05-03-2014
Que el poder está en el centro de la
vida humana no es ninguna novedad. La historia de la Humanidad, al menos hasta
donde hay registro, es una continua lucha en torno a él. Es, siguiendo a Hegel,
una prolongada, interminable “mesa sacrificial” donde, en su búsqueda, mueren y
mueren cantidades interminables de seres humanos. Y como van las cosas,
analizando con toda atención nuestro mundo y las primeras experiencias
socialistas desarrolladas en el siglo XX, nada indica con certeza que estemos
prontos a entrar en un paraíso libre de conflictos no regido por asimetrías,
donde las luchas por espacios de poder desaparezcan.
Esta
aseveración, por cierto, no invalida de ningún modo la búsqueda de un mundo
donde las relaciones interhumanas pueden dejar de ser tan sanguinaria como las
actualmente conocidas. El ideal socialista de una sociedad planetaria de
“productores libres asociados” que viven solidariamente en mancomunidad, no
puede ser invalidada de antemano, si no se demuestra con total determinación su
imposibilidad. Si esas primeras experiencias socialistas (entiéndase así: ¡primeras!,
nadie dijo que no pueda haber más, corregidas y aumentadas en un futuro
mediato. Valga recordar que los primeros balbuceos del capitalismo nacen en el
siglo XII con la Liga Hanseática, en el norte de Europa, habiendo sido
necesarios siglos para que madurara y se convirtiera en lo que es hoy), si esos
primeros pasos del socialismo no dieron todos los resultados que se esperaba en
relación a la creación de un mundo con relaciones más horizontalizadas, ello no
significa que esa búsqueda no siga siendo válida. Resignarse a que ello no es
posible no está demostrado. La historia, en todo caso, va evidenciando que,
lenta pero invariablemente, esos poderes se van democratizando: ya no hay
faraones omnipotentes que deciden arbitrariamente la vida de sus esclavos, los
reyes medievales son rémoras payasescas, la equidad de género o étnica están ya
puestas como infaltable tema de agenda y las democracias representativas del
capitalismo, aunque no solucionan los problemas cruciales de la Humanidad, son
una avanzada (muy parcial, pero avanzada al fin) con respecto a los regímenes
autoritarios unipersonales. El mundo sigue siendo terrible, injusto,
sanguinario…, pero hay cuotas de mayor civilización. Los poderes omnímodos
pueden comenzar a ser cuestionados. “En la Edad Media me hubieran
quemado a mí; hoy queman mis libros. ¡Eso es progreso!”, dijo Freud
sarcástico ante la entrada de los nazis en su Austria natal. Sarcástico, pero
al mismo tiempo muy agudo.
La
constatación de lo que es el mundo actual y la historia que lo precede tiene al
poder como un eje determinante. Las relaciones entre los seres humanos, sea que
las queramos ver como relaciones interindividuales de tú a tú o como relación
entre grupos, entre grandes masas, entre colectivos de escala planetaria, se
organizan siempre como relaciones de poder. La solidaridad existe, a veces. Y
también el amor (¿cuánto dura el amor eterno? Quizá el de la madre con su hijo
lo sea). Existen, pero siempre en una compleja relación de tensión con su
contrario: con la explotación, con la no-consideración del otro (fácilmente el
otro puede ser “el enemigo”), incluso con el aprovechamiento del otro, con el
más abierto y descarnado odio (¿por qué, si no, se repite siempre la guerra
como una constante en nuestra historia?).
No
estamos diciendo que la “esencia” última del ser humano está dada por una
maldad originaria. Así planteado, el acertijo no tiene solución. ¿Nacemos o nos
hacemos violentos, codiciosos, egoístas? No importa, amén de ser imposible dar
una respuesta acabada. Lo constatable es que, como dijo Marx, “la
violencia es la partera de la historia”. Si nos quedamos con una visión
biologista, fatalista, están de más todas estas reflexiones. Pero creemos
firmemente que se pueden buscar alternativas. ¿Qué otra cosa es, si no, el
socialismo?
Es
constatable que desde que hubo sociedades con una producción más allá del
llenado de las necesidades primarias, es decir: desde que hubo agricultura, los
seres humanos se hicieron sedentarios. Y fue desde allí que claramente podemos
encontrar relaciones de poder entre grandes grupos. Surgen entonces las clases
sociales, vertebradas en torno a la tenencia y acceso a los medios de
producción. La historia de estos últimos diez mil años es la historia de las
luchas en torno al manejo de los mismos. El
poder que marcó estos milenios gira en torno a quién decidía la producción: el
productor real queda ajeno al producto producido y, paradójicamente, se lo
apropia quien no lo ha producido, el dueño de los medios productivos.
