Claude Gabriel
Jueves 15 de octubre de 2015
Al acabar los años 2000 no se hablaba más que de
tercera revolución industrial y de economía de servicios post-industrial. Y
después llegó el crack de los valores tecnológicos (vinculados a Internet),
mostrando la decepción de los inversores por la rentabilidad esperada de estas
empresas. Pero resulta que tan sólo quince años después resurge el tema de la
nueva economía. Hay que preguntarse, por tanto, qué tiene de fantasma y qué
constituye sin embargo un auténtico giro que supone importantes
transformaciones económicas y sociales.
Spiderman Macron ya ha anunciado un trabajo
gubernamental sobre el tema para 2016 y el informe Mettling ha abierto el
baile. Ya era hora, tenemos ganas de añadir, vistas las grandes implicaciones
que la famosa economía digital tendrá para la estructura económica y para el
empleo. Solo que esta gran cuestión no es la que más preocupa a nuestros
inefables “reformadores”. Veámoslo.
Los nuevos gigantes
La prensa está llena de titulares sobre la Uberización
del mundo (expresión referida a la posibilidad de que los particulares
realicen transacciones económicas desde sus computadoras o teléfonos, que se
amplía ya a la gestión de alojamientos, viajes urbanos, servicios
domésticos…ndr). Pero la cuestión no se reduce al transporte urbano ni
tampoco a los servicios corrientes. El Cloud (sistema de almacenamiento
en la Nube), por ejemplo, es otra forma de transformación mundial del
sector informático y programador, que por sí mismo fuerza al cambio a las
empresas que lo utilizan. Otro ejemplo: aunque el frigorífico conectado a
Internet no deja de ser una anécdota, el desarrollo de sensores en las máquinas
industriales es algo mucho más serio porque tiende a modificar toda una
organización industrial.
Ahora bien, la calidad de todos estos procesos se
basa en el tamaño de la comunidad que los utiliza. Con programas compartidos,
el Cloud permite acceder a centenares de miles de aplicaciones, pero
también su ensamblaje a medida y según demanda. El cliente contribuye por su
parte a la mejora de la oferta, reduce sus propias inversiones y se beneficia
de economías de escala. El campo competitivo de todos estos servicios favorece
en parte a quienes son capaces de capitalizar plenamente los efectos de red y
de beneficiarse de la agregación exponencial de sus clientes –algunos dirían:
de su “comunidad”. De esta forma Google, con un 70% de cuota de mercado de su
sistema Android, se beneficia a la vez de este enorme filón de comentarios de
clientes y del hecho de que el 70% de la gente conectada en el planeta no
tengan problemas de comunicación porque utilizan un mismo sistema. El atractivo
de estas ofertas depende del número de terminales que están conectadas.
Fenómenos reforzados por el desarrollo de sistemas abiertamente colaborativos
en los que el propio cliente es también actor de la evolución de los contenidos
informativos.
De ahí se deriva una aceleración de los fenómenos
de concentración del capitalismo. Microsoft, Google, Apple son los más
conocidos. Pero Uber, Airbnb y otros siguen sus pasos. Si observamos la escala
de la oferta, es decir la potencia de mercado, la primera empresa mundial de
hostelería es Airbnb, con 1,5 millones de alquileres ofrecidos en 34.000
ciudades del mundo. Mariott, el primer grupo hotelero clásico, “sólo” ofrece
700.000 habitaciones, y Accor 500.000. Uber, por la masificación y la
flexibilidad de su oferta, puede también hundir a las empresas tradicionales de
taxis. En Francia, Blablacar en la utilización compartida de coches, está
quitando ya cuotas de mercado a la SNCF. Seloger.com o Booking.com, gracias a
su intermediación y a la asistencia masiva a sus páginas, absorben una parte del
margen de las redes inmobiliarias tradicionales y de los hoteles.
El primer llegado a un mercado o a un nicho puede
muy rápidamente complicar el billete de entrada a los siguientes, siempre que
demuestre capacidad de innovación frecuente. Si la digitalización ha hecho
florecer todo tipo de start-up, ello implica ipso facto un
movimiento acelerado de compra y de concentración, aunque sólo sea para
beneficiarse de esos efectos de red. El carácter de la nueva economía –como la
llaman– no es el simple florecimiento de pequeñas empresas innovadoras, sino
sobre todo la carrera por el tamaño y la formación de hiper-monopolios. Las
famosas “nuevas empresas” son muy pronto compradas por una multinacional que
necesita reforzar su operatividad digital, o por un mastodonte de la Net que
arrambla con todo para limitar la competencia.
