24-11-2015
“Ahora las órdenes son anónimas. Hay números de
teléfono y correos electrónicos que dan las órdenes a jefes de clica, pero no
se sabe bien de quién son. Te llega un correo, por ejemplo, con una orden, una
foto y un pago adelantado de Q. 10,000, y ya está. Así se maneja hoy. (…) A
veces el mismo guardia de la prisión llega con el marero y le da un teléfono,
todo bajo de agua, diciéndole que en 5 minutos lo van a llamar. Tal vez el
mismo guardia ni sabe quién va a llamar, ni para qué. Eso denota que ahí hay
una estructura muy bien organizada: no va a llegar un guardia del aire y te va
a dar un teléfono al que luego te llaman, y una voz que no conocés te da una
indicación y te dice que hay Q. 15,000 para eso. Ahí hay algo grueso, por
supuesto”. Declaración de un ex pandillero. Tomado de “Vinculación
de las “maras” con los poderes ocultos”, IPNUSAC.
La corrupción: parte de lo humano
La corrupción es una conducta socialmente
deleznable. ¿Quién en su sano juicio podría justificarla, mucho menos
aplaudirla? Tal como la caracterizó hace algunos años un sínodo de obispos
(Ecuador, 1988, caracterización que sigue siendo absolutamente válida al día de
hoy), la corrupción es “un mal que corroe las sociedades y las culturas, se
vincula con otras formas de injusticia e inmoralidades, provoca crímenes y
asesinatos, violencia, muerte y toda clase de impunidad; genera marginalidad,
exclusión y miedo (…) mientras utiliza ilegítimamente el poder en su
provecho. Afecta a la administración de justicia, a los procesos electorales,
al pago de impuestos, a las relaciones económicas y comerciales nacionales e
internacionales, a la comunicación social. (…) Refleja el deterioro de
los valores y virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia.
Atenta contra la sociedad, el orden moral, la estabilidad democrática y el
desarrollo de los pueblos”.
Sin la más mínima sombra de duda, la corrupción es
una práctica abominable, como tantas otras que realizamos a diario los seres humanos.
El establecimiento de leyes (es decir: pautas que fijan lo que se puede y lo
que no se puede hacer en el marco de las sociedades) minimiza su puesta en
práctica, pero no la elimina.
Apelando al psicoanálisis, puede decirse que la
cría humana se humaniza, pudiendo llegar a ser un adulto normalmente integrado
a su sociedad, en la medida que entra en el mundo de las leyes humanas, es
decir: en la cultura, en el orden social. La ley, cualquier ley, implica
siempre una prohibición. Algo queda prohibido, por lo que se instaura un orden
simbólico, un código cultural. La pura naturaleza, el instinto animal no rige
nuestra vida; por el contrario, todo está “legalizado”. El incesto es la
primera y más universal prohibición, la primera ley (prohibición) que ordena
las relaciones humanas. Piense el/la lector/a: ¿por qué no se mete con su
hermana/o? No hay determinantes biológico-naturales que lo establezcan, porque
de hecho sucede, y no tan rara vez: el incesto es una construcción social, una
ley.
Ni lo sexual (ligado a un supuesto “instinto de
reproducción”), ni la alimentación están regidos por la carga genética. Si así
fuera, no se podría explicar la interminable (realmente ¡interminable!) lista
de problemas y acciones conflictivas ligadas a ambos campos: ¿qué determinante
biológico promueve el voto de castidad? ¿Y qué decir de la homosexualidad: es
un “pecado degenerado” o un privilegio de aristócratas varones como en la
Grecia clásica? ¿Qué fuerza natural explicaría la adopción administrativo-legal
de hijos cuando no se los puede concebir? Y quizá lo más importante: ¿qué es la
sexualidad normal?
Del mismo modo podríamos quedar atónitos ante la
pregunta de por qué, existiendo un 40% más de alimentos disponibles en el
mundo, el hambre sigue siendo un flagelo insoportable y la principal
(¡principal!) causa de muerte de los seres humanos. ¿Hay algún determinante
instintivo en ello? ¿Podríamos seguir levantando la teoría de “razas
superiores” con más privilegios que los “bárbaros y primitivos”, que estarían
entonces condenados a morir de hambre? ¿Por qué hay comidas “elegantes” y
comidas “de pobres”? ¿Quién decide eso? Es más que evidente que todo lo
“animal” del ser humano está marcado por lo cultural, por la Ley. Dicho de otro
modo, lo instintivo está “pervertido” por lo social.
Así funcionamos los humanos: nos construimos a
partir de códigos, de sistemas legales, de ordenamientos. La propiedad privada,
base fundamental de las sociedades clasistas desde hace aproximadamente 10.000
años y pieza clave en la dinámica social desde ese entonces, es una
construcción histórica, “legalizada”, codificada. No hay ningún determinante
natural que la fije. Y por supuesto, eso tiene un valor determinante, pues las
guerras –constante radical en nuestra historia como especie– se explican a
partir de la idea de la propiedad privada: se defiende a muerte lo propio y se
ataca mortalmente a quien se opone a ello. ¿Para qué se invadiría a otro pueblo
si no es por puros y egoístas intereses?
