lunes, 23 de enero de 2012

CÓMO EMPEZAR POR EL PRINCIPIO

SLAVOJ ZIZEK

En su maravilloso texto breve titulado «Notas de un publicista» –escrito en febrero de 1922, cuando los bolcheviques, tras ganar la Guerra Civil contra todas las probabilidades, tuvieron que retirarse a la Nueva Política Económica, concediendo un espacio mucho mayor a la economía de mercado y a la propiedad privada– Lenin usa la analogía de un montañero que debe retroceder en su primer intento de alcanzar una nueva cumbre para describir lo que significa la retirada en un proceso revolucionario, y cómo puede hacerse sin traicionar la causa de manera oportunista:

Imaginemos que un hombre asciende a una montaña muy alta, abrupta y aún no explorada. Supongamos que ha superado increíbles dificultades y peligros y ha logrado alcanzar un punto mucho más alto que quienes lo precedieron, pero sin llegar todavía a la cumbre. Se encuentra en una situación donde no solamente es difícil y peligroso avanzar en la dirección y a lo largo del camino elegido, sino francamente imposible[1].

En estas circunstancias, escribe Lenin:

Debe volver atrás, descender, buscar otros caminos, tal vez más largos, pero que, sin embargo, le permitirán llegar a la cumbre. El descenso desde la cima jamás alcanzada por nadie resulta para nuestro imaginario caminante más difícil y peligroso quizá que la ascensión; es más fácil dar un traspié, no es tan fácil ver dónde pisar, no se siente el singular entusiasmo tan habitual de las ascensiones directas hacia la meta, etc. Es precio ajustarse la cuerda a la cintura, perder horas enteras para hacer con la piqueta un escalón o un saliente al cual se pueda atar fuertemente la cuerda; hay que moverse con la lentitud de una tortuga: hacia atrás, hacia abajo, alejarse de la meta, sin saber todavía si terminará ese peligrosísimo y penoso descenso, si encontrará algún rodeo seguro por donde puede volver a subir más resuelto, más rápido y más derecho hacia la cumbre.

Sería perfectamente natural que un escalador que se encontrase en dicha situación tuviera «instantes de desaliento». Con toda probabilidad, estos momentos serían más numerosos y difíciles de soportar si oyese las voces de los de abajo, que «desde un lugar lejano y seguro, observan con un catalejo el peligroso descenso»; «Las voces que se emiten desde abajo son malévolas. Unas se alegran abiertamente; gritan, se refocilan: ¡Ya se cae, y lo tiene bien merecido, por loco!». Otros intentan ocultar su maliciosa alegría, comportándose «más como Judasito Golovliov», el notoriamente hipócrita terrateniente de la novela de Saltikov Shchedrin, La familia Golovliov:

Se afligen y alzan la mirada al cielo, como diciendo: ¡Por desgracia, nuestros temores se confirman! ¿Acaso no fuimos nosotros quienes pasamos toda la vida preparando un plan sensato para escalar esa montaña, quienes exigíamos que se aplazara la ascensión hasta que nuestro plan estuviera acabado? ¡Y si protestábamos tan apasionadamente contra ese camino que el propio loco abandona ahora (¡mirad, mirad, retrocede, baja, se prepara horas enteras para poder dar un solo paso, y antes nos insultaba con las peores palabras cuando exigíamos porfiados moderación y prudencia!), y si censurábamos con tanto acaloramiento a este loco y aconsejábamos a todos que no lo imitaran ni le ayudaran, fue sólo movidos por nuestra devoción al grandioso plan de escalar esa montaña, para no desacreditar, en general, ese grandioso plan!

Por suerte, continúa Lenin, nuestro viajero imaginario no oye las voces de estos que son «auténticos amigos» de la idea de la ascensión; si lo hiciera, «tal vez sintiera náuseas. Y las náuseas, según dicen, no contribuyen a mantener clara la mente ni firmes las piernas, sobre todo a alturas muy elevadas».

