal y realmente las condiciones de vida de las sociedades[14] a su lógica, convirtiendo sus contradicciones y límites temporales en el combustible de su reproducción ampliada. A pesar de ello, sin duda, las injusticias y dispo­nibilidades colectivas no se recepcionan de manera homogénea en todos los países. Unos tienen mayor capacidad de compensación económica que otros frente a las crisis recurrentes; unas naciones tienen acumuladas mayores experiencias organizativas y capacidades culturales autónomas que otras. Por tanto, las luchas, resis­tencias, iniciativas sociales y revoluciones acontecen y lo seguirán haciendo de manera excepcional y dispersa en unos países y no en otros.

Hasta el día de hoy, la historia real verificada no la que sale de los deseos bienintencionados de algún reformador ideal del mundo muestra que esas contradicciones, injusticias y frustraciones se condensan en un momento dado, en un territorio dado, estallando de manera sorpresiva y excepcional en el “eslabón más débil” de la cadena del capitalismo mundial, dando lugar a un hecho revolucionario. Por lo general, este eslabón se rompe en un país o, a veces, en un conjunto de países, mas nunca de manera planetaria; y frecuentemente, en las “extremidades del cuerpo burgués”[15] que son los lugares donde, de manera más lenta, el cuerpo planetario del capital puede reaccionar y compensar los desbalances y las contradicciones generadas continuamente por su lógica de acumulación.
Las formas de estas rupturas históricas del orden mundial son muy diversas y nunca se repiten. Pueden surgir debido a motivos económicos, como el hambre, el desempleo, la contracción de capacidad de gasto de la población, el bloqueo en los procesos de reenclasa­miento social; o por motivos políticos, como una crisis estatal, una guerra, una represión que quiebra la tolerancia moral de los gober­nados, una injusticia, etc.
Ciertamente, cualquiera que sea el proceso revolucionario, si a la larga este no se irradia a otros países y continentes, termina agotando su ímpetu de masas, termina siendo cercado internacionalmente, soportando enormes sacrificios económicos por parte de su población, y finalmente perece de manera inevitable. Obligada a defenderse a toda costa como lo había prevenido Rosa Luxemburgo, la revolución rusa lo hace pagando el precio de centralizar cada vez más las decisiones y sacrificar el libre flujo de la creatividad revolucionaria del pueblo[16]. Así, la energía revolucionaria queda nuevamente subsumida de manera real a la lógica de la acumulación ampliada del capital. Mas si no se hace nada; si no se entregan todas las energías sociales, todas las capacidades humanas y toda la creatividad comunitaria para alcanzar, consolidar y expandir la revolución, la acumulación del capital se consagra rápidamente arrastrando tras de sí el sufri­miento de millones de personas y no solo eso, sino que lo peor lo hace bajo la mirada contemplativa y cómplice de los deser­tores sociales que continuarán engolosinados con sus ociosas especulaciones acerca de una “verdadera revolución mundial”, cuya eficacia irradiadora apenas alcanzará para remover la tasa de café que tienen en frente.
Uno desearía hacer muchas cosas en la vida, pero la vida nos habilita simplemente a hacer algunas. Uno desearía que la revolución fuera lo más diáfana, pura, heroica, planetaria y exitosa posible y está muy bien trabajar por ello, pero la historia real nos presenta revoluciones más complicadas, enrevesadas y riesgosas. Uno no puede adecuar la realidad a las ilusiones, sino todo lo contrario; debe adecuar las ilusiones y las esperanzas a la realidad, a fin de acercarla lo más posible a ellas, abollando y enriqueciendo esas ilu­siones a partir de lo que la vida real nos brinda y enseña.
Por tanto, a este periodo histórico de inevitables y esporádicos estallidos sociales revolucionarios, capaces de plantearse, de una u otra manera, la superación de alguna o de todas las injusticias engen­dradas por el capitalismo; a estos momentos históricos que despier­tan en la acción de la sociedad trabajadora, formas de participación política llamadas a absorber las funciones monopólicas del Estado en el seno de la sociedad civil; que producen iniciativas capaces de suprimir la lógica del valor de cambio como modo de acceso a las riquezas materiales; a todo ello hay que asignarle un nombre, uno que no es propiamente el comunismo, ya que hablamos de islas o de archipiélagos sociales que dan paso a un nuevo orden econó­mico social planetario, como objetivamente tendrá que ser el comu­nismo. Se trata de luchas fragmentadas, de revoluciones nacionales o regionales en curso, que buscan apuntalarlo, pero que aún no son el comunismo. Es la fluidez social que “brota de la propia socie­dad capitalista”, que contiene dentro de sí al propio capitalismo, pero también a las luchas económicas y políticas que lo niegan de manera práctica, a escala local, nacional o regional. A esta “primera fase” según Marx que no es capitalismo ni comunismo en pleno, sino la lucha abierta y descarnada entre capitalismo y comunismo, se le puede dar un nombre provisorio aunque necesariamente distinguible: socialismo, socialismo comunitario, etc.
No obstante, ¿cómo distinguir las revoluciones, los levantamien­tos y las revueltas que impugnan el capitalismo de aquellas que buscan reformarlo? La frontera entre unas y otras es en realidad inexistente. La revolución soviética demostró que la lucha contra el capitalismo se inició como una lucha por reformas. Las consig­nas movilizadoras de “paz, pan, libertad, tierra”[17] no hablaban de comunismo ni de socialismo. En mayo de 1917, cuando el Coman­dante en Jefe del Ejército ruso Brusilov, visitó la División de solda­dos que habían expulsado a los oficiales, les preguntó qué querían:
‹‹“Tierra y libertad”, gritaron todos. “¿Y qué más?” La respuesta fue simple: “¡¡¡Nada Mas!!!”››[18]. Incluso la consigna de “todo el poder a los soviets” fue una consigna democrática. Lo que pasa es que la población nunca pelea ni se moviliza por abstracciones. Desde hace siglos atrás hasta el día de hoy, la población se reúne, debate, entrega su tiempo, esfuerzo y compromiso, se moviliza, lucha, etc., por cosas prácticas que le afectan, que requiere o que le indignan: el pan, el trabajo, las necesidades básicas, el abuso, la represión, el reconocimiento, la participación, etc.; todas ellas necesidades de carácter democrático. Pero es justamente en la conquista de estas necesidades o modo de acción colectiva, que la propia población no solo se decanta en sujetos movilizados: prole­tarios, campesinos, plebeyos, multitud, pueblo, etc.; sino que ade­más construye, sobre la marcha, los medios para hacerlo: asam­bleas, consejos, soviets, comunas. Y, a partir de esa experiencia, se va proponiendo, en una cadena de condicionantes gradualmente más radicales, nuevas medidas que modifican la naturaleza social del levantamiento popular hasta plantearse temas como el poder de Estado, la propiedad de la riqueza, los modos de gestionar esas riquezas. Esta potencialidad creativa de la acción colectiva es la que se encuentra simbolizada en la frase: “toda huelga oculta la hidra de la revolución”[19]. Pero eso no significa que de cada huelga se pueda pasar inmediatamente a la revolución el mismo Lenin nos previene contra esa fraseología[20], sino que, bajo ciertas cir­cunstancias de condensación excepcional de contradicciones, los grandes objetivos y las grandes luchas de clases surgen de peque­ñas y relativamente simples demandas colectivas.

A mediados de junio de 1917 comenta Figes, solo en Petrogrado más de medio millón de trabajadores se declararon en huelga:
La mayoría de las demandas de los huelguistas eran económicas. Querían salarios más altos para resistir la inflación y suministro de alimentos más fiables. Querían mejores condiciones de trabajo (…). No obstante, en el contexto de 1917, cuando toda la estructura del Estado y el capitalismo estaba siendo redefinida, las demandas económicas eran inevitablemente politizadas. El círculo vicioso de huelga e inflación, de salarios más altos persiguiendo precios más altos, llevó a muchos trabajadores a exigir que el Estado controlara más el mer­cado. La lucha de los trabajadores para conseguir controlar su propio ambiente laboral, sobre todo para evitar que sus patronos hundieran la producción para mantener sus beneficios, los llevó a exigir cada vez más que el Estado se encargara de la dirección de las fábricas.[21]
Los viejos conceptos leninistas de: contenido de clase (“fuerzas sociales” de la revolución”), organización de clase (“condición subjetiva”) y objetivos de clase (“contenido económico-social” o “condición objetiva”)[22], describirán la naturaleza social de la revolución soviética que, por cierto, no está definida de antemano y se va haciendo y rehaciendo en el mismo transcurso de la acción. Eso quiere decir que ninguna revolución tiene un contenido predeter­minado, sino que ese contenido emerge, se devela y se transforma con el propio despliegue en acto de las fuerzas sociales antagonizadas, pues su naturaleza no solo depende de los sujetos populares constituidos, sino de las acciones de las propias clases dominantes cuestionadas[23]. Todo el debate entre bolcheviques y mencheviques acerca del carácter de la revolución de 1905; las complicadas construcciones teóricas sobre la “revolución burguesa” dirigida por el proletariado; la “dictadura revolucionaria democrática del proletariado y del campesinado” que no completa la revolución demo­crática en el agro[24]; la “revolución proletaria” que entrega el poder a la burguesía[25]; la primera etapa de la revolución proletaria[26]; la revolución proletaria que da “pasos hacia el socialismo”[27] o la imposibilidad de conquistar la República y la democracia “sin marchar hacia el socialismo”[28]; hablan de la complejidad de la Revolución de Octubre y de todas las revoluciones que, en realidad, son rela­ciones sociales en estado ígneo y fluido, por lo que es imposible establecer el momento en que un contenido de clase se consolida de manera sólida. La revolución como licuefacción de relaciones socia­les, entremezcla, sobrepone, enfrenta, articula y suma de manera simultánea a clases sociales, objetivas y estructuradas, y solo la voluntad organizada de uno de los bloques sociales puede sobreponer determinados intereses colectivos sobre otros, destacando unos contenidos sociales de la revolución sobre otros. Al final, fruto de la cualidad de las estructuras de movilización (los soviets), de las frustraciones que producen las decisiones del gobierno provisional frente a las masas trabajadoras, y de todo el trabajo por modificar la mentalidad dominante, la relación entre revolución democrática y revolución socialista consiste en que,

