Angel Calle Collado
Jueves 19 de noviembre de 2015
Son tiempos de revoluciones cercanas. Una
civilización petrolera que toca a su fin nos convoca a buscar alternativas. Al
igual que una sociedad consumista poco viable y muy insatisfactoria como
destino humano. En el otro lado de la balanza (re)surgen lo próximo, el cuidado
del territorio o el protagonismo ciudadano como referentes de nuevos cambios
sociales. Se levantan laboratorios al margen de recetas prefabricadas. Ojalá se
confirmen los malos tiempos para el bipartidismo, las croquetas congeladas y
los tomates sin sabor.
Son también otras revoluciones. Lo aventuraron
aquellos zapatistas que se levantaron en 1994: mejor hablar de procesos de
rebeldía que de revoluciones invernales. Es decir: más procesos horizontales
que autoritarismos proyectados; más sociedad con autonomía (democracia radical)
mientras se presiona para la apertura de las instituciones modernas
(democracias participativas); y construir caminos que experimenten desde hoy
dinámicas de emancipación, ya sea cómo nos organizamos para ejercer la política
o para comer.
Por ello no es de extrañar que revisitemos nociones
como el “mercado”, para politizarlo, para hacerlo menos autoritario, más
incluyente y sostenible. Los mercados alimentarios son un claro ejemplo. Frente
al gran Negocio de la comida (Esther Vivas) buscamos cercanías
territoriales y personales, de forma colectiva y cooperativa, para Producir
alimentos y Reproducir comunidad (Daniel López). Los mercados globalizados,
por el contrario, nos proponen concentrar las decisiones en 7 u 8 cadenas de
distribución. Democratizando, eso sí, los riesgos de una alimentación que
llenan nuestra sangre de un centenar de sustancias que envenenan a muchas
personas en el medio plazo.
Estamos actualizando de forma práctica las
contribuciones históricas de Karl Polanyi. En El Sustento del Hombre nos
ilustraba cómo la institución “mercado” es vieja y muy plural, aunque ahora
parezca un monopolio del capitalismo. Siguiendo la estela del ciclo de
movilizaciones más reciente (protestas antiglobalización, foros sociales,
diferentes marchas contra la exclusión, 15M, etc.), se abren nuevos “mercados”,
precisamente en clave de protagonismo social. Actualmente, el número de
personas organizadas en grupos de consumo directo y ecológico ascendería a unas
80.000 en este país. Nuevos “mercados sociales” (que incluyen
alimentación y servicios) son construidos de la mano de la Economía Social y
Solidaria para unir, de manera sostenible, territorio
y consumo. Cooperativismo de cercanía que, a decir de Jordi Via, bien
pudiera servir para iniciar un Adiós capitalismo; planes que podrían, en
una ciudad como Barcelona, reclamar inmediatamente 30.000 nuevas ocupaciones
laborales.
Pero el camino no es fácil. Las viejas prácticas se
esfuerzan en “adaptarse” a estas revoluciones cercanas. Son ejemplos notorios
las inversiones mediáticas que realizan las grandes cadenas de distribución
para presentarse como defensoras de productos locales, mientras sus estanterías
acumulan alimentos que recorrieron 4.000 kilómetros de media. Pero, además,
producción local no equivale a sostenibilidad. No son sostenibles las
relaciones que imponen precios, condiciones asfixiantes a productores locales y
hacen desaparecer alternativas de comercialización (mercado tradicional,
pequeño comercio, productores artesanales). No crean empleo (neto): desertifican
las economías locales. En la misma línea, la apuesta por “mercados turísticos”
o “mercados gourmet” (San Miguel en Madrid, la amenaza sobre La Boquería en
Barcelona o La Corredera en Córdoba) son ejemplos de adaptación lampedusiana
para que la máquina turística e inmobiliaria siga funcionando a su favor.
Exigiendo previamente ingentes cantidades de dinero público para su posterior
explotación privada, claro está.
Estamos de rebelión frente a los mercados, sí,
pero, ¿en qué medida estas iniciativas suponen un avance en la construcción de
circuitos cortos de comercialización, más sostenibles social y ambientalmente
hablando? Propongo que evaluemos la rebeldía de los (nuevos) mercados de
acuerdo a una sencilla gramática, la de las 3 Cs: Cooperación desde abajo
(democratización), Cuidados frente a nuestras vulnerabilidades (ecosistemas,
necesidades humanas) y que trabajen para la creación de Circuitos cortos
alimentarios y energéticos (relocalización). 3C que serían sinónimo de una
agroecología (política) en pos de una soberanía alimentaria.
Es evidente que Mercadona, por poner un ejemplo,
suspende en cada una de las Cs propuestas. Por contraposición, a escala mundial
se extienden los mercados de certificación directa y participativa, donde
personas productoras, consumidoras y agentes que quieren acompañar este proceso
trabajan para co-responsabilizrse sobre cómo producir, en qué condiciones y a qué precios.
Aquí en la península ya son notorios el empuje de
ecomercados en ciudades y pueblos. O la valorización de la producción local en
zonas en vías de extinción especulativa (el caso de la horta valenciana frente
a los desmanes del PP es un claro ejemplo). Instituciones locales se ven
empujadas a abordar el tema, hasta ahora tabú en este país, de las leyes de
producción artesanal ante la presión de grupos más organizados de producción
más tradicional o ecológica.
Es también tiempo de grises. Por ejemplo, aparecen
estructuras que facilitan la creación de circuitos más cortos, pero cuyos
criterios de decisión son externos, más verticales y que suponen una ganancia
para quienes están más arriba de la pirámide. Sería el caso más reciente de la
extensión de iniciativas más verticalizadas como La Colmena dice sí; o
la conformación y extensión de nichos de consumo ecológicos de la mano de la
pequeña distribución, donde productores cercanos y ecológicos comienzan a tener
acceso. En ambos casos: ¿con qué capacidad de decisión? ¿introducen prácticas
más sostenibles en nuestra alimentación o es un marketing controlado por unas
pocas manos? ¿realmente transforman las estructuras de producción y
distribución provocando una emergencia de iniciativas en 3C?
Finalmente, existe un potencial práctico en la
conexión del renovado municipalismo con economías endógenas, como apuntábamos
en el libro Territorios en Democracia (Icaria, 2015). Un papel logístico
de los mercados centrales más volcado hacia lo eco y lo local avivaría la
construcción de sistemas agroalimentarios más sostenibles. Junto a la creación
de parques agrarios y de economía social y solidaria en las zonas periurbanas.
El consumo social organizado por instituciones (ayuntamientos, escuelas,
hospitales), por la propia ciudadanía (experiencias de compras colectivas en
centros de trabajo o en los mercados sociales) o por tiendas amparadas en redes
de productores ecológicos (FACPE en Andalucía) son iniciativas que, entre otras
cosas, contribuirían a frenar la exportación de productos ecológicos (un 40% en
este país).
Por su parte, las propias iniciativas tendrían que
prosperar más allá del creciente virus de “islitas agroecológicas” que recorre
el país. Habrán de articularse, respetando dinámicas territoriales, para
construir mercados con autonomía con respecto a poderes institucionales y
financieros. Evitando también las formas “cooperativas” que, situando el
crecimiento económico como una fin de su actividad, acaban asimilando los
patrones insostenibles de la sociedad de consumo (Eroski es un ejemplo).
Enredar islas, pero sin transformarse en herramientas turbocapitalistas o en
meras economías paliativas frente a la gran crisis. No perdamos, pues, las 3 Cs
de vista en las construcciones de mercados (rebeldes) que están por venir. Nos
va la vida en ello.
17/11/2015
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