Amazon es la primera web de comercio electrónico
del mundo, con una cifra de negocios en 2014 de 89 mil millones de dólares y un
crecimiento estimado del 20%. Comparativamente, las ventas del conjunto de los
agentes del comercio electrónico francés han sido del orden de 57 mil millones
de euros. Las instituciones estatales están aún más desprotegidas ante estas
fuerzas económicas de lo que están ante las multinacionales tradicionales. En poco
tiempo, los “gigantes digitales” ya no se reducirán a los Google, Apple,
Microsoft o Facebook. El francés Blablacar ha doblado en un año su valor, hasta
los 1 300 millones de euros, y acaba de reservar 177 millones de euros para sus
necesidades de crecimiento. Su web cuenta hoy día con 20 millones de adheridos
en 19 países, entre ellos Rusia, India y Mexico… y 350 asalariados repartidos
en doce oficinas. Deezer, la web de música en streaming, trabaja con 300
asalariados y se atribuye seis millones de abonados de pago en más de 180
países. Esperanza de valoración bursátil: mil millones de euros.
Teníamos oligopolios, entre dos o tres empresas
controlaban un mercado mundial. A veces habían llegado a este rango tras
décadas. Ahora nos las tenemos que ver con empresas que se desarrollan en un
tiempo récord y que cubren rápidamente más del 50% de un mercado, cuando no es
el 80%.
Hay que añadir que la actual desilusión respecto a
los mercados emergentes vuelve a desplazar los capitales de esos países hacia
los países industriales tradicionales, en los que la demanda final continúa
limitada. Es un efecto llamada para la economía digital que consigue así
enormes sumas en los mercados financieros para empresas con sólo algunos años
de existencia y que prometen crecimientos de dos dígitos. Por cada una que se
mantiene, otras diez se hunden o son compradas. Pero las valoraciones en los
casos de adquisición parecen muchas veces desmesuradas: compra de WhatsApp por
Facebook por 19 mil millones de dólares, compra del servicio de telefonía Skype
por Microsoft por 8,5 mil millones de dólares… Al mismo tiempo, el pasado
junio, Twitter penando por sus beneficios, anunciaba una cotización de 35,84
dólares, muy lejos de los más de 70 dólares que habían marcado su entrada en
Bolsa, a comienzos de noviembre de 2013. ¡Arenas movedizas!
Los Estados están superados
De aquí nace un nuevo problema del que hay que
esperar algunos aspavientos del gobierno. El necesario efecto tamaño
corresponde por completo a la mundialización, no hay que darle vueltas al tema.
El mercado es necesariamente planetario aunque durante algún tiempo pueda
acantonarse en una zona lingüística o en un país del tamaño de China.
Pero la consecuencia es inmediata en cuanto al
derecho a la competencia, la fiscalidad de los beneficios y los ingresos
públicos de todos los Estados. El procedimiento de la Comisión Europea sobre
Google dura ya seis años sin que las cosas hayan avanzado mucho. Las
estructuras de mercado están completamente trastornadas, al igual que las modalidades
de la competencia. La razón no está en simples astucias de optimización fiscal,
como pueden hacerlo las empresas tradicionales, sino en el carácter mismo de la
cadena de valor de estas empresas. Lo virtual se impone como un sector
globalizado por esencia. Se despliega masivamente porque ofrece técnicamente
nuevos yacimientos de considerables beneficios. Expresa el encuentro
oportunista entre las nuevas tecnologías disponibles y las necesidades del
capital. Pero al hacerlo, agudiza la dicotomía entre sistema económico e
instituciones, entre mundialización y derecho.
¿Cuál es la instructiva respuesta del gobierno, o
de la Unión Europea, a este prodigioso desafío? Por el momento, silencio.
