23-05-2015
La inmensa
mayoría de los que discuten sobre cuál debe ser la actitud de los ciudadanos
ante las elecciones del 7 de junio dan la impresión de estar ponderando las
opciones en un Estado de Derecho y en una situación normal.
México, sin
embargo, no es Suiza o Suecia: es un país donde el gobierno está en guerra contra
su propio pueblo y ocupa permanentemente con los militares casi todo el
territorio nacional. Es un semiEstado en descomposición moral y política donde
la camarilla que gobierna es ilegal e ilegítima, llegó a sus cargos mediante el
fraude y debe enfrentar diversos poderes armados que van desde el EZLN, las
policías comunitarias y las autodefensas, por un lado, hasta los diversos
cárteles delincuenciales, por el otro.
México es un
país donde los capitalistas que gobiernan están llevando a cabo una feroz
ofensiva contra el nivel de vida - que siempre fue miserable pero que empeora
rápidamente- de la inmensa mayoría de la población, en alianza con la parte muy
cuantiosa del capital invertida en el narcotráfico, la trata de personas y de
órganos y el contrabando de armas.Todo esto constituye desde el punto de vista
electoral un inmenso fraude generalizado y sexenal, con una endeble máscara de
legalidad constitucional, y anula la posibilidad de libre expresión y de libre
elección por parte de los ciudadanos comunes.
Las llamadas
“elecciones” son simplemente una maniobra para tratar de dar una apariencia de
legalidad a la pequeña camarilla que decide todo, está desmantelando las
conquistas democráticas obtenidas por la Revolución mexicana, entregando los
recursos del país (el petróleo, el agua misma) a las transnacionales y
destruyendo las bases de un Estado independiente porque ya no hay mucha
diferencia entre la situación político-económica de una colonia como Puerto
Rico y la de México.
En México no
es creíble simular hacer elecciones “normales” cuando hay decenas de miles de
muertos, otras tantas de desaparecidos y una parte importante del aparato
estatal–que incluye altos jefes militares y policiales y autoridades
municipales y estatales- es socia de los delincuentes o está comprada por
éstos.
Por eso
estas elecciones no son más que una redistribución formal de los puestos entre
los servidores del poder de una camarilla oligárquica, una farsa comicial
fraudulenta y nula. De esta maniobra para la opinión pública internacional
saldrá un PRI-PAN “triunfante” y muy mayoritario y habrán migajas para los
paleros con camiseta doble. Es ridículo creer que esa maniobra se puede torcer
presentando una opción que acepte el régimen y sus reglas amañadas.
Allí donde
sea posible, gracias a las movilizaciones y al nivel de conciencia en la
región, la farsa debe ser impedida, reduciendo al mínimo la cantidad de
participantes en la misma y demostrando así, a los ojos de México y del mundo,
que los “ganadores”, si los votos válidos no superan el treinta por ciento
entre todos los grupos participantes, no representan en realidad sino un 10 o
15 por ciento de los votantes (y eso incluso con el clientelismo y la compra de
votos).
Aunque los
gobiernos extranjeros felicitarán en ese caso a la camarilla ilegítima de Los
Pinos, en sus embajadas el personal podrá ser siniestro pero no es pendejo,
sabe contar e informará sobre cómo leer las elecciones. Como plantean los
familiares de los desaparecidos de Ayotzinapa y los maestros democráticos,
entre otros, en Guerrero, Michoacán o Oaxaca es posible y necesario hacer
propaganda mediante manifestaciones y bloqueos a favor del boicot a estas
elecciones fraudulentas que se realizan con las víctimas de esta dictadura
disfrazada apenas enterradas o todavía desaparecidas y con los asesinos libres.
En otros
estados de la República, en cambio, quizás no exista una relación de fuerzas
tal que permita el boicot. En tal caso, la regla debería ser escoger una
táctica que permita al mayor número posible de trabajadores y demócratas
avanzar en su organización y en su conciencia sea eligiendo entre los
candidatos alguno con una trayectoria digna, sea organizando la anulación
masiva de los sufragios o mediante la abstención, para que salga a luz la soledad
de los supuestos “triunfantes”.
Es cierto
que, en principio, la abstención o la anulación del voto, favorecen a los
servidores de la oligarquía. Éstos mantendrán sus puestos en las gobernaciones,
los municipios y las Cámaras. Pero lo verdaderamente importante no es la
agitación de estas marionetas en los tinglados de las instituciones totalmente
desprestigiadas del semi-Estado. Es la organización en la lucha contra el
fraude de las víctimas del sistema y de esta maniobra electoral de la
oligarquía gobernante. Es la reducción al máximo de los votos válidos que
demostrará la orfandad absoluta de los ocupantes del aparato del Estado que
quieren con estos comicios aparecer ante el mundo como si fuesen democráticos y
respetuosos de una Constitución que pisotean todos los días.
Lo que
decide no son las urnas sino reforzar el triunfo de los jornaleros de San
Quintín obligando a los patrones y al gobierno a pagarles los 200 pesos por día
de trabajo de ocho horas o apoyar la lucha de la tribu yaqui y del conjunto de
organizaciones que la respaldan hasta asegurar el fin de la represión y
garantizar que el agua, bien común y derecho humano por excelencia, no será
entregada a los capitalistas para que lucren con ella a costa de las
necesidades de indígenas y campesinos.
Las
elecciones no son el objetivo sino para los oportunistas. Son en cambio un
terreno de lucha para aumentar la organización y la seguridad en sí mismos de
los que ya han elegido en su fuero interno imponer la justicia y la democracia
echando a los espurios y corruptos que ocupan los puestos de este semiEstado y
sirven a Estados Unidos.
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