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Análisis
26/02/2020
Sabiendo que
“izquierda” es un término demasiado amplio, impreciso incluso, permítasenos
usar aquí para dar a entender las fuerzas políticas y/o sociales que bregan por
un cambio respecto al sistema capitalista. Entra allí, por tanto, un muy
extendido abanico de opciones y alternativas, desde grupos alzados en armas
hasta partidos políticos que se pliegan a la institucionalidad vigente, desde
movimientos sociales más o menos sistematizados o espontáneos hasta grupos
académico-intelectuales. La característica común que une a toda esa amorfa masa
es el deseo de transformar el modelo socio-económico vigente, aunque haya
profundas diferencias en la forma de buscarlo.
América
Latina no es pobre. Por el contrario, como sub-continente es uno de los lugares
con mayor riqueza natural del planeta. Inconmensurables tierras fértiles, agua
dulce al por mayor, enormes selvas tropicales, petróleo (ahí están las mayores
reservas mundiales), gas y vastos recursos minerales (en cuenta los principales
yacimientos de materiales cada vez más necesarios para las industrias de
punta), litorales marítimos plagados de vida, energía hidroeléctrica en
cantidades fabulosas, todo ello la convierten en un “paraíso”. Pero
curiosamente, pese a esa riqueza, las diferencias entre quienes más poseen y
los más desposeídos son de las más grandes del mundo (se diría un “infierno”).
Conviven ahí magnates extravagantes con riquezas incalculables junto a
poblaciones terriblemente empobrecidas. Junto a barrios ultramodernos en las
principales urbes hay poblaciones viviendo en situaciones de Siglo XIX en áreas
rurales, o apiñadas en tugurios urbanos de inusitada pobreza y violencia.
Regímenes militares en prácticamente todas sus naciones durante el pasado siglo
hicieron de Latinoamérica una tierra de represión marcada a sangre y fuego. Las
frágiles democracias existentes actualmente, con apenas unas décadas de
existencia, no logran -ni lo pretenden, en realidad, más allá de pomposas
declaraciones- terminar con las desmesuradas asimetrías económico-sociales
reinantes.
Producto de
una furiosa y sangrienta represión vivida en las últimas décadas del siglo XX y
de un bombardeo ideológico-cultural inmisericorde, dado a través de medios
masivos de comunicación y las actuales redes sociales, el discurso dominante
que se ha impuesto con fuerza apabullante es de derecha, conservador, entronizando
el libre mercado, denostando todo lo estatal, criminalizando la protesta social
al par que estimulando un grosero individualismo casi hedonista, logrando de
ese modo reemplazar en la ideología del día a día cualquier intento de cambio.
La invasión de sectas neopentecostales completa el cuadro, anestesiando la
protesta y las cabezas.
Las
políticas neoliberales impuestas desde hace al menos 40 años desde los centros
imperiales, acatadas mansamente por los gobiernos nacionales, fueron reconfigurando
el paisaje político-económico y social. De esa cuenta, los grandes capitales
crecieron en forma exponencial, mientras las grandes mayorías populares
ahondaron su empobrecimiento. Las políticas sociales que impulsaban los Estados
hacia mediados del siglo XX fueron siendo barridas, y hoy día, en todos los
países, las estructuras estatales son precarias, brindando muy
deficitariamente, o no brindando, los servicios básicos a sus poblaciones.
Las grandes
mayorías trabajadoras (urbanas, rurales, amas de casa) están más desprotegidas
que nunca. Los derechos laborales están conculcados en forma bochornosa, y las
prácticas de explotación alcanzan niveles no vistos antes. El movimiento
sindical combativo de otrora está casi extinguido; sobrevivieron solamente sindicatos
burocratizados y plegados a las patronales, los que no constituyen focos reales
de reivindicación y/o mejoramiento de las condiciones laborales, más allá de
ocasionales declaraciones formales.
En el medio
de esa marea de retroceso del campo popular, con un ataque enorme de los
capitales (nacionales y, fundamentalmente, internacionales) sobre la masa
trabajadora y los pueblos en general, las izquierdas, en tanto elemento
fundamental de lucha antisistémica, no encuentra los caminos. La gran mayoría
de movimientos armados se han desmovilizado, y los que aún continúan, no se ven
como verdadero elemento transformador, pues el contexto se los impide. Las
iniciativas políticas en el ruedo de las democracias parlamentarias burguesas
no alcanzan a constituirse en verdaderos desafíos sistémicos. Las veces que la
izquierda logró ganar el Poder Ejecutivo en los distintos países, no pudieron
pasar de administrar el neoliberalismo vigente con un poco más de sentido
social, pero sin lograr transformar de raíz el sistema capitalista.
