Manuel Anxo Fortes Torres
diumenge 30 d’agost de 2015
Introducción
Cuando Gramsci desarrolla sus conceptos más
conocidos (como hegemonía, guerra de posiciones, o el partido político como
intelectual orgánico) lo que pretende hacer es un intento de recomposición
teórica y estratégica del marxismo a partir de las nuevas condiciones económicas,
sociales y políticas del poder burgués (en los países capitalistas
avanzados). En otras palabras, adaptar el marxismo al problema del orden
revolucionario de su tiempo; esto es, entender desde el marxismo las
condiciones de la acción política en el momento en el que se está: en el
capitalismo desarrollado; cuando parece que el momento de las explosiones
revolucionarias ya no es, sino que la burguesía estableció mecanismos de
consolidación de su poder de una mayor consistencia y que, por lo mismo, exigen
de los revolucionarios la adaptación a esas condiciones y el diseño de una
práctica política que pueda servir para sus fines: cambiar el mundo de base.
Las dificultades con las que se
encontrará el revolucionario italiano harán aún más meritorias sus reflexiones.
Esas dificultades son de orden objetiva y subjetiva. De orden objetiva: las
condiciones de la lucha de clases en su momento, especialmente por lo que
hace referencia a la evolución del proceso revolucionario en la Unión
Soviética, pues estamos en la época de ascenso del stalinismo tras la muerte
de Lenin, con lo que significa de imposición dogmática de unas directrices
emanadas desde el centro del poder comunista (de la Internacional) y el
desdén, en el mejor de los casos, delante de cualquier pretensión de
originalidad si ese discurso no se integra o no es integrable en el de la
burocracia dirigente.
De orden subjetiva están dos
clases de dificultades, teóricas y de condiciones de elaboración de sus
reflexiones. Teóricas por lo novedoso y por cómo trabajar con conceptos
nuevos con un vocabulario viejo, en parte tomado de Croce y Machiavelli. Y,
por otra parte, están las condiciones de la elaboración de la obra de Gramsci
en la cárcel y sus posibles interpretaciones, que, de algún modo, posibilitan
las necesidades de una escritura “ambigua” en las condiciones de censura
política carcelaria.
1. Hegemonía
El término hegemonía tiene una
larga historia. Fue una de las consignas políticas más centrales en el
movimiento socialdemócrata ruso desde finales de 1908 hasta 1917. En ese
momento se aplicaba a la hegemonía del proletariado sobre los otros grupos
explotados.
Será a partir del cuarto
congreso (de la Internacional Comunista) cuando se hará alusión a la
hegemonía de la burguesía sobre el proletariado. De ahí vendrá el uso
gramsciano.
En la búsqueda de una definición de hegemonía se
contemplarán los mecanismos de la dominación burguesa sobre la clase obrera
en una sociedad capitalista estabilizada; es decir, para el caso, análisis de
las estructuras de poder burgués en Occidente. Se trata, pues, de comprender,
con la ayuda de ese concepto (y de la realidad a la que se refiere), la
complejidad de la dominación burguesa en los Estados capitalistas
desarrollados.
Se entiende que hay dos mecanismos
básicos de imposición y/o mantenimiento del poder y que no tienen que ser
contradictorios en el tiempo ni en el espacio, sino que su uso puede ser
perfectamente, y suele ser, complementario: son el consenso y la coerción; o
también denominados, consentimiento y fuerza. O, dicho de otro modo, el poder
burgués puede conquistarse y mantenerse mediante el uso de métodos
coercitivos, pero también puede basarse en la legitimidad conseguida de su
orden de dominación. Digamos que esta última es mucho más “económica”
y propia de la “normalidad”. Al uso de instrumentos coactivos se
recurrirá en situaciones “extremas” o excepcionales; cuando menos, en
el capitalismo desarrollado.
