León
Bendesky
A raíz de
la crisis financiera, y con un retraso claro, han aparecido en la escena
política algunas fuerzas que mantienen una posición que de modo complejo
representan alguna forma contestataria del funcionamiento del capitalismo. Una
reacción al sistema sustentado en los enormes flujos de capital, el
endeudamiento de gobiernos, empresas y familias, el gran poder de las
instituciones financieras, el carácter oligopólico de muchas industrias, junto
con mayor desempleo y subempleo y una creciente desigualdad social.
De modo somero esto puede ilustrarse, entre otros,
con los casos de Syriza en Grecia, Podemos en España, Corbyn en el laborismo
británico y, si se extiende esta noción, puede caber hasta Bernie Sanders entre
los demócratas estadunidenses (con el antecedente tal vez de Ocupa Wall Street).
El derrotero de cada uno de ellos es distinto y se puede seguir en los
acomodos, en ocasiones muy profundos, que tienen que hacer al radicalismo que
representan y en las campañas electorales que están hoy en curso.
En ninguno de estos casos se advierte una
competencia decisiva con el entorno político y técnico burocrático que
prevalece y que no deja de enmarcarse en el proyecto de raíz neoliberal. Este
último apenas se ha modificado y de un modo que no representa un cambio
decisivo del statu quo, a pesar de los embates de la propia crisis en
materia monetaria y fiscal y de las consecuencias de los fuertes ajustes
presupuestales que, como ocurre en Europa, han llevado a un reacomodo del
proceso de unificación y un renacimiento del nacionalismo cada vez menos
contenido.
En materia de las políticas económicas que se
aplican de modo general, la variaciones son muy escasas y los organismos
internacionales como el FMI y la OCDE no tienen ningún gen evolucionista
visible. El proyecto dominante a escala global aparece aun con bastante
resistencia.
La revista The Economist se alinea,
consistentemente, con un concepto propuesto por J. A. Schumpeter en su libro Capitalismo,
socialismo y democracia, publicado en 1942. Se trata del proceso de
destrucción creativa que incita la dinámica de este sistema de producción. Es
la incesante renovación de los procesos y de los productos que sustituyen a los
que se agotan o se hacen obsoletos (en muchos casos de modo premeditado). Este
mecanismo se asocia con las tendencias de crecimiento económico de largo plazo
y, también, con las fluctuaciones cíclicas y, sobre todo, con el mercado de
insumos, capitales y, por supuesto, de trabajo.
De ahí que la revista británica ahora hable de un
capitalismo bueno y otro malo. El bueno tiene que ver con la competencia y la
innovación y el malo con los monopolios y el amiguismo. Más allá del
esquematismo demasiado facilón de esta propuesta, existen, por ejemplo,
sectores como el de la microelectrónica y las tecnologías de la comunicación, en
los que se ha abierto un espacio para la entrada de nuevas firmas.
Pero incluso ahí se advierte una clara tendencia a
la concentración, como pasa en las grandes como Microsoft y Apple o con
Facebook y Google, que se apropian de los rendimientos y las rentas, aunque
ciertos innovadores en varias partes del mundo ganen a veces mucho dinero con
la creación de algunas aplicaciones. Ese proceso de concentración y
centralización del capital que formuló Marx sigue siendo la norma a lo largo
del espacio productivo y de financiamiento.
Y qué decir entonces de la propensión al oligopolio
tan clara siempre y, cada vez que se puede, al monopolio, que sigue siendo la
norma. Y el amiguismo que continúa en pleno auge. Todo esto no es una queja,
mucho menos indica nostalgia alguna. Se puede reconocer la transformación que
significa en la vida cotidiana la innovación y la destrucción creativa, sin
renunciar a los conceptos y teorías que son observaciones útiles y necesarias
para cualquier análisis que rebase el entusiasmo a ultranza.
Se admite, entre los que proponen una adaptación y
renovación posible del capitalismo, que el cambio que aparece tan vertiginoso
en ciertos sectores de la producción y en su impacto sobre las formas de
consumo, provoca ansiedad y resistencia.
Un ámbito en el que esto sucede de manera
ostensible es el del trabajo. Las habilidades de los trabajadores cambian
rápidamente y segmenta aún más el mercado laboral y los ingresos. La necesidad
de trabajadores se reduce. The Economist señala que hace diez años
Blockbuster tenía en Estados Unidos 9 mil tiendas y 83 mil empleados. Netflix
emplea solo 2 mil personas y renta su poder de computación y señal de video a
Amazon. Un estudio de la Universidad de Michigan muestra que mil 200 empresas
que se han hecho públicas en ese país han creado cada una menos de 700 empleos
en promedio alrededor del mundo desde el año 2000”.
Sobra la gente. Se desvanece la seguridad en el
empleo y de ahí el acceso a los beneficios sociales como la salud, la vivienda
y las pensiones.
Ese es el precio, se dice, de las fuerzas que
impulsa el capitalismo bueno; el precio que se paga por la prosperidad. Pero
habría que aclarar cómo se mantendrá el acceso a dicha prosperidad para una
creciente parte de la población, empezando por los jóvenes y siguiendo con
aquellos que quedan desplazados de la demanda de trabajo. La informalidad y la
marginación no son cosas del azar.
Si la estabilidad macroeconómica y el progreso
tecnológico dejan de ser compatibles con la estabilidad social, constituyen un
quiebre cada vez más amplio de la estructura social.
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