…la primera se transforma en la segunda. La segunda resuelve al pasar los problemas de la primera, la segunda consolida la obra de la primera. La lucha, y sólo la lucha, determina hasta qué punto la segunda logra rebasar a la primera.[29]
En medio de este “caos creador”, uno no puede actuar a ciegas o por capricho teórico conceptual para definir la cualidad de la revo­lución en marcha. Existen referentes universales que van develando la naturaleza social del proceso revolucionario en curso. Modo de constitución de sujetos políticos, modo de organización de la acción colectiva y modo de proyección de la comunidad actuante, establecen, en el primer caso, el contenido de clase o la manera de fusión de las clases plebeyas como sujetos políticos actuantes; en el segundo caso, la manera de participar y democratizar decisiones para la acción colectiva; y, en el tercer caso, las metas y objetivos que la plebe en acción se va planteando, a partir de su propia experiencia de lucha, para lograr lo que considera un derecho, una necesidad o un desagravio moral. A partir de ello, existen posibilidades de rebelión en contra el capitalismo si los sujetos constituidos como bloque movilizado son los trabajadores, los productores de riqueza material e inmaterial, los pobres, las comunidades campesinas y, en general, la plebe subsumida por la acumulación ampliada del capital. En la medida en que el “trabajo vivo”, en sus infinitas modali­dades, es el que se constituye en sujeto político, existe un potencial anticapitalista en marcha.
Igualmente, existen posibilidades de una revolución social en marcha si los modos organizativos de la plebe en acción superan la cás­cara fosilizada de la democracia representativa e inventan nuevas y más extendidas maneras de participación plena de las personas en la toma de decisiones sobre los asuntos comunes. Existen tenden­cias socialistas si la revolución genera mecanismos que incremen­tan por oleadas y exponencialmente la participación de la sociedad en el debate, en las decisiones que le afectan; y, más aún, si estas decisiones que toman, las toman pensando en el beneficio colectivo, universal de toda la sociedad y no solamente en el rédito individual o corporativo. Finalmente, existe un anti-capitalismo en acción si las decisiones tomadas en el ámbito de la base material de la socie­dad y de la economía, buscan abrir resquicios a la lógica del “valor de cambio” como orden planetario e introducen, con medidas prác­ticas una y otra vez, avanzando, fracasando y volviendo a avan­zar al “valor de uso” como modo de relacionamiento de las perso­nas con las cosas (las riquezas) y de las personas con las personas a través de las cosas.
Clase, grupo en fusión[30] y valor de uso constituyen por tanto los clivajes estructurales que abren las oportunidades históricas de una nueva sociedad.
El socialismo no es la estatización de los medios de producción
En este dramático aprendizaje del socialismo, no como modo de producción ni como régimen, sino como un contradictorio y condensado campo de luchas en el que el Estado revolucionario juega un papel rector, más no decisivo en todo el movimiento, la revolución soviética es excepcional.
Tras la insurrección de octubre, lo primero que hacen los bolcheviques al momento de tomar el poder de Estado es nacionalizar las tierras de los grandes terratenientes, disolver las grandes hacien­das para distribuirlas en pequeñas parcelas campesinas[31], naciona­lizar algunas industrias, establecer el monopolio estatal del cereal y nacionalizar los bancos[32]. Es el cumplimiento de las medidas que habían sido anunciadas por los bolcheviques y debatidas en los soviets. Con ello, se democratiza el acceso a los medios de producción en el campo, en tanto que en el ámbito de la industria y la banca, se centraliza estatalmente la propiedad y la gestión. Lenin estaba consciente de que si bien la estatización no representaba directamente la socialización de la producción que, en todo caso, requería de una articulación social con las otras empresas del país y el control directo de esta forma de articulación[33] por parte de los trabajadores, sí constituía un medio de expropiación de parte del poder económico de la burguesía y de su concentración en la administración del Estado.

En 1918, en medio del acoso por la guerra civil, del asedio de los ejércitos extranjeros, del sabotaje económico de la burguesía, pero también con la convicción que de esta manera se profundizaban las medidas socialistas[34], se asume lo que fue denominado como el “comunismo de guerra”. Según Trotsky,
…(el comunismo de guerra) en su concepto original perseguía fines más amplios. El gobierno soviético confiaba se esforzaba por transformar directamente estos métodos de reglamentación en un sistema de econo­mía planificada de distribución y de producción. Dicho de otro modo, a partir del (comunismo de guerra), confiaba cada vez más, aunque sin echar abajo el sistema, en implantar un comunismo verdadero.[35]
Para garantizar la alimentación en las ciudades bajo un sistema de control estatal, todos los excedentes agropecuarios que quedaban una vez descontado lo indispensable para la familia campesina, son requisados para su distribución planificada. Y al requisarse los excedentes, no queda nada para comercializar, con lo que simultáneamente se suprime el comercio agrícola; los mercados rurales son prohibidos; se suprime el dinero como modo de intercambio y se implanta el trueque regulado por el Estado[36]. Previniendo la resistencia campesina a esta expropiación y, con la perspectiva de impulsar el trabajo asociado, se promueve, desde el Estado, la creación de granjas colectivas en tierras asignadas por éste. En el ámbito industrial-urbano, se militarizan los sindicatos a fin de garantizar una férrea disciplina laboral obrera frente al asedio externo; paralelamente se suprime la compra y venta de productos entre empresas del Estado; y el intercambio de insumos es definido por la administración de gobierno. Al mismo tiempo, se impulsa la toma de pequeñas empresas por parte de los obreros en los distintos municipios y se define el salario de manera plana para todas las personas[37]. Y en lo que será un ataque directo a la propiedad privada, se ilegaliza la herencia de bienes[38]. En los hechos, de la expropiación de la propiedad de las tierras y las empresas por parte del Estado, se transita hacia intentos por suprimir parcialmente el mercado e incluso el dinero como medio de intercambio entre productores y empresas. Hablamos de una medida impuesta desde el Estado, que aparece no solo como el gran propietario sino como el medio de intercambio y de circulación de los productos. Analicemos esto más de cerca a fin de develar la fuerza y el límite de una medida tan audaz.

Claramente, esta decisión representa un esfuerzo por sustituir la ley del valor y el tiempo de trabajo abstracto (valor de cambio) como medida y medio del acceso a otros productos del trabajo considerados útiles para otras personas (valor de uso); sin embargo, no constituye una superación económica del valor de cambio tal como Marx la imaginó[39], sino una coacción extraeconómica que es utilizada para buscar anularlo. Tampoco se trata del Estado actuando como sujeto de decisiones generales y universales, sino de algunos funcionarios públicos definiendo, a cada momento y de manera personal, el modo de supresión de la lógica del valor de cambio por una manera subjetiva de entender el “valor de uso”. Claro, al momento de “medir” lo que una empresa “X” debía entregar a otra empresa “Y” por el acceso a sus respectivos productos, el cálculo y criterio subjetivo del funcionario estatal determina la magnitud del valor de uso intercambiado. Por tanto, esta preponderancia del valor de uso sobre el valor de cambio no funciona como una regla universal aplicada bajo criterios universales, sino como una norma universal aplicada bajo criterios personales. Es decir, el valor de uso es aquí básicamente una voluntad subjetiva y no una relación social general. Entonces, el valor de uso se sobrepone al valor de cambio en el cálculo de medida de la riqueza intercambiable, como resultado de una decisión, de un poder personalizado, esto es, como un modo de privatización no de la propiedad sino de la gestión del modo de intercambio de riquezas.

Por consiguiente, la “superación” de la ley del valor en realidad representa una coacción gradualmente privada, privatizada en las decisiones de esa “parte” de la sociedad que se encuentra en las funciones de administración estatal. Y si bien estas decisiones personales delegadas por el poder del Estado no incrementarán la riqueza personal del decisor (valor de cambio que incrementa valor el bienestar general de la sociedad, sí aumentarán el poder político de cambio de su poseedor) y se ejecutarán con el objetivo de buscar tico acumulado por el decisor y por ese grupo (“parte”) de administradores estatales. En términos bourdianos­[40], nos encontramos frente a una reconversión del “capital económico” hacia una forma de “capital político” acaparado por la burocracia estatal y no ante la supresión ni la superación de la ley del valor, que es el núcleo del capitalismo moderno. En el fondo, esto es lo que se encuentra en juego en las distintas modalidades de capitalismo de Estado, con la diferencia de que en unos casos, se busca regular estatalmente la reproducción ampliada del capital privado para reducir los cos108tos sociales de la anarquía del mercado capitalista; mientras que en otros, como en el caso de la Rusia soviética, se trata del tránsito necesario para expropiar rápidamente el poder económico (“capi­tal económico”) a la burguesía y reconvertirlo en “capital político” e, inmediata y gradualmente, buscar democratizarlo o devaluarlo crecientemente de manera que finalmente deje de ser un “capital político” acumulable.
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Todo el debate y los giros conceptuales leninistas respecto al “capitalismo de Estado” y su relación con el “socialismo”[41], se resumen en la complejidad política de esta reconversión forzosa de poder económico (capital económico) de las clases propietarias incluida la campesina, en poder político de los administradores del Estado (capital político) y la búsqueda de vías y, sobre todo, de alianzas necesarias para logar la extinción de ese capital acaparable y reintegrarlo a la sociedad como una más de las funciones de administración ejecutable por todos. En términos leninistas: “el socialismo no es más que el monopolio capitalista de Estado puesto al servicio de todo el pueblo y que, por ello, ha dejado de ser monopolio capitalista”[42]. Pero esta ruta de gran expropiación y centralización de la propiedad y la contabilidad económica, que debiera dar lugar luego a su disolución en la sociedad, tiene el efecto de unir al proletariado y al Estado frente a los capitalistas, y también frente a los campesinos, que son propietarios y utilizan el mercado para realizar su excedente. Por tanto, enfrenta a “la pequeña burguesía más el capitalismo privado, que luchan tanto contra el capitalismo de Estado como contra el socialismo”[43].

A tres años de este recorrido, la revolución soviética genera como resultado una creciente fractura entre obreros y campesinos y un desastre económico que lleva a que la industria pesada caiga al 20 por ciento de la producción de 1913; que el 75 por ciento de las locomotoras no funcionen; que el mercado negro se imponga sobre la prohibición del comercio; y que las ciudades más grandes pierdan el 50 por ciento de sus habitantes[44]. En menos de tres años, la inflación llega al 10.000 por ciento, el Producto Interno Bruto de 1920 alcanza apenas al 40 por ciento de su nivel en 1913; la producción industrial cae al 18 por ciento y la productividad al 23 por ciento, en tanto que la producción agrícola llega al 60 por ciento en el mismo periodo[45]. Petrogrado pierde dos terceras partes de sus habitantes que prefieren ir al campo en busca de fuentes de alimentos[46]. Pero lo peor de todo es que, a pesar de toda la radicalización de medidas en contra del mercado, del uso del dinero y del valor de cambio como medida de la riqueza, las relaciones capitalistas en realidad no habían sido alteradas. De ahí que Lenin, al evaluar los resultados del llamado “comunismo de guerra” (que buscaba acelerar la construcción de relaciones socialistas en la economía) admite el fracaso de ese intento y la inevitabilidad de permanecer “en el terreno de las relaciones capitalistas existentes”[47]. Adelantándose a Gramsci en la utilización de categorías de estrategia militar, “guerra de posiciones” y “guerra de movimientos”, al ámbito de la lucha social, sostiene que se había cometido el error de querer emprender el paso inmediato a la producción y distribución comunistas:

En la primavera de 1921 se hizo evidente que habíamos sufrido una derrota en nuestro intento de implantar los principios socialistas de producción y distribución mediante el “asalto directo”… La situación política… nos mostró que… era inevitable… pasar de la táctica del “asalto directo” al “asedio”.[48]
Pero, ¿qué supuso ese “asalto directo”? Las expropiaciones estata­les de las grandes empresas industriales, de los excedentes de la producción agrícola; la supresión del mercado por coacción estatal; el pago salarial nivelado por decreto a todos por igual. “Suponía­mos que al introducir la producción estatal y la distribución estatal, habíamos creado un sistema económico de producción y distribución diferente al anterior”[49], pero fracasamos sostendrá Lenin; al final, el resultado fueron nuevas “relaciones capitalistas”. En 1921, la autocrítica leninista será lapidaria pero exacta al momento de anular estas medidas: pese a todas las estatizaciones, la supresión del dinero y los mercados, el capitalismo se mantiene y “la verdad es que la expresión de Unión de Repúblicas Socialistas significa la voluntad de poder soviético de realizar el tránsito al socialismo, y de ningún modo que las nuevas formas económicas puedan ser consideradas socialistas”[50].
Esta reflexión leninista es decisiva a la hora de evaluar el imaginario programático de la izquierda de los últimos 100 años. Hasta 1921, para los izquierdistas y probablemente para Lenin, la estatización de los medios de producción era la principal medida que separaba al capitalismo del socialismo. De ahí que no existiera programa, para ningún partido político socialista o comunista, que no pusiera como máxima tarea a instaurar, la estatización de la industria, la banca, el comercio exterior, etc. Sin embargo, la argumentación de Lenin a partir de la experiencia de la revolución en macha es que no importa cuánta estatización se pueda hacer, ello no implica un nuevo “sistema de producción y distribución diferente”; más aún, esas estatizaciones se siguen desenvolviendo al interior de las “relaciones capitalistas existentes”.
Claro, la estatización concentra y monopoliza la propiedad de fábricas, dinero y bienes materiales de las clases poseedoras. Al estatizar esos recursos, el Estado les quita la base material a las anteriores clases propietarias, que no solo pierden recursos, dinero y ahorros, sino que además pierden poder de decisión, de influencia social y probablemente poder político. Esto debilita a la antigua burguesía como clase y extingue su condición demográfica, estadística[51]. Políticamente, es una medida que socaba el poder de las burguesías gobernantes y abre un espacio de acción de las clases insurrectas para consolidar su poder y sus iniciativas históricas. Pese a todo ello, la contabilización del tiempo de trabajo abstracto sigue regulando el intercambio de las mercancías en el mercado interno y externo, vía exportaciones e importaciones de insumos, maquinaria, etc.
El gerente y administrador de la fábrica puede ser desalojado y los trabajadores asumir en asamblea la toma de decisiones sobre la producción ciertamente, un gran paso revolucionario en la concien­cia proletaria porque derrumba en el imaginario de los obreros la creencia de que el dueño y gerente son los únicos que “saben” cómo realizar la actividad productiva, pero luego hay que comerciali­zar los productos para acceder a materia prima, pagar las deudas y garantizar el salario de los obreros que se alimentan y consumen de lo que se produce en otras fábricas y en la agricultura. Eso obliga a volver a la medida del valor de cambio, al tiempo de trabajo abs­tracto capitalista como medida de cambio de los productos entre las fábricas, con los proveedores y con los propios trabajadores que han tomado el poder en el centro de trabajo. Se puede expropiar los bancos para quitarles la propiedad y el poder a los banqueros, pero el dinero continuará siendo el equivalente general del tiempo de trabajo abstracto que guía los comportamientos y pensamientos de las personas en su vida diaria, en sus transacciones, en sus cálculos económicos familiares.

Si bien la intervención del poder de Estado, en base a la coerción, puede reemplazar el tiempo de trabajo abstracto, (el dinero) para el intercambio de productos de una fábrica con otra sin que pasen por el mercado; puede regular, en base a criterios de necesidades, el intercambio entre productos industriales y agrícolas; puede sus­tituir el salario por una asignación de insumos para el consumo familiar; con todo eso, simplemente se produce una suspensión aparente de la ley del valor, de la lógica fundante del capitalismo. Los administradores estatales, apoyados en el monopolio de la coerción, legitiman y sustituyen aquí la función del dinero, del mer­cado y del valor de cambio. Sin embargo, se trata de una suspensión y supresión aparente de la ley del valor y del mercado. Aparente, porque en su lugar no se tiene una nueva relación económica que la sustituya, sino una coacción extra económica que la impide. Además, al tratarse de una relación política que sustituye a la relación económica, su límite radica en que solo se ejecuta al interior del país que la asume y no en su relación con el resto de países que siguen regulando sus intercambios y su producción en base a la ley del valor de cambio. E incluso al interior del país en cuestión, la rela­ción política solo es efectiva allá donde llega el poder político, vía funcionarios, y donde ellos no hayan sido expulsados y asesinados por los campesinos sublevados[52].
Mas, como la burocracia estatal no puede estar presente en cada uno de los poros de la sociedad o en cada actividad social, la lógica económica de las cosas, tatuada en el cerebro de las personas, en sus hábitos y cálculos económicos personales y familiares, brota por todos lados, convirtiendo los micro espacios públicos y legales en los que el Estado impone su criterio, en simples archipiélagos asediados por un mar de relaciones económicas reales clandestinas. Así, surge el mercado negro[53] en las comunidades rurales y los barrios, no solo para la venta de productos agrícolas, sino también de insumos industriales para los pobladores[54]; emergen los privilegios de acceso a mayores bienes de consumo para las personas cercanas a las estructuras estatales[55]: según Pipes, de las 21 millo­nes de cartillas de racionamiento de las ciudades, solo 12 correspon­dían a la población realmente existente[56], mientras que el resto (9 millones) quedaba en manos de la burocracia, además de que gran parte de los productos comercializados en el mercado negro, eran los que el Estado entregaba gratuitamente a las personas[57]125. Retorna el trueque como medida informal, generalizada y clandestina de la ley del valor de cambio; surge la doble contabilidad industrial, una para conocimiento de la administración del Estado, otra para esta­blecer la sostenibilidad real de las empresas. Y si a ello le sumamos el hecho de que todos los intercambios de productos con otros paí­ses (materias primas, tecnología, maquinarias, repuestos, productos elaborados, ropa, alimentos, etc.), cada vez más intensos por la pro­pia mundialización de la producción, el conocimiento y la tecnolo­gía, se tienen que hacer con dinero, bajo las reglas del mercado y el imperio de la ley del valor de cambio, una fuerza económica extra nacional entra en acción para presionar cada segundo sobre las acti­vidades de las familias y empresas puestas bajo control revolucio­nario. Surge el tráfico de productos de las economías familiares y de las propias industrias estatales, más una especie de esquizofrenia social: la lógica del valor de uso en las actividades reguladas y con­troladas por el Estado; la lógica del valor de cambio en las activida­des subterráneas y cotidianas, de intercambios internos y externos. Lenin se refiere a esto cuando habla del fracaso de la implementación del comunismo de guerra:

Suponíamos que al introducir la producción estatal y la distribución estatal, habíamos creado un sistema económico de producción y dis­tribución diferente del anterior… Dijimos esto en marzo y abril de 1918, pero no nos preguntamos sobre los vínculos de nuestra econo­mía con el mercado y el comercio.[58]
En síntesis, por la fuerza histórica de su existencia previa y de su exis­tencia externa mundial en medio de la cual se desarrollan intercambios obligatorios y necesarios, la lógica económica automática del trabajo abstracto se impone sobre la coerción política. Y, a la larga, la suspen­sión del capitalismo se devela como aparente al no contarse con una nueva relación económica que lo sustituya, sino simplemente con una voluntad política impuesta, tanto más débil cuanto más coacción requiera; tanto más inútil cuanto más vigilancia burocrática necesite[59]; tanto más injusta cuanto más privilegios de una pequeña elite política admita. Si a ello le sumamos el hecho de que la condiciones de vida primordiales que se regulan estatalmente son inferiores a las estable­cidas por el viejo régimen, toda la fuerza del pasado se abalanza sobre la memoria de los ciudadanos en busca de reconstruir las viejas lógi­cas económicas del mercado, el salario y la acumulación en los hábitos cotidianos. Ciertamente, el socialismo jamás podrá ser la socialización o la democratización de la pobreza, porque fundamentalmente es la creciente socialización de la riqueza material.

Internamente vista, la coerción estatal extraeconómica tampoco implanta un sistema universalizable. Los intercambios entre empresas que sustituyen al mercado dependen de las apreciaciones perso­nales de los funcionarios que definen, en base a criterios subjetivos, lo que debe recibir una empresa a cambio de la entrega de determinado producto. Igualmente, las requisas a los excedentes agrí­colas se imponen suponiendo condiciones de consumo promedio; en tanto que la sustitución del salario por una asignación de bienes de consumo familiar promedio presupone un nivel de condiciones de vida que nada tiene que ver ni con el desempeño laboral (tra­bajo manual, trabajo intelectual, trabajo intensivo, condiciones insalubres, etc.) ni con un nivel de necesidades socialmente acordado. Al asumir la responsabilidad de decidir la cantidad “necesaria” de los intercambios a fin de sustituir el dinero y el valor de cambio, el Estado no solo se ve arrastrado a cometer un sinnúmero de abusos y extorciones, e incluso a confiscar las propias condiciones mínimas de subsistencia de obreros y campesinos[60], sino que, además, hace recaer en un grupo de personas, en una “parte” de la sociedad (los administradores del Estado), lo que le corresponde a toda ella; con lo que esa “parte” decisional deviene en un cuerpo privado sobrepuesto al cuerpo general. Así, la sustitución del dinero y del mercado que, supuestamente debería suprimir el poder de unos pocos (los poseedores de capital económico) por el poder de toda la sociedad, únicamente reinscribe el poder de otros pocos (los poseedores de capital político) por sobre toda la sociedad. Con ello y de mantenerse esa división de funciones por mucho tiempo, la lógica política del capitalismo simplemente se vuelve a reinstalar pero ya no en términos de propiedad sobre los medios de producción y poder económico concentrado, sino de administración monopólica de los medios de producción y poder político concentrado. En términos marxistas, cuando el Estado actúa como “terrateniente soberano” también podríamos decir como “empresario soberano”, la expropiación del “trabajo excedente” por vías extraeconómicas implica algún tipo de servidumbre y de “pérdida de la libertad personal”[61]. Todo el debate sobre la “militarización del trabajo” y “el trabajo obligatorio”, en los hechos, reedita, bajo ropaje marxistoide, esta tendencia al renacimiento de relaciones serviles[62].

