Guillermo Almeyra
13 octubre 2013
Entre los graves efectos,
para Washington de la guerra actual entre los dos partidos principales y de la
parálisis del gobierno están, por supuesto, las posibles consecuencias de la cesación
de pagos si hasta el 17 de este mes no logran ponerse de acuerdo para evitarla.
Como los locos no comen vidrio, pienso que, a ese respecto, ambos
partidos, defensores por igual del capitalismo, y en particular del
imperialismo yanqui, llegarán a último momento a un compromiso podrido que
permitirá al gobierno estadunidense seguir endeudándose por unos años más.
Pero, como medida preventiva, China y Japón (y en menor medida, la Unión
Europea) presionan ya con inquietud creciente a los medios oficiales de
Washington para asegurar el cobro de la deuda estadunidense, ya que son los
principales poseedores de Bonos del Tesoro de ese país, y principales
acreedores del mismo, y no quieren terminar pagando la disputa entre demócratas
y republicanos. Los países exportadores de petróleo que abastecen a Washington
(Venezuela, México) también están preocupados ya que una eventual cesación de
pagos podría afectar gravemente sus economías, que dependen de las divisas que
obtienen exportando combustible.
Hasta ahora los efectos
irreversibles de esta lucha intercapitalista en Estados Unidos recaen sobre una
sociedad que, desde la Guerra Civil entre el norte y el sur entre 1861 y 1865,
creía masivamente en el “sueñoamericano”, o sea en la posibilidad de una
creciente prosperidad, un creciente igualitarismo, una creciente democracia
local en el marco del capitalismo, porque Dios era estadunidense y respaldaba
al dólar, como el mismo proclama. Ni siquiera el brusco despertar de la Gran
Recesión pudo romper esa ilusión, porque el New Deal de F. D.
Roosevelt combinó enormes obras públicas y subsidios con la entrada forzada en
una gran guerra mundial. Ese tantas veces alabado
“sueño americano” es la explicación principal de por qué en Estados
Unidos, a pesar de la explotación capitalista desenfrenada y de la dureza de la
lucha de clases entre patrones y trabajadores, jamás hubo una izquierda
socialista de masas.
Durante la posguerra, en los
momentos más agudos de la misma, la ilusión en la unidad de clases crujió y se
resquebrajó. Así sucedió, primero, con el movimiento por la igualdad racial y
después, sobre todo, con la oposición de masas a la guerra de Vietnam, que
causó la derrota de Washington en ese país heroico. Posteriormente, como
expresión deformada y como eco lejano de la conjunción entre la lucha contra el
racismo y contra el belicismo (la guerra en Irak), triunfó la candidatura de un
negro advenedizo, llamado exóticamente Barack Hussein Obama, nacido en Hawai
cinco meses después del casamiento de una blanca texana y un padre africano que
se conocieron estudiando ruso.
El Tea Party, la
extrema derecha republicana que repudia la asistencia social y todo lo que
pueda oler a solidaridad y a colectivismo, nació así de la combinación entre,
por un lado, la reacción ante el debilitamiento de la hasta entonces
omnipotencia del imperialismo estadunidense y ante lo que un importante sector
capitalista ve como estatismo invasor y demagógico y, por el otro, la
reproducción exacerbada del racismo y de la creencia de que el de Estados
Unidos es un pueblo elegido por Jehová. Este verdadero eructo ideológico se
expresó también en el crecimiento de los fundamentalismos religiosos que
rechazan la teoría de la evolución, se guían por la Biblia y creen, por
consiguiente, que los dinosaurios vivieron hace 7 mil años… Como en el caso de
los nazis, el irracionalismo, el nacionalismo y el racismo aspiran a ser la
ideología oficial desplazando a los Jefferson y los Lincoln.
Lo nuevo en esta crisis es el
golpe tremendo que sufre la influencia de Estados Unidos y la disminución de su
hegemonía, a pesar de que sigue siendo la primera economía y la primera
potencia militar mundial, capaz de incursionar militarmente en el país que le
dé la gana, como acaba de hacer en Libia o en Somalia. Es también la ruptura
del bloque oligárquico demo-republicano debido al nacimiento de un núcleo
abiertamente racista, belicista y que se opone a las políticas sociales. Es la
oposición masiva y nacional, que aunque por ahora está limitada a los
inmigrantes y a los indignados, potencialmente podría arrastrar a pobres y
excluidos de todas las razas que no creen ya en el “sueño americano” pues
comprueban que carecen de derechos y de futuro y son discriminados, perseguidos
y reprimidos por una sociedad que tiene dos velocidades, una para los blancos
ricos, y la otra para los parias, como en la sociedad que preveía Jack London.
Lo nuevo es también, por
último, que Estados Unidos no puede hacer de gendarme del mundo y, al mismo
tiempo, asegurar la paz interior. No tiene ya el prestigio ni la fuerza para
ello (como se demostró al depender de Rusia para encontrar una salida honrosa a
sus fanfarronadas bélicas en Siria) ni la estabilidad y los medios económicos
suficientes como para asegurar ni siquiera instrucción, asistencia médica, casa
decente y servicios a sus ciudadanos. Está enfermo, según dice The New
York Times, como Italia con la peste Berlusconi que hace que un
sector importante de la clase dominante, que cuenta con un apoyo masivo, no vea
ya los intereses generales del sistema sino sus propios intereses
fascistizantes.
El Financial
Times nos ofrece como perspectiva 20 años de regresión social y The
Economist sólo 10… por supuesto si nos dejamos aplastar pasivamente. El
imperialismo estadunidense envejecido y enfermo es doblemente amenazante porque
su propia debilidad lo empuja a jugarse la vida en aventuras y también porque
nos puede derrumbar encima en un futuro no demasiado lejano, aplastando a los
menos resistentes y contaminando al planeta con su putrefacción.
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