10-08-2015
El gobierno brasileño se defiende contra las
cuerdas, el uruguayo enfrenta una exitosa huelga general, en Venezuela hay
saqueos, en Bolivia dinamitazos y protesta indígena. ¿Qué pasa con los
gobiernos" progresistas"?
Luiz Inácio Lula da Silva llegó al gobierno
brasileño en 2003, empujado por las grandes huelgas de los 1970 que contribuyeron
decisivamente a derrotar a la dictadura militar y por las campañas
presidenciales de 1989 y sucesivas, que fueron proyectando al Partido de los
Trabajadores como una fuerza electoral. Un gran ascenso obrero y popular creó
un bloque social entre los obreros industriales, los campesinos pobres y
sectores de las clases medias (comunidades cristianas de base, grupos de
izquierda tradicional o revolucionaria) pero Lula llegó a la presidencia de
Brasil cuando estaba terminando esa primera ola ascendente de resistencia a las
políticas neoliberales.
Dicha ola estuvo marcada por el éxito electoral en
México de 1988 del movimiento de Cuauhtémoc Cárdenas que instauró desde
entonces en el país la fase de los fraudes masivos, por el caracazo (con la
masacre del 28 de febrero de 1989) y la posterior sublevación chavista, por el
derrocamiento de dos presidentes ecuatorianos en los 90 por el movimiento
indígena ecuatoriano y su CONAIE, creada en los 80, por el levantamiento
zapatista en Chiapas en 1994 y culminó con el estallido social en Argentina de
2001 y el derrocamiento del presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada en
2003 como consecuencia de la llamada guerra del gas . Hugo Chávez llegó al
gobierno venezolano en 1998, Néstor Kirchner en 2003, Evo Morales, en Bolivia,
y Tabaré Vázquez, del Frente Amplio en Uruguay, en 2005, Rafael Correa, en
Ecuador, en 2007.
Desde entonces Sudamérica vive con gobiernos
denominados progresistas formados por personas no pertenecientes a las clases
dominantes pero que son también independientes en buena medida de los sectores
populares, pues aunque en Bolivia Evo Morales se apoya en las direcciones de
los movimientos sociales organizados en el Movimiento al Socialismo (MAS), éste
no cogobierna. Esos gobiernos –mezcla rara de algunos militantes honestos con
aventureros y paternalistas burocráticos– canalizaron, controlaron e
institucionalizaron los movimientos sociales tratando de integrarlos en el
Estado capitalista, al que mantuvieron sin cambios.
Los gobiernos progresistas dirigen países
capitalistas dependientes, productores de materias primas. No han tocado sino
muy tangencialmente las bases del poder de las oligarquías locales y del
capital financiero internacional que controla sus respectivas economías y
siguieron aplicando fundamentalmente una política neoliberal a la que agregaron
algunas políticas distributivas para sostener el mercado interno y medidas
asistencialistas para reducir la pobreza y mantener el consumo. No cuestionaron
la renta minera, la renta agraria, el poder de los bancos extranjeros, no
afectaron la propiedad agraria: simplemente contaron con un periodo mundial de
altos precios de las materias primas que sus países exportan –petróleo,
minerales, soya, granos, productos agrícolas y ganaderos– para llevar a cabo
sus políticas asistencialistas intentando, cuando mucho, disputar a los
rentistas tradicionales parte de la renta. Venezuela estatizó el petróleo y la
renta petrolera pero no modificó el resto de la economía, que siguió
dependiendo de la exportación de combustible.
La crisis capitalista mundial redujo la demanda de
minerales y materias primas y el precio de esas commodities bajó y
seguirá bajando, sobre todo el del petróleo si Irán envía al mercado el que
tiene acumulado por el embargo imperialista. El petróleo barato, por fortuna
para los pueblos y el ambiente, hace incosteable la producción del fracking
y frena las inversiones; el mismo efecto tiene la caída del precio de los
minerales, que protege transitoriamente al agua de su explotación salvaje
capitalista. Pero la política neodesarrollista, extractivista a cualquier costo
ambiental, social, político, subsiste sin modificaciones. Sólo que ya no hay
excedentes de divisas fuertes que permitan combinar esa política con el
distribucionismo, el asistencialismo, el clientelismo.
Los gobiernos progresistas se encuentran así
atrapados por una tenaza, un brazo de la cual –las exigencias populares–
comienza a apretarlos mientras el otro –el control de las bases de la economía
por el gran capital, sobre todo extranjero– aumenta también su presión. Los
capitales que antes aprovechaban incluso las concesiones de los gobiernos
progresistas y fomentaban la corrupción no se contentan ya con aquéllas y
hallan que ésta es carísima e intolerable (ver los casos argentino o
brasileño).
Los paliativos (comercio intrarregional, Mercosur,
apoyo financiero de China, Rusia o el BRICS) son ya insuficientes o imposibles
por la crisis: se necesitan cambios estructurales que establezcan sí nuevas
relaciones entre los países, pero sobre la base de medidas anticapitalistas.
Pero los gobiernos progresistas no están preparados desde ningún punto de vista
–ideológico, organizativo, moral– para una política que de forma consecuente y
seria adopte medidas parciales que afecten al gran capital: nacionalización de
los bancos, control de cambios, medidas de reforma agraria y o de
restructuración del territorio para privilegiar trabajo, defensa del agua y del
ambiente, consumos populares, monopolio estatal del comercio exterior, control del
lavado de dinero, por ejemplo. Ellos temen más la movilización popular de sus
mismas bases de apoyo que caer superados por la derecha que, en todo el mundo,
pisotea todo en su ofensiva, como lo demuestra el ejemplo de Grecia. No se
puede esperar nada de esos gobiernos, impotentes o cómplices de los
explotadores. Corresponde a los trabajadores estudiar los problemas regionales
y nacionales, buscarles soluciones, luchar por la hegemonía política y cultural
superando las divisiones, el simple gremialismo, el electoralismo ciego, el
sectarismo castrante.
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