Pero
los poderes que atraviesan al ser humano, si bien se anudan en torno a cómo se
resuelve la sobrevivencia diaria (la lucha de clases entre productores y dueños
de los medios de producción), son más. También se dan entre géneros, entre
jóvenes y viejos, entre grupos distintos: entre quien sabe y no sabe, entre
normales adaptados a las reglas de convivencia consensuadas y desadaptados,
entre modos culturales diversos, etc. Es decir, que las relaciones entre los
distintos estamentos, grupos y subgrupos humanos vienen estando marcadas por un
amplio entrecruzamiento de relaciones de poder. La pregunta de fondo en todas
estas relaciones sería: ¿quién manda?
Decir
que esa búsqueda afanosa de poder está en la naturaleza humana es, en todo
caso, atrevido. Podría argumentarse que, con el advenimiento de la agricultura,
cuando hubo más producción de la necesaria para sobrevivir, esa presunta
naturaleza se expresó, y alguien (el más listo, el más fuerte, ¿quién sabe?) se
la apropió, lo cual indicaría que en vez de una espontánea solidaridad
horizontal de base lo que surgió fue un afán de poderío, una voluntad de
imposición. Ello, de todos modos, no pasa de la hipótesis. Hoy, con un mundo
que ha entrado en la producción industrial masiva donde se inventan a diario
necesidades artificiales, esa misma productividad abre las posibilidades para
plantearse un mundo de iguales, de “productores libres asociados”,
como reclamaba Marx. Esa es la propuesta socialista. Y de hecho, en varios
puntos del planeta, esos ideales se materializaron en proyectos sociopolíticos
concretos en el pasado siglo.
Pero
la búsqueda de poder no terminó en esos primeros laboratorios sociales con la
proclamación de una nueva sociedad. Lo cual se evidencia en la forma que fueron
asumiendo esos experimentos. En todos los casos, más allá de las reales y
profundas mejoras que experimentaron las mayorías populares, siguieron
presentes camarillas con amplios, amplísimos en algunos casos, excesivos si se
quiere, cuotas de poder político. Más aún: en todas las experiencias
socialistas siempre apareció una figura mesiánica en el lugar de conductor de
ese proceso transformador: el líder heroico, el comandante, ¿el superhombre?
Curiosa figura que impone más aún reflexionar en torno al poder.
Como
hipótesis podría pensarse que la magnitud del cambio en ciernes es tan grande,
tan monumental (¡cambiar la sociedad!, ¡cambiar la historia!) que se hace
necesaria la aparición de un héroe titánico que pueda conducirlo. Y, por supuesto,
el culto a su personalidad no se hace esperar. Las democracias capitalistas
(esto nos las excluye de ser sanguinarias maquinarias explotadoras y
trituradoras de personas) no necesitan de estos “héroes” casi mitológicos. El
mercado (¡dios mercado!, por cierto) se encarga de regular la vida
social.
Los
poderes, decíamos, vertebran las relaciones entre los seres humanos. El poder
político, el Estado en su acepción moderna como consustanciación última de ese
poder, es en muy buena medida sinónimo de poder sin más, más aún que la misma
clase dominante (para quien el Estado es su instrumento de dominación). Aunque,
lo decíamos, no lo agota: el poder político no es todo el poder. Es su
expresión más descarnada, pero no la única. E incluso en los primeros pasos
socialistas del pasado siglo, esas distintas expresiones de otros poderes (el
patriarcado, el adultocentrismo, el eurocentrismo racista) no dejaron de seguir
estando presentes.
El
poder no es intrínsecamente “malo”. Plantearlo así es un reduccionismo
simplista, un maniqueísmo empobrecedor. El poder es, en definitiva, expresión
de asimetrías, de las distintas diferencias que pueblan la vida humana. No es
malo ni tampoco bueno. Es una demostración de la dinámica que nos constituye,
que nos aleja del instinto animal y nos hace seres simbólicos, sociales.