A contracorriente de lo que la izquierda mundial creyó durante todo el siglo XX, la estatización de los grandes medios de producción, de la banca y del comercio, no instaura un nuevo modo de pro­ducción ni instituye una nueva lógica económica mucho menos el socialismo, porque no es la socialización de la producción. Esto requiere otro tipo de relaciones económicas en la producción y de relaciones sociales en el intercambio, muy distintas a la sola intromisión o presencia estatal. En otras palabras, uno de los fetiches de la izquierda fallida del siglo XX: “la propiedad del Estado es sinónimo de socialismo”, es un error y una impostura. Incluso hoy se tiene un izquierdismo deslactosado que, desde la cómoda cafetería en la que planifica terribles revoluciones al interior de la espuma del capuchino, le reclama a los gobiernos progresistas más estatiza­ciones para instaurar el socialismo inmediatamente.
En los hechos, la revolución soviética demostró que esa pos­tura radical es solo una ilusión. Las estatizaciones derrumban el poder de la burguesía, sí, pero en el marco del dominio de las relaciones capitalistas de producción. Las estatizaciones crean condiciones para una mayor capacidad política de las iniciati­vas de las fuerzas revolucionarias, sí, pero mantienen inalterable la lógica del valor de cambio en los intercambios y el comercio de productos del trabajo social. No importa cuántos decretos se emitan combinando las palabras estatización y socialismo. Solo una política precisa de alianzas entre las clases plebeyas para gestionar a escala nacional los asuntos comunes de toda la socie­dad; solo un impulso hacia nuevas formas asociativas volunta­rias de los trabajadores en los propios centros de producción y su creciente articulación con otros centros de producción; solo una constante democratización de las estructuras estatales que apo­yen esos procesos comunitarios; solo una estabilidad económica que garantice las condiciones básicas de vida, pero ante todo tiempo para estos aprendizajes colectivos; solo una irradiación de la revolución a otros países; pueden crear las condiciones de una nueva sociedad. Más todavía, el socialismo es ese proceso de luchas, alianzas y aprendizajes contradictorios.
En la Rusia revolucionaria, la estatización, no como sinónimo de construcción del socialismo, sino como un medio flexible y tem­poral para crear las condiciones que ayuden a las iniciativas de la sociedad trabajadora, emerge de los debates y las acciones que sustituyen el fracaso del “comunismo de guerra” y la implemen­tación de la llamada Nueva Política Económica (NEP), obligando, según Lenin, a “reconocer… un cambio radical en toda… nuestra visión del socialismo”[63].
La base material de la continuidad revolucionaria: la economía
La NEP desmonta los mecanismos de la socialización aparente que introduce el “comunismo de guerra” que, al final, no tiene nada de comunismo; aplaca el sobredimensionamiento que se le había otorgado al Estado revolucionario como constructor decisivo del socialismo; y restituye la economía y las relaciones económi­cas (empezando por el bienestar de la población) como el escenario decisivo donde, una vez conquistado el poder político, se concen­tran las luchas fundamentales para la construcción del socialismo[64].
Ya en 1918 se modifica el sistema salarial diferenciando el salario de los especialistas “según escalas que corresponden a relaciones empresariales”[65]. En los hechos, la práctica demuestra que las funciones administrativas y técnicas en las fábricas e instituciones estatales requieren de un conocimiento especializado, y que aque­llos que poseen esos conocimientos imprescindibles para poner en marcha la industria, no pertenecen a las clases laboriosas ni están dispuestos a trabajar por la escasa remuneración ofrecida por el Estado, de manera general para todos, especialistas y no especialistas. La parálisis de los centros productivos obliga a los bolcheviques a modificar su escala salarial única y a pagar salarios mucho más elevados a los expertos, para garantizar el funcionamiento de la producción. Con ello, queda claro que el ideal comunista de nivelación de ingresos no puede imponerse ni hacerse de manera inmediata, y mucho menos como nivelación hacia abajo.
La reintroducción de escalas diferenciadas en la remuneración salarial es la primera “abolladura” conceptual que los bolcheviques tienen que asumir para garantizar la continuidad de la producción material y, con ello, la continuidad del proceso revolucionario capaz de modificar a la larga esa producción material. Y es que, a excepción de las clases propietarias de los grandes medios de producción que deben ser expropiadas para diluir su poder económico-político, la revolución se juega su hegemonía solo si es capaz de mejorar no de empeorar las condiciones de vida de las clases laboriosas. La regla básica del marxismo de que la base material influye en las otras esferas de la sociedad, no siempre es tomada en cuenta por los revolucionarios, que pueden llegar a sobredimensionar la voluntad y la acción política como motores de cambio. Si bien estos últimos son factores dinámicos que construyen identidad colec­tiva, conducen acciones, articulan y potencian esperanzas; emergen aleatoriamente de una base material, abren un abanico de opciones de cambio y son eficientes en la medida en que permanentemente retroalimenten cambios en esa base material. Sin base material, no existen potencialidades revolucionarias que espolear y, por tanto, devienen en impotencia discursiva.

La NEP derrumba buena parte de las ilusas concepciones pre-cons­tituidas acerca de la construcción del socialismo, ayuda a precisar lo que el socialismo es en realidad y fija con claridad las prioridades que una revolución en macha debe resolver.
Desde 1921, la confiscación de granos de las familias campesinas es sustituida por el impuesto en especie, liberando la producción excedentaria para el comercio agrícola[66]. Y las granjas colectivas (sovjovi) creadas durante los primeros años de la revolución, se comienzan a arrendar a personas privadas que debían pagarle una renta al Estado. Se garantiza el funcionamiento de la antigua comunidad rural (mir) con su distribución periódica de tierras, pero también la posibilidad, si desea el campesino, de quedarse con la tierra, arrendarla y contratar jornaleros agrícolas[67]. Para darle mayor estabilidad al campesino, si bien la tierra le pertenece al Estado, el derecho a usufructuarla se le garantiza por tiempo indefinido, al igual que el derecho a disponer de los excedentes de sus productos en el mercado libre[68].

Complementariamente, para apoyar a la economía campesina, se toman medidas que impulsan el restablecimiento de las peque­ñas industrias privadas vinculadas al abastecimiento de sus insu­mos[69]. Las industrias con no más de 20 trabajadores quedan fuera de las nacionalizaciones y se autoriza el arrendamiento de peque­ñas y medianas empresas del Estado a personas privadas y coo­perativas a fin de sacarlas del estancamiento en las que se hallan. En cuanto a las grandes industrias estatales, se establece que los intercambios con otras industrias ya no dependan de la burocracia estatal sino que cada una de ellas disponga directamente de sus recursos financieros y materiales[70]138. Para 1923, según E. H. Carr, el 85 por ciento de las industrias llegan a estar en manos privadas, pero el 84 por ciento de los obreros industriales se ubican en las grandes empresas estatales[71].
Al suprimirse la remuneración homogénea y la obligatoriedad de cada empresa estatal de velar por su funcionamiento a partir de sus propios recursos, se restablecen los principios comerciales en la gestión de las empresas, lo que lleva a que la remuneración de los trabajadores sea considerada en los balances generales como sala­rio[72], sometida a la ley del valor de cambio.
Desde ese momento, cada industria estatal y privada comienza a depender oficialmente del mercado para la provisión de sus insu­mos (incluido el combustible) y la realización de sus productos, lo que les obliga a esforzarse en sus estructuras de costos y produc­tividad a fin de garantizar su funcionamiento, ya que el acceso a créditos estatales se encuentra obligatoriamente subordinado a su cálculo de rentabilidad[73]. Desaparecen las subvenciones para las empresas estatales y, con ello, también el estancamiento técnico y productivo que tiende a caracterizar a este tipo de gestión estatal subvencionada cuando, en vez de una medida temporal redistribu­tiva, es asumida como un modo de gestión económica permanente.

En 1922, a través de un decreto, se prohíbe todo tipo de recluta­miento laboral forzoso y se restablecen los procedimientos de con­trato y despido como modos regulares de acceso a fuerza laboral[74]. Ya desde 1921 los salarios habían sido ligados a la productividad. Se fija un salario mínimo obligatorio en tanto que los sindicatos vuel­ven a ser las estructuras mediadoras entre el trabajador y la gerencia empresarial para establecer las condiciones de empleo[75]. En 1922, bajo las nuevas relaciones de contratación, se despiden a cerca del 40 por ciento de los trabajadores en la industria ferroviaria, en tanto que en la industria textil, la cantidad de obreros por cada 1.000 tela­res pasa de ser 30 durante el “comunismo de guerra”, a menos de la mitad, 14. Desde entonces, la filiación sindical es voluntaria; se suprimen los subsidios estatales a los sindicatos[76], y estos últimos son retirados del control de la seguridad social que queda a cargo de una instancia estatal[77].
A tiempo que se restablecen los mecanismos del comercio privado tanto en las ciudades como en el campo[78], las restricciones en la dis­posición de dinero por parte de las personas particulares son levan­tadas a la vez que cualquier riesgo de confiscación de los ahorros bancarios en las cooperativas y bancos municipales que empiezan a surgir, es eliminada. También se crea un banco estatal como ente regulador de la economía nacional[79] y numerosas cajas de ahorro estatales[80] para el fomento del ahorro ciudadano. Complementa­riamente, se establecen nuevas tasas impositivas sobre la venta de productos, e incluso sobre los elevados ingresos salariales[81].

En conjunto, la NEP restablece las formas regulares de la economía de mercado y de la economía capitalista que, como bien recuerda Lenin, siguen existiendo pese a la radicalidad de las medidas adoptadas durante el “comunismo de guerra”. La supresión de las requisas y el restablecimiento del comercio de productos agrícolas reorganiza, sobre nuevas bases, la relación política entre los obreros de la ciudad y del campo. En una sociedad con una base campe­sina mayoritaria o grande, ningún poder estatal y mucho menos el que se instaura a nombre de las mayorías sociales populares, se puede ejercer coercitivamente en contra de esa mayoría social. A corto plazo, ello provoca no solo sublevaciones campesinas e incluso obreras contra el Estado revolucionario[82], sino que es a todas luces un contrasentido pues se trata de una nueva “minoría”, ahora obrera o “revolucionaria”, antes burguesa, imponiéndose por la fuerza sobre la mayoría de la población. Precisamente esto es lo que comienza a suceder en la Rusia revolucionaria, fruto de la ham­bruna generalizada y de los abusos en las requisas de grano en las zonas rurales. Incluso hay momentos en los que las tropas leales al gobierno se sublevan en contra de él, y las principales ciudades se llenan de huelgas y movilizaciones obreras (algunas de las cuales reclaman el regreso del mercado libre)[83].
Entonces, cualquier posibilidad de disolución del poder de Estado en la sociedad que en realidad es el horizonte y la finalidad de cual­quier revolución social, queda convertida en un imposible polí­tico, económico y demográfico. El socialismo, como construcción de nuevas relaciones económicas, no puede ser una construcción estatal ni una decisión administrativa; sino, por encima de todo, una obra mayoritaria, creativa y voluntaria de las propias clases tra­bajadoras que van tomando en sus manos la experiencia de nuevas maneras de producir y gestionar la riqueza.
En realidad, la restitución de las relaciones de mercado entre pro­ductores y empresas, en el comercio de productos al detalle, legaliza algo que nunca había dejado de existir ni en la actividad económica real ni en la cabeza lógica de las personas. Lo que los funcionarios del gobierno hacían durante los años de “comunismo de guerra”, era como caminar en una noche oscura con una linterna. Allí donde su luz alcanzaba a alumbrar, el control estatal se imponía, pero en los alrededores infinitos donde esta luz no llegaba, las relaciones subrepticias del mercado seguían regulando la realidad económica de las personas, por lo que la posibilidad de superación de las leyes del mercado, del valor de cambio, por otras relaciones económicas y no político-coercitivas efímeras, ni siquiera asomaba en lo más mínimo. Las propias reflexiones leninistas mencionan que estas solo podían surgir después de un largo proceso de creación de nuevas formas asociativas de producción y de revoluciones culturales[84] capaces de hallar un correlato a escala mundial.
Por su parte, la fijación de reglas de rentabilidad en las empre­sas del Estado restituye la función óptima de una empresa estatal; quita el poder económico y político a la burguesía y lo deposita en la sociedad como directamente beneficiada por la estatización; es decir, permite que la sociedad entera (no el administrador estatal ni únicamente los trabajadores de la empresa) usufructúe de la riqueza generada. Sin embargo, existen dos degeneraciones de la estatización de las empresas. La primera, que consiste en que los beneficios económicos generados por estas empresas vayan solo a sus trabajadores vía salarios, bonos, redistribución de ganancias, empleo seguro, etc. En ese caso, las empresas nacionalizadas cam­bian de propietario pero en el fondo siguen beneficiando solo a una minúscula “parte” de la sociedad, a saber, a los trabajadores de esas empresas, que devienen en usufructuarios privados de una propiedad que debería ser común a toda la sociedad. Esta modali­dad de nacionalización de facto es una forma ambigua de privati­zación, que vuelve a anular modos de socialización de los medios de producción y de la riqueza social. Por lo general, las experien­cias de autogestión obrera aislada se mueven en el umbral de esta modalidad de privatización corporativa de la riqueza.

