lunes, 15 de enero de 2018

REVOLUCIÓN DE OCTUBRE DE 1917: ¿CÓMO SE LLEGÓ AL PARTIDO ÚNICO?




10/01/2018 | Samuel Johsua 

En 1927, Bujarin escribe: “En la dictadura del proletariado, puede haber dos, tres o cuatro partidos, pero con una única condición: uno, en el poder, y los otros, en prisión”. Un análisis transformado en siniestro dogma. Sin embargo, el proceso que llevó a ello no sólo fue lento, sino que contradecía completamente la práctica histórica del partido bolchevique y, más aún, su teorización. ¿Fue el resultado de circunstancias incontrolables o algo con profundas raíces ?

Lo que es verdad es que la trágica ocurrencia de Bujarin representa muy bien la línea oficial de los bolcheviques en las deliberaciones del catastrófico X Congreso del Partido Comunista de 1921. Este es generalmente conocido por tres circunstancias cuya coincidencia fue muy criticada. Se dió en un momento en el que la guerra civil estaba ganada en su mayor parte, pero en el que el país estaba exhausto y estalla la revuelta de Kronstadt. Una revuelta deformada y vilipendiada que se reprime con dureza (200 congresistas tomaron personalmente las armas contra Kronstadt). El segundo acontecimiento en importancia es que el Congreso prohíbe las fracciones internas del partido (y de hecho, cierra la puerta a toda expresión pública de divergencias entre comunistas). Por último, al terminar el Congreso, y con muy poco debate, se adopta la Nueva Política Económica (NEP). Esto es: se cede a nivel económico, restableciendo mecanismos abiertamente reconocidos como capitalistas, al mismo tiempo que en el plano de las libertades democráticas se es intransigente.

Es este Congreso el que teoriza, de hecho, la dictadura del partido único.

Trotsky defiende entonces “el derecho de primogenitura (droit d’aînesse) histórico revolucionario del partido”, y explica que “el partido está obligado a mantener su dictadura (…) sean cuales sean las dudas temporales, incluso en la clase obrera. (…) La dictadura no se fundamenta siempre en el principio formal de la democracia obrera”. Es evidente que la cuestión no es aquí la relación con otros partidos, sino la relación con la propia democracia obrera. Por entonces, hace tiempo ya que la democracia no se entiende como un debate entre partidos, sino directamente como una relación que hay que gestionar entre el partido, la clase obrera y los campesinos pobres. Pero ni siquiera esto último funciona, y es lo que dice Trotsky. Existe aún, para Trotsky, el sentimiento de una excepcionalidad de la situación. Que la dictadura no se fundamente “siempre” en la democracia obrera da a entender que, en general, sí ha de ser así.

No ocurre igual con Lenin, quien en el mismo Congreso va al grano: “El marxismo enseña que el partido político de la clase obrera, esto es, el Partido Comunista, es el único capaz de agrupar, educar y organizar a la vanguardia del proletariado y de todas las masas trabajadoras; que es el único capaz (…) de dirigir todas las actividades unificadas del conjunto del proletariado, es decir, de dirigirlo políticamente y, por medio de él, de guiar a todas las masas trabajadoras. De lo contrario, la dictadura del proletariado es imposible”. El rol dirigente del partido es la condición misma de la dictadura del proletariado. Se puede deducir de ello que la dictadura de su Comité Central es, también, la garantía del rol dirigente… Es lo que va a decidirse en este Congreso. Parece que nos encontramos a años luz de la famosa obra de Lenin, El Estado y la revolución. En realidad esto no es una certeza (es un debate en sí mismo). En esta obra, no hay una sola mención a los partidos políticos, ni por lo tanto a la organización del espacio y de los debates políticos propiamente dichos.

Sea como fuere, lo cierto es que, en ese momento, la ocurrencia de Bujarin corresponde de manera muy exacta a una realidad bastante teorizada.