En su análisis, Gramsci detecta unas claras
diferencias entre oriente y occidente; diferencias en el modo de ejercer el
dominio de clase en ambos ámbitos geográficos (que también lo son económicos
y, por lo tanto, políticos). Básicamente, estas diferencias son entre una
sociedad civil débil en Oriente y una sociedad civil fuerte, consolidada, en
occidente; lo que supone que aquí hay todo un complejo de instituciones y
representaciones ideológicas (al margen de la coerción). Esto explica las
diferencias entre los dos modelos básicos de dominio burgués, entre Europa
Occidental y Oriental: el despotismo y la democracia; o, retomando los
anteriores conceptos: el consenso (consentimiento, legitimidad) y la fuerza
(coerción). Son, pues, claras diferencias en el poder burgués y,
naturalmente, eso requerirá diferencias en el modo de enfrentarse a ese
poder. Sobre esto es sobre lo que nos está hablando el revolucionario
italiano; y entiende que tener claras estas distinciones es condición para
orientarnos adecuadamente en la lucha de clases, comprenderla, para diseñar
estrategias de victoria. Si no vemos las dos realidades, con sus
características, estaremos condenándonos a la irrelevancia política, al
fracaso.
A este modo de dominio burgués,
asentado en el consenso, en el consentimiento, en la legitimidad, denominará
Gramsci hegemonía.
2. Hegemonía, ideología,
cultura
El poder ideológico es la “fuerza”
fundamental creadora de consenso. Y reside, este poder ideológico,
fundamentalmente, en las instituciones culturales (escuelas, partidos,
iglesia, asociaciones ...). La escuela, en todos sus grados, y la Iglesia son
las dos mayores organizaciones culturales de cada país; es decir, las
principales constructoras de hegemonía burguesa; a cuyo objeto es de especial
importancia el estudio de la organización cultural que mantiene en movimiento
el mundo ideológico y examinar su funcionamiento práctico, pues de ahí viene
el sentido común (“filosofía” espontánea de las multitudes) y la homogeneidad
ideológica; y, así, la hegemonía. De ahí viene, fundamentalmente, la
legitimidad popular de la dominación burguesa; son las fuentes básicas de
irradiación moral y cultural de la hegemonía.
Pero el núcleo ideológico burgués está en la
ilusión democrática -la ideología de la democracia burguesa (que se presenta
alejada de la economía, de las condiciones económicas)-: dominación cultural
corporeizada en instituciones concretas, en elecciones regulares, libertades
civiles, derechos democráticos... Ahí radica la creencia en la igualdad
democrática de todos los ciudadanos, en la “soberanía popular” (no hay
clase dominante: todos pertenecemos a la misma, sólo hay diferencias
cuantitativas -de nivel de renta, como por ejemplo-): el núcleo de la
legitimidad del orden burgués.
La forma del estado parlamentario es el eje de
los aparatos ideológicos del capitalismo. Los sistemas de control cultural
juegan un papel complementario (insertados en una ideología de la democracia
representativa). De hecho, la clase burguesa se presenta como un organismo en
continuo movimiento capaz de absorber a toda la sociedad, asimilándola a su
nivel cultural y económico.
3. Hegemonía y coacción
Ahora bien, existe el peligro
reformista de centrar el poder burgués exclusivamente en la ideología; y, por
lo tanto, reducir la lucha de clases a una “cuestión política” (y de
ahí la idea “de la vía parlamentaria al socialismo”); o sea, situar la
cuestión de la hegemonía exclusivamente en la sociedad civil, con lo que de
lo que se trataría sería exclusivamente de desideologizar, desadoctrinar;
esto es, pensar que la lucha por la hegemonía, que la lucha de clases, es una
cuestión que se puede reducir a una lucha cultural, a una lucha de ideas.
Lo anterior sería olvidar el papel fundamental o
determinante de la violencia dentro de la estructura de poder del capitalismo
contemporáneo y regresar al reformismo, con la antedicha ilusión de la “vía
parlamentaria al socialismo”. Sería olvidar, además, todas las enseñanzas
de la historia, particularmente de la historia del siglo XX (y de lo que
llevamos del siglo XXI). Sería olvidar la historia de todos los golpes de
estado, de todas las intervenciones de los “guardianes del sistema”
cuando la decisión democrática de una ciudadanía pone en tela de juicio el
procedimiento normal de acumulación capitalista. Sería olvidar la
incompatibilidad, históricamente constatable, entre capitalismo y democracia:
el capitalismo sólo es democrático si los ciudadanos optan por el
capitalismo; si los ciudadanos optan por algo distinto, o por una variable
que el poder burgués considera “inadecuada” entonces tenemos el Chile de
Allende, la Indonesia de Sukarno, etc., etc. También la Venezuela de Chávez,
sólo que el golpe fracasó, por una vez (habría que decir, los diferentes
modelos de “golpes”, nunca conclusos, pues se siguen intentando: el
primero fue el “clásico”, el militar, pero continuaron y continúan
otros, también “clásicos”, a fin de cuentas).
