La Izquierda Diario
25-08-2015
Reflexiones en torno a un homenaje que generó
controversias cuando el pasado 13 de julio el gobierno reemplazó la estatua
de Cristóbal Colón por otra de la revolucionaria alto peruana, Juana Azurduy.
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Se entiende el porqué desde medios liberales como
Clarín la noticia de la inauguración de una estatua de la generala Juana
Azurduy fue presentada con sorna, hasta con inquina. En algunas notas dicho
diario habla de ella, sin más, como de una “colaboradora” de San Martín.
Aunque los
artículos en general enfatizaron el hecho de que este “homenaje” fuera
presentado por la presidenta Cristina Fernández junto al presidente de Bolivia
Evo Morales, uno puede advertir otro motivo de rechazo de estos sectores. Lisa
y llanamente, la memoria de Juana Azurduy es aún hoy, de cierta manera,
incómoda.
Juana
Azurduy fue una personalidad extraordinaria, de esas que surgen en los procesos
revolucionarios, en los cuales la lucha por el bien de la mayoría hace surgir
los mejores sentimientos humanos, e inspira las acciones más desinteresadas. En
este caso, un proceso revolucionario tan profundo, rico y contradictorio como
el desatado en el norte del Virreinato del Río de la Plata desde 1809 fue el
escenario en el cual Juana y su compañero, Manuel Ascencio Padilla, lucharon.
Este
proceso, que a la postre consagró Estados que afianzaron el dominio burgués en
la región, presentó dinámicas, dimensiones y ritmos distintos de los diferentes
actores sociales. La necesidad de apelar a las comunidades originarias y a los
sectores más oprimidos de esa sociedad (por necesidad o por convicción)
imprimió a la lucha revolucionaria una radicalidad alejada de las pretensiones
de la timorata burguesía porteña y de la conservadora clase terrateniente
norteña. A su vez, los pueblos originarios fueron quienes soportaron
estoicamente y con sus propias demandas la lucha revolucionaria.
En ese
momento, la lucha por la emancipación del dominio colonial de la corona
española, despertó las simpatías de los muchos sectores oprimidos por el
dominio colonial que veían en esta lucha la posibilidad de terminar con su
opresión. La libertad, la igualdad de derechos, la independencia, no
significaban lo mismo para los ricos comerciantes porteños que para los indígenas
alto peruanos, para los terratenientes tucumanos que los campesinos desposeídos
norteños, para los esclavos de los latifundios y las minas, los pobres y
desheredados. El norte del virreinato, actualmente el Norte argentino y
Bolivia, sufrió cruelmente los vaivenes de esta guerra.
Juana
Azurduy fue, como dijimos, excepcional. Hija de un terrateniente y una chola
chuquisaqueña, según sus biógrafos nunca aceptó el rol sumiso que la sociedad
colonial reservaba a las mujeres. Nacida en Chuquisaca en 1780, en tiempos en
que las clases dominantes de la región se estremecían de pavor ante la rebelión
de Túpac Amaru, su existencia parece signada por las luchas de los oprimidos.
Juana no se hallaba en las aspiraciones que su clase social exigía a las
mujeres y prefería los trabajos de la estancia, montar a caballo, la amistad de
los indígenas (hablaba tanto el español como el quechua) a las clases de corte
y confección, de piano y a las tertulias de la alta sociedad. Nunca aceptó
autoridad que no considerase justa, y por eso fue expulsada del convento en que
la internaron, a los 17 años, por rebelde. Ya casada con Padilla, su amor de
siempre, no dudaron un instante en participar de la derrotada Revolución de
Chuquisaca de 1809, y luego de la Revolución de Mayo de 1810, combatiendo en el
Ejército Auxiliar del Norte. Juana y Manuel Padilla eran verdaderos
revolucionarios, y por la causa de la libertad dieron todo: sus tierras, su
dinero, la comodidad de su familia y sus propias vidas, al igual que los
hombres y mujeres que pelearon junto a ellos.
