Las controversias sobre el status geopolítico de
China se han intensificado. Su presentación como imperio se basa en erróneas
analogías. Sin embargo, el país no forma parte del Sur Global. Afronta los
desequilibrios de una economía desarrollada y las tensiones de un acreedor.
27/04/2021
El carácter imperialista de Estados Unidos es un
dato indiscutible de la geopolítica contemporánea. La extensión de ese
calificativo a China suscita, en cambio, apasionados debates.
Nuestro enfoque resalta la asimetría entre ambos
contendientes, el perfil agresor de Washington y la reacción defensiva de
Beijing. Mientras que la primera potencia busca restaurar su alicaída
dominación mundial, el gigante asiático intenta sostener un crecimiento
capitalista sin enfrentamientos externos. Afronta, además, serios límites
históricos, políticos y culturales para intervenir con actos de fuerza a escala
global. Por esas razones no integra actualmente el club de los imperios (Katz,
2021).
Esta caracterización contrasta con los enfoques que
describen a China como una potencia imperial, depredadora o colonizadora.
Define, además, cuál es el grado de eventual proximidad con ese status y qué
condiciones debería reunir para situarse en ese plano.
Nuestra mirada también señala que China dejó atrás
su vieja condición de país subdesarrollado e integra actualmente el núcleo de
las economías centrales. Desde ese nuevo lugar captura grandes flujos de valor
internacional y comanda una expansión que lucra con los recursos naturales
provistos por la periferia. Por esa ubicación en la división internacional del
trabajo no forma parte del Sur Global.
Nuestra visión comparte las distintas objeciones
que se han planteado a la identificación de China como un nuevo imperialismo.
Pero cuestiona la presentación del país como un actor meramente interesado en
la cooperación, la mundialización inclusiva o la superación del subdesarrollo
de sus socios.
Una revisión de todos los argumentos en debate
contribuye a clarificar el complejo enigma contemporáneo del status
internacional de China.
COMPARACIONES INADECUADAS
Las tesis que postulan el total alineamiento
imperial de China, atribuyen ese posicionamiento al giro pos-maoísta iniciado
por Deng en los años 80. Estiman que ese viraje afianzó un modelo de
capitalismo expansivo, que reúne todas las características del imperialismo.
Observan en el sometimiento económico impuesto al continente africano una
confirmación de esa conducta. Denuncian, además, que en esa región se repite la
vieja opresión europea con hipócritas mascaradas retóricas (Turner, 2014:
65-71).
Pero esta caracterización no toma en cuenta las
significativas diferencias entre ambas situaciones. China no despacha tropas a
los países africanos -como Francia- para convalidar sus negocios. Su única base
militar en un neurálgico cruce comercial (Djibuti), contrasta con el enjambre
de instalaciones que han montado Estados Unidos y Europa.
El gigante asiático evita involucrarse en los
explosivos procesos políticos del continente negro y su participación en las
“operaciones de paz de la ONU”, no define un status imperial. Incontables
países manifiestamente ajenos a esa categoría (como Uruguay) aportan efectivos
a las misiones de las Naciones Unidas.
La comparación de China con la trayectoria seguida por Alemania y Japón durante
la primera mitad del siglo XX (Turner, 2014: 96-100) es igualmente discutible.
No es un curso corroborado por los hechos. La nueva potencia oriental ha
evitado transitar hasta ahora por el sendero belicista de esos antecesores.
Logró un impresionante protagonismo económico internacional, aprovechando las
ventajas competitivas que encontró en la globalización. No comparte la
compulsión a la conquista territorial que aquejaba al capitalismo germano o
nipón.
China desenvolvió en el siglo XXI formas de
producción mundializadas que no existían en la centuria anterior. Esa novedad
le otorgó un inédito margen para expandir su economía, con pautas de prudencia
geopolítica inconcebibles en el pasado.
Las analogías erróneas se extienden también a lo
ocurrido con la Unión Soviética. Se estima que China repite la misma implantación
del capitalismo y la consiguiente sustitución del internacionalismo por el
“social-imperialismo”. Esta modalidad es presentada como un anticipo de las
políticas imperialistas convencionales (Turner, 2014:46-47).
Pero China no ha seguido la pauta de la URSS.