Un largo camino

Sin embargo, hizo falta un largo recorrido para llegar a este punto, y la idea del partido único no se encuentra, ni mucho menos, presente “desde el principio”. Esto es evidente antes de 1917. El programa oficial de Lenin es “la dictadura democrática de obreros y campesinos”, concretada en la batalla de cara a la convocatoria de una Asamblea Constituyente una vez derrotado el zarismo. El único debate entonces es saber si el partido socialdemócrata ha de pretender participar en el gobierno que salga elegido (y bajo qué condiciones) o si no. Pero, por definición, esta Asamblea supone el multipartidismo.

Y la cuestión es (más o menos) la misma en el propio ámbito soviético. Una vez que se produjo la toma del poder con la insurrección de Octubre, los bolcheviques —tal y como estaba previsto— otorgaron formalmente este poder recién conquistado a los soviets, reunidos en su II Congreso, justo después de la toma del poder. Este Congreso estaba compuesto de representantes de todos los partidos soviéticos: es, por tanto, multipartidista. Inmediatamente, una parte de los delegados abandona la sala. En un conocido discurso que concluye con la imprecación de Trotsky a propósito de los “basureros de la Historia”, el futuro jefe del Ejército Rojo echa la culpa a los que se van. Trotsky propone una moción: “El II Congreso ha de constatar que la salida de los mencheviques y de los social-revolucionarios es un intento criminal y sin esperanza de romper la representatividad de esta asamblea en el momento en que las masas se esfuerzan por defender la revolución contra los ataques de la contrarrevolución”.

El debate se concentra entonces en la formación de un gobierno leal tanto a los soviets como a la insurrección que acaba de tener lugar. Cuando los que dejan el Congreso apuestan por una especie de coalición entre el ex gobierno provisional y el nuevo poder, se trata de quedarse con los partidos que aceptan que todo el poder vaya a los soviets. Al final, fundamentalmente, no serán más que los bolcheviques. Pero no es una elección, sino que se hace por defecto (aunque Lenin parece haber sido reticente a la idea de un gobierno de coalición incluso con los partidos que aceptaban la segunda revolución). Por lo demás, los otros partidos que se quedan en el Congreso también dudan. En el caso de los social-revolucionarios de izquierda, Karelin interviene a favor de una coalición con aquellos que se han ido del Congreso. Pero se preocupa de declarar que “los bolcheviques no son responsables de su salida”. Precisa incluso: “No queremos avanzar hacia un aislamiento respecto a los bolcheviques; comprendemos que al destino de estos está vinculado el destino de toda la revolución: su derrota es la de la propia revolución”.

Así pues, con la excepción de algunos aliados anarquistas, los bolcheviques se encuentran solos. Pero no se teoriza la cuestión: la razón de ello es únicamente la negativa de los otros. Por otra parte, a partir del III Congreso de los Soviets la situación cambia. El gobierno bolchevique disuelve la Asamblea Constituyente al acabar la sesión del 5 y 6 de enero de 1918. El 10 de enero, el III Congreso de los Soviets —en el que los bolcheviques se vieron considerablemente reforzados— da legitimidad a la acción de los bolcheviques, así como a la decisión de disolver la Constituyente. Los social-revolucionarios de izquierda apoyan la mayoría de medidas, tras lo cual entran en el gobierno. Ahí seguirán hasta la crisis ocasionada por el tratado de Brest-Litovsk, que hará que muchos de ellos inicien un conflicto armado con el nuevo gobierno.

El camino hacia el problema que nos interesa es inexorable. Con la disolución de la Constituyente ya no se garantiza la posibilidad de existencia real de los partidos no soviéticos (o, de manera más precisa, aquellos que no aceptan la revolución de Octubre y su corolario, todo el poder a los soviets). Pero el multipartidismo nunca se pone en tela de juicio. Son, más bien, los demás partidos los que abandonan a los bolcheviques; y una parte de ellos entra en guerra. No existe una teoría explícita sobre ello; nos encontramos de facto con un partido único que asume a la par la revolución de Octubre, el poder soviético, las medidas tomadas por este nuevo poder, así como la organización de la guerra civil y del comunismo de guerra.