Temeraria y
altanera, valiente e indómita, las hazañas de Juana Azurduy y sus “Amazonas”,
caballería de mujeres indígenas, inspiraba respeto y odio por partes iguales a
los generales españoles, vencedores de Napoleón. Siempre a la cabeza en la
batalla, siempre dispuesta al arrojo y al sacrificio, con sus amazonas rescató
a su marido en una operación relámpago de las propias manos enemigas. Perdió a
cuatro de sus cinco hijos en manos de las fuerzas realistas, y cuando en 1816
los enemigos capturaron y asesinaron a Padilla en La Laguna, Juana montó y
sable en mano recuperó la cabeza de su gran amor, que estaba clavada en una
pica en la plaza pública, como escarmiento.
El final del
proceso revolucionario estuvo plagado de decepciones para los indígenas y el
pueblo pobre, que motorizaron sin recursos y casi sin apoyo del poder central
la guerra en el norte, y acabaron viendo como la libertad y la independencia de
las que les hablaron no fueron más que cantos de sirena. Los dueños de la tierra
y los grandes capitalistas, los mismos que según su conveniencia retacearon el
apoyo concreto, llegando incluso a conspirar con el enemigo cuando el proceso
independentista afectaba sus negocios, fueron quienes se autoproclamaron
vencedores. La revolución de la burguesía finalizó con nuevas (y no tanto)
cadenas para quienes libraron los episodios más gloriosos de este proceso, los
pobres del campo, los esclavos libertos y los pueblos originarios.
El bronce
opaco
Ahora bien.
Si por un lado advertimos el desprecio con que los medios liberales toman el
asunto de la estatua a Juana Azurduy, por el lado de la presidenta Cristina
Fernández no podemos menos que acusar la gran hipocresía que decora al
“homenaje”.
Parece que
el paso del tiempo hace accesible a ciertos sectores interesados, apropiarse
del legado de personajes (que hoy no pueden defenderse), y que a la luz de las
evidencias no sólo no pretenden continuar, sino que incluso niegan y repudian
con sus políticas y acciones concretas.
Los
gobiernos, desde que existen como tales, han utilizado este mecanismo para
generarse prestigio. Así como Amado Boudou se pone la remera del Che Guevara,
que Cristina, una millonaria sospechada de incrementar su patrimonio en el
ejercicio de la función pública “homenajee” a Juana Azurduy, que dio todo por
la causa de la libertad y murió a los 82 años en la más completa indigencia, es
como mínimo, cínico.
Peor aún,
hablamos del intento de apropiarse de la imagen de una revolucionaria que
naciendo en una clase social privilegiada, decidió, con la coherencia más
lejana a la “pose”, compartir la lucha y los destinos de los oprimidos, y entre
ellos los pueblos originarios. Y quién pretende esta apropiación, no es sino la
presidenta de un gobierno cómplice que desoye en la actualidad los reclamos de
los pueblos originarios, como los Qom de La Primavera, a quienes el gobierno
del kirchnerista Isfrán persigue y asesina, en connivencia con los mismos
dueños de la tierra. Si bien sabemos que es un gobierno muy proclive al doble
discurso, esto no deja de producir verdadero asco.
Es una tarea
que aún hoy adeudamos, recuperar para las nuevas generaciones las lecciones de
las luchas de los oprimidos del pasado, que se figuran lejanas y teñidas de las
simplificaciones, linealidades y prejuicios de la historiografía oficial. La
memoria de los miles que demuestran, contra las visiones interesadas en
sostener el status quo, que la historia no es el devenir inalterable de este
presente, cargado de miseria y opresión. Por el contrario, la historia de los
procesos donde los pobres, que en general no aparecen en los libros, y de los
líderes que destacan en estos procesos, con los límites de los procesos pasados
y todo, nos ayuda a entender que esta realidad injusta fue, y es, pensada y
buscada por personas que se benefician de estas situación, y que hubo quienes
resistieron, y lucharon por otra vida. Es nuestro deber mantener viva esta
memoria.
Es una
obviedad decir que Juana Azurduy no necesita una estatua. Tan obvio como decir
que no la puede aprovechar, y que si alguien saca provecho de esto es,
precisamente, quién apropiándose de su legado pretende encubrir un presente muy
distinto a ese por el cual la revolucionaria Juana luchó. Como le escribió a un
general realista en 1816, cuando intentando sacar provecho de su situación de
miseria, quisieron comprarla con sobornos, disfrazándolos de ayuda ante la
pérdida de su compañero: “La propuesta de dinero y otros intereses sólo debería
hacerse a los infames que pelean por su esclavitud, más no a los que defendían
su dulce libertad, como él lo haría a sangre y fuego”.
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