Introdujo límites a la restauración económica capitalista y mantuvo el régimen
político que se desmoronó en su vecino. Como acertadamente destaca un analista,
toda la gestión de Xi Jinping ha estado guiada por la obsesión de evitar la
desintegración padecida por la Unión Soviética (El Lince, 2020). Las
diferencias se extienden en la actualidad al terreno militar externo. La nueva
potencia asiática no consumó ninguna acción semejante a la desplegada por Moscú
en Siria, Ucrania o Georgia.
CRITERIOS ERRÓNEOS
China es también situada en el bando imperial, a
partir de evaluaciones inspiradas en un difundido texto del marxismo clásico
(Lenin, 2006). Se afirma que la nueva potencia reúne las características
económicas señaladas por ese libro. La gravitación de los capitales exportados,
la magnitud de los monopolios y la incidencia de los grupos financieros
confirmarían el status imperialista del país (Turner, 2014: 1-4, 25-31, 48-64).
Pero esos rasgos económicos no aportan parámetros
suficientes para definir el lugar internacional de China en el siglo XXI.
Ciertamente el creciente peso de los monopolios, los bancos o los capitales
exportados acrecienta las rivalidades y las tensiones entre las potencias. Pero
esos conflictos comerciales o financieros no explican las confrontaciones
imperiales, ni definen el status específico de cada país en la dominación
mundial.
Suiza, Holanda o Bélgica ocupan un lugar importante
en el ranking internacional de la producción, el intercambio y el crédito, pero
no cumplen un papel protagónico en el ámbito imperial. A su vez, Francia o
Inglaterra juegan un rol destacado en este último terreno, que no deriva
estrictamente de su primacía económica. Alemania y Japón son gigantes de la
economía con intervenciones vedadas fuera de ese ámbito.
En el caso de China es mucho más singular. La
preeminencia de los monopolios en su territorio sólo confirma la incidencia
habitual de esos conglomerados en cualquier país. Lo mismo ocurre con la
influencia de los capitales financieros, que gravitan menos que en otras
economía de gran porte. A diferencia de sus competidores, el gigante asiático
escaló posiciones en la globalización prescindiendo de la financiarización
neoliberal. No mantiene, además, ninguna semejanza con el modelo bancario
alemán de principio del siglo XX que estudió Lenin.
Es cierto que la exportación de capitales -señalada
por el dirigente comunista como un dato descollante de su época- es una
característica significativa de China en la actualidad. Pero esa influencia
sólo ratifica la significativa conexión del gigante oriental con el capitalismo
global.
Ninguna de las analogías con el sistema económico
imperante en la centuria pasada contribuye a definir el status internacional de
China. A lo sumo facilitan la comprensión de los cambios registrados en el
funcionamiento del capitalismo. Lo sucedido en la geopolítica global se
esclarece con otro tipo de reflexiones.
El imperialismo es una política de dominación
ejercida por los poderosos del planeta a través de sus estados. No constituye
una etapa perdurable o final del capitalismo. El escrito de Lenin clarifica lo
ocurrido hace 100 años, pero no el curso de los acontecimientos recientes. Fue
elaborado en un escenario muy distante de generalizadas guerras mundiales.
La atadura dogmática a ese libro induce a buscar
forzadas semejanzas del conflicto actual entre Estados Unidos y China, con las
conflagraciones de la Primera Guerra Mundial (Turner, 2014: 7-11). Se observa
la principal pugna contemporánea como una mera repetición de las rivalidades
interimperiales de entre-guerra.
Esa misma comparación es actualmente señalada para
denunciar la militarización china del Mar Meridional. Se estima que Xi Jinping
persigue los mismos propósitos que enmascaraba Alemania para apoderase de
Europa Central, o que disfrazaba Japón para conquistar el sur del Pacífico.
Pero se omite que la expansión económica de China se ha consumado, hasta ahora,
sin disparar un sólo tiro fuera de sus fronteras.
También se olvida que Lenin no pretendió elaborar
una guía clasificatoria del imperialismo, basada en la madurez capitalista de
cada potencia. Sólo subrayaba la catastrófica dimensión guerrera de su época,
sin precisar las condiciones que debía reunir cada participante de ese
conflicto para quedar ubicado en el universo imperial. Situaba, por ejemplo, a
una potencia económicamente retrasada como Rusia dentro de ese grupo por su
activo protagonismo en el desangre militar.
El análisis del imperialismo clásico que brindó
Lenin es un acervo teórico de gran relevancia, pero el papel geopolítico de
China en el siglo XXI se clarifica con otro instrumental.
