martes, 27 de marzo de 2018

EL PECADO DE LOS INTELECTUALES Y LA CONTINUIDAD DEL MARXISMO




Explorando un sector contiguo al de las confesiones de Chamson, Prevost y otros "jóvenes europeos", para emplear el término de Drieu la Rochelle, me detendré con el lector en otro ensayo novísimo, el publicado por Emmanuel Berl, con el título de Premier Panphlet. Les literateurs et la Revolution1, en los números 73 a 75 de "Europe". Berl intenta, en este ensayo, el replanteamiento de la cuestión de la Revolución y la Inteli­gencia, que tan frecuentemente preocupa a los intelectuales de los tiem­pos post‑bélicos. Su estudio es, en gran parte, un proceso a la literatura francesa contemporánea, severamente acusada por su conformismo y su burguesismo que Berl documenta copiosa y vivazmente.

Berl parte en su investigación, de este punto de vista: "Dudo ‑comienza diciendo‑ que la idea de la revolución pueda ser clara para cualquiera que no entienda por ella la esperanza de confiscar el poder, en provecho del grupo de que forma parte. La más sólida enseñanza de Lenin es aquí, tal vez, donde hay que buscarla. La idea de la revolución no se oscurece jamás en Lenin porque él dispone de un criterio muy seguro para que sea posible que se oscurezca: todo el poder a los soviets, todo el poder a los bolcheviques. Triunfa sobre Kautsky con facilidad porque Kautsky no sabe ya lo que entiende por la palabra revolución, en tanto que Lenin lo sabe. En Les Conquerants2, Borodine declara: "la revolución es pagar al ejército". Así hubiera hablado Saint‑Just. Y nosotros tenemos aquí el sentimiento de tocar la evidencia revolucionaria. Pero semejantes definiciones cesan de valer desde que no se está más en plena acción, justificado por el acontecimiento que se desencadena. No puedo aceptar que se reduzca la idea revolucionaría a la serie de emociones o de efusiones líricas que puede suscitar en tal o cual persona.[1] La Revolución no es el muchacho que disputa con su familia, ni el señor a quien aburre su mujer, ni la cortesana ávida de dejar a su amante para cambiar de mentira. Estamos obligados al análisis desde que queremos pensar. Es nuestro lote”. En la primera parte de esta proposición, la posición de Berl es justa; pero como veremos más adelante, no lo es igualmente en la segunda. Berl distingue y separa los tiempos de acción de los tiempos de espera, distinción que para el “revolucionario profesional" de que habla Max Eastman no existe. El secreto de Lenin está precisamente en su facultad de continuar su trabajo de crítica y de preparación, sin aflojar nunca en su empeño, después de la derrota de 1905, en una época de pesi­mismo y desaliento.  Marx y Engels realizaron la mayor parte de su obra, grande por su valor espiritual y científico, aún independientemente de su eficacia revolucionaria, en tiempos que ellos eran los primeros en no considerar de inminencia insurreccional. Ni el análisis los llevaba a inhibirse de la acción ni la acción a inhibirse del análisis.

El autor de "Premier Panphlet" permanece fiel, en el fondo, a la reivindicación de la inteligencia pura. Esta es la razón de que acepte los reproches que M. Benda hace al pensamiento contemporáneo, aunque crea que "la más grave enfermedad de que sufre es la falta de coraje, no la falta de universalidad”. Berl observa, muy certeramente, que "el clerc3 no es estorbado por la política en la medida en que él la piensa, sino en la medida en que no la piensa" y que "la naturaleza del espíritu comporta que no sea jamás siervo de lo que considera, sino de lo que negligé”. Pero cuando se trata de las consecuencias y las obligaciones de pensar la política, Berl exige que el intelectual comparta, forzosamente, su pesimismo, su criticismo negativo. Evitar, negligir la política es, sin duda, una manera de traicionar al espíritu; pero a su juicio, suscribir la esperanza de un partido, el mito de una revolución lo es también.