Debe, por tanto, asumirse la relación estructural
entre ideología y represión, consenso y coerción. De hecho, sería claramente
frágil el control cultural si no existieran los límites impuestos por la “violencia
legítima” del Estado. Así, las normas legales se asientan justamente en
la existencia de una sanción, de la que se encarga, obviamente, el Estado, de
no darse su cumplimiento. Naturalmente, cuanta mayor legitimidad (consenso),
menor necesidad habrá de utilizar los mecanismos coercitivos del Estado y más
“económico”, como decíamos antes, resulta el ejercicio del poder por
el capitalismo; pero siempre debe estar presente el recurso a la fuerza para
asegurar, en todo caso, el cumplimiento de la “legalidad vigente”.
Pero no sólo eso: que el Estado disponga de una
judicatura y de unos “cuerpos represivos”, de unas “fuerzas del
orden”, es sólo una parte de la “historia”. Además, también pueden
darse “crisis de hegemonía”; y ese es el momento de la fuerza: la
coerción, pues, como determinante en esos momentos de “agudización de las
contradicciones”. Esto es, en los momentos de crisis, en los momentos en
que la lucha contrahegemónica pone en tela de juicio la legitimidad misma del
Estado, el poder de clase, los “de arriba” no asumen “pacíficamente”
su derrota, sino que recurren al otro instrumento con el que mantienen su
dominio. En fin, no debe olvidarse que la coerción (la fuerza), es,
precisamente, monopolio del Estado y resulta ser el resorte central del poder
de clase burgués. En suma, que hay que “estar preparado” para
enfrentar este “segundo recurso” si fuimos quien de enfrentar
satisfactoriamente “el primero”. Hay, pues, también que tener fuerza,
contra-fuerza, tal y como hay y hubo contrahegemonía.
Naturalmente, la fuerza puede
tomar diferentes caras; y a veces no hace falta que ésta tome los aspectos
más duros y represivos, físicos; a veces es suficiente con la “amenaza”
(el famoso “ruido de sables”); o, naturalmente, con la propaganda
apocalíptica (en la que colaborarán los medios de comunicación, parte del
poder de clase burgués, de su dominio cultural); o con recursos económicos de
diversa índole; pero, finalmente, si hace falta, también se recurre a los “cuerpos
de seguridad del Estado”, o directamente al ejército (o, incluso, a
ejércitos extranjeros, como la historia nos ha mostrado abundantemente). Lo
que se haga depende, en último término, de la correlación de fuerzas de las
clases en lucha y no exclusivamente, según los casos, de la correlación de
fuerzas en el ámbito estatal, sino, a veces, en el ámbito internacional, a la
hora de utilizar unos u otros mecanismos coercitivos. En todo caso, lo que es
una ingenuidad culpable es pensar que todo se dirime en el pulcro mundo de
las ideas. Hablamos de lucha de clases.
4. Guerra de posiciones
Este es el otro concepto,
paralelo al de hegemonía, para intentar comprender el momento histórico de la
lucha de clases y para poder hacer propuestas válidas en el mismo.
La experiencia del dominio de clase burgués en la
realidad occidental, y sus diferencias con oriente, sigue siendo el
fundamento de esta idea que forma parte de la misma reflexión, sólo que ahora
haciendo referencia al modo de hacer política, y no sólo de comprender los
elementos actuantes en el dominio y como se consigue. Ahora se trata de, una
vez que somos conscientes de cómo se ejerce y en que se basa el poder burgués
(en los países capitalistas avanzados), como intervenir políticamente.
Lo que entiende Gramsci es que
no es posible trasplantar la experiencia soviética a occidente, al estar éste
en una fase más evolucionada y compleja del capitalismo. O sea, que al estar
asentado el dominio de clase en unas condiciones diferentes, del mismo modo,
enfrentarse a él exigirá de los revolucionarios diseñar nuevos
procedimientos; o, más bien, un modo nuevo de pensar y de actuar global.
La determinación, que en Rusia
era directa y lanzaba a las masas a la calle, al asalto revolucionario, en
Europa central y occidental se complica con todas estas superestructuras
políticas creadas por el superior desarrollo del capitalismo (por las
condiciones de su dominio de clase, por la realidad de su hegemonía). No
parece, así, que tenga sentido esperar la conquista mediante acciones
directas, o intervenciones puntuales que puedan tener un efecto decisivo. Más
bien, exige al partido revolucionario una táctica y una estrategia mucho más
compleja y duradera en el tiempo, mucho más paciente y constante.