UN STATUS SÓLO POTENCIAL
Las nociones marxistas básicas de capitalismo,
socialismo, imperialismo o antiimperialismo no alcanzan para caracterizar la
política exterior de China. Esos conceptos sólo aportan un punto de partida. Se
necesitan nociones adicionales para dar cuenta del curso del país. La simple
deducción de un status imperial de la conversión del gigante oriental en la
“segunda economía del mundo” (Turner, 2014: 23-24), no permite dilucidar los
enigmas en juego.
Más acertada es la búsqueda de conceptos que registren la coexistencia de una
enorme expansión económica de China, con una gran distancia de la primacía
estadounidense. La fórmula de “imperio en formación” intenta retratar ese lugar
de gestación, aún alejado del predominio norteamericano.
Pero el contenido concreto de esa categoría es
controvertido. Algunos pensadores le asignan un alcance más avanzado que
embrionario. Entienden que la nueva potencia se encamina en forma acelerada a
adoptar un comportamiento imperial corriente. Resaltan el giro introducido con
la base militar de Djibuti, la construcción de islas artificiales en el mar
meridional y la reconversión ofensiva de las fuerzas armadas.
Esa mirada postula que al cabo de varias décadas de
intensa acumulación capitalista, la fase imperial ya comienza a madurar
(Rousset, 2018). Esta evaluación se aproxima al típico contraste entre un polo
imperial dominante (Estados Unidos) y otro imperial en ascenso (China) (Turner,
2014: 44-46).
Pero entre ambas potencias persisten diferencias cualitativas muy
significativas. Lo que distingue al gigante oriental de su par norteamericano
no es el porcentual de maduración de un mismo modelo. Antes de embarcarse en
las aventuras imperiales que desenvuelve su rival, China debería completar su
propia restauración capitalista.
El término de “imperio en formación” podría ser valedero para indicar el
carácter embrionario de esa gestación. Pero el concepto sólo cobraría otro
sentido de creciente madurez, si China abandonara su actual estrategia defensiva.
Esa tendencia está presente en el sector capitalista neoliberal con inversiones
en el exterior y ambiciones expansivas. Pero el predominio de esa fracción
requeriría doblegar al segmento opuesto, que privilegia el desenvolvimiento
interno y preserva la modalidad actual del régimen político.
China es un imperio en formación tan sólo en
términos potenciales. Gestiona el segundo producto bruto del planeta, es el
primer fabricante de bienes industriales y recibe el mayor volumen de fondos
del mundo. Pero esa gravitación económica no tiene correlato equivalente en la
esfera geopolítico-militar que define el status imperial.
TENDENCIAS IRRESUELTAS
Otra evaluación considera que China reúne todas las
características de una potencia capitalista, pero con un contorno imperial
rezagado y no hegemónico. Describe el espectacular crecimiento de su economía,
señalando los límites que enfrenta para alcanzar una posición ganadora en el
mercado mundial. Detalla, además, las restricciones que afronta en el terreno
tecnológico frente a los competidores occidentales.
De esa ambigua situación deduce la vigencia
de un “estado capitalista dependiente con rasgos imperialistas”. La nueva
potencia combinaría las restricciones de su autonomía (dependencia), con
ambiciosos proyectos de expansión externa (imperialismo) (Chingo, 2021).
Pero el correcto registro de un lugar intermedio incluye en este caso un
desacierto conceptual. Dependencia e imperialismo son dos nociones antagónicas
que no pueden integrarse en una fórmula común. No están referidas -como
centro-periferia- a dinámicas económicas de transferencia de valor o a
jerarquías en la división internacional del trabajo. Por esa razón excluyen el
tipo de mixturas que incorpora la semiperiferia.
La dependencia supone la vigencia de un Estado
sometido a órdenes, exigencias o condicionamientos externos y el imperialismo
implica todo lo contrario: supremacía internacional y alto grado de
intervencionismo externo. No deberían entremezclarse en una misma fórmula. En
China convive la ausencia de subordinación a otra potencia, con una gran
cautela en la injerencia sobre otros países. No se verifica la dependencia, ni
el imperialismo.
La caracterización de China como una potencia que
completó su maduración capitalista -sin poder saltar al escalón siguiente de
desarrollo imperial- supone que el primer curso no brinda soportes suficientes,
para consumar avances hacia la dominación mundial. Pero ese razonamiento
presenta como dos estadios de un mismo proceso, a un conjunto de acciones
económicas y geopolítico-militares de distinto signo. Esa importante
diferenciación es omitida.