Sin ley no puede vivirse, pues no nos humanizamos.
Según el psicoanálisis, al que apelamos una vez más, tres son las formas de
relacionarnos con ese orden legal: entramos en él y somos uno más de la serie
(normalidad neurótica), no entramos nunca (psicosis), o entramos a medias
(psicopatía o perversión). El grueso absoluto de la población (98 a 99%)
realiza exitosamente el pasaje por los desfiladeros de la Ley humanizante,
acepta normas y vive “normalmente” en sociedad. El 0.1% no lo logra, y vive en
su mundo alucinatorio (psicosis), y entre un 1 y 2% hace un pasaje a medias:
entra con un pie en el mundo de las normativas, y con otro se sale
(psicopatías: ahí tenemos el amplio y complejo abanico de las transgresiones,
desde quien evade un impuesto hasta quien puede ser un asesino, pasando por un
largo listado de conductas).
¿Es la corrupción una “enfermedad” psicológica
entonces? Quedarse con esa idea sería limitar demasiado –y equivocadamente– la
cuestión. Saltarse las normas es, en algún sentido, parte de la normalidad.
Pero hay niveles. Una cosa es pasar un semáforo en rojo, otra es ser un
violador sexual en serie. El límite es siempre algo impreciso, borroso. Por eso
el tema de la humanización es siempre algo dificultoso. Dicho de otro modo: ser
un “normal” es muy, muy pero muy difícil. ¿Existe la normalidad? En toda
civilización conocida, en cualquier momento de la historia, existen normas
sociales, leyes, prohibiciones establecidas. Violarlas (en mayor o menor
medida), es parte de la “normalidad”. “No desearás la mujer de tu prójimo”,
reza el noveno mandamiento católico (machismo mediante: ¿no hay prohibición
para las mujeres? ¿No desean ellas?). Si se instituye la norma, es porque se
sabe que se puede violar. Y los moteles están siempre llenos, cualquier día del
año y a cualquier hora. ¿Alguien en el mundo puede no mentir?
La corrupción, por tanto, está instalada en lo
humano, es parte de nuestra dinámica. La pregunta es: ¿cuándo pasa a ser
deleznable? ¿Cuándo es un delito?
Corrupción: ¿principal problema en Guatemala?
Guatemala, típica “república bananera” de
Latinoamérica, es un laboratorio ideal para entender lo que se está tratando de
decir en el presente texto.
El país presenta una profusa lista de problemas,
donde la corrupción es uno más. Si se realiza un pormenorizado estudio de la
situación nacional, histórico para conocer las raíces y coyuntural para ver el
aquí y ahora, se va a encontrar que la corrupción está siempre presente, pero
por sí sola no permite explicar ni la estructura de fondo ni los problemas que
saltan a la vista.
En Guatemala, pese a la riqueza existente, el
grueso de su población vive considerablemente mal. Está entre los países del
mundo con mayor nivel de desnutrición infantil (segundo en Latinoamérica, sexto
en el mundo) pese a ser un productor neto de alimentos, y alrededor de dos
terceras partes de su población económicamente activa (en buena medida niños y
jóvenes) o trabaja en condiciones de precariedad (sin prestaciones sociales) o
se encuentra abiertamente desocupada. El Estado, en tanto órgano regulador de
la vida social, brilla por su ausencia en la provisión de servicios básicos.
Por lo pronto, es un Estado raquítico, que vive de unos magros impuestos
–fundamentalmente impuestos directos, pagados por la clase trabajadora–
teniendo una de las cargas impositivas más bajas de todo el continente (según
los Acuerdos de Paz de 1996 se debía llegar a un piso mínimo del 12% del
producto interno bruto, para luego seguir ascendiendo, siendo la realidad
actual que apenas si se llega a un 10% de lo producido que va a parar al Estado
como carga tributaria).