Por supuesto, un ejemplo no prueba nada: «toda comparación cojea». Lenin detalla a continuación la verdadera situación a la que se enfrenta la joven República soviética:

El proletariado de Rusia se ha elevado en su revolución a una altura gigantesca, y no sólo en comparación con los años de 1789 y 1793, sino también con el de 1871. Hay que darse cuenta, de la manera más serena, clara y palmaria, de qué es precisamente lo que «hemos hecho hasta el fin» y lo que no hemos hecho hasta el fin: entonces tendremos la cabeza despejada, no sentiremos náuseas ni nos haremos ilusiones, ni caeremos en el abatimiento.

Tras enumerar los logros del Estado soviético en 1922, Lenin explica lo que no se ha hecho:

Mas no hemos colocado del todo siquiera los cimientos de la economía socialista. Eso aún nos lo pueden quitar las fuerzas hostiles del capitalismo agonizante. Debe tenerse clara conciencia de esto y reconocerse abiertamente, pues no hay nada más peligroso que las ilusiones (y el vértigo, sobre todo a grandes alturas). Y no tiene absolutamente nada de «horrendo», nada que dé motivo justificado para el menor abatimiento, reconocer esa amarga verdad, pues siempre hemos predicado y repetido la verdad elemental del marxismo de que para la victoria del socialismo hacen falta los esfuerzos conjuntos de los obreros de varios países adelantados. Seguimos estando solos, y hemos hecho increíblemente mucho en un país atrasado, en un país más arruinado que otros.

Más que eso, señala Lenin, «hemos conservado el “ejército” de las fuerzas revolucionarias del proletariado, hemos conservado su “capacidad de maniobra”, hemos conservado la claridad de pensamiento, que nos permite calcular serenamente dónde, cuándo y cuánto debemos retroceder (para saltar con más ímpetu); dónde, cuándo y cómo precisamente tenemos que ponernos a rehacer lo que aún no está hecho hasta el fin». Y concluye:

Habría que tener seguramente por perecidos a los comunistas que imaginasen que se podría terminar sin errores, sin retrocesos, sin rehacer multitud de veces lo que no se ha hecho hasta el fin y lo que se ha hecho mal, la «empresa» histórica universal de acabar de colocar los cimientos de la economía socialista (sobre todo en un país de pequeños campesinos). No han perecido (y lo más seguro es que no perezcan) los comunistas que no se permiten hacerse ilusiones, que no caen en el abatimiento, conservando la fuerza y agilidad del organismo para volver a abordar desde el principio la dificilísima tarea.

Fracasa mejor

Éste es Lenin en su mejor faceta beckettiana, previendo la línea «Prueba otra vez. Vuelve a fracasar. Fracasa mejor»[2]. Su conclusión –empezar desde el principio– deja claro que no habla meramente de ralentizar y fortificar lo que ya se ha alcanzado, sino de descender nuevamente al punto de partida: uno debería empezar desde el principio, no desde el lugar que logró alcanzar en el esfuerzo anterior. En términos de Kierkegaard, un proceso revolucionario no es un progreso gradual sino un movimiento repetitivo, un movimiento de repetir el comienzo, una y otra vez.

Georg Lukács termina su obra maestra premarxista, Teoría de la novela, con la famosa frase: «El camino ha terminado, el viaje comienza». Es lo que ocurre en el momento de la derrota: el camino de una experiencia revolucionaria determinada se ha acabado, pero el verdadero viaje, el trabajo de volver a empezar, está sólo en el comienzo. Esta voluntad de retirarse, sin embargo, no implica en modo alguno una apertura no dogmática a otros, un reconocimiento ante los competidores políticos de que «estábamos equivocados, vosotros teníais razón en vuestras advertencias, ahora unamos fuerzas». Por el contrario, Lenin insiste en que ésos son los momentos en los que hace falta más disciplina. Dirigiéndose a los bolcheviques en el Undécimo Congreso del Partido unos meses después, en abril de 1922, sostenía:

Si todo un ejército (hablo en sentido figurado) se repliega, no puede tener la moral que hay cuando todos avanzan. Entonces se puede encontrar a cada paso una moral baja hasta cierto grado […] Y ello entraña un peligro inmenso, pues cuesta un trabajo terrible replegarse después de un gran avance victorioso; entonces cambian por completo las relaciones; cuando se avanza aunque no sea firme la disciplina, todos avanzan con ímpetu y se precipitan adelante por propio impulso; en cambio, en el repliegue, la disciplina debe ser más consciente y es cien veces más necesaria, porque cuando todo un ejército retrocede, no ve con claridad dónde debe detenerse, ve solamente el retroceso, y bastan en ocasiones varias voces de pánico para que todos pongan pies en polvorosa. En este caso, el peligro es enorme. Cuando se emprende un retroceso como éste en un verdadero ejército, se emplazan ametralladoras, y cuando el retroceso ordenado se convierte en desordenado, se manda abrir fuego. Y bien hecho.

Las consecuencias de esta actitud estaban muy claras para Lenin. En respuesta a «los sermones» sobre la NPE predicados por mencheviques y socialistas revolucionarios –«La revolución ha ido muy lejos. Nosotros hemos dicho siempre lo que tú dices ahora. Permítenos repetirlo una vez más»– él manifiesta ante el Undécimo Congreso del Partido:

Y nosotros respondemos a eso: «Permitidnos por esto llevaros al paredón. O hacéis el favor de absteneros de expresar vuestros puntos de vista, o si queréis manifestar vuestras opiniones políticas en la situación actual, cuando nos encontramos en condiciones mucho más difíciles que bajo una invasión directa de los blancos, entonces, perdonadnos, os trataremos como a los peores y más peligrosos elementos de los guardias blancos»[3].

Este «terror rojo» debería distinguirse, no obstante, del «totalitarismo» estalinista. En sus memorias, Sándor Márai proporcionaba una definición precisa de la diferencia[4]. Hasta en las fases más violentas de la dictadura leninista, cuando los que se oponían a la revolución fueron brutalmente privados de su derecho a la libertad (pública) de expresión, nunca se les privó de su derecho al silencio: se les permitió retirarse a un exilio interior. Un episodio del otoño de 1922 cuando, por instigación de Lenin, los bolcheviques estaban organizando el infame «barco de los filósofos», es indicativo a este respecto. Cuando descubrió que un viejo historiador menchevique incluido en la lista de los intelectuales que debían expulsarse se había retirado a la vida privada en espera de la muerte debido a una grave enfermedad, Lenin no solo lo quitó de la lista, sino que ordenó que le dieran cupones de alimentos adicionales. Una vez retirado el enemigo de la lucha política, la animosidad de Lenin desaparecía.

Para el estalinismo, sin embargo, hasta ese silencio resonaba demasiado. No solo se les exigía a las masas que mostrasen su apoyo asistiendo a grandes mítines públicos, sino que artistas y científicos tenían también que comprometerse participando en medidas activas tales como firmar proclamas oficiales, o manifestar su apoyo a Stalin y al marxismo oficial. Si, en la dictadura leninista uno podía ser fusilado por lo que había dicho, en el estalinismo uno podía ser fusilado por lo que no había dicho. Esto se siguió hasta el fin: el propio suicidio, la retirada suprema al silencio, era condenado por Stalin como el último y más elevado acto de traición contra el partido. Esta distinción entre el leninismo y el estalinismo refleja la actitud general de ambos hacia la sociedad: para el primero, la sociedad es un campo de lucha despiadada por el poder, una lucha que se admite abiertamente; para el segundo, el conflicto, a veces casi imperceptible, se redefine como el de una sociedad sana contra lo que se excluye de ella: bichos, insectos, traidores que son menos que humanos.

¿Una separación de poderes soviética?