Una mirada semejante de China como un modelo
capitalista concluido -que navega en el escalón inferior del imperialismo- es
expuesta por otro autor con dos conceptos auxiliares: capitalismo burocrático y
dinámica subimperial (Au Loong Yu, 2018).
El primer término indica la fusión de la clase dominante
con la elite gobernante y el segundo retrata una política acotada de expansión
internacional. Pero como también se supone que el país actúa como una
superpotencia (en competencia y colaboración con gigante estadounidense), el
pasaje a la plenitud imperial es tan sólo observado como una cuestión de
tiempo.
Esa evaluación subraya que China ha completado su
transformación capitalista, sin explicar a qué obedecen las demoras en su
conversión imperial. Todas las limitaciones que se exponen en este segundo
terreno, podrían ser también señaladas en el primer campo.
Para evitar esos dilemas es más sencillo constatar
que las continuadas insuficiencias de la restauración capitalista, explican las
restricciones en la impronta imperial. Como la clase dominante no maneja los
resortes del estado, debe aceptar la estrategia internacional cauta que
propicia el Partido Comunista.
A diferencia de Estados Unidos, Inglaterra o
Francia, los grandes capitalistas de China, no están acostumbrados a exigir la
intervención político-militar de su estado, frente a la adversidad de un
negocio. No tienen ninguna tradición de invasiones o golpes de estado, en
países que nacionalizan empresas o suspenden el pago de la deuda. Nadie sabe
con qué velocidad el estado chino adoptará (o no) esos hábitos imperialistas y
no es correcto dar por consumada esa tendencia.
¿DEPREDADORES Y COLONIZADORES?
La presentación de China como una potencia imperial es frecuentemente
ejemplificada con descripciones de su impactante presencia en América Latina.
En algunos casos se postula que actúa en el Nuevo Mundo, con la misma lógica
depredadora que implementó Gran Bretaña en el siglo XIX (Ramírez, 2020). En
otras visiones se emiten alertas contra las bases militares que estaría
construyendo en Argentina y Venezuela (Bustos, 2020).
Pero ninguna de estas caracterizaciones establece
una comparación sólida con la apabullante injerencia de las embajadas
estadounidenses. Ese tipo de intervención ilustra lo que significa un
comportamiento imperial en la región. China se encuentra a una distancia
kilométrica de esa intromisión. No es lo mismo lucrar con la venta de
manufacturas y la compra de materias primas que enviar marines, entrenar
gendarmes y financiar golpes de estado.
Más sensata (y discutible) es la presentación del
gigante oriental como un “nuevo colonizador” de América Latina. En este caso se
estima que el ascendente hegemón tiende a concertar con sus socios de la zona
un Consenso de Commodities, semejante al forjado previamente por Estados
Unidos. Ese entramado con Beijing complementaría el anudado por Washington y
afianzaría la inserción internacional de la región como proveedora de insumos y
adquiriente de productos elaborados (Svampa, 2013).
Este enfoque retrata acertadamente cómo la relación
actual de América Latina con China profundiza la primarización de la región o
su especialización en los renglones básicos de la actividad industrial. Beijing
se perfila como el primer socio comercial del continente y usufructúa con los
beneficios de ese nuevo lugar.
En cambio América Latina ha quedado seriamente afectada por transferencias de
valor a favor de la poderosa economía asiática. No ocupa el lugar privilegiado
que China le asigna a África, ni es un área de relocalización fabril como el
Sudeste Asiático. El Nuevo Continente es cortejado por la dimensión de sus
recursos naturales. El esquema actual de aprovisionamiento petrolero, minero y
agrícola es muy favorable a Beijing.
Pero este aprovechamiento económico no es sinónimo de dominación imperial o
incursión colonial. Este último concepto se aplica por ejemplo a Israel, que
ocupa territorios ajenos, desplaza la población local y se apodera de las
riquezas palestinas.
La emigración china no cumple un papel semejante.
Está dispersa en todos los rincones del planeta, con una significativa
especialización en el comercio minorista. Su desenvolvimiento no está
teledirigido por Beijing, ni obedece a proyectos subyacentes de conquista global.
Un segmento de la población china simplemente emigra, en estricta
correspondencia con los desplazamientos contemporáneos de la fuerza de trabajo.