Desde hace un buen tiempo, pero recientemente
(estos últimos meses) en forma exageradamente remarcada, la noción de
“corrupción” pasó a ligarse en forma casi automática con el incumplimiento de
deberes de los funcionarios públicos. Ese es un aspecto posible de la
corrupción, pero por cierto no el único. La corrupción funciona desde largo
tiempo atrás en toda la sociedad, desde las raíces coloniales, como forma de
vida, como cultura. Puede encontrársela en los más diversos ámbitos, no sólo en
los agentes del Estado: desde la venta de tareas o la redacción de tesis
universitarias por un estudiante hasta el cobro doble de viáticos por parte de
un modesto empleado, desde el “moco” que debe pagarse a un intermediario en
muchas transacciones comerciales hasta la exacción o chantajes (cobros
compulsivos) en cualquier de sus formas (la de un médico a un paciente
exigiendo más honorarios de los que fija el seguro, la reventa de boletos para
cualquier espectáculo a un precio mayor que el oficial, la compra obligatoria
de artículos innecesarios en los colegios privados, la venta de puestos en
cualquier fila o el intento nada infrecuente de colarse en la misma por parte
de cualquier hijo de vecino, el aumento del precio de un producto según la cara
del cliente, el cotidiano incumplimiento de las normas de tránsito, los cobros
ocultos y disfrazados de muchas empresas como las telefónicas o las tarjetas de
créditos, etc., etc.). ¿No son también formas de corrupción el sempiterno engaño
masculino hacia las mujeres –1 de cada 3 mujeres con hijos es madre soltera,
producto del abandono del padre biológico–, el “cuello” al que se apela para
conseguir cualquier favor, el “robo hormiga” de muchos empleados en sus
empresas (amén del “robo elefante” que hacen muchas autoridades,
fundamentalmente en el ámbito público, pero también en el privado)? ¿Y qué
decir del acarreo de “seguidores” en las campañas proselitistas o el día de las
elecciones, y por el otro lado, la aceptación de todos los regalos que ofrecen
los candidatos de campaña, no importando la bandería política? ¿No es corrupto
también el declarado celibato violado luego por lo bajo? Los jóvenes de “zonas
rojas” le temen más a la policía que a los mareros; ¿por qué será? La lista de
corruptelas es larga, muy larga, y quizá nadie que habita el país puede quedar
eximido: compra de discos “piratas”, “mordidas” varias, infracciones de
tránsito como hecho normal (de conductores y peatones; ¿cuántos de los que leen
esto no han manejado con una copa de más encima?). La proverbial llegada tarde
(simpáticamente llamada “hora chapina”), ¿no es también una forma de
corrupción? Los etcéteras son numerosos, y nos detenemos aquí porque si no el
texto se haría demasiado largo.
Dicho de otro modo: la corrupción es uno más entre
tantos males que aquejan a Guatemala, quizá no el primero ni el más importante.
La exclusión y el estado de empobrecimiento crónico de grandes masas populares
no se deben sólo al enriquecimiento ilícito de mafias corruptas enquistadas en
el poder político, como ahora pareciera denunciarse con fuerza creciente y nada
disimulada indignación. Si hay pobreza estructural y exclusión histórica, a lo
que se suma machismo patriarcal casi delirante (se puede tolerar que un civil
varón lleve ostentosamente una pistola en la cintura, pero no que una mujer
profiera insultos en público), o un racismo atroz que condena a alguien a ser
humillado por su pertenencia étnica (“seré pobre pero no indio”, puede
decir un no-indígena), ello no es sólo por los funcionarios venales que hacen
del Estado (nacional o local) un botín de guerra. La corrupción puede ayudar,
pero no es la causa del todo ese desastre. Es herencia de un desastre
histórico-estructural que lleva ya siglos de maduración.
Si de causas se trata, la situación va por otro
lado. Una investigación
realizada por la empresa consultora Wealth-X, con sede en Singapur,
asociada al banco suizo UBS (Union Bank of Switzerland), estudio
que cita y analiza la página electrónica Nómada, muestra que “hay
260 ultra-ricos guatemaltecos que poseen un capital de US$30 mil millones, lo
que representa el 56% del PIB. [Es decir que ] 0.001 por ciento de los
15 millones de guatemaltecos tienen más capital que el resto de la sociedad.
(…) Los $30 mil millones [de dólares] son Q231 mil millones [de
quetzales]. Esto equivale a lo que el Estado de Guatemala recauda cada
cuatro años.”
Guatemala, debe quedar claro, no es un país pobre;
de hecho, es la primera economía de la región centroamericana y la
decimoprimera de América Latina. En todo caso, es tremendamente inequitativa,
asimétrica, que no es lo mismo que pobre. Un mínimo porcentaje (unas cuantas
familias) concentran en forma abrumadora la riqueza nacional, en tanto el 53%
de la población total vive por debajo de los límites de pobreza (2 dólares
diarios, según el estándar establecido por Naciones Unidas). Casi la mitad de
los trabajadores no cobra el salario mínimo –de por sí muy escaso–, mientras
que en zona rural los trabajadores agrícolas en casi 90% no reciben el salario
de ley. Por otra parte, ese sueldo mínimo apenas cubre la mitad de la cesta
básica. Ahí radica el verdadero problema que hace del país uno de los más
inequitativos del mundo (y por tanto explosivo: un barril de pólvora listo para
estallar en cualquier momento).
Cabe la pregunta entonces si esas diferencias
abismales se deben a la corrupción de funcionarios corruptos o es algo más
complejo, producto de esa exclusión histórica.
Fortunas lícitas e ilícitas
En Guatemala, al igual que en el resto de países
latinoamericanos, las grandes mayorías populares, producto de la sangrienta
represión vivida durante las pasadas décadas y de las brutales políticas de
capitalismo salvaje de estos últimos años (neoliberalismo), han quedado
asustadas, y por tanto desmotivadas, desmovilizadas. El silencio es lo
dominante. Pero desde abril pasado, cuando se conoció el corrupto y bochornoso
caso de La Línea por el que ahora guardan prisión el ex presidente Otto Pérez
Molina y la ex presidenta Roxana Baldetti, junto a otros personajes del
gobierno, al menos en parte demostraron una reacción. Ahora bien: ¿por qué se
reacciona contra la corrupción (entendida como acto deleznable de los agentes
del Estado) y no contra esas injusticias históricas que atraviesan la sociedad?
