Por
Jorge Rendón Vásquez
Un día de comienzos de agosto de 2002, un antiguo alumno
de la Universidad de San Marcos me llamó por teléfono. Era congresista de la
República y me pidió hablar personalmente conmigo. Lo recibí en mi casa dos
días después. Lo habían nombrado presidente de la Comisión de Trabajo y quería
que lo acompañara como asesor de ésta.
Acepté, con la incierta esperanza de hacer algo por los
trabajadores y la condición de no ser presionado.
De entrada, me llamó la atención en el Congreso el estilo
del trato, que iba desde la cortesanía más genuflexa y ruin hasta las sonrisas
prefabricadas y las farisaicas palmaditas en la espalda. Un mundo de gente
desfilaba por las oficinas de los representantes, sus asesores y secretarias en
pos de alguna ley, prebenda o favor. Algunos de esos viandantes se hallaban
casi aposentados en las oficinas de ciertos congresistas, como gestores de lobbys
empresariales y de familias oligárquicas.
En la Comisión de Trabajo hallé poco de qué ocuparme. Las
grandes faenas contra los trabajadores se habían realizado en la década del
noventa y ningún representante tenía interés en revertir su resultado. El
principal teatro de operaciones en este campo era el Consejo Nacional de
Trabajo, donde los delegados de las centrales sindicales cooperaban a
conciencia entreteniéndose con el señuelo de una Ley General del Trabajo que
por arte de birlibirloque —los habían convencido— restituiría a los asalariados
lo que les habían quitado.
Hacia el mes de octubre el Ministro de Trabajo, un ex
marxista convertido en convicto neoliberal, remitió al Congreso un proyecto modificatorio
de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo, atendiendo a los requerimientos
de la OIT que hacían poner colorados a los delegados peruanos en la Conferencia
anual de esta entidad en Ginebra. No significaba mucho y por eso lo enviaba. Lo
corregí y le agregué dos artículos imprescindibles: uno por el cual los convenios
colectivos no caducarían al año, como disponía la Ley fujimorista; y otro por
el que se admitirían las negociaciones colectivas por rama de actividad,
suprimida por esa ley. El Ministro de Trabajo montó en cólera y movió cielo y
tierra para eliminar esas adiciones. Finalmente, el pleno del Congreso aprobó
el proyecto, incluyendo sólo la abolición de la caducidad anual de los
convenios colectivos, gracias a una extraordinaria gambeta convertida en gol de
media cancha.
En noviembre, el Ministro de Trabajo remitió otro
proyecto sobre las micro y pequeñas empresas. Lo revisé: era una colección de
rimbombantes declaraciones de apoyo a esas empresas: el Estado promoverá,
estimulará, apoyará, etc. Nada en concreto. Me fijé en el régimen laboral. Y
allí apareció su razón de ser.
En las microempresas, que podían tener de uno a diez
trabajadores, éstos percibirían una remuneración mínima menor a la general, no
gozarían de la sobretasa del 35% por trabajo nocturno, ni de los aguinaldos de
Fiestas Patrias y Navidad, y recibirían sólo la mitad de los derechos de los
demás trabajadores: quince días de vacaciones al año, una compensación por
tiempo de servicios de quince días por año y quince días de indemnización por
año de trabajo en caso de despido injustificado. Se declaraba que este régimen
diminuto estaba destinado a fomentar la formalización de las microempresas y
que duraría cinco años.
De plano lo observé, y casi convencí a los delegados de
las microempresas, que se reunieron en un gran salón del Congreso, de que
reducirles los ingresos a sus trabajadores resultaría contraproducente y que,
mejorando la productividad y la calidad, podrían ganar mucho más.
Advirtiendo que su proyecto estaba siendo reducido a
escombros, el Ministro de Trabajo replicó con una ofensiva personal para
sacarme del cargo. El Presidente del Congreso, un médico ultraderechista, conminó
a mi ex alumno, su correligionario, para que me despidiera. Pero éste no lo
hizo. Conversó conmigo y, tras referirme los entretelones de la trama, me dijo
que me retendría. Cuando en cualquier administración le sucede esto al personal
de confianza, la relación se quiebra como un vaso de vidrio. Renuncié.