China ha consolidado un comercio desigual con América Latina, pero sin consumar
la geopolítica imperial que continúa representada por la presencia de los marines,
la DEA, el Plan Colombia y la IV Flota. La misma función cumple el lawfare
o los golpes de estado.
Quiénes desconocen esta diferencia suelen denunciar
por igual a China y Estados Unidos como potencias agresoras. Sitúan a los dos
contendientes en un mismo plano y remarcan su prescindencia en ese conflicto.
Pero ese neutralismo omite quién es el principal
responsable de las tensiones que sacuden al planeta. Ignora que Estados Unidos envía
buques de guerra a la costa de su rival y sube el tono de las acusaciones para
generar un clima de crecientes conflictos.
Las consecuencias de ese posicionamiento son
especialmente graves para América Latina, que arrastra un tormentoso historial
de intervenciones estadounidenses. Al equiparar esa trayectoria con un
comportamiento equivalente de China en el futuro, se confunden realidades con
eventualidades. Se desconoce, además, el rol de potencial contrapeso a la
dominación estadounidense que podría desenvolver la potencia asiática, en una
dinámica de emancipación latinoamericana.
Por otra parte, los discursos que colocan a China y
a Estados Unidos en un mismo plano son permeables a la ideología anticomunista
de la derecha. Esas diatribas reflejan la combinación de temor e incomprensión,
que predomina en todos los análisis convencionales del gigante oriental.
Los voceros latinoamericanos de ese relato suelen
incluir andanadas simultáneas contra el “totalitarismo” chino y el “populismo”
regional. Con el viejo lenguaje de la guerra fría advierten la peligrosa
función de Cuba o Venezuela, como peones de una próxima captura asiática de
todo el hemisferio. La chinofobia incentiva disparates de toda índole.
ALEJADA DEL SUR GLOBAL
Los enfoques que acertadamente rechazan la
tipificación de China como una potencia imperialista incluyen muchos matices y
diferencias. Un amplio espectro de analistas -que correctamente objeta la
clasificación del coloso oriental en el bando de los dominadores- suele deducir
de ese registro la ubicación del país en el Sur Global.
Esa mirada confunde la geopolítica defensiva en el
conflicto con Estados Unidos, con la pertenencia al segmento de naciones
económicamente atrasadas y políticamente sometidas. China prescindió hasta
ahora de las acciones que despliegan las potencias imperialistas, pero ese
comportamiento no la ubica en la periferia, ni en el universo de las naciones
dependientes.
El gigante asiático se ha diferenciado incluso del
nuevo grupo de “emergentes” para actuar como un nuevo centro de la economía
global. Basta con notar que exportaba menos del 1 % de las manufacturas
totales en 1990 y en la actualidad genera 24,4 % del valor agregado
industrial (Mercatante, 2020). China absorbe plusvalía a través de firmas
localizadas en el exterior y lucra con el abastecimiento de materias primas.
En este marco consumó su ascenso al podio de las
economías avanzadas. Quiénes continúan identificando al país con el
conglomerado del Tercer Mundo desconocen esa monumental transformación.
Algunos autores mantienen la vieja imagen de China
como un ámbito de inversión de empresas multinacionales, que explotan la
numerosa fuerza de trabajo oriental para transferir luego sus ganancias a
Estados Unidos o Europa (King, 2014).
Ese drenaje efectivamente estuvo presente en el
despegue de la nueva potencia y persiste en ciertos segmentos de la actividad
productiva. Pero China logró su impresionante crecimiento en las últimas
décadas reteniendo el grueso de ese excedente.
En la actualidad, la masa de fondos capturados a
través del comercio y las inversiones externas es muy superior a los flujos
inversos. Basta observar el monto del superávit comercial o las acreencias
financieras para mensurar ese resultado. China ha dejado atrás los principales
rasgos de una economía subdesarrollada.
Los estudiosos que postulan la continuidad de esa
condición tienden a relativizar el desarrollo de las últimas décadas. Suelen
destacar rasgos de atraso que han pasado a segundo plano. Los desequilibrios
que afronta China provienen de sobre-inversiones y procesos de superproducción
o sobreacumulación. Debe lidiar con las contradicciones propias de una economía
desarrollada.