Se podría decir que la corrupción es una de las tantas facetas de una situación
caótica, o más bien: injusta, profundamente injusta, que estructura a la
sociedad guatemalteca. Pero no es la causa última de esa radiografía que
presenta el estudio citado más arriba, de esas asimetrías escalofriantes, del
hambre y del analfabetismo, del trabajo infantil extendido ni del machismo
dominante.
No caben dudas que dentro del Estado se dan
vergonzosos casos de corrupción. Eso no es nuevo, en absoluto. Desde la colonia
es práctica usual, falsificándose los informes que iban para la metrópoli o
vendiéndose indulgencias eclesiásticas o títulos nobiliarios (la aristocracia
actual es heredera de los prisioneros españoles que llegaban a estas tierras en
calidad de conquistadores enviados por la Corona en busca de fortuna y de las
60 prostitutas traídas en barcos para calmar los deseos sexuales de esos
conquistadores peninsulares). La corrupción está enquistada en la historia, es
parte vital de las raíces.
En el Estado actual, heredero de esa miserable
historia, la corrupción es un mal endémico que incide grandemente sobre los
presupuestos nacionales. Para el país, que ya de por sí tiene una de las
recaudaciones fiscales más bajas de todo el continente –la segunda más baja
después de Haití– perder 31.000 millones de quetzales del presupuesto por
desvíos de fondos es un crimen. De hecho, esa cantidad –31.000 millones de
quetzales (cuatro mil millones de dólares)– es la que se fugó por corrupción
del presupuesto nacional desde 1998 al 2013. Ese monto representa la quinta
parte de la suma de las cantidades aprobadas en los últimos 15 años en los
presupuestos nacionales para la inversión en obras públicas (157 mil 699
millones de quetzales), calculan el Instituto Centroamericano de Ciencias
Fiscales –ICEFI– y la organización no gubernamental Acción Ciudadana.
Definitivamente el robo del erario público que realizan impunemente muchos
funcionarios públicos es un crimen.
Hoy por hoy, habiéndose comenzado una persecución
contra alguno de ellos para terminar (supuestamente) con ese cáncer de la
corrupción, vemos que se puede hablar abiertamente de la pobreza de las grandes
mayorías, aunque siempre responsabilizando del actual estado de cosas a esos
agentes públicos, en tanto ladrones que deterioran la vida de la población.
Pero, ¿es realmente así? ¿La pobreza de más de la mitad de la población se debe
a los vueltos con que se quedan alcaldes y diputados?
Estos funcionarios venales que ahora se ven en la
picota, algunos de ellos entre rejas, están directa o indirectamente ligados a
las fuerzas armadas que algunas décadas atrás defendían a sangre y fuego la
propiedad privada de los multimillonarios de siempre. Ahora, por vericuetos de
la historia, también muchos de ellos (los militares corruptos y sus adláteres)
devinieron millonarios. “Nuevos ricos”, podría decírseles. Y es ahí donde se
pretende introducir la presente consideración crítica.
Sus fortunas, hechas en forma ilícita (mansiones
lujosas, vehículos despampanantes, helicópteros, joyas, ropa muy fina, perfumes
a la moda, caballos de carrera, festines pantagruélicos), en términos descriptivos
no son distintas a las de los “viejos ricos”. ¿En qué difieren? Los dineros con
que se amasaron esas fortunas provienen de un descarado robo a los fondos
públicos. “Refleja el deterioro de los valores y virtudes morales,
especialmente de la honradez y la justicia. Atenta contra la sociedad, el orden
moral, la estabilidad democrática y el desarrollo de los pueblos”, decían
los prelados en la arriba citada declaración. En otros términos: son unos
vulgares ladrones. Sus pequeñas fortunas (no tan pequeñas en algunos casos),
son ilícitas. Pero… ¿cómo se hacen las fortunas lícitas, aquellas del listado
de escasos multimillonarios que manejan más de la mitad de la riqueza nacional?
Permítasenos el presente ejemplo. El actual alcalde
de Mixco, Otto Pérez Leal, hijo del ex presidente, se pasea orondo en un
automóvil de lujo de 250.000 dólares de valor. Alguien, indignado por esa
muestra de descaro y desfachatez, dijo con honestidad: “parece el hijo de un
petrolero árabe” . Pregunto: el hijo de un jeque dueño de toda esa riqueza
(que, por supuesto, no amasa con sus propias manos sino con el trabajo de
otros), ¿tiene legítimo derecho a tener un Ferrari de un cuarto de millón de
dólares?
El mundo se construye así: son códigos
predeterminados los que nos fijan lo normal y lo que no lo es, lo correcto y lo
incorrecto, lo lícito y lo ilícito. ¿No es eso la ideología acaso? Y como pasa
siempre cuando hablamos de ideología: el esclavo piensa con la cabeza del amo, “la
ideología dominante de una época es la ideología de la clase dominante”,
enseñó un pensador decimonónico supuestamente pasado de moda hoy.