No están todas, pero todas están afectadas
En este contexto, no hay que sorprenderse de que se
acelere la mutación de la estructura sectorial de la economía. De nuevo es
Google, convertido en candidato a entrar en la industria automovilística con su
proyecto de vehículo sin conductor. La empresa de Mountain View acabará por
entrar de socio con uno o varios constructores mundiales, modificando en
consecuencia los equilibrios capitalistas y los ejes de desarrollo. Pasaríamos
de un Google que ofrece “servicios en línea” a un Google en parte
industrial. Y más allá de la creciente informatización de los vehículos y de
los sistemas de conducción, la industria automovilística corre el riesgo de que
sus mercados evolucionen del terreno de la propiedad individual al del
alquiler. Google también está activo como socio en la industria espacial, a
través de SpaceX (microsatélites; ver-ndr-: https://es.wikipedia.org/wiki/SpaceX
), que no deja de tener relación con la conducción vial.
Muchas ramas están ya impactadas. Hay una porosidad
creciente entre sectorización tradicional y surgimiento del on line. En
el comercio seguro, y también en la banca y los servicios financieros. Todos
los bancos del mundo establecen planes de revisión escalonados de su modelo
comercial, su red de agencias y sus ofertas de servicios en línea. Se efectúan
grandes movimientos de movilidad interna, bajas no sustituidas y discretos
planes sociales. Se revisan las redes de agencias, se desarrollan nuevos oficios
y desaparecen otros.
Hoy día al menos tres millones de franceses poseen
ya una cuenta corriente o una libreta de ahorro bancario en un banco on-line.
Aunque los grandes bancos ya han optado por abrir filiales en línea (como
Boursorama de la Societé Générale), mañana llegarán nuevos agentes no
bancarios. El desarrollo del pago electrónico ha favorecido el surgimiento de
nuevos agentes. Paypal, con cerca de 120 millones de clientes, es considerado
el peso pesado del pago on-line. Pero MasterCard o Visa, dos redes de
distribución de medios de pago, también han lanzado su propia cartera
electrónica, MasterPass y V.me. Como se ha dicho más arriba, todo esto influye
en las formas tradicionales del derecho y de la reglamentación. La Comisión
Europea quiere abrir definitivamente el mercado de pagos electrónicos a agentes
no bancarios, aunque algunos marcos legislativos nacionales se mantienen
restrictivos. La cuestión se plantea en términos de riesgos sistémicos.
Siguiendo con las finanzas, hay que mencionar el
desarrollo de la financiación participativa (crossfunding), partiendo de
las redes sociales, que propone donaciones (con o sin contrapartida), préstamos
o inversión. Un importante agente europeo en este campo es KissKissBankBank. En
la página de acogida de la web se explica: “Nuestra primera motivación es
crear una plataforma alternativa dedicada a la creatividad, a la innovación, al
empresariado y a la solidaridad: si eres visionario, audaz o valiente, si sois
creadores, artistas, humanistas, inventores, exploradores, cineastas,
periodistas, diseñadores, atletas, ecologistas, vuestros proyectos encontrarán
su lugar en KissKissBankBank. Nuestra segunda motivación es dar al público la
posibilidad de escoger y de apoyar las ideas o los proyectos que darán forma a
nuestro futuro, por encima de las tendencias impuestas”. Algunas Pymes han
comenzado a utilizar esta palanca de igual manera que asociaciones o
agrupamientos de personas con un proyecto común. Muy pronto los bancos se
dirigirán a este sector por medio de filiales on-line. El crossfunding
representa hoy día sólo el 1% de los préstamos en el mundo. Pero según un
estudio del banco Morgan Stanley podrían llegar al 10% en 2020.
La estructura sectorial heredada del siglo anterior
está por tanto mutando bajo el impacto de nuevas formas de servicios, nuevos
agentes y nuevas ofertas. Por lo general, las empresas tradicionales observan y
después se adhieren a estas tecnologías, esperando defender así sus cuotas de
mercado y también reducir sus costes fijos. Es cierto que –sobre el papel–
sustituir un servicio físico por un servicio desmaterializado tiene ventajas.
Aunque es necesario que esta evolución no se haga ni demasiado tarde, ni a un
coste exorbitante. La mutación de las empresas de venta por correspondencia (La
Redoute, 3 Suisses) del viejo modelo catálogo al modelo on-linees un
semifracaso frente a agentes como Amazon, que son lo que se denomina un “pure-player”.
¿Cuánto vale?