El gigante oriental no padece los típicos ahogos
que agobian a los países dependientes. Está exenta del desbalance comercial, la
carencia tecnológica, la escasez de inversiones o la asfixia del poder
adquisitivo. Ningún dato de la realidad china sugiere que su impactante poderío
económico constituya una mera ficción estadística.
La nueva potencia ha escalado en la estructura
económica mundial. No es correcto situarla en un lugar semejante a las viejas
periferias agrícolas, subordinadas a las industrias metropolitanas (King,
2014). Esa inserción corresponde en la actualidad al enorme ramillete de
naciones africanas, latinoamericanas o asiáticas, que proveen los insumos
básicos a la maquinaria fabril de Beijing.
China es periódicamente clasificada junto a Estados Unidos en el podio de un G
2, que define la agenda establecida por el G 7 de las grandes potencias. Esa
evaluación es incompatible con la ubicación del país en el Sur Global. No
podría desenvolver desde ese retraído ámbito, la batalla contra su rival
norteamericano por el liderazgo de la revolución digital. Tampoco podría haber
jugado el rol protagónico que exhibió durante la pandemia.
Al cabo de un acelerado desarrollo China ha quedado colocada en un sitio de
economía acreedora, en potencial conflicto con sus clientes del Sur. Los
indicios de esas tensiones son numerosos. El temor a la titularidad china de
los activos que garantizan sus préstamos ha generado resistencias (o cancelaciones
de proyectos) en Vietnam, Malasia, Myanmar o Tanzania (Hart-Landsbergs, 2018).
La controversia sobre el puerto de Hambantota en
Sri Lanka ilustra ese típico dilema de un gran acreedor. El impago de una
elevada deuda derivó en el 2017 en un arrendamiento por 99 años de esas
instalaciones. A partir de esa experiencia, Malasia revisó sus convenios y
cuestionó los acuerdos que localizan las mejores actividades laborales en
territorio chino. Vietnam elevó una objeción semejante frente a la creación de una
zona económica especial y las inversiones que involucran a Pakistán reavivan
disputas de toda índole.
China comienza a lidiar con un status contrapuesto
a cualquier pertenencia al Sur Global. A fines del 2018 se temió el eventual
control chino del puerto de Mombasa, si Kenia incurría en suspensión de pagos
de un pasivo (Alonso, 2019). El mismo temor comienza a emerger en otros países
que arrastran elevados montos de compromisos de dudosa cobrabilidad (Yemen,
Siria, Sierra Leona, Zimbabue) (Bradsher; Krauss, 2015).
MIRADAS INDULGENTES
Otra corriente de autores que registra el inédito
papel actual de China elogia la convergencia con otros países y la virtuosa
transición hacia un bloque multipolar. Expone estos escenarios con simples
descripciones de los desafíos que enfrenta el país para sostener su rumbo
ascendente.
Pero esos venturosos retratos omiten que el
afianzamiento del capitalismo acentúa en China todos los desequilibrios ya
generados por las mercancías excedentes y los capitales sobrantes. Esas
tensiones acentúan, a su vez, la desigualdad y el deterioro del medio ambiente.
El desconocimiento de estas contradicciones, impide notar cómo la estrategia
internacional defensiva de China es socavada por la presión competitiva que
impone el capitalismo.
La presentación del país como “un imperio sin
imperialismo” -que opera centrado en sí mismo- es un ejemplo de esas miradas
condescendientes. Postula que la nueva potencia oriental desenvuelve un
comportamiento internacional respetuoso, para no humillar a sus adversarios
occidentales (Guigue, 2018). Pero olvida que esa convivencia no sólo es
quebrantada por el acoso de Washington a Beijing. La vigencia en China de una
economía crecientemente sometida a los principios del lucro y la explotación
amplía ese conflicto.
Es cierto que el alcance actual del capitalismo
está acotado por la presencia reguladora del estado y por las restricciones
oficiales a la financiarización y el neoliberalismo. Pero el país ya padece los
desajustes que impone un sistema de rivalidad y despojo.
La creencia que en el universo oriental rige una
“economía de mercado” - cualitativamente diferenciada del capitalismo y ajena a
las perturbaciones de ese régimen- es el perdurable equívoco que sembró un gran
teórico del sistema mundial (Arrighi, 2007: cap 2). Esa interpretación omite
que China no podrá sustraerse de las consecuencias del capitalismo si afianza
la inconclusa restauración de ese sistema.
Otras visiones candorosas del desenvolvimiento
actual suelen ponderar la política externa china de “mundialización inclusiva”.
