domingo, 7 de diciembre de 2014

EL FIN DE LA DEMOCRACIA MEXICANA




Con la ayuda de la administración Obama, Peña Nieto está remodelando brutalmente la sociedad mexicana

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06-12-2014


México, 5 de noviembre de 2014: marcha en el Paseo de la Reforma reclamando justicia para los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Foto Miguel Tovar / LatinContent / Getty Images

Ya antes de la trágica desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela normal rural de Ayotzinapa el pasado 26 de septiembre, el presidente de México Enrique Peña Nieto se encontraba al borde del precipicio. Su programa de reforma neoliberal, la sistemática represión de las protestas y su férreo control de los medios ya lo habían transformado en el presidente más impopular de la historia reciente del país.

La enorme agitación que explotó estos últimos días concierne no solamente la criminalidad y la violencia, sino también el poder social y el tema de la política democrática. Y lo que está en juego en la batalla que se libra hoy día por el México actual no es solamente el futuro de la paz y la prosperidad de los habitantes al sur del Río Bravo, sino también la democracia y la justicia  al norte de la frontera.

Antes de asumir el cargo  el 1° de diciembre del 2012, Peña Nieto publicó un artículo en el Washington Post en el que trataba de disipar las inquietudes respecto a sus íntimos vínculos con la vieja guardia, la más corrupta y atrasada del autoritario Partido Revolucionario Institucional, que gobernó el país de 1929 al 2000. Invitaba a los observadores a olvidar el pasado del partido y en su lugar examinar su “plan para abrir el sector energético de México a la inversión privada, nacional e internacional”.

En visperas de su primer encuentro con el presidente Barack Obama en Washington, Peña Nieto afirmaba que tales reformas “contribuirían a garantizar la independencia energética us-americana”, puesto que “México posee la quinta reserva más importante de gas de esquisto a nivel mundial, además de importantes reservas de petróleo en aguas profundas y un enorme potencial en materia de energías renovables”.

Obama, el ejército us-americano y el Congreso aceptaron apresuradamente el pacto con el diablo de Peña Nieto. Apoyarían ciegamente su presidencia a cambio de acciones rápidas para reformar el sector energético.
Durante los dos últimos años, ambas partes cumplieron fielmente sus compromisos. En diciembre de 2013, Peña Nieto hizo pasar a la fuerza la reforma histórica del artículo 27 de la Constitución, poniendo fin al monopolio del Estado sobre la industria petrolera y abrió las puertas a la especulación y a las grandes inversiones privadas por parte de los gigantes internacionales del petróleo. La mayoría de los mexicanos rechazó categóricamente estas reformas, pero fueron aplastados por el buldócer del Congreso de la Unión y esas reformas fueron adoptadas por una mayoría de los Congresos locales en solamente 10 días, sin debate y en violación flagrante del proceso democrático.

Mediante esta reforma legal se autorizó la transferencia de la renta petrolera pública al sector privado, cumpliendo los más anhelados sueños de Washington. Los EE.UU. llevaban años intentando implementar reformas similares en el Irak ocupado. Pero en México un presidente leal y corrupto resultó ser mucho más eficaz que una ocupación militar directa.
Como era de esperar, la mayor parte de la prensa internacional aplaudió vigorosamente la reforma petrolera. “Mientras que la economía de Venezuela se derrumba y se estanca el crecimiento de Brasil, México se está convirtiendo en el productor latinoamericano de petróleo al que vale la pena seguir de cerca – y un modelo en cuanto a la forma en la que la democracia puede servir un país en vía de desarrollo”, escribía el Washington Post en un editorial. El Financial Times proclamaba con entusiasmo que “el voto histórico de México a favor de la apertura de su sector petrolero y gasífero a la inversión privada, después de 75 años bajo el yugo del estado, representaba una jugada política maestra para Peña Nieto". Por su parte la revista Forbes señaló que si bien el anterior presidente Felipe Calderón “había tal vez impulsado reformas reales en el sector, era Peña Nieto el que entraría en los libros de historia”. Desde que Peña Nieto tomó el poder, el gobierno de los EE.UU. no ha emitido ninguna condena sobre la corrupción o las violaciones de los derechos humanos en México. Esto en un contexto en el cual las principales organizaciones internacionales tales como Human Rights Watch, Artículo 19, y decenas de ONG locales han documentado un aumento escandaloso de la represión de las protestas y de la violencia contra la prensa bajo la actual administración. La tímida reacción del gobierno us-americano frente a la masacre de los estudiantes acaecida el 26 de septiembre forma parte de una estrategia consistente en mirar hacia otro lado.

 -Pregunta: ¿es hora de terminar la guerra contra el narcotráfico?
- Respuesta unánime: ¡NO!

