9-11-2015
Las ideas se convierten en una fuerza material
–viscosamente conservadora, reaccionaria o incluso revolucionaria- cuando
millones de personas las hacen suyas.
Para ejercer el terror y asesinar millones de
enfermos mentales, discapacitados, izquierdistas, gitanos y judíos, Hitler
antes debió conquistar las mentes de una gran masa de sus conciudadanos
mediante una mezcla de milenarismo y de mitos (el Tercer Reich venía después
del Segundo- el Imperio Romano-germánico con su orden verticalista- y del
Primero, el de Cristo) con las estupideces sobre la existencia de razas puras,
la superioridad de los “arios” y la inferioridad de los judíos y de los
mestizos y, como aglutinante de toda esa bazofia cultural, la idea de la
supuesta continuidad del nacionalismo, el socialismo y de la rebelión en la
historia alemana en el nacional-socialismo, con su bandera roja en la que
campeaba el signo solar-la esvástica- indoeuropea.
Por su parte, para oprimir a los pueblos
colonizados, los diversos imperialismos tuvieron que convencer a grandes
sectores populares de que eran portadores de la “civilización” a pueblos
“inferiores” (en muchos de los cuales, sin embargo, había nacido la
civilización cuando en Europa vivían hordas bárbaras).
Por último, para mantener su dominación, el
capitalismo de los monopolios debió imponer al mundo la ideología del consumo,
del egoísmo, del fin de las solidaridades comunitarias campesinas, de la
sumisión al mercado porque no habría una alternativa al mismo. Por eso estamos
al borde de una catástrofe ecológica y social pues esa ideología capitalista
destructora es compartida por la mayoría de las poblaciones urbanizadas del
planeta.
La estructura económica es antes que nada una
relación entre personas y clases, no entre bienes y capitales. Es el resultado
de la evolución de las creencias imperantes en determinado momento, del nivel
de cultura de las sociedades, del peso político e ideológico relativo de las
diferentes clases en pugna. Los dominantes, para explotar y oprimir a las
grandes mayorías, necesitan siempre aparecer como representantes de los
intereses comunes. Lo hicieron primero como reyes por derecho divino,
representantes de todos ante Dios y lo hacen hoy como paladines de la supuesta
unidad nacional (aunque apenas representen a una fracción de los
privilegiados).
De ahí la necesidad de librar una batalla
ideológica para desenmascarar a los servidores políticos y a los sacerdotes
culturales de los opresores y presentar sin velos, claramente, la realidad de
las relaciones sociales, ideológicas, políticas y económicas que los
gobernantes capitalistas permanentemente disfrazan.
Cristina Fernández de Kirchner, por ejemplo,
proclamaba que “representaba a 40 millones de argentinos” y hablaba de la
unidad nacional entre capitalistas y trabajadores. Así confundió y desarmó
ideológicamente a éstos y a los pobres que creían en ella y reforzó económica y
culturalmente a los capitalistas que la usaban y toleraban. La generalización
de las ideas del capitalismo financiero y de la reacción le hizo perder la
mayoría al kirchnerismo y permitió a los grandes capitalistas organizar sus
fuerzas detrás de Mauricio Macri, un pelele multimillonario sin ideas ni fuerza
propias que probablemente ganará la presidencia de la República.
Los gobernadores que favorecían a la gran minería y
permitían el envenenamiento de las aguas, los gobernadores del Opus Dei
opuestos, como Cristina misma, a la ley del aborto, la designación por la
presidente de un Comandante en Jefe de las fuerzas armadas de un general que
fuera represor durante la dictadura, el pago serial de una deuda externa ilegal
e impagable, prepararon igualmente el camino a Macri, el cual proviene del
menemismo.
Es indispensable por lo tanto una batalla
político-cultural para combatir las consecuencias nefastas- para Argentina,
Brasil, Bolivia, Venezuela- de esa unidad ideológica de las distintas fuerzas
capitalistas que ha contagiado a la mayoría de los trabajadores.
La lucha por la independencia política de los
trabajadores frente a los candidatos y partidos capitalistas pasa ahora en
Argentina por la propaganda a favor del voto en blanco, como paso inicial de la
independencia de clase.
Perón llamó a votar en 1958 por Arturo Frondizi y
millones de obreros peronistas no acataron su orden y votaron en blanco o formaron
partidos obreros regionales. El 19 de julio de este año, el kirchnerismo llamó
también a votar en blanco en el balotaje entre el ex ministro kirchnerista
Lousteau y el candidato de Macri. En el peronismo, por consiguiente, el voto en
blanco tiene carta de ciudadanía y sólo los ignorantes de la historia argentina
y de qué es la democracia pueden indignarse si el ciudadano-pollo se niega hoy
a elegir entre ser hervido a fuego lento o violentamente cocinado a las brasas.
Esa opción es tan reaccionaria que hasta los liberal-socialistas (el Partido
Socialista Argentino, de Hermes Binner) y los radicales más honestos llaman a
votar en blanco...
No se trata, en el fondo, de un problema táctico
porque los votos nulos, en este caso, no serían suficientes para compensar los
votos que el kirchnerismo supo perder. Lo que está en juego es quien es el
protagonista del cambio social.
Para los que padecen el síndrome del autobusero y
acatan el cartelito que dice “no molestar a quien conduce”, no hay dudas.
Quienes critican por la izquierda a un gobierno que consideran “progresista” o
quienes no votan a candidatos funestos, son “agentes del imperialismo”. Porque,
según ellos, son los dirigentes quienes garantizan el cambio y a ellos deben
subordinarse los trabajadores. Para los revolucionarios, en cambio, el
socialismo sólo es posible con el desarrollo del poder de base y de la
conciencia de los trabajadores. El voto en blanco es un paso para construir
eso.
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