Esta degeneración de la nacionalización puede pervertirse aún más en la medida en que los trabajadores de las empresas estata­les no solo se apropien privadamente de los recursos que generan como empresa pública, sino que además requieran y absorban los recursos del resto de la sociedad, la riqueza generada en otros cen­tros de trabajo, a través de subvenciones duraderas del Estado. En ese caso, la privatización corporativa de la riqueza productiva deviene también en expropiación privada de riqueza social, que succiona los recursos a la sociedad para mantener los privilegios de un pequeño sector de ella.
La segunda degeneración de la nacionalización consiste en que los administradores de las empresas, los funcionarios públicos encar­gados de su gestión, utilicen su posición para sustituir decisiones colectivas obreras por monopolios administrativos. Se trata de una acumulación de poder político burocrático que expropia el poder político a los trabajadores. Adicionalmente, dependiendo de las circunstancias, esa posición de poder puede ser aprovechada por los funcionarios para acceder a privilegios en cuanto a remuneraciones, beneficios personales, propiedades, etc. En caso de que estos pode­res y beneficios individuales se vayan institucionalizando y sedi­mentando en el tiempo en un mismo grupo estable de funcionarios públicos, nos encontramos frente a modalidades de formación de una burguesía dentro del Estado[85].
Una decisión de suma importancia asumida por el gobierno sovié­tico, aunque poco discutida posteriormente por las izquierdas, es el tema de las concesiones a las empresas extranjeras en áreas de tra­bajo del sector petrolero, minero, maderero, etc.[86]. Lo mencionamos aquí, porque el debate en torno a este tema logra redondear el pro­fundo significado de lo que en un principio fue denominado como “retrocesos” de la NEP, pero que en realidad permite delinear, sobre la marcha de la acción colectiva, un camino estratégico respecto a la construcción del socialismo moderno.
¿En qué consistían estas concesiones? En la otorgación al conce­sionario extranjero, del derecho a desarrollar determinada acti­vidad económica allá donde el Estado revolucionario no contaba con recursos para hacerlo por cuenta propia. El concesionario invertía en tecnología, instalaba la industria, la infraestructura, caminos, etc. y recibía en pago una parte del producto obtenido. La otra parte quedaba en manos del Estado, para su utilización, venta, etc. A fin de garantizarle al concesionario la total compen­sación por el riesgo y la recuperación de la tecnología invertida, se le otorgaban plazos de concesión prolongados y, después de un tiempo mutuamente acordado, esas inversiones pasaban a poder estatal. La URSS garantizaba “que lo bienes del concesio­nario, invertidos en la empresa” no iban a ser “sujetos a naciona­lización, confiscación ni requisa”[87].

En ese sentido, las justificaciones eran claras: necesidad de dinero para realizar compras de tecnología que permitan implementar planes sociales, como ser la electrificación de toda la población; necesidad de recursos financieros para crear una infraestructura que integre todo el territorio; necesidad de tecnología y recursos para levantar la gran industria estatal; necesidad de conocimien­tos para fundar nuevas empresas. El Estado revolucionario no disponía de los recursos financieros ni de la tecnología de cono­cimientos requeridas para todo ello; obtenerlos se presentaba no como una posibilidad de crecimiento, sino fundamentalmente como una obligación a fin de satisfacer las necesidades básicas del pueblo y, a través de ello, garantizar la propia continuidad del proceso revolucionario. Tal será la importancia que se le otorgará a la mejora de las condiciones económicas de la población, y del país en su conjunto, que Lenin casi sentenciará a los comunistas a aprender a manejar la economía, porque de lo contrario el poder soviético no iba a poder existir[88].

De hecho, la caída real del salario de los trabajadores soviéticos a menos del 10 por ciento respecto a 1913; las largas filas para poder conseguir pan; el nomadismo de los obreros que los obliga a ser temporalmente campesinos para poder complementar la alimenta­ción y la hambruna generalizada de esos años; no solo llevan a una creciente separación entre el gobierno soviético y amplios sectores populares, sino a sublevaciones obreras y campesinas que ponen en riesgo la continuidad del gobierno bolchevique que se ve forzado a establecer la ley marcial en las ciudades que anteriormente habían sido sus bastiones. El asalto a la fortaleza de Kronstadt[89] representa el epítome de esta riesgosa modificación de la correlación de fuerzas al interior del bloque popular, provocada por la crisis económica y la reducción de la libertad política del “comunismo de guerra”.

Entonces, estabilidad económica, crecimiento económico y revolu­ción mundial se constituyen, en este nuevo punto de la revolución que ya había tomado el poder político, en los temas centrales donde ésta define su destino:
En el mar del pueblo no somos, después de todo, sino una gota en el océano, y sólo podremos dirigir si expresamos con acierto lo que el pueblo piensa. De otro modo el Partido Comunista no conducirá al proletariado, el proletariado no conducirá a las masas, y toda la maquina se vendrá abajo. El pueblo, todas las masas trabajadoras, consideran que lo fundamental en este momento es ayudarlas a salir de las necesidades y el hambre extremas… No pudimos implantar la distribución comunista directa. Nos faltaban fábricas y la maquinaria necesaria para equiparlas. Por consiguiente debemos proveer a los campesinos de lo que necesitan por medio del comercio, y proveerlos tan bien como los capitalistas, pues en caso contrario el pueblo no soportará esa administración. Esa es la clave de la situación.[90]
En su debate en contra del ultra izquierdismo que le reprocha el hacer demasiadas concesiones a los capitalistas en detrimento de las expropiaciones, Lenin argumenta que dadas las circunstan­cias del poder del Estado en manos de las clases trabajadoras, el ocuparse por mejorar el desarrollo de la industria y la agricultura, “incluso sin las cooperativas o sin transformar directamente este capitalismo en capitalismo de Estado”, contribuirá infinitamente más a la construcción socialista, que el estar divagando sobre “la pureza del comunismo”[91].

¡Claro! Antes de cualquier revolución, la tarea de los revolucio­narios ha de centrarse en la construcción de ideas con capacidad de resumir las tendencias sociales y de movilizar las capacidades auto-organizativas de la sociedad. La lucha por un nuevo sentido común y estructuras organizativas de las clases laboriosas son las tareas fundamentales en el proceso revolucionario; esto es, el impulso a convertir la fuerza de movilización autónoma de la socie­dad en poder político capaz de desmontar las estructuras de poder de las antiguas clases dominantes. Pero una vez pasado ese punto de bifurcación o momento jacobino, el orden de prioridades cambia: la economía, la mejora de condiciones de vida de la mayoría de la población laboriosa, y la creación de condiciones estrictamente económicas de regulación y planificación ocupan ahora ocupan el puesto de mando para garantizar la continuidad del proceso revo­lucionario y del poder político de las clases trabajadoras. Una vez garantizada esa continuidad, es posible pasar, inmediatamente, a la construcción de nuevas formas comunitarias de producción y a con­tinuas revoluciones culturales, que vayan modificando los hábitos y comportamientos individuales de la sociedad y refuercen a esas for­mas comunitarias; eso hasta el momento en que nuevas experien­cias revolucionarias a nivel mundial permitan crear las condiciones materiales para la construcción de un comunismo planetario.
La economía y la revolución mundial representan entonces las pre­ocupaciones post insurreccionales. Refiriéndose nuevamente a las concesiones, Lenin señala:
Cada concesión será indudablemente un nuevo tipo de guerra una guerra económica, la lucha elevada a otro plano (…) [pero] no podemos plantear seriamente la idea de un mejoramiento inme­diato de la situación económica sin aplicar una política de conce­siones… debemos estar preparados para aceptar sacrificios, priva­ciones e inconvenientes, debemos estar dispuestos a romper con nuestras costumbres, posiblemente también con nuestras manías, con el único propósito de llevar a cabo un cambio notable y mejorar la situación económica en las ramas principales de la industria. Eso hay que lograrlo a toda costa. [92]

Y respecto a los peligros que pudiera representar estas concesiones al capital extranjero, responde:
¿No es peligroso recurrir a los capitalistas? ¿No significa eso un desarrollo del capitalismo? Sí, significa un desarrollo del capitalismo, pero no es peligroso, porque el poder seguirá en manos de los obreros y campesinos, y los terratenientes y capitalistas no recuperarán sus propiedades… El gobierno soviético vigilará que el capitalista arrendatario cumpla el contrato, que el contrato nos resulte ventajoso, y que, como resultado, mejore la situación de los obreros y campesinos. En tales condiciones, el desarrollo del capitalismo no es peligroso, y el beneficio para los obreros y campesinos está en la obtención de una mayor cantidad de productos[93].
El problema fundamental de toda revolución es el poder, escribe Lenin pocos días antes de la insurrección de octubre[94]. Y esta tesis organizadora la mantiene y refuerza en el momento del desarrollo económico de la revolución. Se puede retroceder en la tolerancia de determinadas actividades económicas secundarias en manos de los sectores empresariales para garantizar el abaste­ cimiento de insumos para la industria y la pequeña agricultura. Se puede aceptar la presencia de los capitalistas extranjeros a fin de obtener el financiamiento y la tecnología necesaria para el país. Se puede convivir con las relaciones de mercado en tanto se preparan las condiciones económicas para otras formas de inter­cambio. Es posible aceptar todo ello, forzados por las circuns­tancias del cerco extranjero, del atraso tecnológico del país, de la necesidad de garantizar condiciones de vida favorables para los trabajadores. Es posible solo si nos ayuda a mantener el poder político en manos del bloque de poder revolucionario. Porque en la medida en que le brinda permanencia y estabilidad al poder revolucionario, se gana tiempo para crear las circunstancias materiales y culturales que al final harán posible la continuidad del proceso revolucionario socialista: formas asociativas y comu­nitarias de producción que deben brotar de la experiencia volun­taria de los trabajadores; modos crecientes de democratización de las funciones públicas; transformación cultural y cognitiva de las clases laboriosas que superen las estructuras mentales indi­vidualistas heredadas del viejo régimen y que incluso ayuden a restablecer el metabolismo mutuamente vivificante entre el ser humano y la naturaleza[95].

Entonces, el tiempo se constituye en el bien más preciado que una revolución necesita para llevar adelante, una y otra vez, el apren­dizaje práctico de las clases laboriosas en el esfuerzo de crear nue­vas condiciones de trabajo comunitario que, por definición, tienen que surgir de las propias experiencias de los trabajadores y no de las decisiones administrativas del Estado, por muy revolucionario que este sea. Al fin y al cabo, el comunismo es una sociedad cons­truida en común por la propia sociedad laboriosa y no un dicta­men administrativo.