Pero el gobierno de los EE.UU no se limitó a permanecer como simple observador. También reforzó su implicación directa en la guerra contra el narcotráfico en México. El Congreso asignó miles de millones de dólares al financiamiento del sistema de seguridad del gobierno mexicano durante estos últimos años. Las autoridades mexicanas y us-americanas establecieron Centros de fusión de inteligencia en todo el país con el fin de compartir informaciones. Y el Wall Street Journal acaba de revelar que agentes us-americanos portan uniformes militares mexicanos para participar directamente en misiones especiales, como el reciente arresto de Joaquín “El Chapo” Guzmán, el poderoso jefe del cártel de Sinaloa.

Ahora que la legitimidad de la administración de Peña Nieto se derrumba como un castillo de naipes, que fue claramente simbolizada por la quema pública de su enorme efigie en la plaza del Zócalo, el jueves pasado en el centro de la Ciudad de México, la pregunta que todo el mundo se hace es si el gobierno us-américano continuará la lucha hasta el final para defender a Peña Nieto o si todavía existen dentro del establishment político de los EE.UU. márgenes de maniobra en favor de la paz y de la democracia al sur del Río Bravo.

Las medidas tomadas recientemente por las autoridades mexicanas indican que continuarán recibiendo el apoyo indefectible de Washington.
Según varios testigos, durante las enormes manifestaciones del 20 de noviembre en México, provocadores encapuchados lanzaron cocteles molotov a la policía, y asistieron tranquilamente al maltrato de periodistas y de observadores de derechos humanos, así como al arresto de inocentes estudiantes. Peña Nieto inmediatamente hizo inculpar a 11 estudiantes por delitos federales graves –terrorismo, crimen organizado y conspiración- y los hizo encerrar en cárceles de alta seguridad a cientos de kilómetros de la capital.
Y el domingo pasado, 23 de noviembre, el poderoso secretario de Marina, el general Vidal Francisco Soberón Sanz, hizo una demostración sin precedente de activismo político declarando públicamente que las fuerzas armadas no sólo están comprometidas en la lucha contra el crimen organizado y el tráfico de droga, sino que también  están listas para intervenir en apoyo al proyecto político neoliberal de Peña Nieto para “mover a México”. Cables de Wikileaks e informes independientes revelaron que el gobierno de los EE.UU mantiene una particular cercanía con la Marina de México, siendo esta institución castrense la favorita ante los demás cuerpos de seguridad del país.

Si la situación permanece con el rumbo actual, México podría pronto seguir el camino de Perú durante el autogolpe de Alberto Fujimori de 1992, ante los ojos de la administración Obama. A menos que los ciudadanos us-americanos alcen la voz en apoyo y solidaridad con sus vecinos mexicanos, el país podría convertirse en la presa de una nueva guerra sucia apoyada por los EE.UU contra estudiantes y militantes, similar a la represión durante los años 70 y 80, que costó centenares de miles de vidas en Guatemala, en El Salvador, en Nicaragua y en Honduras. Aún es tiempo de actuar antes que la América del Norte de hoy se convierta en una copia de la América Central de hace 30 o 40 años.

Durante una ceremonia en el Palacio Nacional en México, DF, el jueves 27 de noviembre 2014, Enrique Peña Nieto anunció un nuevo plan anticrimen que incluye la introducción de un número o documento nacional de identidad, que le da al Congreso el poder de disolver gobiernos municipales corruptos y y de poner las fuerzas de policía locales - a menudo corruptas - bajo el control de los gobiernos de los 31 estados del país (que, obviamente, no son para nada corruptos). El plan se centrará inicialmente en cuatro de los estados más conflictivos de México: Guerrero, Michoacán, Jalisco y Tamaulipas. Foto Eduardo Verdugo / AP.


¡NO TODOS SOMOS AYOTZINAPA!

06-12-2014


Nada indigna más del grupo gobernante encabezado por Enrique Peña Nieto que su pretensión, fracasada, de eludir su evidente responsabilidad en el crimen de Estado y lesa humanidad perpetrado contra los estudiantes normalistas en Iguala, descargando toda la culpa de las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones forzadas sobre las autoridades municipales y la llamada delincuencia organizada, al grado increíble de intentar mimetizarse con las víctimas y con quienes los han apoyado, al asumir, como padre de familia y como un mexicano más, el grito de todos somos Ayotzinapa. Pero, no todos somos Ayotzinapa. El mensaje presidencial del 27 de noviembre y su propuesta de 10 puntos no sólo no convencieron a nadie, sino que constituyen un agravio más para los estudiantes asesinados, heridos y desaparecidos, para sus familiares y para todos los hombres y las mujeres que en el mundo entero se han visto sacudidos por los hechos del 26 y 27 de septiembre, y por el mutismo gubernamental sobre el paradero de los 43 normalistas, trascurridos más de dos meses de su desaparición.