Destacan la tónica pacífica que caracteriza a una expansión basada en los
negocios y asentada en principios de beneficios compartidos por todos los
participantes. Esas presentaciones realzan también la “alianza
intercivilizacional” que genera el nuevo enlace global de naciones y culturas.
¿Pero resulta posible forjar una “mundialización inclusiva” bajo el
capitalismo? ¿Cómo podría plasmarse el principio de ganancias mutuas, en un
sistema regido por la competencia y el lucro?
En los hechos, la globalización ha implicado
dramáticas brechas entre ganadores y perdedores, con la consiguiente ampliación
de la desigualdad. China no puede ofrecer remedios mágicos a esa adversidad. Al
contrario, potencia sus consecuencias al ampliar su participación en procesos
económicos regidos por la explotación y el beneficio.
Hasta ahora logró limitar los tormentosos efectos
de esa dinámica, pero las clases dominantes y las elites neoliberales del país
están empeñadas en romper todas las amarras. Presionan para embarcar a Beijing
en las crecientes asimetrías que impone el capitalismo global. Cerrar los ojos
ante esta tendencia implica un auto-ocultamiento de la realidad.
El propio gobierno chino alaba la globalización
capitalista, exalta las cumbres de Davos y enaltece las virtudes del
libre-comercio con vacuos elogios al universalismo. Algunas versiones intentan
conciliar esa reivindicación con los principios básicos de la doctrina
socialista. Afirman que la Ruta de la Seda sintetiza las modalidades
contemporáneas de expansión económica, que a mitad del siglo XIX ponderaba el Manifiesto
Comunista.
Pero los críticos de esta insólita interpretación
han recordado que Marx nunca aplaudió ese desenvolvimiento (Lin Chun, 2019).
Por el contrario, denunció sus terribles consecuencias para las mayorías
populares de todo el planeta. Con alquimias teóricas no se puede armonizar lo
inconciliable.
CONTROVERSIAS SOBRE LA
COOPERACIÓN
Otra visión complaciente del curso actual subraya
el componente de cooperación de la política externa china. Señala que ese país
no es responsable de las desventuras padecidas por sus clientes de la periferia
y destaca el carácter genuino de la inversión motorizada por Beijing. También
recuerda que la pujanza exportadora se asienta en incrementos de la
productividad, que por sí mismos no afectan a las economías relegadas (Lo Dic,
2016).
Pero esa idealización de los negocios omite el
efecto objetivo del intercambio desigual, que signa todas las transacciones
consumadas bajo la égida del capitalismo mundial. China captura excedentes de
las economías subdesarrolladas por la propia dinámica de esas transacciones.
Obtiene grandes lucros porque su productividad es superior a la media de esos
clientes. Lo que se presenta en un tono ingenuo como un mérito peculiar de la
potencia asiática, es el principio de generalizada desigualdad que impera bajo
el capitalismo.
Al afirmar que “China no primariza” a sus socios de
América Latina o África, se postula la exclusiva responsabilidad del sistema
mundial en esa desventura. Se omite que la participación protagónica de la
nueva potencia es un dato central del comercio internacional.
Sugerir que China “no tiene la culpa” de los
efectos generales del capitalismo equivale a encubrir los beneficios que
obtienen las clases dominantes de ese país. Esos sectores lucran con el
ponderando aumento de la productividad (mediante mecanismos de explotación de
los asalariados) y materializan esas ganancias en el intercambio con las
economías retrasadas.
Cuando se elogia una expansión china “más asentada en la productividad que en
la explotación” (Lo, Dic, 2018) se omite que ambos componentes retroalimentan
el mismo proceso de apropiación del trabajo ajeno.
La contraposición entre la alabada productividad y la objetada explotación es
propia de la teoría económica neoclásica. Esa concepción imagina la confluencia
en el mercado de distintos “factores de producción”, omitiendo que todos esos
componentes se asientan en la misma extracción de plusvalía. Esa expropiación
es la única fuente real de todos los lucros.
La mera reivindicación del perfil productivo de China suele destacar también el
contrapeso que ha introducido a la primacía internacional de la
financiarización y del neoliberalismo (Lo Dic, 2018). Pero los límites
interpuestos al primer proceso (corrientes internacionales de especulación), no
diluyen el sostén brindado al segundo (atropellos de los capitalistas a los
trabajadores).