¿Era necesario el paso de Lenin a Stalin? La respuesta hegeliana evocaría la necesidad retroactiva: una vez ocurrido este paso, en cuanto ganó Stalin, era necesario. La tarea de un historiador dialéctico es concebirlo «en el devenir», sacando a la luz toda la contingencia de una lucha que podría haber acabado de otro modo, como Moshe Lewin intenta hacer en El último combate de Lenin. Lewin señala, en primer lugar, la insistencia de Lenin en dar plena soberanía a las entidades nacionales que componían el Estado soviético. No es de extrañar que, en una carta enviada al Politburó el 22 de septiembre de 1922, Stalin lo acusara abiertamente de «liberalismo nacional». En segundo lugar, resalta el énfasis de Lenin en los objetivos modestos: no socialismo, sino cultura, alfabetización universal, eficacia, tecnocracia; sociedades cooperativas, que permitieran a los campesinos convertirse en «comerciantes cultos» en el contexto de la NPE. Ésta era una perspectiva obviamente muy distinta a la del «socialismo en un solo país». La modestia es a veces sorprendentemente abierta: Lenin se burla de todos los intentos de «construir el socialismo»; aprovecha repetidamente el motivo de las deficiencias del partido, insiste en la naturaleza improvisada de la política soviética, hasta el punto de citar la frase de Napoleón «On s’engage… et puis on voit».

El último combate de Lenin contra el dominio de la burocracia estatal es bien conocido; lo que se conoce menos, como Lewin señala con claridad, es que Lenin intentaba cuadrar el círculo de la democracia y la dictadura del partido-Estado con su propuesta de crear un nuevo cuerpo rector, la Comisión Central de Control (CCC). Aun admitiendo plenamente la naturaleza dictatorial del régimen soviético, intentó establecer en su cima un equilibrio entre diferentes elementos, un «sistema de control recíproco que pudiera cumplir la misma función –la comparación es sólo aproximada– que la separación de poderes en un régimen democrático». Un Comité Central ampliado establecería las líneas generales de la política y supervisaría todo el aparato del partido. En su seno, la Comisión Central de Control actuaría:

Como control del Comité Central y sus diversas filiales: la Oficina Política, la Secretaría, la Oficina de Organización […] Su independencia estaría asegurada por la relación directa con el Congreso del Partido, sin la mediación del Politburó y sus órganos administrativos ni del Comité Central[5].

Controles y equilibrios, la división de poderes, control mutuo: ésta era la respuesta desesperada de Lenin a la pregunta de quién controla a los controladores. Hay algo onírico, propiamente fantasmagórico, en esta idea de la Comisión Central de Control: un organismo controlador independiente y educativo, con un sesgo «apolítico», compuesto por los mejores maestros y tecnócratas, para mantener bajo control al Comité Central y a sus órganos «politizados»; en resumen, experiencia neutral manteniendo en orden a los ejecutivos del partido. Todo esto, sin embargo, depende de la verdadera independencia del Congreso del Partido, debilitada ya de hecho por la prohibición de las facciones, que permitió al aparato superior del partido controlar el Congreso y tachar a todos sus críticos de facciosos. La ingenuidad de la confianza de Lenin en los especialistas es más asombrosa si tenemos en cuenta que procedía de un líder por lo demás plenamente consciente de la omnipresencia de la lucha política, que no permite una posición neutral.

La dirección en la que soplaba ya el viento está clara en la propuesta hecha por Stalin en 1922 de proclamar simplemente al gobierno de la República Socialista Federativa Soviética Rusa gobierno asimismo de las repúblicas de Ucrania, Bielorrusia, Azerbaiyán, Armenia y Georgia.

Si el Comité Central del PCR la confirma, esta decisión no se hará pública, sino que se comunicará a los Comités Centrales de las repúblicas para que la hagan circular entre los órganos soviéticos, los Comités Ejecutivos Centrales o los Congresos de los Soviets de dichas repúblicas antes de la convocatoria del Congreso de los Soviets de toda Rusia, donde se declarará deseo de estas repúblicas[6].

La interacción de la autoridad superior con su base no solo queda abolida –de tal modo que la autoridad superior simplemente impone su voluntad– sino que, por si fuera poco, se reelabora como su opuesto: el Comité Central decide qué deseo presentará su base a la autoridad central como un deseo propio.