El tiempo es necesario para abrir resquicios de comunismo a tra­vés de la actividad práctica de los trabajadores en el ámbito de la producción y el consumo; para aprender las experiencias de los errores de otras experiencias colectivas previas y volver a lanzarse con mayor vigor en la construcción de esta red de trabajo y conducción común de la economía; para transformar las mentalidades de las personas y hacer surgir nuevos seres humanos portadores de nuevas aptitudes culturales rumbo al comunismo; para supe­rar la apatía de las clases plebeyas, que se presenta una vez que se alcanzan los primeros logros y llega el descenso de las oleadas de la revolución[96]; para remontar, con una nueva oleada de moviliza­ciones sociales, los corporativismos y las desviaciones de una parte de las elites dirigenciales laborales que buscan usufructuar, indivi­dual o sectorialmente, de las posiciones de poder que ocupan en el nuevo Estado; en fin, para esperar el despliegue de revoluciones en otras partes del mundo, sin cuya presencia, cualquier intento de revolución en cualquier país, a la larga, es impotente y está conde­nado al fracaso; para apoyar los cambios en los otros Estados y las otras economías del mundo con las que, de manera inevitable, un Estado revolucionario mantiene vínculos de compra de tecnología, de exportaciones, de transacciones financieras, de intercambios cul­turales, de las cuales es imposible sustraerse, incluidas las determi­naciones de división internacional del trabajo.
Por ello, la crítica de los ideólogos, cuyo aprendizaje sobre la historia de las revoluciones se nutre únicamente de “The History Channel”, que demandan a las experiencias revolucionarias la desconexión del mercado mundial o la ruptura de la división internacional del trabajo, resulta ridícula y demagógica.
¿Dónde se consigue la tecnología para la industria minera o hidro­carburífera? ¿Dónde se exportan las materias primas, los alimentos y los productos elaborados que un país produce, si no es a los mer­cados extranjeros? ¿Dónde se obtiene la tecnología de comunica­ción o los conocimientos científicos que el país necesita, si no es del mercado mundial? ¿Dónde se accede a los recursos financieros para crear infraestructura o nuevas industrias? ¿Dónde se comercializan los productos de las propias empresas nacionalizadas, que no se consumen internamente? Hoy, ninguna economía es autárquica ni jamás podrá serlo, a no ser que se quiera regresar a las condicio­nes de vida del siglo XVI. Ningún país está al margen del mercado mundial, esto es, de la trama de intercambios del trabajo humano que tupe el planeta con infinidad de vínculos financieros, técnicos, cognitivos, culturales, lingüísticos, comunicacionales, consunti­vos. Una maquinaria, un micrófono, un televisor, un automóvil, el asfalto, una lámpara, un celular, las computadoras, los programas, la ciencia, las matemáticas, la cultura, el cine, el Internet, la litera­tura, un libro, un traje, una bebida, la historia, todo, absolutamente todo lo que usamos a diario, está interconectado con lo que produ­cimos acá y con lo que se produce en Estados Unidos, China, Japón, India, Brasil, Argentina, Alemania etc. El mundo está entrelazado. Hoy, el mundo es producto del mismo mundo y ningún país puede quedar ya al margen de esta obra colectiva.
Este hecho material no desaparecerá por mucho que mezclemos palabras como “soberanía”, “revolución” “anarquía”, o las que fue­ren. Por eso precisamente, es imposible que el comunismo triunfe en un solo país es un contrasentido pues es una comunidad uni­versal que solo podrá existir y triunfar de manera mundial, plane­taria, universal. Pero así como el comunismo o es mundial o no es nada, no existe revolución alguna que pueda “salirse” de ese mer­cado mundial, de las relaciones y flujos de la división internacional del trabajo. Al informar al Congreso de los soviets sobre la necesi­dad de obtener tecnología y recursos del mercado mundial, a fin de garantizar la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, Lenin afirma taxativamente: “la República socialista… no puede existir sin vínculos con el mundo”[97]. El lugar que una nación ocupa en la red de la división internacional del trabajo se puede modifi­car, pero jamás salir de ella. Una nueva división internacional del trabajo, o quizá su extinción como división, únicamente podrá ser fruto de una revolución mundial, que es a lo que precisamente cada revolución local debe apuntalar.
En definitiva, una vez que estalla por circunstancias excepciona­les en algún país, lo que una revolución social necesita es tiempo, tiempo y más tiempo. Tiempo para aguardar el estallido de otras revoluciones en otros países, a fin de no quedar aislada e impo­tente frente a las exigencias de una nueva economía y de una nueva sociedad que solo podrá construirse a escala mundial. Tiempo para convertir el poder cultural, la hegemonía política y la capacidad de movilización popular, que le llevaron a la toma del poder de Estado, en formas organizativas comunitarias y cooperativas en la produc­ción, en el comercio. “Para nosotros el simple desarrollo de la coo­peración… se identifica con el desarrollo del socialismo”[98], reitera obsesivamente Lenin en los últimos escritos antes de su muerte. El Estado revolucionario puede imponer cosas o prohibirlas; es parte del poder político que monopoliza. Incluso puede modificar la pro­piedad de los bienes y concentrar la propiedad del dinero. Se trata de acciones políticas que influyen en las acciones económicas. Pero lo que no puede hacer es construir relaciones económicas durade­ras; y menos aún relaciones económicas comunitarias capaces de superar la lógica del valor de cambio. Eso solo puede ser una crea­ción social, una creación colectiva de los propios productores.

El Estado es por definición monopolio; el comunismo es por defi­nición creación común de riqueza común: la antítesis del Estado. Entonces, el trabajo asociado, cooperativo, común solo puede ser una creación gradual, compleja y con continuos ascensos y descen­sos logrados directamente por los trabajadores de varios, y luego de muchos, centros de trabajo. Eso requiere tiempo. Tiempo para desplegar por oleadas los modos de ocupación democrática de los trabajadores, de la sociedad entera, de las grandes decisiones del Estado y, ante todo, de los centros de producción fundamentales. Tiempo para superar el individualismo burgués, pero principal­mente el corporativismo laboral que reintroduce el individualismo de clase y la privatización en las decisiones estatales y laborales. Tiempo para transformar los esquemas lógicos y morales de las cla­ses trabajadoras heredados de la vieja sociedad burguesa y cons­truir colectivamente, con numerosas revoluciones culturales de por medio, nuevos sentidos comunes y esquemas mentales que rees­tructuren los sistemas de valor de la vida cotidiana de la sociedad entera. Tiempo para desmontar los poderes monopolizados por el Estado a fin de diluirlo en la sociedad. Todo eso requiere que la pro­pia sociedad atraviese la experiencia de la construcción de decisio­nes comunes sobre su vida en común, la invención de tecnologías sociales aún inexistentes que articulen a la totalidad de la sociedad en las decisiones sobre esos asuntos comunes; y lo más importante, hechos extraordinarios, insurreccionales, sino como hechos rutina que todas estas nuevas prácticas sociales se desplieguen no como ríos, como lo son la decisión de alimentarse o descansar.­

Desde este punto de vista, la revolución se presenta como la con­quista de tiempo para la sincronía universal de la emancipación de las clases plebeyas y de los pueblos del mundo. La función del Estado “revolucionario” no es crear el socialismo ni mucho menos el comunismo. Eso sencillamente no puede hacerlo. Eso escapa al objeto fundante de su existencia como Estado. Lo único que puede hacer el Estado, por muy revolucionario que sea, es dilatar, habi­litar y proteger el tiempo para que la sociedad, en estado de auto­determinación, en lucha, en medio, por arriba, por abajo y entre los intersticios del capitalismo predominante, despliegue múltiples formas de creatividad histórica emancipativa y construya espacios de comunidad en la producción, en el conocimiento, en el intercam­bio, en la cultura, en la vida cotidiana; para que fracase y lo vuelva a intentar muchas veces, de manera más amplia y mejor; para que invente, desde las grietas del capitalismo, espacios irradiantes de comunidad y de cooperación voluntaria en todas las esferas de la vida; para que los desmantele a medio camino; para que haga todo eso una y otra y otra vez, hasta que, llegado un momento, las sincro­nías de múltiples comunidades brotando por todos lados, en todos los países, rebasen el umbral de orden, y lo que eran espacios nacidos en las grietas de la sociedad dominante, devengan en espacios ple­nos, universales, irradiadores de una nueva sociedad, de una nueva civilización que reproduzca nuevas formas de comunidad, pero ya no como una lucha a muerte del capitalismo, sino como el libre y normal despliegue de la iniciativa humana. Eso es el comunismo.
El Estado no puede crear comunidad, porque es la antítesis perfecta de la comunidad. El Estado no puede inventar relaciones económi­cas comunistas, porque ellas solo surgen como iniciativas sociales autónomas. El Estado no puede instituir la cooperación, porque ella solo brota como libre acción social de producción de los comunes. El Estado por sí mismo es incapaz de restablecer el metabolismo mutuamente vivificante entre ser humano y naturaleza. Si alguien ha de construir comunismo es la propia sociedad en automovi­miento, a partir de su experiencia, sus fracasos y sus luchas. Y tendrá que hacerlo en el ambiente adverso de predominancia agresiva de la sociedad capitalista. A diferencia de las revoluciones burguesas precedentes, que contaron con condiciones muchísimo más favora­bles pues las relaciones económicas burguesas florecieron al interior de la vieja sociedad tradicional durante varios siglos previos[99], las revoluciones sociales se enfrentan a una estructura capitalista uni­versalizada; y las nuevas relaciones económicas y políticas comu­nistas recién se desarrollarán, a partir del estallido revolucionario, en lucha a muerte con las relaciones capitalistas dominantes. De hecho, la revolución social en realidad abre el espacio temporal para el despliegue intersticial, fragmentado, dificultoso, permanen­temente asediado, del crecimiento de las nuevas relaciones comu­nistas en la política, economía y cultura, en medio de un predomi­nio generalizado, debilitado y en crisis, pero aún dominante, de las relaciones capitalistas de producción. Al resumir la experiencia de la revolución soviética sobre este debate, Lenin argumenta:
Teóricamente no cabe duda que entre el capitalismo y el comunismo media determinado periodo de transición que debe combinar los ras­gos y las propiedades de estas dos formas de economía social. Este periodo de transición tiene que ser por fuerza un periodo de lucha entre el capitalismo agonizante y el comunismo naciente, o, en otras palabras, entre el capitalismo que ha sido derrotado, pero no des­truido, y el comunismo que ha nacido pero que es todavía débil.[100]
En definitiva, el socialismo es este periodo histórico contradictorio y de antagonismo desatado entre relaciones capitalistas dominan­tes en todas las esferas de la vida, y relaciones sociales comunistas emergentes, que la sociedad laboriosa ensaya e intenta desplegar una y otra vez, de manera intersticial, fragmentada e intermitente, por diversos caminos, en todos los terrenos de la vida. En todo ello, lo único que el Estado revolucionario hace es proteger estas iniciativas antiestatales, comunitarias, cooperativas; apoyarlas y brindarles tiempo mediante la mejora de las condiciones de vida de las clases trabajadoras, de manera que puedan desarrollarse e irradiarse hasta un tiempo y momento en que traspasen el umbral de orden que sincronice con las múltiples construcciones comunis­tas de otros países y otros continentes, en un movimiento universal irreversible. El concepto central de “dictadura del proletariado”[101]169 debe ser entendido así: como el uso coercitivo del poder de Estado de las clases laboriosas frente a las clases y las costumbres burgue­sas para proteger, dar tiempo y apoyar las iniciativas comunitarias, comunistas, que esas clases laboriosas son capaces de experimentar y de crear.
En síntesis, el socialismo es un larguísimo periodo histórico de intenso antagonismo social, en el que, en lo económico, las relacio­nes capitalistas de producción y la lógica del valor de cambio siguen vigentes, pero que, en su interior, desde sus entrañas, en el ámbito local, nacional, surgen una y otra y otra vez incipientes, intersticia­les y fragmentadas formas de trabajo comunitario, asociado, que pugnan por expandirse a escalas regionales y nacionales. En tanto que en lo político, las clases laboriosas toman/construyen el poder de Estado, lo que significa que impulsan, en oleadas sucesivas, múltiples modalidades de democratización absoluta de la gestión, de la administración de los asuntos comunes; y todo ello para respaldar, proteger e irradiar esas experiencias comunitarias/comunistas en la economía que, de manera reiterada, con fracasos y nuevos resur­gimientos, impulsan las clases trabajadoras. El socialismo no es pues un modo de producción ni un destino. Es un espacio histórico de intensas luchas de clases en las que los trabajadores se valen del poder de Estado para proteger e irradiar las iniciativas económicas comunistas/comunitarias que ellos mismos son capaces de cons­truir por iniciativa libre y asociada. La victoria del socialismo es su extinción para dar lugar a la sociedad comunista. Y si esto se da, inevitablemente deberá ser un hecho mundial.