Dado
que somos humanos, somos finitos, incompletos. La muerte es el límite por
excelencia. Y también la sexualidad; las diferencias sexuales anatómicas
conllevan un límite insalvable: o se es macho o hembra, lo cual, humanizados
que somos, nos fuerza a tomar una identidad, o caballero o dama (en realidad,
somos esto último, sabiendo que esa construcción cultural nunca está libre de
raspaduras y cicatrices). Esos límites, la muerte y la sexualidad, atraviesan
nuestra vida de cabo a rabo, recordándonos día a día que no somos absolutos,
completos, totalidades monolíticas y eternas. El ejercicio del poder es un
fabuloso antídoto contra esto. No contra la finitud, contra la incompletud
(esos son nuestros límites absolutos contra los que no podemos ir). ¡Son un
antídoto contra la angustia que los límites nos provocan!
¿Por
qué el poder fascina tanto? ¿Por qué el ejercicio de cualquier poder (también
los micropoderes: el del basurero más viejo sobre el basurero más joven, el del
conductor de autobús que decide si se detiene en una parada o no, el del
profesor que califica al alumno, etc., etc.) se torna subyugante? ¿Por qué,
incluso, entre los militantes de izquierda, de los partidos socialistas que
decididamente buscan una transformación en las relaciones humanas, se repite
este circuito? ¿Por qué esta sorda, nunca declarada pero real y constante
necesidad de mostrar quién es “más revolucionario”, por ejemplo? Pues porque el
poder nos hace sentir dioses, completos, sin faltas, plenos. La experiencia de
la vida nos enseña que las luchas por poder no son una quimera, una
elucubración filosófica: están en todos lados, en el Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas, en la toma de decisiones de una corporación transnacional, en
el Vaticano, en un rancho precario en el seno de una humilde familia, en un
prostíbulo, en la tienda de barrio.
El
poder es una posibilidad humana que atraviesa, constituye y dinamiza toda
relación. Lo encontramos, con diversos grados de jerarquía y distintas formas
de presentación, en todos los escenarios humanos. Sentir que se lo posee, que
se lo ejerce, nos convierte en deidades. Perderlo, no importando la “cantidad”
de poder de la que se trate, es la muerte. De ahí que los poderes son tremendamente
conservadores, no se comparten, se autodefienden, tienden a perpetuarse.
¿Es
posible construir otra cosa? ¿Podemos zafarnos de estas ataduras y dejar de
estar constreñidos por lo que pareciera una perpetua búsqueda: el poder como
imán que nos atrae? Los ideales socialistas, que más allá de los primeros pasos
ahora revertidos (cae la Unión Soviética, retorna el capitalismo en China) o
puestos en duda (¿hasta dónde resistirá Cuba?), siguen estando vigentes como
norte, son una apuesta en ese sentido. Es decir: constituyen una crítica de los
poderes. No sólo de los económicos políticos, sino de todos. Las consignas del
Mayo Francés del 68 lo dijeron de modo profundo y artístico: “Prohibido
prohibir”, “Nosotros somos el poder”, “La imaginación al poder”.
El
ser humano no puede vivir si no es en sociedad. El mito del individuo aislado
(¿Tarzán quizá?) no es sino eso: mito. Lo humano implica la relación, lo
social, la cultura. Fuera de esa matriz, no hay ser humano. Pero eso implica
también una tensión originaria, una carencia primera que nunca se termina de
colmar: la relación con el otro nunca es de absoluta solidaridad amorosa. El
conflicto, la tensión, la diferencia están en la base de lo humano. De aquí que
nuestra vida nunca pueda ser la regularidad, la “tranquilidad” asegurada por lo
instintivo. La búsqueda perpetua de algo que no sabemos qué es, es lo que nos
mueve, por siempre jamás. Y así llevamos ya dos millones y medio de años.
Que
la búsqueda del poder esté en nuestros genes, es imposible afirmarlo. Quizá,
incluso, sea irresponsable decirlo así, porque no hay forma fehaciente de
demostrarlo. Pero sí es incontestable que, por lo menos el sujeto histórico del
que podemos hablar, afincado en la sociedad de clases y con idea de propiedad
privada, se recorta en relación a él. La apuesta es construir una sociedad de
pares, de iguales, donde no existan estas luchas interminables en torno al
poder. A ningún poder, que es siempre opresor: el de género, el étnico, el
etáreo. Ello debería implicar que podemos soportar sin angustiarnos la finita
condición humana, el sabernos limitados. Puede resultar quimérico, pero el
desafío está abierto.
Rebelión
ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia
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