Miércoles,
29 Julio 2015.
Alejandro
Sánchez Lopera
La Bogotá para pocos ha sido la
realidad durante más de un siglo. Y las élites bogotanas, mezquinas como
ninguna, encontraron en el egoísmo exacerbado de las clases medias y medias
altas, la caja de resonancia perfecta para preservar sus privilegios.
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La seguridad y la movilidad en
Bogotá aparecen como dos preocupaciones, con toda razón, decisivas. Pero el
hecho de que sean decisivas no quiere decir que sean las únicas. Para Petro
fue más importante visibilizar, desde el Estado, que el problema central de
Bogotá es la inmensa división desigual entre ricos y pobres; la segregación y
grotesca exclusión clasista que estructura a la Capital. Evidenciar que
Bogotá ha estado históricamente en manos no sólo de mafias, sino de
empresarios privados que durante décadas se lucraron de recursos y escenarios
que son de todos, que son públicos. Es decir, Bogotá ha sido históricamente
una ciudad privatizada. Y elitista. Sin embargo, el foco de la discusión se
traslada hacia el odio a Petro, y a su falta de criterio gerencial. ¿Por qué?
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La seguridad y la movilidad
responden al día a día y su urgencia. Ahora, ¿se puede reducir una ciudad a
esas dos cosas? La inseguridad desborda las atribuciones de la Alcaldía, y
obedece de forma estructural a los problemas del sistema de justicia. La
crisis de la movilidad podría leerse por su parte desde la compulsión de la
gente a comprar carro. Porque, ¿no es acaso la infinidad de carros que hay en
Bogotá la que causa el trancón interminable? La gente quiere que no haya
trancón, pero quiere tener dos carros. En lo referente a la seguridad, como
dice Petro, hay que esperar al 1 de enero para conocer una imagen ponderada
de la situación real. Ese día, por lo menos en los medios de comunicación,
por arte de magia Bogotá será otra. El pánico creado en torno a la
inseguridad pulula en los noticieros de la mañana y el mediodía: parecería
que en Bogotá no se puede siquiera salir a la calle –a pesar de que los
índices de homicidio han disminuido significativamente-. La situación de
Bogotá hoy, dicen muchos, es catastrófica.
Para mí lo catastrófico es todo
el proceso que desembocó en lo que tenemos hoy. Un proceso, por supuesto,
iniciado un siglo atrás por los gerentes que muchos quieren hoy ver de
regreso a la Alcaldía. Pero ¿luego los gerentes no son para las empresas? ¿Y
no han sido gerentes de suntuosas familias bogotanas, los que convirtieron
durante todo un siglo a esta Ciudad en lo que es hoy? Bogotá como una empresa
lucrativa para unos pocos: ¿no es eso lo que ha sido Bogotá durante más de un
siglo? ¿Y no viene de ahí su postración?
Bogotá como fuente de lucro
entonces, y como fuente de discriminación porque ¿a quién se le ocurrió que
Bogotá podía ser para todos? Carlos Rincón, destacado intelectual -que ni es
gerente ni quiere ser alcalde- ha mostrado en detalle los cimientos clasistas
y elitistas sobre los que Bogotá construyó su auto-imagen como presunta
Atenas de Suramérica. Al autoerigirse como Atenas, Bogotá no sólo ocultaba su
persistente realidad de aldea (y no de metrópolis): “Con ‘la Atenas de
Suramérica’ estamos ante un caso inusualmente complejo de
auto-monumentalización que debía proveer el aura legitimadora para ejercer el
poder desde el estado autoritario en Colombia, e imponer una forma de
sociedad que excluyó la expresión democrática de puntos de vista en
conflicto”i. Una sociedad presuntamente muy culta, muy bien
hablada, pero absolutamente jerárquica, barricada contra la experiencia de
cambio político democrático.