En tanto que esta situación no es teorizada, podemos decir que es posible volver hacia atrás. En primer lugar, en lo relativo a los partidos que aceptan la legalidad del nuevo poder; también los partidos soviéticos, sean los que sean; e incluso todos los partidos, incluso los burgueses, con la condición de que se adapten a las reglas del juego. Lo cual, ya sabemos, no ocurrirá. Muy al contrario, el X Congreso grabará en marmol algo completamente diferente: el partido único como condición misma de la dictadura del proletariado. Hay una manera justa y clásica de dar cuenta de esta mutación. El hecho es que Lenin y los suyos prolongaron lo que no debía ser más que una sucesión de actuaciones excepcionales, a las que todas las revoluciones se ven obligadas si no quieren ser derrotadas a la primera. Todos los bolcheviques habían sido formados en este sentido, gracias al balance de la Comuna de París y de su negativa a tomar las medidas de excepción que en algunos casos habrían sido indispensables. El problema es cuando la excepción se vuelve norma. Ciertamente, esta línea de análisis es completamente aceptable. Pero, por desgracia, deja de lado lo que finalmente hace posible la teorización de las medidas de excepción, hasta tal punto que Lenin declara que se trata de una “situación normal”.

Así, constatamos que desde el principio se pone en tela de juicio la cuestión del multipartidismo. Prueba de ello es el decreto sobre la prensa que Lenin somete a voto en el II Congreso: “El gobierno obrero y campesino defiende la liberación de la prensa del yugo del capital, la transformación de las papelerías e imprentas en propiedad del Estado, la atribución a cada grupo de ciudadanos de un tamaño determinado (10 000, por ejemplo) de un derecho igual al uso de una parte correspondiente de las reservas de papel y de la mano de obra necesaria para la impresión”. Así pues, la primera nacionalización real del nuevo poder no afecta a las fábricas, sino a la prensa. Es evidente que, con fórmulas de este tipo, se priva de facto a todos los partidos no-obreros del derecho de expresión (recuérdese que la Constituyente será disuelta unos pocos meses más tarde). Aun así, no está muy claro, ya que además de estos elementos de fondo (dejar la prensa en manos del gobierno y de “grupos de ciudadanos”) hay argumentos de oportunidad. De hecho, los periódicos burgueses son invadidos por las masas, y los obreros que los confeccionan los expropian. Entonces, Lenin responde el 7 de noviembre a los social-revolucionarios de izquierda descontentos con la prohibición de periódicos burgueses: “¿Acaso no prohibimos los periódicos zaristas tras la derrota del zarismo?”. No es un principio pues, sino la consecuencia de una actitud. Pero aun así la cuestión desorienta y muchos bolcheviques protestan: por ejemplo, Yuri Larin propone al comité ejecutivo central una moción pidiendo la abolición de las medidas contra la libertad de prensa, moción que es rechazada con sólo 2 votos de diferencia.