¿Qué sucedió después con la revolución soviética? ¿Por qué fracasó? En general, toda revolución social que no ensambla con otras revo­luciones sociales a escala mundial, tarde o temprano fracasa y habrá de fracasar de manera inevitable. Por sí sola, inexorablemente se verá conducida al fracaso en su intento por construir el comunismo; aunque ciertamente durante todo el tiempo del despliegue de su desarrollo puedan lograrse grandes e irreversibles conquistas socia­les, laborales y materiales para la población trabajadora no solo del país insurrecto, sino de todos los países del mundo, motivados por la presencia amenazante para las burguesías o estimulante para las clases trabajadoras de la revolución socialista en marcha. Ante la inexistencia de una propagación mundial, las revoluciones sociales emergentes prolongan su permanencia dependiendo de la actitud frente a los factores de contenido revolucionario.
Si el Estado asume el protagonismo de los cambios y las decisiones sociales, el fracaso es más inminente y rápido. Si la sociedad labo­riosa asume gradual e intermitentemente el protagonismo demo­crático en la toma de decisiones cotidianas del país, el fracaso se aleja. Si el Estado toma coercitivamente el mando en la construc­ción de relaciones asociativas en la producción, el fracaso toca las puertas. Si las clases laboriosas construyen y deconstruyen para volver a construir nuevas y crecientes formas expansivas de trabajo comunitario, asociativo, el fracaso se diluye por un buen tiempo. Si el Estado no puede garantizar mejoras en las condiciones de vida o promover continuas revoluciones culturales que revitalicen las oleadas revolucionarias, el fin de la revolución se acerca. Si el poder de Estado se mantiene en manos de las clases trabajadoras, de sus organizaciones vitales que ayudan a desbrozar el camino de la libre iniciativa del pueblo trabajador, las posibilidades de la continuidad revolucionaria se amplían mucho más.
Una vez cumplidos sus 10 primeros años, el curso de la revolución soviética justamente va inclinándose por cada una de las dualida­des negativas arriba señaladas: concentración del poder de Estado en manos del partido y expropiación gradual del poder de manos de las organizaciones sociales; impulso burocrático de formas aso­ciativas de trabajo que anulan la capacidad creadora de la propia sociedad en la construcción de nuevas relaciones económicas. Es así que, desafortunadamente, a inicios de la década de los 30, la Revo­lución de Octubre finaliza dando lugar a una compleja constitución imperial, primero, y estatal-nacional, después[102].
¿Qué queda ahora de esta revolución? La experiencia más prolon­gada, en la historia contemporánea, de una revolución social, de sus potencialidades organizativas, de sus iniciativas prácticas, de sus logros sociales, de sus características internas y dinámicas generales que pueden volverse a repetir en cualquier otra nueva ola revolu­cionaria. Pero también queda y nos hereda sus dificultades en la construcción de alianzas; sus desviaciones corporativas, burocráti­cas, privatistas; sus límites que finalmente la llevaron a la derrota. Queda, entonces, el fracaso de la revolución, su derrota.

Hoy recordamos la revolución soviética porque existió, porque por un segundo en la historia despertó en los plebeyos del mundo la esperanza de que era posible construir otra sociedad, distinta a la capitalista vigente, en base a la lucha y la comunidad en marcha de la sociedad laboriosa. Pero también la recordamos porque fracasó de manera estrepitosa, devorando las esperanzas de toda una gene­ración de clases subalternas. Y hoy diseccionamos las condiciones de ese fracaso porque justamente queremos que las próximas revo­luciones, que inevitablemente estallan y estallarán, no fracasen ni cometan los mismos errores que ella cometió; es decir, que avancen uno, diez o mil pasos más allá de lo que ella con su ingenua auda­cia logró avanzar.
A 100 años de la revolución soviética, continuamos hablando de ella porque añoramos y necesitamos nuevas revoluciones; porque nuevas revoluciones que dignifiquen al ser humano como un ser universal, común, comunitario, vendrán. Y esas revoluciones veni­deras que toquen el alma creativa de los trabajadores no podrán ni deberán ser una repetición de lo acontecido hace un siglo atrás; tendrán que ser mejores que ella, avanzar mucho más que ella y superar los límites que ella engendró, precisamente porque fracasó y, al hacerlo, nos dio a las siguientes generaciones, las herramientas intelectuales y prácticas para no volver a fracasar, o, al menos, para no hacerlo por las mismas circunstancias por las que ella fracasó.

