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También es tema electoral
EL INTELECTUAL Y
EL OBRERO
I
No sonrían si comenzamos por traducir los versos de un poeta.
“En la tarde de un día cálido, la Naturaleza se adormece a los rayos del
Sol, como una mujer extenuada por las caricias de su amante.
“El gañán bañado de sudor y jadeante, aguijonea los bueyes; mas de súbito se
detiene para decir a un joven que llega entonando una canción:
“-¡Dichoso tú! Pasas la vida cantando, mientras yo, desde que nace el Sol hasta
que se pone, me canso en abrir el surco y sembrar el trigo,
“-¡Cómo te engañas, oh labrador!- responde el joven poeta. Los dos trabajamos
lo mismo, y podemos decirnos hermanos; porque si tú vas sembrando en la tierra,
yo voy sembrando en los corazones. Tan fecunda tu labor como la mía: los granos
de trigo alimentan el cuerpo, las canciones del poeta regocijan y nutren el
alma”
Esta poesía nos enseña que se hace tanto bien al sembrar trigo en los campos
como al derramar ideas en los cerebros; que no hay diferencia de jerarquía
entre el pensador que labora con la inteligencia y el obrero que trabaja con
las manos; que el hombre de bufete y el hombre de taller, en vez de marchar
separados y considerarse enemigos, deben caminar inseparablemente unidos.
Pero ¿existe acaso una labor puramente cerebral y un trabajo exclusivamente
manual? Piensan y cavilan: el herrero al forjar una cerradura, el albañil al
nivelar una pared, el tipógrafo al hacer una compuesta, el carpintero al
ajustar un ensamblaje, el barretero al golpear en una veta; hasta el amasador
de barro piensa y cavila. Sólo hay un trabajo ciego y material –el de la
máquina; donde funciona el brazo de un hombre, ahí se deja sentir el cerebro.
Lo contrario sucede en las faenas llamadas intelectuales: a la fatiga nerviosa
del cerebro que imagina o piensa, viene a juntarse el cansancio muscular del
organismo que ejecuta. Cansan y agobian: al pintor los pinceles, al escultor el
cincel, al músico el instrumento, al escritor la pluma; hasta al orador lo
cansa y agobia el uso de la palabra. ¿Qué menos material que la oración y el
éxtasis? Pues bien: el místico cede al esfuerzo de hincar las rodillas y poner
los brazos en cruz.
Las obras humanas viven por lo que nos roban de fuerza muscular y de energía
nerviosa. En algunas líneas férreas, cada durmiente representa la vida de un
hombre. Así, al viajar por ellas, figurémonos que nuestro vagón se desliza por
rieles clavados sobre una serie de cadáveres; pero al recorrer museos y
bibliotecas, imaginémonos también que atravesamos una especie de cementerio
donde cuadros, estatuas y libros encierran no sólo el pensamiento sino la vida
de los autores.
Ustedes (nos dirigimos únicamente a los panaderos) ustedes velan amasando la
harina, vigilando la fermentación de la masa y templando el calor de los
hornos. Al mismo tiempo, muchos que no elaboran pan velan también, aguzando su
cerebro, manejando la pluma y luchando con las formidables acometidas del
sueño: son los periodistas. Cuando en las primeras horas de la mañana sale de
las prensas el diario húmedo y tentador, a la vez que surge de los hornos el
pan oloroso y provocativo, debemos demandarnos: ¿quién aprovechó más su noche,
el diarista o el panadero?
Cierto, el diario contiene la enciclopedia de las muchedumbres, el saber
propinado en dosis homeopáticas, la ciencia con el sencillo ropaje de la
vulgarización, el libro de los que no tienen biblioteca, la lectura de los que
apenas saben o quieren leer. Y ¿el pan? Símbolo de la nutrición o de la vida,
no es la felicidad, pero no hay felicidad sin él. Cuando falta en el hogar,
produce la noche la discordia; cuando viene, trae la luz y la tranquilidad: el
niño le recibe con gritos de júbilo, el viejo con una sonrisa de satisfacción.