Tacto y terror

Otro rasgo de las últimas batallas de Lenin sobre el que Lewin llama nuestra atención es un interés inesperado por la educación y el civismo. A Lenin le habían afectado profundamente dos incidentes: en un debate político, el representante de Moscú en Georgia, Sergo Ordzhonikidze, había golpeado físicamente a un miembro del Comité Central georgiano; y el propio Stalin había insultado a Krupskaya (al descubrir que ésta había transmitido a Trotstky la carta en la que Lenin proponía un pacto contra Stalin). Este último incidente llevó a Lenin a escribir su famoso llamamiento:

Stalin es demasiado rudo, y este defecto, aunque bastante tolerable entre nosotros y en los tratos entre nosotros los comunistas, se hace intolerable en un secretario general. Por eso sugiero que los camaradas busquen un modo de retirarle de dicho puesto y nombrar en su lugar a otro hombre que en todos los aspectos difiera del camarada Stalin en su superioridad, es decir, más tolerante, más leal, más cortés y más considerado con los camaradas, menos caprichoso[7].

Las propuestas hechas por Lenin de que se crease una Comisión Central de Control y su preocupación por mantener el civismo no indican en modo alguno un ablandamiento liberal. En una carta escrita a Kamenev en este mismo periodo, indica claramente: «Es un gran error pensar que la NPE pone fin al terror; volveremos a recurrir al terror y al terror económico». Sin embargo, este terror, que sobreviviría a la reducción planeada del aparato estatal y a la Checa, habría sido más una amenaza que una realidad: como Lewin recuerda, Lenin buscaba un medio «por el que todos aquellos a los que ahora [bajo la NPE] les guste traspasar los límites asignados a los empresarios por el Estado podría recordárseles “con tacto y amabilidad” la existencia de esta arma suprema»[8]. A este respecto Lenin tenía razón: la dictadura hace referencia al exceso constitutivo del poder (estatal), y en este plano, no hay neutralidad. La cuestión crucial es ¿exceso de quién? Si no es nuestro, es suyo.

Al soñar, por usar su propia expresión, con el modo de trabajo del CCC en su último texto de 1923, «Más vale poco y bueno», Lenin sugiere que este organismo debería recurrir a

alguna treta empleada medio en broma, alguna astucia, artimaña o algo por el estilo. Sé que en un país respetado y serio de Europa Occidental la sola idea que he exteriorizado sería causa de un espanto verdadero, y ningún funcionario decente aceptaría que se discutiese siquiera. Pero espero que no estemos aún lo bastante burocratizados y que la discusión de esta idea no pueda mover más que a diversión en nuestro país.

En efecto, ¿por qué no juntar lo útil y lo grato? ¿Por qué no emplear una treta en broma o medio en broma para descubrir algo ridículo, algo pernicioso, algo medio ridículo, medio nocivo, etcétera?[9].

¿No es este casi un doble obsceno del poder ejecutivo «serio» concentrado en el CC y en el Politburó? Trucos, astucia de la razón: un sueño maravilloso, pero una utopía no obstante. El fallo de Lenin, sostiene Lewin, fue que veía el problema de la burocratización, pero no daba importancia a su peso y a su verdadera dimensión: «su análisis social se basaba sólo en tres clases sociales –los trabajadores, los campesinos y la burguesía– sin contar el aparato estatal como un elemento social específico en un país que había nacionalizado los principales sectores de la economía»[10].

Los bolcheviques comprendieron rápidamente que su poder político carecía de base social específica: la mayor parte de la clase obrera en cuyo nombre ejercían el dominio había desaparecido en la Guerra Civil, de modo que de algún modo gobernaban en un vacío de representación social. Sin embargo, al imaginarse como un poder político puro que impone su voluntad a la sociedad, pasaron por alto que –dado que era propietaria de facto, o actuaba como vigilante del propietario ausente, las fuerzas de producción– la burocracia estatal «se convertiría en la verdadera base social del poder»:

No existe el poder político «puro», desprovisto de fundamento social. Un régimen debe encontrar una base social distinta del aparato de represión propiamente dicho. El «vacío» en el que el régimen soviético parecía estar suspendido se había llenado pronto, aunque los bolcheviques no lo hubieran visto, o no desearan verlo[11].