La digitalización plantea otras cuestiones que
tienen consecuencias para la marcha del sistema. El crack bursátil de 2001-2002
sobre los valores tecnológicos (de Internet) planteó ya la cuestión de la
valoración de estas empresas. ¿Qué beneficio esperado en el medio plazo, qué
retorno de la inversión? Bastó un inicio de retroceso para que la burbuja
estallara. La misma cuestión se plantea todavía, por ejemplo, para una empresa
como Twitter: un crecimiento demasiado lento del número de usuarios (¡apenas
300 millones!), sigue sin beneficios, reticencia de los anunciantes publicitarios
que prefieren Instagram, Pintrest u otras redes sociales. Pero las cosas están
cambiando y en este aspecto tampoco estamos en 2001.
La cuestión de la valoración de estas empresas
influye en la de las empresas antiguas, desde el momento en que recubre una
parte de sus actividades. Si en un sector dado cohabitan en competencia
empresas tradicionales y empresas on-line, ¿cómo valorar el capital
invertido en las primeras y cuál será el rendimiento futuro de este capital?
Tenemos, por un lado, empresas con grandes inmovilizaciones de capital
vinculadas a relaciones de mercado clásico, por otro, empresas que inmovilizan
menos capital, innovando en materia de relación con clientes y… anunciando que
el futuro está con ellas. Evidentemente, la valoración de unas depende de la
valoración de las otras. Ya sea que el nuevo paradigma triunfe definitivamente
sobre el antiguo y las empresas tradicionales vean hundirse sus valores, o ya
sea a la inversa y sean los valores on-line los que, al menos por un
tiempo, toquen tierra. Esto parece elemental, pero pongámonos en el lugar, si
se nos permite, de los inversores y de los bancos, que se esfuerzan en prever
en esta transición movediza.
La pérdida de valor del capital invertido, ya sea
coyunturalmente a uno u otro lado de esta frontera tecnológica, o en cualquier
caso a largo plazo en detrimento de los viejos modelos comerciales, va
acompañada siempre de un choque social. Anuncia una evolución sistémica del
sector y va acompañada de un desarreglo en las jerarquías capitalísticas y
geográficas.
Signo de la tendencia en curso, el nivel de
recogida de fondos de las start-up en busca de crecimiento. Es verdad
que hay una nueva burbuja sobre estos valores. Pero el mar de fondo industrial
y tecnológico es muy diferente. Los avatares bursátiles durarán en la medida en
que millares de start-ups tientan su suerte en segmentos más o menos
frágiles. Pero no habrá vuelta atrás desde el punto de vista del cambio global
financiero e industrial.
Por eso mismo, los propios sistemas cambian de
escala. Es el caso de los datos masivos (big data) cuyo prodigioso
volumen requiere nuevas capacidades de almacenamiento, reparto, velocidad de
acceso y de tratamiento. De la medicina a la meteorología, todo el mundo está
interesado en la buena causa. Pero no es ya el caso cuando se trata de listar
los puntos de interés para seguirnos la pista y bombardearnos con ofertas
comerciales cribadas.
El mito de la participación colectiva
Hasta el estallido de la burbuja de 2001, habíamos
tenido derecho a un discurso sobre la “nueva economía”. ¡Cuántos planes de
reestructuración cometidos en su nombre! Y después, ¡plof! Los Alain Minc y los
Jean-Marc Sylvestre tuvieron que rehacer sus deberes. Pero todavía no estábamos
ni en la alta velocidad ni en el smartphone… Las cosas efectivamente han
cambiado. La burbuja de 2001 recuerda un poco a la de los ferrocarriles de
mediados del siglo XIX, ligada a la caída de las cotizaciones por los
decepcionantes dividendos, lo cual no condenó al ferrocarril.
La afirmación actual de la economía digital es
incontestable, pero va acompañada de su cortejo de fantasmas no siempre
inocentes. El primero se refiere a la llamada economía “participativa”. Al
servirnos de una red introducimos datos y demandas que después podrían mejorar
la oferta de conjunto. Partiendo de este punto, todo es posible. Por ejemplo,
la start-up francesa Clic and Walk (sic!) remunera a los
consumidores para que desde su smartphone informen a los industriales sobre el
aspecto que tienen sus productos en las tiendas (disponibilidad, precio,
visibilidad…). Como dice su presidente, este servicio “lúdico” cuesta “un
60%-70% menos a las empresas que las encuestas profesionales” (Les Échos,
17/09/2015). De esta forma se desarrollan discursos que van del “hágalo usted
mismo” al “participe en nuestra comunidad”. Es la gala Tupperware
elevada a la centésima potencia. El gigante de la distribución en Estados
Unidos, Walmart, propone en algunas ciudades una distribución a domicilio, de
pago, aunque realizada por otro cliente que se hará con algunos céntimos de
reducción por hacer el papel de recadero.