Más interesante que su tesis respecto a los deberes de la inteligencia, son los juicios sobre la actual literatura francesa que la ilustran. Esta literatura es, ante todo, más burguesa que la burguesía. "La burguesía constantemente duda de sí. Hace bien. Afirmarse como burguesía es suscribir al marxismo”. Los literatos, en tanto, empiezan a ocuparse en una apologética de la burguesía como clase. Su burguesismo se manifiesta vivamente en su desconfianza de la ideología. "Amor de la historia, odio de la idea”, he aquí uno de sus rasgos dominantes. Esta es, precisamente, la actitud de la burguesía desde que, lejanas sus jornadas románticas, superada su estación racionalista, se refugia en esa divinización de la historia que denuncia en términos tan precisos Tilgher. La desconfianza en la idea precede a la desconfianza en el hombre. También en este gesto, la burguesía no hace otra cosa que renegar del romanticismo. El literato moderno busca en el arsenal de la nueva psicología las armas que pueden servirle a demostrar la impotencia, la contradicción, la miseria del hombre. "Para que la desconfianza en el hombre sea completa, hace falta denigrar al héroe”. Este le parece a Berl el verdadero objeto de la biografía novelada.

La literatura conformista de la Francia contemporánea se siente superior y extraña a la ideología. No por eso está menos saturada de ideas, menos regida por impulsos que la conducen a un total acatamiento del espíritu reaccionario y decadente de la burguesía que traduce y complace. Berl, anota sagazmente que "no hay nada tan poincarista como los libros de M. Giraudoux, inspirados por la Notaria Berrichon, repletos de alusiones culturales como un discurso de M. Leon Berard y murmullantes de gratitud al Dios histórico y social que permite estos ocios virgilianos”. Los personajes de Giraudoux reflejan el mismo sentimiento. Eglantina, por ejemplo, "tiende por inclinación natural hacia los señores ricos y nobles: posee esa afición preciosa del viejo que Frosine alababa ya en Marianne". Cocteau obedece con idéntico rigor al gusto del público burgués. Poco importa su amor por Picasso y Apollinaire. Hasta cuando parece empeñarse en la más insólita aventura, Cocteau no hace más que "preparar sus finas charadas para la duquesa de Guermantes4. Berl desvanece la ilusión de Albert Thibaudet sobre una literatura antagónica, antitética de la política, por la juventud de sus líderes. "Los jóvenes cantan ‑dice Berl‑ como los viejos silban. M. Maurois escribe como M. Poincaré gobierna, con el cuidado y el sentido del menor riesgo. M. Morand compone como M. Philippe Berthelot administra".

Pero, ¿la técnica al menos de la novela francesa de hoy no es nue­va? Berl lo niega. Los autores no abandonan, en verdad, las recetas de la novela ochocentista. “La novela no logra adaptar sus métodos a los resultados de la psicología moderna. La mayor parte de los autores conservan o fingen conservar una fe en la confesión de sus perso­najes inadmisible después de Freud. No quieren admitir que el relato que un personaje hace de su pasado revela más su estado presente que el pasado del cual hablan. Continúan representándose la vida de una persona como el desenvolvimiento de una cosa solitarias y determina­da por anticipado en un tiempo vacío. No siguen las lecciones del behaviorismo5, que debería producir sin embargo, una literatura mu­cho más precisa que la nuestra, ni siquiera las lecciones del psicoanáli­sis, que debería convencer definitivamente a los autores de que un personaje está impedido por las leyes de la represión de adquirir una conciencia clara de sí. Apenas si tienen en cuenta los descubrimien­tos de Bergson sobre el funcionamiento de la memoria". Bergsonis­mo dictado quizá por razones patrióticas, se podría agregar, de acata­miento a la autoridad de un Bergson académico y conservador. Pues las reservas del orden y la claridad francesas a Freud y el psicoanáli­sis, dependerán siempre, en no pequeña parte, de cierta escasa dispo­sición patriótica a adherir a las fórmulas de un "boche", aunque par­tan de las experiencias de Charcot.     

Lo mejor del trabajo de Emmanuel Berl es esta requisitoria. En cuanto pasa a reivindicar la autonomía del intelectual, frente a las fórmulas y al pensamiento de la Revolución no menos que frente a las fórmulas y el pensamiento reaccionarios cae, en la más incondicional servidumbre al mito de la Inteligencia pura. Todos los prejuicios de la crítica pequeña‑burguesa y de su gusto por la utopía o su clausura en el escepticismo, asoman en este concepto: "La causa de la lnteligencia y de la Revolución no se confunden sino en la medida en que la revolución es un no‑conformismo. Pero es claro que la revolución no puede reducirse a esto. Manera de negar, es también una manera de combatir y una manera de construir. Exige un programa por realizar y un grupo que lo realice. Ahora bien, el no‑conformismo no sabría aceptar un programa y un orden dados, por el solo motivo de que se oponen al orden establecido". Berl no quiere que el intelectual sea un hombre de partido. Tiene, tanto como Julien Benda, la idolatría del "clerc". Y en esto, lo aventajan esos surrealistas contra quienes no ahorra críticas e ironías. Y no sólo los jóvenes surrealistas sino también el viejo Bernard Shaw que, aunque fabiano y heterodoxo, declaró en la más solemne ocasión de su vida: "Karl Marx hizo de mí un hombre".