Podría decirse que esta base habría bloqueado el proyecto de CCC planteado por Lenin. Es cierto que, de un modo antieconomicista y determinista, Lenin insiste en la autonomía de lo político, pero lo que olvida, en términos de Badiou, no es que toda fuerza política representa a una fuerza o clase social, sino que esta fuerza política de representación está directamente inscrita en el propio plano representado, como una fuerza social propia. El último combate de Lenin contra Stalin tiene así todas las características de una verdadera tragedia: no fue un melodrama en el que el bueno lucha contra el malo, sino una tragedia en la que el protagonista comprende que lucha contra su propia progenie, y que ya es demasiado tarde para evitar las aciagas consecuencias de las malas decisiones que tomó en el pasado.

Una senda diferente

Por lo tanto, ¿dónde estamos hoy, después del désastre obscur de 1989? Como en 1922, las voces desde abajo suenan con malicioso placer a nuestro alrededor: «¡Os lo merecéis, por ser unos locos que querían imponer su visión totalitaria de la sociedad!». Otras intentan ocultar su maliciosa alegría; suspiran y elevan la vista al cielo con pena, como para decir: «¡Nos apena amargamente ver cómo se justifican nuestros temores! ¡Qué noble era vuestro sueño de crear una sociedad justa! Nuestro corazón latía con vosotros, pero la razón nos decía que vuestros planes sólo terminarían en desgracia y en nuevas servidumbres!». Al mismo tiempo que rechazamos toda concesión ante estas voces seductoras, tenemos definitivamente que empezar desde el principio: no seguir construyendo sobre los cimientos de la época revolucionaria del siglo XX, que duró de 1917 a 1989, o, más precisamente, hasta 1968, sino descender hasta el principio y escoger una senda distinta.

¿Pero cómo? El problema característico del marxismo occidental ha sido la falta de sujeto revolucionario: ¿cómo es que la clase trabajadora no completa el tránsito de en sí a para sí y se constituye en agente revolucionario? Esta pregunta proporcionaba la principal razón de ser a la referencia del marxismo occidental al psicoanálisis, que fue evocada para explicar los mecanismos libidinales inconscientes que impiden el ascenso de la conciencia de clase, inscritos en el propio ser o en la situación social de la clase trabajadora. De este modo, se salvaba la verdad del análisis socioeconómico marxista: no había razón para dar pábulo a las teorías revisionistas sobre el ascenso de las clases medias. Por esta misma razón, el marxismo occidental se ha sumergido también en una búsqueda constante de otros que pudieran desempeñar la función de agente revolucionario, como suplentes que sustituye a la clase obrera poco dispuesta: los campesinos del Tercer Mundo, los estudiantes y los intelectuales, los excluidos. Es igualmente posible que esta búsqueda desesperada de agente revolucionario sea la forma de apariencia de su propio opuesto: el temor a encontrarlo, de verlo donde ya se agita. Esperar que otro haga el trabajo por nosotros es un modo de racionalizar nuestra inactividad.

Sobre este telón de fondo, Alain Badiou ha sugerido que deberíamos reafirmar la hipótesis comunista. Escribe lo siguiente:

Si tenemos que abandonar esta hipótesis, ya no vale la pena hacer nada en absoluto en el terreno de la acción colectiva. Sin el horizonte del comunismo, sin esta Idea, nada en el devenir histórico y político es de interés para un filósofo.

Sin embargo, Badiou continúa:

Aferrarse a la Idea, la existencia de la hipótesis, no significa que su primera forma de presentación, centrada en la propiedad y el Estado, deba mantenerse exactamente como está. De hecho, lo que se nos asigna como tarea filosófica, incluso como deber, es ayudar a nacer una nueva modalidad de existencia de la hipótesis[12].

Deberíamos cuidar de no interpretar estas líneas de un modo kantiano, concibiendo el comunismo como una Idea reguladora, y por lo tanto resucitar el espectro del «socialismo ético», con la igualdad como su norma o axioma a priori. Por el contrario, debería mantenerse la referencia precisa a un conjunto de antagonismos sociales que genera la necesidad del comunismo; la buena y antigua idea marxiana del comunismo no como ideal, sino como movimiento que reacciona contra contradicciones reales. Tratar el comunismo como una Idea eterna implica que la situación que lo genera no es menos eterna, que el antagonismo al que el comunismo reacciona siempre estará aquí. Desde lo cual hay solo un paso a una interpretación deconstructiva del comunismo como un sueño de presencia, de abolir toda representación alienante; un sueño que prospera con su propia imposibilidad.