Es normal que los “ricos de siempre” tengan
mansiones lujosas, vehículos despampanantes, helicópteros, joyas, ropa muy
fina, perfumes a la moda, caballos de carrera, festines pantagruélicos y que su
voz de mando sea obedecida. Si preguntamos cómo hicieron su fortuna, hoy
lícita, sin dudas aparecerán cuestionamientos. ¿Trabajando quizá?
Dijo Bernal Díaz del Castillo, uno de los primeros
conquistadores españoles llegados a estas tierras del Nuevo Mundo a principios
del siglo XVI, que aquí venían “a traer la fe católica, a servir a Su
Majestad… y a hacerse ricos”. Hasta donde se sabe, nadie, absolutamente
nadie logró hacerse rico (es decir: tener mansiones lujosas, vehículos despampanantes,
helicópteros, joyas, ropa muy fina, perfumes a la moda, caballos de carrera,
festines pantagruélicos) con el esfuerzo de su trabajo. Lo ¿ilícito? de ayer se
legaliza y se convierte en lo lícito de hoy. Dicho sea de paso, muchos de los
asesinos y escoria social de España que venían a las tierras americanas a
“hacerse ricos”, lo lograron. Después vino la alcurnia, el abolengo, el
refinamiento, se compraron títulos nobiliarios y se transformaron en “lícitos”,
pasando a ser las familias patricias que hoy se jactan de su linaje
aristocrático. A la base de cualquier fortuna –en Guatemala y en cualquier
parte del mundo– hay siempre, inexorablemente, un crimen. “La propiedad
privada [de los medios de producción] es el primer robo de la historia”,
dijo el citado pensador.
Lucha contra la corrupción: ¿por qué?
Desde el 16 de abril del presente año en Guatemala
parece haberse desatado una cruzada anti-corrupción. Notorio, sin dudas. Un
país marcado de cabo a rabo por la corrupción, a la que se une indisolublemente
la impunidad en el marco de una ancestral cultura de violencia, aparece hoy
–mediáticamente al menos– como un adalid mundial en la lucha contra este
flagelo. Para muestra de esa cultura corrupta: la declarada “Capital
Iberoamericana de la Cultura 2015”, que iba a ser la ciudad de Guatemala, no
pudo serlo porque… no pagó los derechos de propiedad a la empresa que organiza
el circuito. Por eso simplemente quedó con “Capital de la Cultura”. La
corrupción sigue estando debajo de cada piedra. ¿Podemos tomar en serio que
empezó una lucha a muerte contra ella?
Más que creerlo acríticamente y seguir saliendo a
protestar en la plaza (protesta que a veces se parecía más a una celebración
que otra cosa), conviene formularse algunas preguntas con sentido crítico.
¿Por qué, de buenas a primeras, la Comisión contra
la Impunidad en Guatemala –CICIG–, de perfil bastante bajo años pasados, junto
al hasta entonces ineficaz y corrupto Ministerio Público, pasan a tener ese
papel preponderante como defensores de esta lucha, dando golpes certeros? ¿Por
qué caen presos presidente y vicepresidenta desarticulándose algunas bandas
delincuenciales que ellos lideraban? ¿Por qué inmediatamente luego de la
segunda vuelta electoral, ganada por Jimmy Morales, cesan las protestas anti-corrupción?
Más aún: ¿por qué gana el candidato Morales con una actitud pretendidamente
apolitizada? “No soy corrupto ni ladrón”, sentenciaba en su campaña.
Gana Jimmy Morales porque desde hace meses se viene
gestando un discurso contra la corrupción –comunicacionalmente bien estudiado,
presentado en forma entradora y agresiva– sobre el que pudo/supo montarse
actoralmente el comediante profesional (¿nuevo personaje de su show?).
No hay, la experiencia comienza a demostrarlo, ninguna intención positiva en los
reales factores de poder, de acometer una lucha franca contra esta lacra que es
la corrupción. Ni por parte del futuro presidente (quien se está rodeando de
personajes ligados a la vieja estrategia contrainsurgente, acusados de
violaciones a derechos humanos y hechos corruptos) ni del empresariado que se
encargó de encarcelar a Pérez Molina y Baldetti (que reaccionaron airados
cuando el titular de la CICIG habló de un nuevo impuesto para desarrollar con
posibilidad de éxito el ataque a la impunidad y la corrupción) existe una
voluntad efectiva de entrar seriamente al tema.
Por el contrario, con un manejo artero de las
circunstancias, cada vez se insiste más en que el estado calamitoso de las
poblaciones se debe no a determinantes estructurales sino a “malas prácticas”
de los funcionarios de turno. El presidente del Comité Coordinador de
Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras – CACIF –,
Jorge Briz, declaró recientemente que 1 de cada 5 quetzales del presupuesto
público va a parar a la corrupción, dato desmentido por una investigación
periodística del portal Plaza
Pública, que pone en evidencia que lo único que busca el sector
empresarial es seguir no pagando impuestos. Dato elocuente: algunos años atrás,
impulsado por la derecha empresarial, se llevó adelante una campaña a nivel
nacional con el lema “No más impuestos. No más corrupción”.