El vegetariano que abomina de la carne infecta y criminal, le bendice como un
alimento sano y reparador. El millonario que desterró de su mesa el agua pura y
cristalina, no ha podido sustituirle ni alejarle. Soberanamente se impone en la
morada de un Rothschild y en el tugurio de un mendigo. En los lejanos tiempos
de la fábula, las reinas cocían el pan y le daban de viático a los peregrinos
hambrientos; hoy le amasan los plebeyos y como signo de hospitalidad, le
ofrecen en Rusia a los zares que visitan una población. Nicolás II de Rusia y
toda su progenie de tiranos dicen cómo al ofrecimiento se responde con el
látigo, el sable y la bala.
Si el periodista blasonara de realizar un trabajo más fecundo, nosotros le
contestaríamos: sin el vientre no funciona la cabeza; hay ojos que no leen, no
hay estómagos que no coman.
II
Cuando preconizamos la unión o alianza de la inteligencia con el trabajo no
pretendemos que a título de una jerarquía ilusoria, el intelectual se elija en
tutor o lazarillo del obrero. A la idea que el cerebro ejerce función más noble
que el músculo, debemos el régimen de las castas: desde los grandes imperios de
Oriente, figuran hombres que se arrogan el derecho de pensar, reservando para
las muchedumbres la obligación de creer y trabajar.
Los intelectuales sirven de luz; pero no deben hacer de lazarillos, sobre todo
en las tremendas crisis sociales donde el bravo ejecuta lo pensado por la cabeza.
Verdad, el soplo de rebeldía que remueve hoy a las multitudes, viene de
pensadores o solitarios. Así vino siempre. La justicia nace de la sabiduría,
que el ignorante no conoce el derecho propio ni el ajeno y cree que en fuerza
se resume toda la ley del Universo. Animada por esa creencia, la Humanidad
suele tener la resignación del bruto: sufre y calla. Mas de repente, resuena el
eco de una gran palabra, y todos los resignados acuden al verbo salvador, como
los insectos van al rayo del Sol que penetra en la oscuridad del bosque.
El mayor inconveniente de los pensadores -figurarse que ellos solos poseen el
acierto y que el mundo ha de caminar por donde ellos quieran y hasta donde
ellos ordenen. Las revoluciones vienen de arriba y se operan desde abajo.
Iluminados por la luz de la superficie, los oprimidos del fondo ven la justicia
y se lanzan a conquistarla, sin detenerse en los medios ni arredrarse con los
resultados. Mientras los moderados y los teóricos se imaginan evoluciones
geométricas o se enredan en menudencias y detalles de forma, la multitud
simplifica las cuestiones, las baja de las alturas nebulosas y las confina en
terreno práctico. Sigue el ejemplo de Alejandro: no desata el nudo, le corta de
un sablazo.
¿Qué persigue un revolucionario? Influir en las multitudes, sacudirlas,
despertarlas y arrojarlas a la acción. Pero sucede que el pueblo, sacado una
vez de su reposo, no se contenta con obedecer el movimiento inicial, sino que
pone en juego sus fuerzas latentes, marcha y sigue marchando hasta ir más allá
de lo que pensaron y quisieron sus impulsores, Los que se figuraron mover una
masa inerte, se hallan con un organismo exuberante de vigor y de iniciativas;
se ven con otros cerebros que desean irradiar su luz, con otras voluntades que
quieren imponer su ley. De ahí un fenómeno muy general en la Historia: los
hombres que al iniciarse una revolución parecen audaces y avanzados, pecan de
tímidos y retrógrados en el fragor de la lucha o en las horas del triunfo. Así,
Lutero retrocede acobardado al ver que su doctrina produce el levantamiento de
los campesinos alemanes; así, los revolucionarios franceses se guillotinan unos
a otros porque los unos avanzan y los otros quieren no seguir adelante o
retrogradar. Casi todos los revolucionarios y reformadores se parecen a los
niños: tiemblan con la aparición del ogro que ellos solos evocaron a fuerza de
chillidos. Se ha dicho que la Humanidad, al ponerse en marcha, comienza por
degollar a sus conductores; no comienza por el sacrificio pero suele acabar con
el ajusticiamiento, pues el amigo se vuelve enemigo, el propulsor se transforma
en rémora.
Toda revolución arribada tiende a convertirse en gobierno de fuerza, todo
revolucionario triunfante degenera en conservador. ¿Qué idea no se degrada en
la aplicación? ¿Qué reformador no se desprestigia en el poder? Los hombres,
(señaladamente los políticos) no dan lo que prometen, ni la realidad de los
hechos corresponde a la ilusión de los desheredados. El descrédito de una
revolución empieza el mismo día de su triunfo; y los deshonradores son sus
propios caudillos.