Aunque es fácil burlarse de la idea del Fin de la Historia planteada por Fukuyama, la mayoría es hoy fukuyamista. El capitalismo demócrata liberal se acepta como la fórmula por fin encontrada de la mejor sociedad posible; todo lo que uno puede hacer es hacerla más justa, tolerante y demás. Surge aquí una cuestión sencilla pero pertinente: si, no siendo la mejor, el capitalismo democrático liberal es al menos la forma de sociedad menos mala, ¿por qué no deberíamos sencillamente resignarnos a ella de un modo maduro, incluso aceptarla con entusiasmo? ¿Por qué insistir en la hipótesis comunista, contra todas las probabilidades?

La clase y los bienes comunes

No basta con permanecer fiel a la hipótesis comunista: hay que localizar dentro de la realidad histórica los antagonismos que la convierten en una urgencia práctica. La única cuestión verdadera hoy es: ¿contiene el capitalismo mundial antagonismos suficientemente fuertes como para impedir su reproducción indefinida? Se presentan cuatro antagonismos posibles: la inminente amenaza de catástrofe ecológica; la inadecuación de la propiedad privada para la denominada propiedad intelectual; las repercusiones éticas y sociales de los nuevos avances tecnológicos y científicos, en especial la biogenética; y por último, aunque no en menor medida, las nuevas formas de segregación social: nuevos muros y áreas urbanas hiperdegradadas. Deberíamos señalar que hay una diferencia cualitativa entre la última característica, el abismo que separa a los excluidos de los incluidos, y las otras tres, que designan los dominios de lo que Hardt y Negri denominan los «bienes comunes»: la sustancia compartida de nuestro ser social, cuya privatización es un acto violento contra el que debería resistirse por la fuerza, si hiciese falta.

En primer lugar, tenemos los bienes comunes de la cultura, las formas inmediatamente socializadas del capital cognitivo: principalmente el lenguaje, nuestro medio de comunicación y educación, pero también infraestructuras compartidas como el transporte público, la electricidad, el correo, etc. Si a Bill Gates se le permitiera un monopolio, habríamos alcanzado la situación absurda en la que un individuo privado sería propietario del tejido de soporte lógico de nuestra red de comunicación básica. En segundo lugar, hay bienes comunes de naturaleza externa, amenazados por la contaminación y la explotación –desde el petróleo a los bosques y el propio hábitat natural– y, tercero, los bienes comunes de naturaleza interna, la herencia biogenética de la humanidad. Lo que todas estas luchas comparten es una conciencia del potencial destructivo –hasta la autodestrucción de la propia humanidad– que tiene el permitir que se desboque la lógica capitalista de vallar estos bienes comunes. Es esta referencia a los «bienes comunes» la que permite resucitar la idea de comunismo: nos permite ver su progresivo cercamiento como un proceso de proletarización de aquellos que por esa razón quedan excluidos de su propia sustancia; un proceso que también apunta hacia la explotación. La tarea hoy es renovar la economía política de la explotación: por ejemplo, la de los «trabajadores del conocimiento» anónimos por parte de sus empresas.

Sin embargo, sólo el cuarto antagonismo, la referencia a los excluidos, justifica el término comunismo. No hay nada más privado que una comunidad estatal que percibe a los excluidos como amenaza y se preocupa por cómo mantenerlos a una distancia adecuada. En otras palabras, en la serie de cuatro antagonismos, el que se da entre los incluidos y los excluidos es el crucial: sin él, todos los demás pierden su filo subversivo. La ecología se convierte en un problema de desarrollo sostenible, la propiedad intelectual en un problema jurídico complejo, la biogenética en un asunto ético. Uno puede luchar sinceramente por el medio ambiente, defender una noción más amplia de propiedad intelectual, oponerse a la conversión de los genes en objeto de patente, sin afrontar el antagonismo entre los incluidos y los excluidos. Es más, uno puede formular algunas de estas luchas en función de los incluidos amenazados por los excluidos contaminantes. De este modo, no conseguimos una verdadera universalidad, sólo preocupaciones «privadas» en sentido kantiano. Empresas como Whole Foods y Starbucks siguen disfrutando del favor de los progresistas, aunque ambas asumen actividades antisindicalistas; el truco es que venden productos con un toque progresista: café hecho con granos comprados a precios de «comercio justo», caros vehículos híbridos, etc. En resumen, sin el antagonismo entre los incluidos y los excluidos, podemos encontrarnos en un mundo en el que Bill Gates es el mayor filántropo, luchando contra la pobreza y la enfermedad, y Rupert Murdoch el mayor ecologista, movilizando a cientos de millones a través de su imperio mediático.