En el inicio
del siglo, en muy buena medida alentada por la Revolución Bolivariana en
Venezuela encabezada por Hugo Chávez, los mandatarios de varios países de la
región (Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay, El Salvador,
Honduras) comenzaron tímidamente a desarrollar políticas que, sin superar el
capitalismo, presentaron un carácter más moderado, con cierta preocupación por
los sectores históricamente postergados. En todos ellos, llegados a las casas
de gobierno por elecciones dentro del marco de la institucionalidad capitalista
y no por procesos de revolución popular, no se tocaron los resortes básicos del
sistema: propiedad privada de los medios de producción, reforma agraria, nuevo
Estado socialista, ideología revolucionaria desmontando la anterior cultura,
reemplazo de las antiguas fuerzas armadas por milicias populares y un nuevo
ejército plegado a las dirigencias de izquierda. En síntesis: se asistió a
procesos asistenciales que no modificaron de cuajo las estructuras vigentes.
Luego de un
período de crecimiento y cierto esplendor económico (ligado en parte al
fabuloso despegue económico de la República Popular China, principal comprador
de las materias primas latinoamericanas), la relativa prosperidad no pudo
mantenerse, y lentamente (no sin la intervención de Estados Unidos y la presión
interminable de las propias oligarquías nacionales) esos gobiernos de corte
social-popular fueron cayendo. En el caso de Bolivia, y en cierta forma también
en Honduras, a través de cruentos golpes militares al mejor estilo de los que
se conocieron durante todo el siglo XX, siempre de la mano de los ejércitos,
que siguen siendo fuerzas de ocupación, preparados en la Doctrina de Seguridad
Nacional impulsada por la Casa Blanca (aunque ahora se nombre de otra manera,
con pretendido énfasis en la defensa de derechos humanos).
Al día de
hoy solo Cuba se mantiene en un proyecto claramente socialista, sin retroceder
ni hacer concesiones, pese al bloqueo y a los interminables problemas
heredados. Los elementos capitalistas que puedan darse hoy en la isla (que,
definitivamente, se dan a un nivel de micro-empresa) no alcanzan a torcer el
rumbo socialista del Estado. Pueblo, gobierno y fuerzas armadas siguen ese
derrotero, resistiendo los embates del capitalismo global.
Otros países
que pueden nombrarse socialistas, presentan innumerables cuestionamientos a ese
ideario. Nicaragua, con un discurso pretendidamente anti-imperialista, presenta
un populismo asistencial centrado en la figura de un aprendiz de dictador
rodeado de una nueva burguesía ascendente que nada tiene de revolucionaria.
México (con Andrés Manuel Pérez Obrador en la presidencia) y Argentina (con un
nuevo planteo peronista), con gobiernos llegados a través del voto popular (en
buena medida “voto castigo” a los terribles planes neoliberales que
pauperizaron en forma creciente a las ya paupérrimas mayorías), abren
esperanzas, las cuales no pasan de administraciones no tan marcadamente
antipopulares, pero que no cuestionan en absoluto la primacía del capital y del
papel hegemónico de Estados Unidos en la región (“capitalismo serio”, pudo
decir la actual vicepresidenta del país sudamericano).
El caso de
la República Bolivariana de Venezuela merece una mención aparte. Habiendo surgido
allí un primer grito anticapitalista con la figura carismática de Hugo Chávez,
lo novedoso de ese movimiento (se volvía a hablar de “socialismo” y
“antiimperialismo” luego de décadas de silencio) abrió enormes expectativas en
las fuerzas de izquierda, no solo latinoamericanas, sino a nivel mundial.