Los medios de comunicación comerciales (los que
tienen la abrumadora mayoría de llegada en la población) han entronizado la
corrupción como un nuevo monstruo que nos ataca, encargándose de remarcar a
cada instante que los problemas nacionales se deben a esos “forajidos
funcionarios públicos que se llenan los bolsillos a costa del pueblo.” El
mensaje –sensiblero, impactante– no deja de mover pasiones. De esa manera el
sistema en su conjunto queda libre de cuestionamientos, y se encuentra un
adecuado chivo expiatorio, una salida decorosa: “estamos mal porque los
políticos son corruptos y se roban todo”.
El mensaje no es nuevo, sin dudas. En muy buena
medida ese imaginario recorre la cultura política de todos los países
latinoamericanos. Lo destacable ahora es la forma en que se lo está implementando.
Todo indica que es la estrategia de la Casa Blanca quien la impulsa.
Hay nuevos “monstruos mediático-ideológicos” a
combatir, siempre ideados por la fuerza dominante en la región: ayer el
“comunismo internacional” y sus cabezas de playa pagadas por “el oro de Moscú”.
Hoy: el narcotráfico, la violencia ciudadana (pandillas, barras bravas). Y
ahora, más recientemente y con una fuerza nada despreciable: la corrupción.
¿Por qué decir que esto obedece a una estrategia? Pues porque la realidad lo demuestra.
Desde hace un tiempo la geoestrategia de Washington
ha venido reemplazando los golpes de Estado sangrientos, capitaneados por
militares, por lo que llaman “golpes suaves”, “procesos de reversión” (roll
back), o también: “revoluciones de colores”, en alusión a lo desplegado en
Europa del Este recientemente. Como mínimo, podríamos apuntar tres referentes:
1) las “revoluciones de color” que surgieron en estos últimos años en las ex
repúblicas soviéticas, 2) lo que se llamó la Primavera Árabe en Medio Oriente y
el Magreb, y 3) los movimientos de estudiantes democráticos en Venezuela.
Existen más movimientos de estos, siempre en esa
línea de supuesta “defensa de la democracia” y rechazo a lo que suene a
“dictadura populista”; así, podrían mencionarse las Damas de blanco de Cuba por
ejemplo o, en Guatemala, los “estudiantes” que apoyaron las protestas anti
Colom cuando el caso Rosenberg en el 2009, los llamados “camisas blancas” (que
pasaron sin pena ni gloria en su momento, pero que definitivamente fueron un
globo de ensayo).
¿Qué representan, en realidad, estos movimientos?
No son, en sentido estricto, movimientos populares. Con las diferencias del
caso, todos tienen líneas comunes. Las llamadas revoluciones de colores
(revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución
de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución
verde en Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución de los jazmines en
Túnez, así como los “movimientos de estudiantes democráticos antichavistas” en
la República Bolivariana de Venezuela) son fuerzas aparentemente espontáneas,
que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto
contrario a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos.
Son notas distintivas también de estos movimientos
a) su gran impacto mediático, siempre de nivel mundial (llamativamente amplio,
por cierto, que no tienen los movimientos populares como, por ejemplo, los
campesinos que en Guatemala luchan por la defensa de sus territorios –viejas
luchas bastante invisibilizadas por la prensa comercial–), b) la participación
de grupos juveniles, en la gran mayoría de los casos estudiantes
universitarios. c) El hecho de recibir, directa o indirectamente, fondos de
agencias estadounidenses, tales como la USAID o sus ramas, la NED, la CIA o la
Fundación Soros, apoyo en general negado o escondido.
En esta línea podría inscribirse mucho de lo que
sucedió con la Primavera Árabe, que puede haber iniciado como una auténtica
protesta popular, espontánea y con gran energía transformadora, o al menos de
denuncia crítica, pero que rápidamente degeneró (o fue cooptada) por esta
ideología “democrática” –y probablemente manipulada desde este proyecto de
dominación ligado a las tristemente célebres agencias mencionadas–.
Dicho rápidamente, estas supuestas movilizaciones
tienen una agenda clara: servir a los intereses desestabilizadores favorables a
la Casa Blanca y boicoteadores de proyectos con un tinte socializante o popular
o, como en el caso de Guatemala, que representan un obstáculo para Washington.
En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a los movimientos
populares antisistémicos como las marchas campesinas, o las protestas por
mejoras salariales, o cualquier manifestación contestataria al orden
constituido. Estas “demostraciones de civismo”, estas “protestas democráticas”
son, ante todo, no violentas, y no tocan nada de lo fundamental del sistema.
Atacar la corrupción es perfectamente funcional: cambiar algo para que no
cambie nada. Se canta el himno nacional, se hace bastante ruido con tambores y
trompetas…, y se vuelve a la casa satisfechos de la “participación ciudadana”
tenida.