Hay que cambiar la concepción política; y Gramsci
utilizará una terminología extraída del arte militar: hay que pasar de la
guerra de movimientos a la guerra de posiciones. Estaremos hablando, por
tanto, de un largo proceso de confrontación, en los países capitalistas
avanzados. Y será un largo proceso por ser inviable un ataque frontal dada la
complejidad de la dominación burguesa, dada la estabilidad del poder burgués,
que consigue tener una ascendencia sobre la clase obrera. Se trata de “desestabilizar”
el orden burgués y de romper con esa “ascendencia”.
Y este paso de la guerra de
movimientos a la guerra de posiciones (única posible en occidente), se debe a
la anteriormente señalada hegemonía burguesa en la sociedad civil, a su
dirección político-cultural de la sociedad. Se trata, pues, de diseñar una
lucha contrahegemónica.
Y esto es así por todo lo que
venimos diciendo, porque la sociedad civil aparece como una estructura muy
compleja y resistente a las “irrupciones catastróficas” del elemento
económico inmediato; así, las superestructuras de la sociedad civil (y,
señaladamente, la citada utopía democrática) son como el sistema de
trincheras y las “fortificaciones” permanentes del frente en la guerra de
posiciones, de la guerra moderna, de la lucha de clases moderna.
Ganar a las masas, único modo de avanzar en el
capitalismo desarrollado, en esa lucha cultural, contrahegemónica, va a
exigir una organización paciente y agitación hábil. En ese proceso, la
política de frente único (versión de la guerra de posiciones, o al revés), asumiendo
la pluralidad de la conciencia y de las fuerzas políticas de las clases
trabajadoras, en las que nos significaremos como el polo claramente
revolucionario, será expresión de la necesidad de un trabajo
político-ideológico profundo y serio entre las masas. Olvidar la influencia
de la ideología burguesa y como ésta provoca esa pluralidad política, en la
que el proyecto revolucionario deberá conquistar la hegemonía, es olvidar las
condiciones políticas de los tiempos que nos tocó vivir. Aislarnos de las masas
con una pretensión de pureza revolucionaria y de desprecio de todas las
fuerzas políticas que, reclamándose de la clase obrera, presentan
alternativas, para nosotros rechazables por tibias e inconsecuentes, es otra
forma de caer también en el “mundo de las ideas” y en esa “pureza
revolucionaria” solipsista. Claro, eso no significa ser meros compañeros
de viaje del reformismo, sino, antes bien, denunciar las limitaciones,
contradicciones, ingenuidades, del mismo; y la realidad diaria del conflicto
dirá cuánto y cuándo podemos ir juntos y cuánto y cuándo la denuncia de la
política claudicante implique la ruptura. No debemos perder de vista que
conquistar la hegemonía para el proletariado en la sociedad pasa primero por
conquistar la hegemonía en el seno mismo del proletariado por parte de los
revolucionarios. La lucha de clases comienza en la misma clase; no alejados
de la clase porque circunstancialmente el reformismo pueda ser mayoritario en
la misma.
Puede haber guerra de
movimientos si nada “importante” está en juego, aún. Lo importante, la
hegemonía, en definitiva, se juega en la guerra de posiciones; pero cuando
ésta se gana, cuando la política contrahegemónica dio sus frutos, entonces
asistimos al punto decisivo; de nuevo hay que “moverse”, pues es mucho
“lo que está en juego”. En cualquiera lucha final el aparato armado de
la represión desplaza inexorablemente a los aparatos ideológicos; en el
momento decisivo esta máquina estatal coercitiva es la última barrera para
una revolución obrera y sólo puede destruirse mediante una contra-coerción.
Ya lo dijimos antes, de la lucha por la hegemonía, por la legitimidad, se
pasa al momento de la fuerza; la conquista de la legitimidad revolucionaria
no sale “gratis”; y, para conseguir la victoria hay que haber acumulado
fuerzas también: hay que estar preparados. La guerra de posiciones, por
tanto, no es el último momento; el momento decisivo viene después. No es una
partida de ajedrez; es, ya lo dijimos, lucha de clases.