Otra variante, la financiación participativa (crowfunding)
que consiste en proponer a cualquiera en la red que invierta en tal o cual
proyecto. La asociación de un gran número de personas invirtiendo una pequeña
cantidad permite encontrar los fondos requeridos. Gracias a la difundida noción
de “comunidad” asistimos a una prodigiosa extensión de la desintermediación, no
sólo financiera (y no sólo bancaria) sino también comercial, inmobiliaria y de
otro tipo de “servicios”. La red permite prestarse un vehículo o una
herramienta, intercambiar apartamentos, comprar directamente a los productores,
etc. Se puede adivinar con facilidad lo que podría llegar a ser, desarrollarse
de esta manera fuera de la esfera mercantil tradicional, en forma de trueque o
de intercambio de valores de uso. Pero hay que contar con lo que puede
reintroducir el mercado. Se conoce, por ejemplo, que algunos “vendedores” en leboncoin.com
han hecho de ello una profesión remunerada. En cuanto a la “comunidad” de
comentadores en Tripadvisor, ha quedado tocada cuando los hoteles se han dado
cuenta de que a veces era el competidor de enfrente quien colgaba una opinión
deplorable sobre su establecimiento.
Cuestiones de seguridad, de derecho de propiedad,
de fiscalidad, de protección de las personas, de eventuales necesidades
contractualización, reintroducen la necesidad de una regulación. La “cool
actitude” de la economía participativa tiene límites que la economía mercantil
sabe explotar. El mercado mira de reojo y explota las buenas ideas, ya sea
proponiendo un servicio equivalente con una ergonomía más fácil, o simplemente
comprándolo.
El caso del comercio
Uno de los argumentos empresariales para defender
el trabajo de noche y en festivos es el siguiente: “como el consumidor tiene
la costumbre de comprar en la red a cualquier hora, el único medio de responder
a esta competencia de la Web es ampliar los horarios del comercio físico”.
La explicación es engañosa. Comprar en línea no significa en absoluto que se
pueda disponer de su compra de manera inmediata. En 24 horas como pronto, pero
a veces muchas más. La desmaterialización de la compra no significa la
desmaterialización del objeto.
A finales de 2014, entre las quince primeras webs
del comercio electrónico en Francia, ocho eran marcas históricas del comercio
físico. Detrás de los dos especialistas, Amazon (17,5 millones de visitantes
únicos al mes) y Cdiscount, se encontraban Fnac (10,7 millones), Carrefour, La
Redoute, etc. Los dos sectores comerciales tradicionales que más han sufrido
una competencia real con Internet son las agencias de viajes y todo lo
relacionado con la billetería. Coexisten en lo sucesivo dos modelos
comerciales, el de la búsqueda y compra en línea, el “omnicanal” donde
el cliente mezcla visita a la tienda y búsqueda por Internet antes de finalizar
su compra por uno u otro medio. La tienda física no está definitivamente
amenazada por el comercio electrónico, pero todas las marcas deben combinar ambas
y encontrar su punto de equilibrio.
Abrir una tienda hasta medianoche o un domingo a la
tarde no tiene nada que ver con la exigencia del consumidor. La verdad es más
prosaica. En primer lugar, el comercio electrónico tienta con un mejor tipo de
margen: menos inmovilización de capital, menos asalariados. Aunque esto no sea
universal, pensemos en el coste de los sistemas informáticos y de los mensajes
de clientes, en teoría al menos este canal traga menos cargas de explotación.
De todas maneras, el desplazamiento masivo de la clientela de algunos sectores
de las marcas físicas hacia las marcas virtuales influye sobre el conjunto de
las empresas. Así, cuando La Redoute decide reedificar su centro logístico, el
modelo en términos de productividad y de resultados (entrega en 24 horas) es el
de Amazon, modificando por tanto el modelo social anterior. El poder de mercado
se ha desplazado y son los mastodontes de la venta a distancia quienes imponen
sus modelos.