Dado una vez el impulso, los verdaderos revolucionarios deberían seguirle en
todas sus evoluciones. Pero modificarse con los acontecimientos, expeler las
convicciones vetustas y asimilarse las nuevas, repugnó siempre al espíritu del
hombre, a su presunción de creerse emisario del porvenir y revelador de la
verdad definitiva. Envejecemos sin sentirlo, nos quedamos atrás sin notarlo,
figurándonos que siempre somos jóvenes y anunciadores de lo nuevo, no
resignándonos a confesar que el venido después de nosotros abarca más
horizontes por haber dado un paso más en la ascensión de la montaña. Casi todos
vivimos girando alrededor de féretros que tomamos por cunas, o morimos de gusanos
sin lograr un capullo ni transformarnos en mariposas. Nos parecemos a los
marineros que en medio del Atlántico decían a Colón: No proseguiremos el
viaje, porque nada existe más allá. Sin embargo, más allá estaba la
América.
Pero al hablar de intelectuales y de obreros, nos hemos deslizado a tratar de
revolución. ¿Qué de raro? Discurrimos a la sombra de una bandera que tremola
entre el fuego de las barricadas, nos vemos rodeados por hombres que tarde o
temprano lanzarán el grito de las reivindicaciones sociales, hablamos del 1º de
Mayo, el día que ha merecido llamarse la pascua de los revolucionarios. La
celebración de esta pascua, no sólo aquí sino en todo el mundo civilizado, nos
revela que la Humanidad cesa de agitarse por cuestiones secundarias y pide
cambios radicales. Nadie espera ya que de un parlamento nazca la felicidad de
los desgraciados ni que de un gobierno llueva el maná para satisfacer el hambre
de todos los vientres. La oficina parlamentaria elabora leyes de excepción y
establece gabelas que gravan más al que posee menos; la máquina gubernamental
no funciona en beneficio de las naciones, sino en provecho de las banderías
dominantes.
Reconocida la insuficiencia de la política para realizar el bien mayor del
individuo, las controversias y luchas sobre formas de gobierno y gobernantes,
quedan relegadas a segundo término, mejor dicho, desaparecen. Subsiste la
cuestión social, la magna cuestión que los proletarios resolverán por el único
medio eficaz -la revolución. No esa revolución local que derriba presidentes o
zares y convierte una república en monarquía o una autocracia en gobierno
representativo; sino la revolución mundial, la que borra fronteras, suprime
nacionalidades y llama a la humanidad a la posesión y beneficio de la tierra.
III
Si antes de concluir fuera necesario resumir en dos palabras todo el juego de
nuestro pensamiento, si debiéramos elegir una enseña luminosa para guiarnos
rectamente en las sinuosidades de la existencia, nosotros diríamos: Seamos
justos. Justos con la humanidad, justos con el pueblo en que vivimos,
justos con la familia que formamos y justos con nosotros mismos, contribuyendo
a que todos nuestros semejantes cojan y saboreen su parte de felicidad, pero no
dejando de perseguir y disfrutar la nuestra.
La justicia consiste en dar a cada hombre lo que legítimamente le corresponde;
démonos, pues, a nosotros mismos la parte que nos toca en los bienes de la
Tierra. El nacer nos impone la obligación de vivir, y esta obligación nos da el
derecho de tomar, no sólo lo necesario sino lo cómodo y lo agradable. Se
compara la vida del hombre con un viaje en el mar. Si la Tierra es un buque y
nosotros somos pasajeros, hagamos lo posible para viajar en primera clase,
teniendo buen aire, buen camarote y buena comida, en vez de resignarnos a
quedar en el fondo de la cala donde se respira una atmósfera pestilente, se
duerme sobre maderos podridos por la humedad y se consume los desperdicios de
bocas afortunadas. ¿Abundan las provisiones? pues todos a comer según su
necesidad. ¿Escasean los víveres? pues todos a ración, desde el capitán hasta
el ínfimo grumete.