5. Intelectuales y lucha por la hegemonía
Gramsci destaca, y desarrolla
toda una reflexión, sobre el papel de los intelectuales en la socialización
de la cultura y, por lo mismo, en la lucha ideológica por la hegemonía.
Los intelectuales son los
gestores del grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas
de la hegemonía social y del gobierno político; o sea, 1) del consentimiento
espontáneo y 2) del aparato de coerción estatal, que asegura legalmente la disciplina
de los grupos que no dan su consentimiento. Los intelectuales son agentes
organizadores de los sistemas ideológicos; por lo que es relevante su
intervención (a favor o en contra) de la hegemonía de las clases explotadores
sobre las explotadas. Así, que hay que tener en cuenta la eficacia y
capacidad de persuasión de unos pocos, de las minorías activas, de las élites
(intelectuales).
En el mundo moderno se amplió
de un modo inaudito la categoría de los intelectuales, justificado por las
necesidades políticas del grupo dominante. Pero no hay que entender
exclusivamente por intelectuales los que entendemos habitualmente que
integran este “grupo” (el mundo de la “cultura”, de las “ideas”),
sino también a los técnicos, a los que cumplen algún papel no sólo
estrictamente cultural, sino también en los organismos necesarios para el
funcionamiento del sistema.
Cada nueva clase produce intelectuales orgánicos
al constituirse ella misma. Todo grupo social se crea al mismo tiempo y
orgánicamente una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y
consciencia de su propia función, no sólo en el campo económico, sino también
en el social y político. No puede hablarse, pues, de una clase independiente
de intelectuales, sino que cada grupo social tiene su propia capa de
intelectuales o tiende a formarla. De modo que no sólo hay intelectuales que
realizan una función de dominio ideológico del orden burgués; también podemos
hablar de la existencia de intelectuales que participan en la lucha cultural
contrahegemónica. Esto es, hay intelectuales que actúan, más o menos
conscientemente, según los casos, al servicio de la burguesía; pero también
hay intelectuales que defienden los intereses del proletariado.
Los intelectuales de la clase
obrera luchan por fundar una hegemonía alternativa, lo que significa un
cambio en el nivel cultural y moral, para lo cual hace falta la participación
política de los trabajadores, para, en este proceso, formar conciencia
política, a través de la crítica de la cultura y la ideología dominantes.
La nueva hegemonía deberá
entenderse como una nueva dirección político-cultural (conseguir la
autoconciencia -racional- de las masas); conseguir una socialización de la
cultura; pero esa alternativa ideológico-cultural sólo es posible con conciencia
de clase, autogobierno consciente y el relevo del bloque ideológico.
6. El partido político como
intelectual orgánico
Los intelectuales orgánicos (de
partido; es decir, de los “de abajo”, de los trabajadores) son
precisos como impulsores de la nueva hegemonía. En ese sentido es cómo debe
entenderse el partido político y su función básica en la lucha de clases: el
partido político como el intelectual orgánico de la clase obrera. Una
exigencia para éste, por tanto, es su responsabilidad en la formación de los
dirigentes y la capacidad de dirección; el partido político como instrumento
para liderar intelectualmente la lucha contrahegemónica.
Todo partido es la expresión de
un grupo social y de un sólo grupo social. Todo partido es sólo una nomenclatura
de clase. Viene siendo el Estado Mayor Intelectual de la clase; pero también
existen las “fracciones” del partido de la clase, que pueden ser
diferentes organizaciones políticas y culturales; y también otra clase de “fracciones”
del partido, como un periódico, una revista....
Pero todo lo anteriormente
señalado, claro está, no sólo vale para la clase de los trabajadores; también
vale para la burguesía. De este modo, pueden coexistir varios partidos
burgueses, partidos de fracciones de la burguesía, partidos que, en el caso
de una crisis, de un conflicto agudizado, “se unifican” de hecho,
pues, de hecho, responden a los intereses globales de la burguesía como
clase; por lo que, cuando la cuestión es clara, de “clase contra clase”,
las “fracciones” se reúnen en un bloque único. No tenemos más que
pensar y recordar situaciones históricas de agudización de las
contradicciones. Y, naturalmente, también forman parte del partido de la
clase burguesa, determinadas fracciones del mismo, que se presentan, por ejemplo,
como medios de comunicación (“independientes”, claro está, como claro está
que no son independientes de sus dueños), u otras instituciones “neutrales”,
como la iglesia o los diversos aparatos del Estado (recordemos que la
burguesía pretende ser “la clase”, pretende expresar la “voluntad
general”, los “intereses comunes”).