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[1] Véase el capítulo III (Literatura socialista y comunista) de Marx, C. y Engels F., “Manifiesto del Partido Comunista”, op. cit., pp. 130-139
[2] Engels, F. “Prefacio a la segunda edición rusa de 1882”, en Marx, C. y Engels F., “Manifiesto del Partido Comunista”, op. cit., p. 101
[3] Véase Marx, C. y Engels F., “Manifiesto del Partido Comunista”, op. cit. Y también Marx, C. y Engels, F., La ideología alemana, Ediciones de Cultura Popular, México, 1974.
[4] Marx, C., “Las luchas de clases en Francia de 1848-1850”, op. cit., p. 288
[5] Véase Marx, K., Miseria de la filosofía. Respuesta a la filosofía de la miseria de P.J. Proudhon, Siglo XXI editores, México, 1987
[6] “La figura del proceso social de vida, esto es, del proceso material de producción, sólo perderá su místico velo neblinoso cuando, producto de hombres libremente asociados, éstos hayan sometido a su control planificado y consciente” Marx, El capital, T. I, Vol. 1, Siglo XXI Editores, México, 1987, p. 97. También en su descripción de la Comuna, Marx sostiene que con ella se “pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos”, que la “Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado” Marx, C., La guerra civil en Francia, Fundación Federico Engels, Madrid, 2003, p. 72
[7] Engels, F. Anti - Dühring, Sección Tercera Socialismo, Ediciones de Cultura Popular, Méxi­co, 1980
[8] Véase Marx, K., Miseria de la filosofía…, op.cit.
[9] Marx, K., Crítica del programa de Gotha, en Marx, C. Engels, F., Obras Escogidas, T. III, p. 15. Este texto también es conocido como “Glosas marginales al programa del partido obrero alemán”.
[10] Véase Kautsky, K., La revolución social y El camino del poder, Siglo XXI, Cuad. Pas y Pres., Núm. 68, México, 1978; Bebel, A., La mujer y el socialismo, Akal, Madrid, 1977; Luxemburgo, R., “Reforma o Revolución”, en Obras Escogidas, T. I, Ediciones Pluma, Buenos Aires, 1976; Korsch, K., Qué es la socialización, Ed. Ariel, España, 1975
[11] Véase Lenin, V. I., “A los pobres del campo. Explicación a los campesinos de lo que quieren los socialdemócratas” (marzo de 1903) y “Proyecto de programa del partido obrero socialdemócrata de Rusia” (enero-febrero de 1902), en OC, T. 6, pp. 385-459 y 43-50
[12] Véase Negri, T., Goodbye Mr. Socialism, Paidós, España, 2007.
[13] Véase Badiou, A., The communist Hypothesis, Verso, London-New York, 2010; Tariq A., La idea de comunismo, Alianza Editorial, Madrid, 2012; Dean, J., El horizonte comunista, Bellaterra Edicions, Barcelona, 2013; Bosteels, B., The actuality of communism, Verso, London, 2014.
[14] Sobre la importancia del concepto de subsunción en la comprensión crítica del capitalismo, véase el capítulo XIII: Maquinaria y gran industria, en Marx, K., El capital, T. I, Vol. 2, Siglo XXI Editores, Argentina, 2003, pp. 451-613. Del mismo autor, El capital; Libro I, Capítulo VI (Inédito), Siglo XXI editores, México, 1980; “Economic Manuscript of 1861-63”, en Marx, K. y Engels, F. Collected Works, Vols. 30-34, Lawrence & Wishart Ltd. Electric Book, Digital Edition, s.l., 2010
[15] “Por tanto, aún cuando las crisis engendran revoluciones primero en el continente, la cau­sa de éstas se halla siempre en Inglaterra. Es natural que en las extremidades del cuerpo burgués se produzcan estallidos violentos antes que en el corazón, pues aquí la posibilidad de compensación es mayor que allí. De otra parte, el grado en que las revoluciones conti­nentales repercuten sobre Inglaterra es, al mismo tiempo, el termómetro por el que se mide hasta qué punto estas revoluciones ponen realmente en peligro el régimen de vida burgués o hasta qué punto afectan solamente a sus formaciones políticas”. Marx, C., “Las luchas de clases en Francia de 1848-1850”, op. cit, p. 295
[16] Luxemburgo, R., “La revolución Rusa” en Rosa Luxemburg o el precio de la libertad, Jörn schü­trmpf (ed.) Berlín, Karl Dietz Verlag, 2007, pp 65-96
[17] Lenin, V. I., “Cartas desde lejos. Primera carta” (7 de marzo de 1917), en OC, T. 24, p. 340
[18] Figes, O., op. cit., p. 466.
[19] Lenin, V. I., “Séptimo Congreso extraordinario del PC (b) R (6-8 marzo de 1918), en OC, T. 28, p. 301
[20] Ibíd.
[21] Figes, O., op. cit., pp. 415-416
[22] Lenin, V. I., “Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática” (junio-julio de 1905), en OC, pp. 18, 24 y 50ss.
[23] “La coincidencia de esta incapacidad de ‘los de arriba’ de administrar el Estado al viejo es­tilo, y de esta acrecentada renuencia de ‘los de abajo’ a transigir con tal administración del Estado constituye precisamente lo que se denomina (admitamos que no con toda exactitud) una crisis política en escala nacional”. Lenin, V. I., “El receso de la Duma y los desconcerta­dos liberales” (5 de julio de 1913), en OC, T. 19, p. 508.
[24] Lenin, V. I., “Cartas sobre táctica” (8-13 de abril de 1917), en OC, T. 24, p. 459
[25] Lenin, V. I., “La revolución en Rusia y las tareas de los obreros de todos los países” (marzo de 1917), en OC, T. 24, pp. 390-394
[26] Lenin, V. I., “Las tareas del proletariado en la actual revolución” (7 de abril de 1917), en OC, T. 24, p. 437
[27] Lenin, V. I., “La revolución proletaria y el renegado Kautsky” (noviembre de 1918), en OC, T. 30, p. 150
[28] Lenin, V. I., “La catástrofe que nos amenaza y cómo luchar contra ella” (10-14 de septiembre de 1917), en OC, T. 26, p. 442.
[29] Lenin, V. I., “Ante el IV aniversario de la Revolución de Octubre” (octubre de 1921), en OC, T. 35, p. 488.
[30] Véase Sartre, J. P., Crítica de la razón dialéctica I, Editorial Lozada, Biblioteca de Obras Maes­tras del Pensamiento, Buenos Aires, 2004
[31] Pipes, R., op. cit., pp. 778-784.
[32] G. Bofa, La revolución rusa, t. 2, México, Era, 1976, p. 258
[33] Lenin, V. I., “Infantilismo de izquierda y la mentalidad pequeño burguesa” (mayo de 1918), en OC, T. 29, p. 87ss
[34] Véase Bukharin, N., The Path to Socialism en Russia, Omicron Books, New York, 1967
[35]  Trotsky, citado en Pipes, R., op. cit., pp. 727-728
[36] Pipes, R., op.cit. p.729.
[37] Véase Serge, V. “El comunismo de guerra”, en El año I de la Revolución Rusa (Serie Historia y Arqueología), Siglo XXI, México, 1967
[38] Pipes, R., op. cit., p.728.
[39] “Pero a medida que se desarrolla la gran industria, la creación de la riqueza real depende menos del tiempo de trabajo y de la cantidad de trabajo invertido que de la potencia de los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de trabajo y cuya poderosa efectividad no guarda a su vez relación alguna con el tiempo de trabajo directo que ha costado su pro­ducción, sino que depende más bien del estado general y del progreso de la tecnología o de la aplicación de esta ciencia a la producción… En esta transformación, lo que aparece como el gran pilar fundamental de la producción y de la riqueza no es ya el trabajo directo que el hombre mismo ejecuta, ni el tiempo durante el cual trabaja, sino la apropiación de su fuerza productiva general, su capacidad para comprender la naturaleza y dominarla mediante su existencia como cuerpo social; en una palabra, el individuo social. El robo de tiempo de trabajo ajeno, en el que descansa la riqueza actual se revela como un fundamento miserable, al lado de este otro, creado y desarrollado por la gran industria. Tan pronto como el trabajo en forma directa deje de ser la gran fuente de riqueza, el tiempo de trabajo dejará y tendrá que dejar necesariamente su medida y, con ello, el valor de cambio (la medida) del valor de uso. El plustrabajo de la masa dejará de ser condición para el desarrollo de la riqueza general, lo mis­mo que la ausencia de trabajo de los pocos dejara de ser condición para el desarrollo de las potencias generales de la cabeza del hombre. Con ello, se vendrá por tierra la producción basada en el valor de cambio y el proceso directo de la producción se despojará de su forma y de sus contradicciones miserables”. Marx, C., Grundrisse. Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política 1857-1858, T. II, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pp. 114-115.  
[40] Véase Bourdieu, P., Meditaciones pascalianas, Anagrama, España, 1999
[41] Véase Lenin, V. I., “Economía y política en la época de la dictadura del proletariado” (30 de octubre de 1919), en OC, T. 32, pp. 84-97; “La catástrofe que nos amenaza y cómo luchar contra ella” (10-14 de septiembre de 1917), en OC, T. 26, pp. 403-448; “El impuesto en especie” (21 de abril de 1921), en OC, T. 35, pp. 200-239
[42] Lenin, V. I. “La catástrofe que nos amenaza y cómo luchar contra ella” (10 - 14 de septiembre de 1917), en OC, T. 26, p. 441
[43] Lenin V. I., “Infantilismo de izquierda y la mentalidad pequeño burguesa” (mayo de 1918), en OC, T. 29, p. 90.
[44] Véase Werth, N., ¿Qué sais-je? Histoire de l’Union soviétique de Lénine à Staline (1917-1953), Presses Universitaires de france, Paris, 2013
[45] Pipes, R., op. cit. pp. 754-757.
[46] Figes, O., op. cit., pp. 666-670
[47] Lenin, V. I., “VII Conferencia del partido de la provincia de Moscú” (29-31 de octubre de 1921), en OC, T. 35, pp. 527-552.
[48] Ibíd., p. 539
[49] Ibíd., p. 534
[50] Lenin, V.I., “El impuesto en especie” (21 de abril de 1921), en OC, T. 35, pp. 203-204.
[51] Véanse los capítulos 20 y 21, en Lewin, M., El siglo soviético. ¿Qué sucedió realmente en la Unión Soviética?, Crítica, Barcelona, 2006
[52] Véase “Kulaks, hombres de saco y encendedores de cigarrillo” en Figes, O., op. cit.
[53] Figes, O., op. cit
[54] Carr, E. H., El Interregno (1923-1924): Historia de la Rusia Soviética, Alianza Editorial, España, 1987, p. 23
[55] Véase “Camaradas y comisarios”, en Figes, O., op. cit.,
[56] Pipes, R., op. cit., p. 759
[57] Ibíd.
[58] Lenin, V. I., “VII Conferencia del partido de la provincia de Moscú” (29-31 de octubre de 1921), en O C, T. 35, p. 534.
[59] Hubo extremos en los que la obsesión para controlar burocráticamente la gestión económica lleva a que, en una sobreposición de vigilancias para vigilar a los que vigilan, más de 50 funcionarios controlen el desempeño de 150 obreros. Pipes, R., op. cit., p. 752
[60] Figes, O., op. cit., pp. 670-750
[61] Marx, C., El capital, T. III, Siglo XXI Editores, México, 2000, p. 1006
[62] Pipes, R., op. cit., pp. 765-768
[63] Lenin, V. I., “Sobre el cooperativismo” (6 de enero de 1923), en OC, T. 36, p. 502
[64] Véase Lenin, V. I., “Conferencia del partido de la provincia de Moscú” (octubre de 1921), en OC, T. 35, pp. 527-552.
[65] Ibíd., p. 533.
[66] Lenin, V. I., “X Congreso del PC(b)R” (8-16 de marzo de 1921), en OC, T. 35, pp. 9-116
[67] Carr, E. H., Historia de la Rusia soviética. La Revolución bolchevique (1917-1923). 2. El orden económico, Alianza Editorial, Madrid, 1978, pp. 302-303
[68] Ibíd., p. 310.
[69] Ibíd., p. 310.
[70] Ibíd., pp. 312-313.
[71] Ibíd., p. 316.
[72] Ibíd., p. 317
[73] Ibíd., pp. 318, 321
[74] Ibíd., p. 333
[75] Ibíd., pp. 334-35
[76] Ibíd., p. 342.
[77] Ibíd., p. 342
[78] Ibíd., pp. 345-350
[79] Ibíd., pp. 359 y 366
[80]. Ibíd., p. 370
[81] Ibíd., p. 368
[82] Véase “La guerra contra el campo”, en Pipes, R., op.cit.
[83] Véase “El bolchevismo en retirada”, en Figes, O., op. cit.,
[84] Lenin, V. I., “Sobre el cooperativismo” (6 de enero de 1923), en OC, T. 36, p. 502.
[85] Véase Chavance, B., El sistema económico soviético, Ed. TALASA, Madrid, 1987.
[86] Lenin, V. I., “Carta sobre las concesiones petroleras” (12 de noviembre de 1921), en OC, T. 34, pp. 417-418
[87] Lenin, V. I. “Reunión con los militantes de la organización del PC(b) de Moscú” (6 de di­ciembre de 1920), en OC, T. 34, p. 174. También revisar “Informe sobre las concesiones” (6 diciembre de 1920) y “VIII Congreso de toda Rusia de Soviets”, en OC, T. 34, pp. 150-217
[88] Lenin, V. I., “XI Congreso del PC(b)R” (marzo-abril de 1922), en OC, T. 36, p. 242.
[89] Véase Avrich, P., Kronstadt 1921, Colección Utopía Libertaria, Argentina, 2005; Berkman, A., La rebelión de Kronstadt, La Malatesta Editorial, Madrid, 2011
[90] Lenin, V. I., “XI Congreso del PC(b)R” (marzo-abril de 1922), en OC, T. 36, p. 272.
[91] Lenin, V. I. “El impuesto en especie” (21 de abril de 1921), en OC, T. 35, p. 228
[92] Lenin, V. I., “Reunión del grupo comunista del Consejo Central de Sindicatos de toda Ru­sia” (11 de abril de 1921), en OC, T. 35, pp. 171 y 158.
[93] Lenin, V. I., “Discursos grabados en discos” (25 de abril de 1921), en OC, T. 35, p. 242.
[94] Lenin, V. I. “Uno de los problemas fundamentales de la revolución” (14 de septiembre de 1917), en OC, T. 26, p. 449.
[95] Sobre la relación hombre y naturaleza, que recorre las preocupaciones de Marx a lo largo de su vida, véase, Marx, “Manuscritos económico-filosóficos de 1844”, en Escritos económicos varios, FCE, México, 1975, pp. 66-68; “Formas que preceden a la producción capitalista”, en Grundris­se 1857-1858, Vol. 1, México, 1985; El capital, T. 1, Siglo XXI Editores, México, 1987, pp. 610-613; Apuntes etnológicos de Karl Marx, Siglo XXI/ Pablo Iglesias Editorial, España, 1988
[96] Ya para julio de 1917, en Petrogrado, de los más de 1000 delegados del soviet, “solo 400 o 500 asisten a sus reuniones “. De los más de 800 soviets registrados, para octubre “muchos de ellos ya no existían o solo existían sobre el papel. Los informes de las provincias indica­ban que los soviets estaban perdiendo prestigio e influencia (…) y en Petrogrado y Moscú, ya no representaban toda la ‘democracia’, porque muchos intelectuales y obreros se habían alejado de ellos”. Pipes, R., op. cit. p. 508. A inicios de 1918, “la disolución de la Asamblea (Constituyente) fue recibida con sorprendente indiferencia; no hubo nada parecido al furor que en 1789 habían provocado los rumores de que Luis XVI pretendía disolver la asamblea nacional, precipitando la toma de la bastilla. Tras un año de anarquía, Rusia estaba exhaus­ta; todos anhelaban la paz y el orden, sin importar como se consiguieran”. Ibíd., p. 600
[97] Lenin, V. I., “Reunión del grupo comunista del CCS” (11 de abril de 1921), en OC, T. 35, p. 171
[98] Lenin, V. I., “Sobre el cooperativismo (mayo de 1923), en OC, T. 36, p. 502. Sobre la impor­tancia dada por Marx a las cooperativas, véase Marx, “trabajo cooperativo”, Resolución elaborada por Marx y aprobada en el congreso de la Asociación Internacional del Trabajo (AIT), Ginebra, 1866”, en Marx, K., Engels, F., El sindicalismo: teoría, organización y actividad, Editorial Laia, Barcelona 1976. También Marx, C., “Llamamiento del concejo general de la AIT a las secciones, sociedades filiales y a todos los obreros” (septiembre de 1867), en Marx, C., Engels, F., La Internacional, FCE, México, 1988
[99] Lenin, V. I., “Séptimo Congreso extraordinario del PC(b)R” (marzo de 1918), en OC, T. 28, p. 295
[100] Lenin, V. I., “Economía y política en la época de la dictadura del proletariado” (30 de octu­bre de 1919), en OC, T. 32, p. 84.
[101] Marx y otros, “Reglamento de la sociedad universal de los comunistas revolucionarios”, en Manuel Quiroga y Daniel Gaido, Karl Marx sobre la dictadura del proletariado y la revolu­ción en permanencia. Dos documentos del año 1850; en Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda, Numero 1, 2012, Argentina. También Marx, K., Crítica del programa de Gotha, en OE, T.3; Balivar, E., Sobre la dictadura del proletariado, Siglo XXI Editores, México, 1979
[102] Sobre el curso de la Rusia soviética, véase Chavance, B., op. cit.; Bettelheim, Ch. Les luttes de classes en URSS 3 période 1930-1941, Éditions du Seuil-Maspero, París, 1983; Chamberlain, W. H., The Russian Revolution, 2 vols., Macmillan, New York, 1935; Sorlin, P., La sociedad soviética 1917-1964, Vicens Vives, Barcelona, 1967. Y, por supuesto, los 7 libros de E. H.Carr sobre la historia de la revolución rusa.

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