Seguramente porque la caída del campo popular en todo el planeta -luego de la
desintegración del bloque socialista europeo y la adopción por parte de China
de mecanismos de mercado- fue tan dura que un discurso que ponía de nuevo en el
tapete un ideario caído en el olvido, permitía volver a soñar, a tener
esperanzas. De todos modos, desde el inicio de ese proceso se vio que lo que se
vivía en Venezuela no era una revolución socialista; era, en todo caso, una
mejor y más equitativa repartición de la renta petrolera, pero que no tocaba
los fundamentos de la empresa privada. Muerto Chávez (o asesinado por el
imperialismo), la burocracia que siguió dirigiendo el proceso mostró que en su
ADN constitutivo no había “revolución socialista”. Sumando a ello la brutal
agresión de Washington, la situación actual del país caribeño es sumamente
compleja. Las fuerzas de izquierda del continente no pueden dejar de defender
el proceso emancipatorio venezolano, pero queda la pregunta -con sabor amargo-
de hasta qué punto eso es un auténtico proceso emancipatorio. Obviamente, hay
que seguir defendiendo la autodeterminación de Venezuela y condenando
enérgicamente la intromisión imperialista (de Estados Unidos o de cualquier potencia
que intente saquear los recursos del país). De todos modos, no puede dejarse de
considerar que estos “socialismos sin socialismo” dan pie a la derecha para
mostrar la ineficacia de estos planteos (la situación de Venezuela es mostrada
como la patencia de lo imposible del socialismo).
El
Movimiento Zapatista, una opción de izquierda centralizada en el sureño estado
mexicano de Chiapas, no pudo constituirse en un modelo de autogestión popular
replicable en todo el país o en otros contextos fuera de México, y si bien en
sus territorios se mueve con una lógica anticapitalista, está absolutamente
condicionado por el contexto nacional e internacional, no pasando de ser una
interesante experiencia, pero sin posibilidad real de profundizarse y construir
una alternativa socialista autónoma (como Cuba, por ejemplo).
Las
principales protestas antisistémicas provienen de movimientos sociales en
sentido amplio: campesinos, movimientos de pueblos originarios, desocupados
urbanos, estudiantes, amas de casa. En muchos de ellos no hay una clara agenda
socialista, con proyecto sistemático de construcción de un modelo superador del
capital privado. De todos modos, la movilidad político-social que van teniendo
estas iniciativas abre nuevas esperanzas. En los comités populares de base, en
esas experiencias de democracia real, participativa, de espontáneo carácter
solidario y comunitario, puede encontrarse el verdadero camino para la
transformación social. Las recientes protestas (puebladas) que se dieron en distintos
países latinoamericanos son una fuente para estudiar y sacar conclusiones: ¿por
qué esas rebeliones populares no pudieron constituirse en verdaderos procesos
revolucionarios?
Las fuerzas
políticas de izquierda que podríamos llamar “formales” o “sistemáticas”
(fuerzas políticas, bloques legislativos, partidos comunistas herederos de la
dinámica de la Guerra Fría con un referente en la Unión Soviética) no están de
momento a la altura de esas protestas espontáneas. Si bien pueden tener
cercanía con las masas en protesta, aún no se constituyen en vanguardias que
puedan liderar ese descontento enfocando la lucha anticapitalista. Podrán serlo
en un mediano plazo, pero todo indica que no lo son de momento. Tema importante
a trabajar, por tanto.
Ese desfasaje
habla de la historia reciente (Guerra Fría, contienda ideológica donde el
ganador claramente fue el campo capitalista), de las terribles represiones a
que se vieron sometidos los pueblos en lucha (las montañas de cadáveres y los
ríos de sangre no se olvidan: la “pedagogía del terror” sigue presente), de la
desideologización promovida (desideologización de contenidos de izquierda), del
continuo bombardeo ideológico-cultural al que se somete a las poblaciones. Todo
lo cual hace que cunda un sentimiento de miedo/desconfianza con los planteos de
izquierda en las mayorías populares, manipuladas hasta el hartazgo con mensajes
conservadores, de derecha, en muchos casos religiosos, adormecedores.
Las
izquierdas (digámoslo en primera persona plural, porque si no, pareciera que
altaneramente quien lo pone en tercera persona queda al margen de la
autocrítica) NO ENCONTRAMOS de momento los caminos para seguir adelante la
lucha. Lo cual no significa que la lucha haya terminado. Estamos, en todo caso,
en un período de resistencia y reformulación. Las causas que motivaron que haya
una opción de izquierda (es decir: un planteamiento anticapitalista) no
desaparecieron. En ese sentido, no es posible que desaparezca la izquierda,
aunque hoy día esté algo desorientada, cooptada por el discurso “políticamente
correcto” de la llamada cooperación internacional y enredada en ese raro
engendro que son las ONG’s. ¿Qué queda por hacer entonces? ¡No perder las
esperanzas y seguir aportando granitos de arena!
https://www.alainet.org/es/articulo/204908