ALAI,
América Latina en Movimiento
10-01-2015
Antes del
17 de diciembre de 2014, era natural y frecuente la interrogante de por qué los
Estados Unidos no cambiaban la política de aislamiento contra Cuba, a pesar de
su ostensible fracaso, como reconoció ese día el propio presidente
norteamericano Barack Obama, en una demostración de coraje político nunca
alcanzado por aquellos, entre sus predecesores en el cargo, que en algún
momento tuvieron la intención de producir un cambio significativo en la
relación entre los dos países vecinos. Aunque se mantienen en pie los
componentes centrales del bloqueo económico y de la actividad de subversión
política contra Cuba, la anunciada reanudación de las relaciones diplomáticas
entre ambos gobiernos tiene un significado muy positivo, al permitir una
interacción civilizada que podría propiciar, a su vez, nuevos y más abarcadores
entendimientos sobre los temas esenciales de la agenda bilateral, con vistas a
lograr la construcción de una relación plenamente normalizada y de respeto
mutuo, pese a las previsibles acciones obstaculizadoras que intentarán
determinadas fuerzas retrógradas.
Al considerar las probabilidades de éxito del ya
encaminado proceso de normalización, resulta pertinente evaluar las posibles
motivaciones de la parte norteamericana dado que, en el caso del gobierno
cubano, desde hace muchos años este había dejado en claro su interés de
alcanzar tal objetivo, siempre que ello se produjera en condiciones de pleno
respeto a la soberanía de Cuba, como corresponde de acuerdo al derecho
internacional. Así, surge la cuestión sobre las razones que llevaron al
gobierno norteamericano a acordar la reanudación de las relaciones diplomáticas
precisamente en este momento, la cual no admite respuestas simples sino que
debe conducir a la consideración de un grupo de elementos.
El más obvio de ellos es la capacidad de
resistencia demostrada por el pueblo cubano y la firmeza de sus líderes
políticos durante 55 años. Esto ha permitido al país desarrollar una política
exterior de principios, de vocación global e internacionalista, pero que a la
vez ha sido ajustada de manera inteligente y exitosa en diferentes momentos a
las condiciones cambiantes del sistema internacional, obteniendo resultados
impresionantes y muy por encima de lo que se hubiera podido esperar a partir de
la simple consideración de los recursos de poder tangibles a disposición de
Cuba, siempre muy limitados.
Pero esto, por sí solo, no explica el giro decidido
por el gobierno de Obama. Para ello, además, fue necesaria la concurrencia de
cuatro condiciones que lo hicieron posible y que consideraremos a continuación
de manera sucinta, sin pretender una relación exhaustiva.
En primer lugar, se ha producido un cambio
fundamental en la correlación internacional de fuerzas con respecto al orden
mundial que emergió tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Según los datos
más recientes del Fondo Monetario Internacional, si se miden de manera ajustada
al poder adquisitivo de la moneda de cada país, el producto interno bruto
norteamericano ha sido ya superado por el de China. Ello no significa que los
Estados Unidos no sigan siendo la única superpotencia mundial, ya que a nivel
internacional todavía no existe un contrapeso efectivo a su superioridad
general resultante de la combinación de sus recursos militares, políticos,
ideológicos, económicos, científico-tecnológicos y culturales. Sin embargo,
cada vez se hace más evidente que ya no puede imponer sus designios en el mundo
como lo hacía antaño. En su todavía vigente Estrategia de Seguridad Nacional,
publicada en 2010, se ratifica de manera diáfana la vocación hegemónica de los
Estados Unidos al punto de que, siendo un documento de 60 páginas, el vocablo
«liderazgo» (u otros derivados del mismo) es empleado eufemísticamente 71
veces, en referencia al papel que, de modo supuestamente ineludible y
providencial, le correspondería desempeñar a este país en el mundo (cfr. The
White House: National Security Strategy, Washington D.C., 2010). Pero si
los Estados Unidos aspiran seriamente a conservar tal liderazgo tendrán que
prestar cada vez más atención a la imagen proyectada por sus acciones y a las
percepciones internacionales sobre su comportamiento internacional. La obsesión
por imponer su voluntad y doblegar a un país vecino pequeño e
internacionalmente muy reconocido, y el rechazo prácticamente unánime a su
política de bloqueo, reiterado cada año en la Asamblea General de las Naciones
Unidas, no contribuyen precisamente a tal empeño.