Una nueva estrategia de control social
En Guatemala, como parte de un plan bien urdido,
desde principios del año 2015 el Ejecutivo estadounidense comenzó un ataque
sistemático: la corrupción fue posicionándose como principal problema nacional,
y el vicepresidente de la Casa Blanca, Joseph Biden, llegó al país a “poner las
cosas en orden”: dejando en claro muy enfáticamente que no se vería ni siquiera
en una recepción oficial con la entonces vicepresidenta Roxana Baldetti, ícono
por antonomasia de la degradada y deshonrosa corrupción dominante. De hecho,
trajo un mensaje claro para el presidente Pérez Molina: a Guatemala y a los
otros dos países del Triángulo Norte de Centroamérica (Honduras y El Salvador)
no se le podría conceder el Plan para la Prosperidad (cuantiosos fondos
destinados a “mejorar” la situación socioeconómica interna) si no se iniciaba
un combate frontal contra esa corrupción. El mecanismo obligado para ello fue
la permanencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala
–CICIG–. El mensaje fue claro y terminante: no más corrupción gubernamental,
porque eso es la causa de las penurias de la población.
Para ratificarlo, el embajador estadounidense en el
país, Todd Robinson, viajó a una retirada comunidad del departamento de Izabal,
y en una precaria y deteriorada escuela primaria –montaje muy efectista, muy
sentimental– declaró que el estado calamitoso de ese centro educativo se debía
a la corrupción existente. El mensaje del embajador en la escuela Salvador
Efraín Vides Lemus, ubicada en Santo Tomás de Castilla, Puerto Barrios, fue más
que elocuente: “Podemos ver los resultados de la corrupción aquí en esta
escuela: no tienen suficientes aulas para la gente, para los estudiantes” (…)
“Toca al gobierno y a la gente de Guatemala luchar cada día contra la
corrupción”.
Ponderando a la CICIG y su gran cruzada
anticorrupción, el mismo diplomático anticipó que la gente en Honduras y en El
Salvador también está molesta contra este “cáncer”, y que también allí se
implementarían comisiones internacionales para luchar contra “tamaño flagelo”.
Todo indicaría que entre las nuevas armas del imperio,
junto a las bombas inteligentes y los misiles nucleares que, por supuesto, no
ha abandonado, se encuentran estas novedosas estrategias soft . Las
desarrolla porque les son muy útiles, y les resultan baratas. Las dictaduras
sangrientas –de las que apoyó por docenas a lo largo del siglo XX– son hoy día
impresentables, traen aparejados demasiados problemas (la población puede
reaccionar y se forman movimientos guerrilleros) y tienen costos políticos y
financieros que Washington ya no quiere (o no puede) asumir. Las “revoluciones
democráticas” son mucho más “civilizadas” y presentables, y por tanto se
recomiendan para seguir manteniendo la hegemonía.
Hegemonía, por cierto, que está empezando a ser
discutida por nuevos actores, como la ascendente República Popular China, que
está construyendo un monumental canal interoceánico en la tradicional zona de
influencia de Estados Unidos: Nicaragua. O por la recompuesta Rusia, ahora gran
potencia capitalista, que llega a Centroamérica financiando proyectos mineros en
abierta provocación al “dueño histórico” de la región.
Definitivamente el poder hegemónico de Washington
no es similar al que tuvo ni bien terminó la Segunda Guerra Mundial y en las
décadas subsiguientes cuando era la superpotencia dominante; pero muy lejos
está de caer en bancarrota, de abandonar su natural patio trasero y de
necesitar pedir oxígeno. El Plan para la Prosperidad del Triángulo Norte
muestra quién sigue mandando aquí todavía. La aristocracia nacional, esa que
aparece en el estudio más arriba citado exhibiendo riquezas cuantiosas,
funciona como socio político menor, como segundo violín en las decisiones
geoestratégicas para la región, que se siguen tomando en oficinas de Estados
Unidos y se operativizan desde su Embajada en la Avenida Reforma de la ciudad
de Guatemala.
La declarada lucha contra la corrupción que parece
estar poniendo en marcha Estados Unidos, tiene en Guatemala y la CICIG un
laboratorio ideal para estudiar/desarrollar la estrategia. En diversos países
de Latinoamérica, “molestos” para la lógica de la Casa Blanca, ese mecanismo ya
está puesto a funcionar. Así, los gobiernos de Argentina, Brasil, Venezuela,
Ecuador, Nicaragua (todos con un talante “socializante” y algo de
antiimperialista) reciben continuamente denuncias de hechos corruptos. Hechos
que, sin duda, se comenten, porque la corrupción es un mal endémico que estos
gobiernos de tibia pseudo-izquierda no quieren ni pueden combatir. Más aún:
hasta en la Cuba socialista se da, por lo que vemos que hay mucho por trabajar en
la cuestión. Y también la institución de la cual algunos de sus representantes
hacían esa enérgica condena en Quito con la que abríamos el escrito, también
pueden ser parte de ella.