La resignación y el sacrificio, innecesariamente practicados, nos volverán
injustos con nosotros mismos. Cierto, por el sacrificio y la abnegación de
almas heroicas, la Humanidad va entrando en el camino de la justicia. Más que
reyes y conquistadores merecen vivir en la Historia y en el corazón de la
muchedumbre los simples individuos que pospusieron su felicidad a la felicidad
de sus semejantes, los que en la arena muerta del egoísmo derramaron las aguas
vivas del amor. Si el hombre pudiera convertirse en sobrehumano, lo conseguiría
por el sacrificio. Pero el sacrificio tiene que ser voluntario. No puede
aceptarse que los poseedores digan a los desposeídos: sacrifíquense y ganen el
cielo, en tanto que nosotros nos apoderamos de la Tierra.
Lo que nos toca, debemos tomarlo porque los monopolizadores, difícilmente nos
lo concederán de buena fe y por un arranque espontáneo. Los 4 de agosto
encierran más aparato que realidad: los nobles renuncian a un privilegio, en
seguida reclaman dos; los sacerdotes se despojan hoy del diezmo, y mañana
existen el diezmo y las primicias. Como símbolo de propiedad, los antiguos
romanos eligieron el objeto más significativo -una lanza. Este símbolo ha de
interpretarse así: la posesión de una cosa no se funda en la justicia sino en
la fuerza; el poseedor no discute, hiere; el corazón del propietario encierra
dos cualidades del hierro: dureza y frialdad. Según los conocedores del idioma
hebreo, Caín significa el primer propietario. No extrañemos si un
socialista del siglo XIX, al mirar en Caín el primer detentador del suelo y el
primer fratricida, se valga de esa coincidencia para deducir una pavorosa
conclusión: La propiedad es el asesinato.
Pues bien, si unos hieren y no razonan ¿qué harán los otros? Desde que no se
niega a las naciones el derecho de insurrección para derrocar a sus malos
gobiernos, debe concederse a la Humanidad ese mismo derecho para sacudirse de
sus inexorables explotadores. Y la concesión hoy es un credo universal:
teóricamente, la revolución está consumada porque nadie niega las iniquidades
del régimen actual, ni deja de reconocer la necesidad de reformas que mejoren
la condición del proletariado. (¿No hay hasta un socialismo católico?)
Prácticamente, no lo estará sin luchas ni sangre, porque los mismos que
reconocen la legitimidad de las reivindicaciones sociales, no ceden un palmo en
el terreno de sus conveniencias: en la boca llevan palabras de justicia, en el
pecho guardan obras de iniquidad.
Sin embargo, muchos no ven o fingen no ver el movimiento que se espera en el
fondo de las modernas sociedades. Nada les dice la muerte de las creencias,
nada el amenguamiento del amor patrio, nada la solidaridad de los proletarios,
sin distinción de razas ni de nacionalidades. Oyen un clamor lejano, y no
distinguen que es el grito de los hambrientos lanzados a las conquista del pan;
sienten la trepidación del suelo, y no comprenden que es el paso de la
revolución en marcha; respiran en atmósfera saturada por hedores de cadáver, y
no perciben que ellos y todo el mundo burgués son quienes exhalan el olor a
muerto.
Mañana, cuando surjan olas de proletarios que se lancen a embestir contra los
muros de la vieja sociedad, los depredadores y los opresores palparán que les
llegó la hora de la batalla decisiva y sin cuartel. Apelarán a sus ejércitos,
pero los soldados contarán en el número de los rebeldes; clamarán al cielo,
pero sus dioses permanecerán mudos y sordos. Entonces huirán a fortificarse en
castillos y palacios, creyendo que de alguna parte habrá de venirles algún
auxilio. Al ver que el auxilio no llega y que el oleaje de cabezas amenazadoras
hierve en los cuatro puntos del horizonte, se mirarán a las caras y sintiendo
piedad de sí mismos (los que nunca la sintieron de nadie) repetirán con
espanto: ¡Es la inundación de los bárbaros! Mas una voz, formada por el
estruendo de innumerables voces, responderá: No somos la inundación de los
bárbaros; somos el diluvio de la justicia.
Manuel González Prada
(1848-1918)
Discurso leído el 1º de Mayo
de 1905 en la
Federación de Obreros
Panaderos. Lima – Perú
Reproducido en Labor,
Año 1 Nº 8, págs. 1-2
1º de Mayo de 1929. Lima –
Perú
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
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