7. Gramsci, lector de
Machiavelli
Tal y como decíamos antes, una
de las referencias para pensar estos nuevos conceptos es la obra
machiavelliana; y la lectura e interpretación del Príncipe será su punto de
partida para la extensión de la teoría de la hegemonía. De éste recogió como
mecanismos de dominación burguesa la doble naturaleza del poder, del centauro
de que nos hablaba el secretario florentino: fiera y humana; de la fuerza y
del engaño (o consenso).
Y en la lectura gramsciana de
la misma obra se interpreta que el Príncipe moderno podría ser un jefe de
Estado, un jefe de gobierno, pero también un jefe político, que quiere
conquistar un Estado o fundar un nuevo tipo de Estado; en este sentido, el
Príncipe se podría traducir en lenguaje moderno por el partido político. O
sea, que para el italiano el Príncipe moderno viene siendo el partido
político revolucionario: expresión de la voluntad colectiva de la clase
revolucionaria; y su objetivo, el del partido, esto es, el de la clase, sería
la reforma intelectual y moral; o sea, la conquista de una nueva hegemonía,
la lucha contrahegemónica.
Justamente, en el Príncipe el
tema es, básicamente, la construcción y mantenimiento del Estado en tiempos
de corrupción; esto es, el poder constituyente en tiempos de crisis. Aquí
aparece el momento de la fuerza como instrumento para recuperar el orden, o
para establecerlo, que viene siendo lo mismo. Pero, como también decíamos,
para el mantenimiento del poder no sólo cuenta la fuerza; éste no es sólo el
“león”, que diría el florentino; también es importante la “zorra”
(otro modo de expresar, por parte de Machiavelli ,la fuerza y el engaño); o
sea, también es convencimiento, legitimidad, consenso. Hay que saber usar
estas dos capacidades; cada una tiene su momento dependiendo de las
circunstancias. La crisis, el mencionado poder constituyente, parece requerir
más de la fuerza (para su establecimiento), mientras que el poder ya
constituido se asienta más bien en el consenso.
Pero Gramsci no nos hace una
interpretación de los Discursos, la más importante obra de Machiavelli,
cuando esta sería, precisamente, el escrito fundamental y más sugerente para
lo que quiere hacer el revolucionario comunista. En los Discursos la
reflexión es sobre la República o el momento del consenso. Y la República,
para el secretario florentino, exige la igualdad sustancial (la que hay en
Florencia o Venecia, por ejemplo; no en Milán). Hay, pues, República, cuando
ya desapareció la nobleza como sujeto político, cuando sólo hay un sujeto, la
nueva clase ascendente, la naciente burguesía.
En esta otra obra la cuestión
central será el mantenimiento del orden, el ejercicio del poder en tiempos de
normalidad, en tiempos de estabilidad, en tiempos de hegemonía; cuando ésta
no se “discute”, sino que se ejerce por la nueva clase dominante.
Así, nos dice que condiciones
de la hegemonía son las buenas leyes, el orden legal como el orden de la normalidad,
del consenso; que, para conseguirlo y evitar en lo posible las crisis, debe
contemplar mecanismos para la institucionalización de la resolución de
conflictos en el seno del pueblo (el pueblo, en Machiavelli, es la clase
hegemónica, la burguesía naciente). Las leyes, pues, deben procurar la
participación de las distintas fracciones de la clase dominante, para, de
este modo, resolver los posibles conflictos de modo negociado; así es como se
establece la posibilidad de asegurar el consenso y la estabilidad del orden
burgués.
En los tiempos gramscianos la
ilusión democrática, antes citada, también tiene por objetivo la resolución
de los conflictos; pero, fundamentalmente, mediante la ocultación de los
mismos (que ya no son en el seno del pueblo machiavelliano); pues ahora los
conflictos fundamentales ya son antagónicos, entre clases con intereses
contradictorios, no armonizables, sino que sólo se pueden velar
ideológicamente (y así mantener el orden hegemónico, el poder de clase).