La reintroducción del capitalismo en China ha sido
el gran incentivo a la relocalización de las empresas y al consiguiente
abaratamiento de la fuerza de trabajo. Ese viraje contribuyó a recomponer la
tasa de ganancia en las últimas décadas. Para que el gigante asiático pudiera
cumplir un rol efectivo de cooperación internacional debería adoptar
estrategias internas y externas de reversión del capitalismo.
DISYUNTIVAS Y ESCENARIOS
China dejó atrás su antigua condición de territorio despedazado por las
incursiones extranjeras. Ya no atraviesa por la dramática situación que afrontó
en las últimas centurias. Confronta con el agresor norteamericano desde una
condición muy alejada del desamparo imperante en la periferia. Los estrategas
del Pentágono saben que no pueden tratar a su rival como a Panamá, Irak o
Libia.
Pero ese afianzamiento de la soberanía ha empalmado
con el abandono de las tradiciones antiimperialistas. El régimen pos-maoísta se
alejó de la política internacional radicalizada que auspiciaba la Conferencia
de Bandung y el Movimiento de los No Alineados. También sepultó cualquier gesto
de solidaridad con las luchas populares en el mundo.
Ese viraje constituye la otra cara de su cautela
geopolítica internacional. China evita conflictos con Estados Unidos, sin
interferir en los atropellos que consuma Washington. La elite gobernante ha
enterrado todos los resabios de simpatía con las resistencias al principal
opresor del planeta.
Pero ese giro afronta los mismos límites que la
restauración y el salto hacia un status internacional dominante. Está sujeto a
la irresuelta disputa por el devenir interno del país. El rumbo capitalista que
propician los neoliberales tiene consecuencias proimperialistas tan
contundentes, como el curso antiimperialista que promueve la izquierda. El
conflicto con Estados Unidos incidirá directamente en esas definiciones.
¿Cuáles son los escenarios que se avizoran en la pugna
con el competidor norteamericano? La hipótesis de una distensión (y
consiguiente reintegración de ambas potencias) ha quedado diluida. Los indicios
de perdurable puja son abrumadores y desmienten los diagnósticos de asimilación
de China al orden neoliberal como socio de Estados Unidos que postularon
algunos autores (Hung, Ho-fung, 2015).
El contexto actual también disipa la expectativa en
la gestación de una clase capitalista transnacional con integrantes chinos y
estadounidenses. La elección asiática de un rumbo diferenciado del
neoliberalismo no es la única razón de ese divorcio (Robinson, 2017). La
asociación de “chinamerica” -previa a la crisis del 2008- tampoco incluía
amalgamas entre clases dominantes o esbozos de surgimiento de un estado compartido.
En el corto plazo se verifica el contundente
ascenso de China frente a un evidente retroceso de Estados Unidos. El gigante
oriental está ganando la disputa en todos los terrenos y su reciente gestión de
la pandemia confirmó ese resultado. Beijing logró controlar rápidamente el
alcance de la infección, mientras Washington afrontó un desborde que ubicó al
país en el tope de los fallecidos.
La potencia asiática también sobresalió por sus
auxilios sanitarios internacionales, frente a un rival que exhibió un
espeluznante egoísmo. La economía asiática ya retomó su elevada tasa de
crecimiento, mientras que su contraparte americana está lidiando con un dudoso
rebote del nivel de actividad. La derrota electoral de Trump coronó el
fracaso de todos los operativos estadounidenses para doblegar a China.
Pero el escenario de mediano plazo es más incierto
y los recursos militares, tecnológicos y financieros que conserva el
imperialismo norteamericano, impiden anticipar quién saldrá airoso de la
confrontación.
En términos generales se podrían concebir tres
escenarios disímiles. Si Estados Unidos gana la pulseada podría comenzar a
reconstituir su liderazgo imperial, subordinando a los socios asiáticos y
europeos. Si por el contrario China logra triunfar con una estratega
capitalista de libre-comercio, afianzaría su transformación en potencia
imperial.
Pero una victoria del gigante oriental lograda en
un contexto de rebeliones populares, modificaría por completo el escenario
internacional. Ese triunfo podría inducir a China a retomar su posicionamiento
antiimperialista en un proceso de renovación socialista. El perfil del
imperialismo del siglo XXI se dirime en torno a esas tres posibilidades.
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Claudio Katz es economista, investigador del CONICET, profesor
de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
https://www.alainet.org/es/articulo/212003