Los puntos 1, 2 y 3 de las 10 acciones del mensaje presidencial están destinados a restar competencias en materia de seguridad a los ya de por sí debilitados municipios de una República supuestamente federal, con base en la insostenible tesis de que sólo estas instancias gubernamentales son las que se encuentran infiltradas por el crimen organizado. Si tomamos como representativo el caso de Iguala, es factible observar, por omisión y comisión, la responsabilidad directa o indirecta de autoridades políticas de los tres niveles de gobierno, de las fuerzas armadas y de los aparatos de seguridad e inteligencia a escala federal. Las experiencias comprobadas de penetración delincuencial de policías estatales, federales, Ejército y Armada, la complicidad de jueces y ministerios públicos, así como la violación sistemática y permanente a los derechos humanos por parte de todas estas autoridades civiles y militares, han sido rei­teradamente manifiestas a lo largo de estas décadas de desastre humanitario.

A su vez, eludir la responsabilidad federal y estatal y ubicar el problema en el ámbito de los gobiernos locales permite continuar estigmatizando y criminalizando las únicas experiencias efectivas contra la delincuencia organizada que, representadas por las policías comunitarias y los sistemas de justicia indígena, como en los casos de la CRAC-PC de Guerrero, o Cherán, Michoacán, o las Juntas de Buen Gobierno zapatistas, en Chiapas, han fortalecido en estos espacios, y con mucha efectividad, sus procesos autonómicos.

La clave única de identidad (punto 5 del mensaje presidencial citado), más que combatir al crimen organizado, pretende un mayor control de la población para efectos represivos y de criminalización de la protesta social, mientras la referencia al número telefónico único 911, para pedir auxilio en caso de emergencia (punto 4) es, por decir lo menos, ridícula, cuando la actual situación de crisis tiene como origen al mismo Estado y sus deterioradas y deslegitimadas instituciones.

Los puntos 7 y 8 del citado mensaje, destinados a proponer reformas adicionales con el propósito de hacer efectivo el acceso a la justicia y enviar iniciativas en materia de tortura, desaparición forzada y ejecuciones extrajudiciales, constituyen a su vez una hipócrita, limitada, insuficiente y tardía medida, después de décadas en que múltiples organizaciones de familiares y defensores de derechos humanos han denunciado al Estado mexicano justamente por estas prácticas tan arraigadas como sistemáticas a lo largo de décadas. Así, ¿cuál es la razón por la que los detenidos hasta ahora por la masacre de Iguala no han sido acusados de estos delitos de Estado y lesa humanidad? Pese a las más de 40 mil desapariciones forzadas sufridas en el país por años, no hay un solo funcionario que purgue sentencia alguna por este delito. Permanecen impunes los crímenes de la guerra sucia y las ya conocidas masacres de la historia contemporánea de México, y ningún civil o militar ha sido llevado a juicio ni castigado; por el contrario, muchos genocidas notorios gozaron de ascensos, pensiones y prebendas, y algunos de ellos, como Echeverría, Zedillo y Calderón, se protegen en la impunidad y el fuero de facto por haber sido jefes de Estado.

Los puntos 9 y 10, destinados al combate a la corrupción y a contar con un portal de información sobre proveedores y contratistas del gobierno federal, ponen en evidencia la necesidad política –también fracasada– de responder a las acusaciones y denuncias públicas de violación a varias leyes relativas a las responsabilidades de funcionarios públicos en ejercicio de sus funciones, violaciones perpetradas por parte del actual encargado del Ejecutivo federal, Enrique Peña Nieto, quien según parece se benefició, junto con su familia, de su asociación equívoca de muchos años con reconocidas empresas constructoras y de comunicación, ganadoras de jugosos contratos gubernamentales. En cualquier país del mundo donde existe un estado de derecho, un escándalo como el de la llamada Casa Blanca hubiera llevado al juicio político y/o a la renuncia del jefe de Estado, mientras que en México se da por sentado que basta con simples comparecencias mediáticas de terceras personas –que en realidad propician mayores suspicacias, especulaciones y sospechas– para que delitos graves por parte de la autoridad máxima del país no sean debidamente investigados por los órganos competentes y queden diluidos en comentarios de las redes sociales y en escarceos legislativos sin consecuencia de la izquierda domesticada.

Si de fortalecer el estado de derecho se tratase, lo primero que habría que hacer es presentar con vida a los 43 normalistas de Guerrero, e investigar todas las líneas de mando de quienes participaron en los hechos de septiembre, y también –asunto no menos relevante–de quienes no impidieron la tragedia por complicidad, porque así convenía a sus intereses económicos y políticos, para que comparezcan ante la justicia. Mientras tanto, hay que reiterarlo, no todos somos Ayotzinapa, ni podemos estar unidos víctimas y victimarios.


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