Y de lo que ya hablaba el
florentino era de los mecanismos ideológicos (aunque él no los llamara así)
funcionales al mantenimiento del poder: la importancia de la opinión pública
(que él tematizaba como el simular y el disimular, el aparentar). Y también
en Machiavelli asistimos a la inauguración de la consideración de la
funcionalidad política de la moral y la religión, que pierden toda
consideración de valor intrínseca, para pasar a formar parte de los aparatos
ideológicos de conformación de la hegemonía (como la anteriormente señalada
opinión pública); pues de lo único de lo que se trata es del asentimiento, de
la justificación moral y religiosa de las decisiones políticas, de clase; su
función es, pues, de legitimación social. En fin, que lo que cuenta es sólo
su capacidad integradora: ideológica.
Ahora bien, las “buenas leyes”, justamente
si son buenas, también deben ofrecernos respuestas para los momentos de
crisis y no solo para los de la estabilidad del orden de dominación. Siempre
hay, pues, que contar con el recurso a la fuerza para tiempos de “corrupción”,
en los que la cuestión de la hegemonía está al orden del día, cuando ésta
está en crisis. Y ahí está su versión de los dictadores romanos (o de nuestro
estado de excepción): máximo poder al ejecutivo para que “restablezca el
orden” (burgués); el resto de las instituciones se ponen entre paréntesis
hasta que se “resuelva el problema”. No cabe, por tanto, siguiendo al
secretario de la república de Florencia, reducir el conflicto (de clases), al
ámbito institucional (o electoral, si no es lo mismo).
Interpretando a nuestro autor, podríamos concluir
diciendo que la lucha de clases no se agota en la lucha por el “dominio” de
las instituciones democrático-burguesas (incluso el momento de la fuerza lo
podemos pensar fuera de la legalidad -si las circunstancias lo exigen-). Y
esto es así porque las únicas que pueden “resolver democráticamente”
los conflictos son las fracciones de la clase dominante, dado que sus
contradicciones no son antagónicas, sino armonizables en un supremo interés,
común, de clase; mientras que cuando hablamos de intereses antagónicos, en el
seno de esas instituciones sólo pueden “armonizarse” ilusoriamente,
ideológicamente; y eso precisamente porque se supone (de nuevo ilusoriamente,
ideológicamente) la existencia de una unidad sustancial (como ya nos decía el
florentino); pero como esto no es sino una falsa conciencia, el conflicto
real del que hablamos no se “resuelve” ahí, no puede resolverse ahí: está el
momento de la fuerza (que podrá, incluso, ser legal, ilegal o “paralegal”).
Si la hegemonía entra en crisis, entonces es el momento de la excepción. En
suma, claro está en Machiavelli cuál es el principio: la Razón de Estado (el
poder de clase).
BIBLIOGRAFÍA básica
GRAMSCI, Antonio: Antología (selección,
traducción y notas de Manuel Sacristán), ed. Siglo XXI, México, 1988.
GRAMSCI, Antonio: La política y
el Estado moderno (traducción de Jordi Solé-Tura), ed. Planeta-De Agostini,
Barcelona, 1992.
MAQUIAVELO, Nicolás: El
Príncipe (tradución de Miguel Ángel Granada), Alianza Editorial, Madrid,
1992.
MAQUIAVELO, Nicolás: Discursos
sobre la primera década de Tito Livio (traducción de Ana Martínez Arancón),
Alianza Editorial, Madrid, 1987.
ANDERSON, Perry: Las antinomias
de Antonio Gramsci, ed. Fontamara, Barcelona, 1981.
FORTES TORRES, Manuel A.:
Maquiavelo, Baía ed., A Coruña, 2006.
GRANADA, Miguel Ángel:
Maquiavelo. El autor y su obra, Ed. Barcanova, Barcelona, 1981.
SACRISTÁN, Manuel: El Orden y
el Tiempo, ed. Trotta, 1998.
Manuel A. Fortes Torres es doctor en Filosofía y
catedrático de Filosofía de Instituto. Sobre temáticas de filosofía política
ha publicado en Rebelión, Ágora. Papeles de filosofía, A trabe de ouro, Aula
Castelao de Filosofía, Bahía edicións... Milita en Esquerda Anticapitalista Galega.
|
||
SIGLO XXI - QUINTO LUSTRO - "Un nuevo orden emerge de la desintegración del capitalismo que irá reemplazando la célula económica (familia) por una nueva matriz reproductiva (comunas) que cumplirá funciones defensivas, judiciales, productivas y administrativas."
No hay comentarios:
Publicar un comentario