Piensa Berl que el primer valor de la inteligencia, en esta época de transición y de crisis, debe ser la lucidez. Pero lo que, en verdad, disimulan sus preocupaciones es la tendencia intelectual a evadirse de la lucha de clases, la pretensión de mantenerse au dessus de la melée6. Todos los intelectuales que reconocen como suyo el estado de conciencia de Emmanuel Berl adhieren abstractamente a la Revolución, pero se detienen ante la revolución concreta. Repudian a la burguesía, pero no se deciden a marchar al lado del proletariado. En el fondo de su actitud, se agita un desesperado egocentrismo. Los intelectuales querrían sustituir al marxismo, demasiado técnico para unos, demasiado materialista para otros, con una teoría propia. Un literato, más o menos ausente de la historia, más o menos extraño a la revolución en acto, se imagina suficientemente inspirado para suministrar a las masas una nueva concepción de la sociedad y la política. Como las masas no le abren inmediatamente un crédito bastante largo, y prefieren continuar, sin esperar el taumatúrgico descubrimiento, el método marxista‑leninista, el literato se disgusta del socialismo y del proletariado, de una doctrina y una clase que apenas conoce y a los que se acerca con todos sus prejuicios de universidad, de cenáculo o de café. "El drama del intelectual contemporáneo ‑escribe Berl‑ es que querría ser revolucionario y no puede conseguirlo. Siente la necesidad de sacudir el mundo moderno, cogido en la red de los nacionalismos y de las clases, siente la imposibilidad moral de aceptar el destino de los obreros de Europa ‑destino más inaceptable quizás que el de ningún grupo humano en ningún período de la historia- porque la civilización capitalista, si no los condena necesariamente a la miseria integral en que Marx los veía arrojados, no puede ofrecerles ninguna justificación de su existencia, en relación a un principio o a una finalidad cualquiera". Los prejuicios de universidad de cenáculo y de café, exigen coquetear con los evangelios del espiritualismo, imponen el gusto de lo mágico y lo oscuro, restituyen un sentido misterioso y sobrenatural al Espíritu. Es lógico que estos sentimientos estorben la aceptación del marxismo. Pero es absurdo mirar en ellos otra cosa que un humor reaccionario, del que no cabe esperar ningún concurso al esclarecimiento de los problemas de la Inteligencia y la Revolución.

Cumplido el experimento del dadaísmo y el suprarrealismo, un grupo de grandes artistas, a los que nadie discutirá la más absoluta modernidad estética, se ha dado cuenta de que, en el plano social y político, el marxismo representa incontestablemente la Revolución. André Breton encuentra vano alzarse contra las leyes del materialismo histórico y declara falsa "toda empresa de explicación social distinta de la de Marx”. El suprarrealismo, acusado por Berl de haberse refugiado en un club de la desesperanza, en una literatura de la desesperanza, ha demostrado, en verdad, un entendimiento mucho más exacto, una noción mucho más clara de la misión del Espíritu. Quien, en cambio, no ha salido de la etapa de la desesperanza es más bien Emmanuel Berl, negativo, escéptico, nihilista, confortado apenas por la impresión de que para la Inteligencia "no ha sonado todavía la hora de un suicidio quizá ineluctable". ¿Y no es significativo que un hombre de la calidad de Pierre Morhange, después del experimento de "Philosophies" y de "L'Esprit”', haya acabado enrolándose en el equipo fundador de "La Revue Marxisté”? Morhange, no menos que Berl, reivindicaba intransigentemente los derechos del Espíritu. Pero en su severo análisis, en su honrada indagación de los ingredientes de todas las teorías filosóficas que se atribuyen la representación del Espíritu, debe haber comprobado que, en verdad, no tendían sino al sabotaje intelectual de la Revolución.