En segundo lugar, América Latina y el Caribe
también ha cambiado mucho y para bien. Con gobiernos de muy variado perfil
político e ideológico y movimientos sociales con mucha mayor capacidad de
movilización, en la actualidad la región es el escenario de múltiples esfuerzos
de concertación, cooperación e integración que conllevan la reafirmación de una
postura de mayor autonomía y de defensa de los intereses propios, evitando
alineamientos externos injustificados y rechazando el servilismo que
predominaba en el pasado. Desde la década de los setenta y sumándose a México,
varios países latinoamericanos y caribeños comenzaron un proceso para
normalizar las relaciones con Cuba y acogerla nuevamente en los mecanismos de
concertación y cooperación regional, el cual se aceleró y profundizó
extraordinariamente a partir del nuevo ciclo en las relaciones interamericanas
iniciado en diciembre de 1998, con la primera victoria electoral de Hugo Chávez
en Venezuela. Este retorno de Cuba a los procesos multilaterales de la región
se vio coronado con la concertación de una posición unánime de América Latina y
el Caribe de rechazo a la política norteamericana de bloqueo y de hostilidad
contra Cuba, acompañada de una demanda colectiva para su participación en las
cumbres de jefes de Estado y de Gobierno del hemisferio, de las que había sido
rutinariamente excluida desde su primera edición en 1994, en la ciudad de
Miami.
En tercer lugar, Los Estados Unidos también
cambiaron. La elección por primera vez de un presidente negro fue un hecho
realmente extraordinario, cuyo significado no se limita a lo simbólico ni a la
cuestión racial en ese país. Por otra parte, dentro de su clase dirigente se
van abriendo paso, aunque con muchas dificultades, las fuerzas y voces que
abogan por una conducción más realista de la política exterior norteamericana y
que alertan sobre la necesidad de que esta tienda a ajustarse a los verdaderos
intereses vitales y a los recursos del país, así como a las restricciones
externas cada vez mayores que tendrá que enfrentar a partir de la emergencia de
otros centros de poder en el mundo. Esta incipiente tendencia incluso ha tenido
expresión, aunque de manera contradictoria, en el pensamiento político del
propio Obama -en la medida en que ese pensamiento puede discernirse a partir
del análisis de sus discursos y declaraciones- y en el de algunos de los funcionarios
más prominentes de su gabinete, como el secretario de Estado John Kerry y el
saliente secretario de Defensa, Chuck Hagel. Es así que, a pesar del hecho de
que su gobierno ha dado continuidad e incluso ha ampliado el alcance de algunas
de las políticas más reprobables establecidas por el gobierno predecesor de
George W. Bush, como las ejecuciones sumarias y extrajudiciales mediante los
ataques con drones que incluyen a incontables víctimas inocentes, al mismo
tiempo ha buscado poner fin a la práctica de la tortura y a la infame prisión
de la Base Naval de Guantánamo, situada en territorio de Cuba indebidamente
ocupado.
Por último, y no por ello es un factor menos
importante que los antes mencionados, Cuba también cambió y seguirá cambiando.
Puede afirmarse que la economía ha sido históricamente la gran asignatura
pendiente del proceso revolucionario cubano, lo cual ha estado determinado en
buena medida –si bien no de manera exclusiva- por el prolongado y abarcador
bloqueo económico y financiero impuesto por los Estados Unidos contra el país.
Por eso no es casual que los temas económicos hayan ocupado el centro de la
atención de las autoridades cubanas durante la última década. El proceso de
reformas en curso busca colocar a la economía en un nivel de eficiencia que
permita satisfacer las necesidades de su población y sostener los tremendos
logros alcanzados en materia de justicia social, expresados principalmente en
el acceso universal y gratuito a la salud y la educación, una quimera para
miles de millones de personas en todo el mundo. Por otra parte, la reforma de
la política migratoria en vigor desde el 2013 y la nueva legislación sobre la
inversión extranjera aprobada el pasado año también han tenido un indudable
impacto en la conformación de una situación mucho más favorable alrededor de
Cuba, potenciando su privilegiada posición geográfica y las posibilidades de
intensificar los proyectos conjuntos y las asociaciones con actores externos
regionales y extrarregionales.
En resumidas cuentas, con la política de bloqueo
económico y de subversión política contra Cuba, los Estados Unidos solo han
perjudicado sus propios intereses al deteriorar su imagen internacional,
mantener un factor de irritación y de divergencia en sus relaciones con América
Latina y el Caribe, y automarginarse de las oportunidades económicas que abre
el actual proceso de cambios en Cuba. Y si bien tales oportunidades pudieran
parecer pequeñas en términos absolutos para un país de las dimensiones de los Estados
Unidos, su valor relativo se acrecienta en la medida en que se va configurando
un entorno mundial cada vez más competitivo. Por todas estas razones y
seguramente algunas otras, el gobierno de Obama, de manera realista e
inteligente, optó por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con
Cuba.
- Roberto M. Yepe Papastamatin es profesor e
investigador en el Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos de la
Universidad de La Habana.
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