Las razones por las cuales esa
auto-consagración como Atenas sólo sucedió en Bogotá -y no en otra parte del
continente-, permiten entender parte de los prejuicios en los que se incuba
el odio hacia Petro: la Atenas de Suramérica terminó siendo gobernada por un
plebeyo. Un indigno, indeseable y, para colmo, exguerrillero. Y eso es
imperdonable. Ahora, ¿qué Bogotá quiere la gente que tanto odia a Petro? ¿la
ciudad donde la pobreza y la segregación no son un asunto de debate público?,
¿la Bogotá para los constructores, de edificios multiplicados
exponencialmente en cada cuadra?, ¿la Atenas del altiplano donde se cobran
arriendos haciéndonos creer que vivimos en Nueva York?, ¿la Bogotá como un
inmenso parqueadero?, ¿la de grandes clanes empresariales usurpando los
servicios públicos, lo que es de todos?, ¿la del temor a la densificación
urbana por la mezcla de estratos sociales? o ¿la Bogotá-metrópolis-sin metro
y repleta de transmilenios saturados?
La Bogotá para pocos ha sido la
realidad durante más de un siglo. Y las élites bogotanas, mezquinas como
ninguna, encontraron en el egoísmo exacerbado de las clases medias y medias
altas, la caja de resonancia perfecta para preservar sus privilegios. La
mezcla de mentalidades empresariales y prejuicios de exclusión cultural entre
estratos, explica entonces el escándalo que causó la eliminación del
contraflujo por la carrera séptima, que privilegió durante años a los
residentes del norte; el día sin carro -ah, qué afrenta-; la aprobación del
Plan de Ordenamiento Territorial; un POT que por fin tuvo en cuenta al medio
ambiente, y no a los mercaderesii; la prohibición de la crueldad
hacia los animales que divierten en las plazas a algunos atenienses andinos.
O el proponer que la política de vivienda para las víctimas no se ubicara en
los barrios periféricos, enervó el reiterado hábito de segregación de muchos
de los habitantes de la Atenas. Al final del día, el escándalo es que los
humildes por fin tengan lugar en la Ciudad.
La Bogotá para todos es
entonces solo una posibilidad. Que quiérase o no, cobró forma real durante la
administración de Petro. Para bien y para mal. Con errores y aciertos. El
problema para el votante de izquierda es caer en la impaciencia o, peor aún,
en el desencanto. La forma en que, desilusionados, sectores de la izquierda
se han ensañado visceralmente contra Petro es capítulo aparte -pero igual
parte de esta historia. El dilema es que enfrentar más de un siglo de
vigencia del proyecto de la Atenas requiere más que cuatro años. Necesita,
precisamente, la paciente construcción de un proceso democrático a largo
plazo. Requiere construir hegemonía, constituir un proyecto lo más
democrático posible, como precisamente lo ha intentado Petro. Y acaso ¿no se
trata de eso la política? ¿O seguiremos, impacientes, pensando ciudades sólo
para los conductores de carro, y para los empresarios?
Por eso cuando el antiguo
gerente de Bogotá, que hoy quiere recuperar su ansiado trabajo, dice que su
obsesión será la seguridad; o cuando dice que “criminalidad impide turismo e
inversiones que podrían generar empleos bien remunerados”, cabe recordar las
palabras de Aimé Césaire: “Oigo la tempestad. Me hablan de progreso, de
«realizaciones», de enfermedades curadas, de niveles de vida por encima de
ellos mismos. Yo, yo hablo de sociedades vaciadas de ellas mismas, de
culturas pisoteadas, de instituciones minadas, de tierras confiscadas, de religiones
asesinadas, de magnificencias artísticas aniquiladas, de extraordinarias
posibilidades suprimidas. Me refutan con hechos, estadísticas, kilómetros de
carreteras, de canales, de vías férreas”.
***
iCarlos Rincón. Las tres Atenas.
http://revista.drclas.harvard.edu/book/bogot%C3%A1-spanish-version
Manuel Rodríguez
iiBecerra. Bogotá en el siglo XXI. http://www.manuelrodriguezbecerra.com/ti_petro.html
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