Seguramente Berl teme que, al aceptar el marxismo, el intelectual renuncie a ese supremo valor, la lucidez, celosamente defendido en su proceso a la literatura. En este punto, como en todos, se acusa su extremo acatamiento a los postulados anárquicos y anti‑dogmáticos del "libre pensamiento". Massis tiene, sin duda, razón contra estos heréticos sistemáticos cuando afirma que sólo hay posibilidad de progreso y de libertad dentro del dogma. La aserción es falsa en lo que se refiere al dogma de Massis que hace mucho tiempo dejó de ser susceptible de desarrollo, se petrificó en fórmulas eternas, se tornó extraño al devenir social e ideológico; pero adquiere validez si se le aplica a la doctrina de un movimiento social en marcha. La herejía individual es infecunda. En general, la fortuna de la herejía depende de sus elementos o de sus posibilidades de devenir un dogma o de incorporarse en un dogma. El dogma es entendido aquí como la doctrina de un cambio histórico. Y, como tal, mientras el cambio se opera, esto es, mientras el dogma no se transforma en un archivo o un código de una ideología del pasado, nada garantiza como el dogma la libertad creadora, la función germinal del pensamiento. El intelectual necesita apoyarse, en su especulación, en una creencia, en un principio que haga de él un factor de la historia y del progreso. Es entonces cuando su potencia de creación puede trabajar con la máxima libertad consentida por su tiempo. Shaw tiene esta intuición cuando dice: "Karl Marx hizo de mí un hombre; el socialismo hizo de mí un hombre”. El dogma no impidió a Dante, en su época, ser uno de los más grandes poetas de todos los tiempos; el dogma, si así se prefiere llamarlo, ensanchando la acepción del término, no ha impedido a Lenin ser uno de los más grandes revolucionarios y uno de los más grandes estadistas. Un dogmático como Marx, como Engels, influye en los acontecimientos y en las ideas, más que cualquier gran herético y que cualquier gran nihilista. Este solo hecho debería anular toda aprensión, todo temor respecto a la limitación de lo dogmático. La posición marxista, para el intelectual contemporáneo no utopista, es la única posición que le ofrezca una vía de libertad y de avance. El dogma tiene la utilidad de un derrotero, de una carta geográfica: es la sola garantía de no repetir dos veces, con la ilusión de avanzar, el mismo recorrido y de no encerrarse, por mala información, en ningún ''impasse''. El libre pensador a ultranza, se condena generalmente a la más estrecha de las servidumbres: su especulación voltejea a una velocidad loca pero inútil en torno a un punto fijo. El dogma no es un itinerario sino una brújula en el viaje. Para pensar con libertad, la primera condición es abandonar la preocupación de la libertad absoluta. El pensamiento tiene una necesidad estricta de rumbo y objeto. Pensar bien es, en gran parte, una cuestión de dirección o de órbita. El sorelismo como retorno al sentido original de la lucha de clases, como protesta contra el aburguesamiento parlamentario y pacifista del socialismo, es el tipo de la herejía que se incorpora al dogma. Y en Sorel reconocemos al intelectual que, fuera de la disciplina de partido, pero fiel a una disciplina superior de clase y de método, sirve a la idea revolucionaria. Sorel logró una continuación original del marxismo, porque comenzó por aceptar todas las premisas del marxismo, no por repudiarlas a priori y en bloque, como Henri de Man en su vanidosa aventura. Lenin nos prueba, en la política práctica, con el testimonio irrecusable de una revolución, que el marxismo es el único medio de proseguir y superar a Marx.

* Tomado de José Carlos Mariátegui, Defensa del marxismo, EL PROCESO DE LA LITERATURA FRANCESA CONTEMPORÁNEA, versión electrónica.
1  Primer Panfleto. Los literatos y la Revolución.
2  Los Conquistadores.
3  Intelectual.
4  Personaje de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido.
5  Se denomina behavorismo la tendencia a reducir la Psicología al estudio de las reacciones externas del hombre frente a los estímulos; o sea, a su conducta objetiva.
6    Por encima de la contienda.

Fuente: La Defensa del Marxismo, José Carlos Mariátegui, versión electrónica.


[1] EBM: El párrafo de Berl citado por JCM termina en  “…o cual persona”, lo que sigue es cosecha de JCM, el cierre de comillas es erróneo, ver Pág 15 de La muerte del pensamiento burgués, Emmanuel Berl, editorial Ercilla 1934

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