Lo que deberíamos añadir aquí, superando a Kant, es que hay grupos sociales que, debido a que carecen de un lugar determinado en el orden «privado» de la jerarquía social, representan directamente a la universalidad: son lo que Jacques Rancière denomina «la parte de ninguna parte» del cuerpo social. Toda política verdaderamente emancipadora se genera mediante el cortocircuito entre la universalidad del uso público de la razón y la universalidad de la «parte de ninguna parte». Éste era ya el sueño comunista del joven Marx: reunir la universalidad de la filosofía con la universalidad del proletariado. Desde la Grecia Antigua, tenemos un nombre para la intrusión de los excluidos en el espacio sociopolítico: democracia.

La noción liberal de democracia que predomina también hace referencia a los excluidos, pero de un modo radicalmente distinto: se centra en su inclusión, como voces minoritarias. Habría que escuchar todas las posiciones, tener en cuenta todos los intereses, garantizar los derechos humanos de todos, respetar todas las formas de vida, las culturas y las prácticas. La obsesión de esta democracia es la de proteger a todo tipo de minorías: culturales, religiosas, sexuales, etc. La fórmula de la democracia aquí consiste en negociar con paciencia y llegar a un punto de acuerdo. Lo que nos une es que, en contraste con la imagen clásica de los proletarios que no tienen «nada que perder salvo sus cadenas», nosotros corremos el peligro de perderlo todo. La amenaza es que nos veamos reducidos a un sujeto cartesiano vacío, y abstracto, desposeídos de todo nuestro contenido simbólico, con nuestra base genética manipulada, vegetando en un medio ambiente invivible. Esta triple amenaza nos convierte a todos en proletarios, reducidos a la «subjetividad sin sustancia», como decía Marx en los Grundisse. La figura de la «parte de ninguna parte» nos enfrenta a la verdad de nuestra propia posición; y el reto ético y político es reconocernos en esta figura.

En cierto sentido todos estamos excluidos de la naturaleza así como de nuestra sustancia simbólica. Hoy todos somos potenciales homo sacer, y la única forma de evitar de hecho convertirnos en eso es actuar preventivamente.

[1] V. I. Lenin, «Notas de un publicista», publicado póstumamente en Pravda, el 16 de abril de

1924; Obras completas, tomo 44, Moscú, 1987, pp. 433-442.

[2] Samuel Beckett, «Worstward Ho», Nohow On, Londres, 1992, p. 101.

[3] V. I. Lenin, «Informe político del Comité Central del PC(b) de Rusia», Obras completas, cit.,

vol. 45, pp. 95-97.

[4] Sándor Márai, Memoir of Hungary, 1944-1948, Budapest, 1996.

[5] Moshe Lewin, Lenin’s Last Struggle [1968], Ann Arbor, Michigan, 2005, pp. 131-132 [ed.

cast.: El último combate de Lenin, Barcelona, 1970].

[6] Ibid., Apéndice 1, pp. 146-147.

[7] Ibid., p. 84.

[8] Ibid., p. 133.

[9] V. I. Lenin, «Más vale poco y bueno», Obras Completas, cit., vol. 45.

[10] M. Lewin, Lenin’s Last Struggle, cit., p. 125.

[11] Ibid., p. 124

[12] Alain Badiou, The Meaning of Sarkozy, Londres/Nueva York, 2008, p. 115; ed. franc.: De quoi Sarkozy est-il le nom?, París, 2007.

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