Todo el comercio se encamina hacia una precarización
global. El gobierno se muestra favorable porque espera favorecer de esta manera
el consumo por medio de una oferta-precio a la baja. Las grandes marcas la
implantan porque les permite apropiarse de una parte del sobremargen que
generan las marcas del comercio electrónico. Reducción del número de
vendedores, tiempo parcial y flexibilidad de las horas de trabajo, desarrollo
del autoservicio, cajas automáticas, todo converge hacia una descualificación
de los empleados del comercio. En nombre siempre de la exigencia del
consumidor, las grandes superficies de alimentación han desarrollado el
principio del “Drive”. El consumidor envía su pedido por ordenador y
pasa después a recogerlo con su coche en el muelle logístico local. La rapidez
de estas mutaciones se puede ver en Leclerc, que abrió su primer Drive en 2007
y dispone ya de 600 en Francia. Se trata de la más pura logística de
preparación de pedidos (más estanterías) con lo que implica en términos de
penosidad del trabajo y de tiempo parcial. La precarización agravada de los
asalariados del comercio deriva en parte de la emergencia del comercio
electrónico, y es general. Pero no por las razones que explican los
empresarios. Es pura y simplemente porque se piensa que el comercio electrónico
ha encontrado algunos puntos de margen suplementarios y todo el sector pretende
aprovecharse. Nada que ver con el friki que va a comprar una consola de juegos
entre las 11 de la noche y la una de la madrugada.
El gobierno miente sobre sus objetivos
El BNP y la Societé Générale organizan “campus” de
formación para acelerar la mutación de las cualificaciones internas. La
transformación digital de las empresas se ha vuelto una prioridad. Es un
concepto que puede parecer difuso o aplicarse sólo a sectores muy particulares.
Es fácil pensar que no afecta a tal o cual actividad, o al menos no
inmediatamente. Pero esta mutación impacta en sectores operativos vitales como
el recorrido clientes/prospectos, la organización, los modos de comunicación,
la gestión de los recursos humanos… Es por tanto urgente que las organizaciones
sindicales y todas las instancias representativas de los asalariados aborden el
problema. No sólo desde el punto de vista de la formación/adaptación o
salvaguarda del empleo. Va a cambiar el conjunto del modelo operativo. A escala
de una empresa eso puede ser un cambio sistémico y por tanto puede mover todo,
su cadena operativa, su corazón y su periferia. Los retos son considerablemente
más importantes que cuando la informatización de las sociedades en décadas pasadas.
Va a redistribuir los roles entre los integradores, las sociedades asesoras,
los especialistas de la infraestructura y sobre todo muchos recién llegados.
Frente a todo esto, el gobierno y el informe
Mettling optan por hablar de cualificaciones, oficios, formación, contrato de
trabajo. Equivale a propagar la idea de que nos enfrentamos a una simple
revolución tecnológica. Cuando constituye ya un cambio profundo en el seno del
capitalismo: sectores dominantes, polarización de capitales, monopolios mundiales
hasta el desbordamiento total de los Estados en términos de reglamentación y
fiscalidad.
El cuerpo social no sólo se verá afectado en
materia de formación y cualificaciones. Van a desaparecer empresas o a pasar
bajo el control de agentes digitales. Grandes reestructuraciones van a excluir
a sectores salariales. El trabajo a distancia va a romper la tradición
colaboradora de las empresas tradicionales facilitando el contrato comercial a
costa del contrato salarial. El informe Mettling anuncia todas estas cosas como
si fueran filigranas, pero aborda el problema por el final: “Ni hipocresía,
ni conservadurismo en la adaptación del derecho social” /1.
Muy oportunista, el gobierno esquiva el núcleo del problema para hacer creer
que su prioridad es la protección de los asalariados, cuando les está atacando
una vez más en tiempo de trabajo y en el contrato de trabajo, en nombre de una
modernidad absoluta.
Notas
1/ Lo que no aborda con mucha seriedad este informe
es el impacto de los oficios digitales sobre la igualdad profesional. Una parte
de éstos se parece a los viejos oficios informáticos (trabajo en el domicilio
del cliente) o favorecerán el teletrabajo. Todo esto no favorece el empleo
femenino. La rama patronal de los servicios informáticos se lamenta ya por la
débil feminización de la profesión, dando una explicación racional: la amplitud
y la flexibilidad de la jornada de trabajo.
Traducción VIENTO SUR
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