Estábamos a fines de diciembre. Lo único que pude lograr con ese proyecto fue la
supresión de las remuneraciones mínimas inferiores a la general.
La Ley de las micro y pequeñas empresas sólo pudo ser
aprobada el 3 de junio de 2003 y promulgada el 2 de julio siguiente, el último
día para hacerlo (Ley 28015).
Pero allí no terminó esta historia.
El 19 de julio de 2006, casi a punto de concluir su
período constitucional, los congresistas de todas las bancadas prorrogaron la
vigencia de la Ley 28015 a diez años, lo que quería decir que duraría hasta el 3 de julio de 2013 (Ley 28851).
A sus mentores no les pareció suficiente.
Utilizando indebidamente una autorización para legislar sobre
el Acuerdo de Promoción Comercial del Perú con Estados Unidos (Ley 29157), el
gobierno de Alan García expidió el Decreto Legislativo 1086, el 27 de junio de
2008, modificando en tres aspectos fundamentales la Ley de las micro y pequeñas
empresas: 1) amplió de 50 a 100 el número de trabajadores de las pequeñas
empresas (un 30% más del total de trabajadores dependientes); 2) extendió el
régimen laboral de las microempresas a las pequeñas empresas; y 3) hizo
permanente a este régimen.
Con este decreto, el Partido Aprista, con la anuencia de
los partidos representados en el Congreso, arrolló las reglas admitidas sobre
las pymes (Unión Europea, Estados Unidos, Japón y otros países, en los que las
microempresas hacen más del 90% de las empresas). En todos, las microempresas tienen
de 1 a 10 trabajadores; las pequeñas, de 11 a 50; las medianas, de 51 a 250; y
las grandes, más de 250, y en ninguno los regímenes laboral y tributario de las
micro y pequeñas empresas son menores que los generales para evitar el dumping
social. La utilidad de diferenciarlas es conferirles ciertas ayudas estatales y
acceso a fondos especiales.
Desde que el neoliberal Hernando de Soto (El otro Sendero, 1986), siguiendo las directivas
del Banco Mundial, propugnara hacer minicapitalistas a los campesinos, los inmigrantes
del campo a la ciudad y cuanto trabajador quedase desempleado, de ser posible
formalizándolos, en concordancia con el desarrollo de un capitalismo
supervoraz, la línea de la economía y la política en nuestro país se orienta
hacia esa finalidad que, como un dogma, acatan los gobiernos desde entonces.
Desde los puntos de vista social, jurídico y moral es
inadmisible que trabajadores que ejecutan, en la práctica, labores similares,
perciban ingresos tasados diferentes en función del tamaño de las empresas a
las que prestan servicios. El desgaste de la energía laboral se mide, en primer
término, por la duración de la jornada y la semana de trabajo. A tiempos
iguales de trabajo, las remuneraciones y otras compensaciones deben ser
iguales. La Declaración de Derechos Humanos, prevalente sobre la ley en nuestro
país, dispone: “Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual
salario por trabajo igual” (art. 23º-2). Las menores cantidades pagadas a los
trabajadores de las micro y pequeñas empresas con respecto a las demás —una
forma de discriminación— constituyen una exacción a favor del capital, una
suerte de exorbitante acumulación primaria, posibilitada por la inexistencia de
organizaciones defensivas de esos trabajadores y el desinterés de las centrales
sindicales.
Si los políticos a cargo del Poder Legislativo (la mayor
parte de los cuales parecen cortados por la misma tijera) quieren promover la
formalización de las microempresas deberían reducirles la tasa del IGV y darles
otras facilidades: crediticias, de formación profesional, administrativas, de
comercialización, etc., como lo propuse cuando era asesor de la Comisión de
Trabajo. El resultado sería que un número mayor de estas empresas aumentarían
su productividad, tributarían regularmente y la capacidad de compra de sus
trabajadores se incrementaría.
Una pregunta final: ¿hasta cuándo los opulentos
trabajadores tendrán que subsidiar con su trabajo a los pobrecitos
capitalistas?
(1/7/2013)
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