Así pues, la cuestión está presente desde el principio, con esa mezcla de posiciones de principio que limitan el multipartidismo y argumentos de oportunidad. Pero debe hacerse más amplia si se quiere captar la amplitud del problema. La declaración de Lenin a propósito del papel dirigente del partido hace temblar cuando se sabe lo que vino después. Pero, ¿acaso no posee aspectos inevitables? En general, para discutir sobre ello se aborda la cuestión de la representación obrera y de su poder real. Sin embargo, si nos alejamos un poco de esta manera de verlo, la cuestión adquiere otra naturaleza. El programa que Lenin y Trotsky defienden es, como se sabe, “Pan, paz y tierra”. Ahora bien, desde el principio hacen muchas otras cosas más. Por ejemplo, en lo relativo a las problemáticas que hoy en día calificaríamos como societales. Está la igualdad de derechos para las mujeres, incluyendo el derecho al aborto. En materia educativa, está la implantación de la “escuela del trabajo”, mixta, de 7 a 17 años. Se rompe con las Iglesias a través de la nacionalización de todas las escuelas religiosas en diciembre de 1917. La supresión de los signos religiosos de los centros escolares planteó más problemas, aunque se hizo en un solo año, en 1918. En Francia, para aplicar la ley de laicidad de 1905, hicieron falta décadas (y no se ha terminado completamente). Aunque la homosexualidad no es explícitamente despenalizada, el gobierno se sirve del mismo artificio que la Revolución Francesa al respecto: la despenalización de la “sodomía” (en Francia, el 6 de octubre de 1791, en Rusia, en el nuevo código de 1919). Es una honra para esta revolución el haber efectuado tales avances. Pero estos no dependen en modo alguno del poder soviético desde abajo. En un país muy arcaico, con una fuerte mayoría campesina, pensar que estas medidas podían haberse originado a través de un verdadero proceso democrático desde abajo es una broma. La Revolución se hizo con otras consignas; además, el pueblo estaba muy lejos de estas medidas. Así pues, el que decide es el partido. ¿Quién puede reprocharselo? Cuestión punzante: ¿hasta qué punto no se trata de una cuestión general válida para toda revolución, cuestión que da —aunque sea sólo un poco— la razón al Lenin de 1921?

Frente a tales observaciones, no faltan compañeros que creen que la conclusión que debe sacarse es sencilla: al pueblo (al proletariado) habría que hacerlo adepto a todo el programa, en todos sus aspectos y en todas sus consecuencias, y ello antes de la revolución. Cuando, por el contrario, toda la experiencia histórica enseña que es precisamente la revolución la que radicaliza el pensamiento y hace posible, quizás, tal conversión. Cuestión grave, ¿no? Si se va más allá, sin embargo, es evidente que con las declaraciones, las decisiones y las teorizaciones de 1921 todo está listo para que, más tarde, gane alguien como Stalin. No depende únicamente de eso, claro. Por ejemplo, en aquel momento no se sabe aún que la revolución alemana será definitivamente derrotada. Pero incluso así. La posibilidad de evitar esta transformación depende entonces sólo de la naturaleza y de la calidad del personal político, con la convicción de que Lenin no es Stalin. Importante, pero muy frágil. En definitiva, el pensamiento profundo de Lenin no está lejos de la frase de Mao: “perder el poder político equivale a perderlo todo”. Si esto es así, hay que evitar todo riesgo de que ocurra: ni se convocará una nueva Constituyente que acompañe la marcha atrás económica de la NEP, ni se abrirán espacios democráticos más amplios. Todo lo contrario: se aplasta Kronstadt y se prohíben las fracciones. En los bastidores del Congreso de 1921, Lenin resume su estado de ánimo así: “Si perecemos, lo más importante es salvaguardar nuestra línea ideológica y legar enseñanzas a aquellos que continuarán nuestra tarea. Eso no hay que olvidarlo nunca, por desesperada que sea la situación”.

Así pues, el camino es extremadamente estrecho. Es imposible imaginar una revolución sin estar preparados a saltarse líneas rojas que no estaban previstas. Estaría bien saber que estamos saltándonoslas y que habrá que pagar caro el hecho de atentar así contra los principios democráticos. Y estaría bien, de la misma manera, prepararse para recorrer el camino inverso una vez que la excepcionalidad se acaba, incluso a riesgo de perder el poder. Como diría Maquiavelo, haría falta mucha virtud. Pero por lo menos podemos —debemos— educarnos ahora en estas contradicciones si queremos que la lección de Octubre no caiga en agua de borrajas… la próxima vez.

Contribución presentada el 18 de noviembre de 2017 en la charla titulada “El aliento de Octubre”, organizada en el centenario de la Revolución Rusa.

Traducción: viento sur

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