En definitiva: la corrupción es un buen instrumento
para presionar al enemigo. Obsérvese cómo en la actual recomposición de poderes
a escala planetaria Estados Unidos ahora la emprende contra la FIFA, donde
aparecen enormes hechos corruptos, con los que se puede llegar a quitarle la
sede del próximo Campeonato Mundial de Fútbol a Rusia. ¿Será que ahora preocupa
tanto lo que pasa en ese ente, del que desde hace décadas se conocen turbios y
gansteriles procedimientos?
Dado que la corrupción es un mal tan extendido (¿se
la podrá extirpar alguna vez?; si no hubiera noción de propiedad privada,
¿tendría el mismo peso que tiene en la actualidad?), dado que cala tan hondo en
todos y cada uno de nosotros (¿quién podría declararse absolutamente libre de
ella?), es muy fácil atacarla. De ahí que en esta nueva estrategia de control
político-social los ideólogos y formuladores de políticas de Washington han
encontrado un buen aliado. En nombre de la transparencia se pueden montar
furiosas campañas anti-corrupción para sacar de en medio políticos díscolos
(díscolos a los intereses imperiales, se entiende).
¿Por qué sacaron de en medio a Pérez Molina,
alguien absolutamente funcional al sistema y a la política hegemónica de
Estados Unidos? Porque al general se le fue la mano en la rapiña, y eso puede
ser peligroso para el sistema, porque puede hacer subir demasiado la presión
social. Porque el grupo que él representaba (las mafias del Estado
contrainsurgente, las mismas que parece podrían acompañar al futuro presidente
Jimmy Morales) entró en contradicción con la aristocracia tradicional y el CACIF;
porque tuvo el descaro de abrirle las puertas a los capitales rusos para la
industria extractiva. Y porque Washington no quiere seguir recibiendo chorros
imparables de inmigrantes ilegales, para lo que trata de poner algunos paños de
agua fría en la región centroamericana (se reedita la Alianza para el Progreso
de 1960, que fue también un paño de agua fría, un colchón para mitigar tanta
pobreza después de la Revolución cubana de 1959). Pero, esto es muy importante,
no quiere colocar algunos dineros en la región sin la seguridad que una mafia
demasiado glotona no les robará buena parte de ellos en calidad de corrupción.
En otros términos: a ningún factor real de poder le
interesa atacar seriamente la corrupción. El sistema en su conjunto es
corrupto. Si no, no se podrían pagar los sueldos de hambre que se pagan, y en
una inmensa mayoría de casos ni siquiera cancelando lo fijado por la ley. Si se
quisiera atacar realmente la corrupción como gran mal que corroe la sociedad,
no vendrían capitales multinacionales a instalarse en estas tierras “salvajes”
donde se pagan salarios 4, 5 o 6 veces menores que en los países centrales,
donde están exonerados de impuestos y donde no existe el más mínimo control
medioambiental (¡por todo eso y nada más que por eso es que vienen!)
Si se quisiera trabajar de verdad contra la
corrupción habría que replantear totalmente los modelos de desarrollo vigentes,
en sí mismos tremendamente corruptos. ¿Por qué Cristina Fernández, en
Argentina, o Dilma Roussef, en Brasil, son corruptas y pueden ser atacadas en
nombre de la transparencia y la sana democracia, y no lo son Juan Manuel Santos
en Colombia, o no lo era Álvaro Uribe (o no se quería que lo fuera, más allá de
figurar en las listas de narcotraficantes de la DEA? ¿Por qué no lo era Manuel
Antonio Noriega en Panamá cuando era agente de la CIA, y sí lo fue cuando cayó
en desgracia con la política estadounidense? En Guatemala: ¿por qué era un
corrupto el ex presidente Alfonso Portillo –que intentó fijar impuestos a los
monopolios nacionales– y no lo es el ex presidente y ahora alcalde Álvaro Arzú,
que dio luz verde a la venta leonina de empresas públicas? En otras latitudes:
¿por qué son “monstruos impresentables y los peores corruptos del mundo”
Mohamed Khadaffi o Saddam Hussein, o el actual presidente de Siria Bashar
al-Asad y no lo son los medievales y poligámicos monarcas de Arabia Saudita? El
epígrafe con que abrimos el presente escrito permite ver el doble discurso en
juego.
En nombre de la lucha contra ese flagelo terrible,
esa nueva “plaga bíblica” que pareciera ser la corrupción, puede hacerse
cualquier cosa. Hablar del combate contra ella es “democrático”, “civilizado”,
“modernizador”; hablar de las injusticias estructurales que la propician: un
atentado, un discurso trasnochado.
En Guatemala, producto de la manipulación en parte,
pero porque hay un enorme descontento de la población también, esa mecha
prendió y llegó a sacar más de 100.000 personas a la calle, protestando con
fuerza. Quizá es imposible decir que esa movilización sacó de la presidencia a
Pérez Molina. Más parece que había allí un guión preparado. La cuestión es que
se ve que existe un gran descontento, una gran frustración en la población. Sin
quedarnos en la ingenua protesta contra la corrupción, ¿cómo ir más allá de esa
protesta y empezar a plantearnos cambios más sustanciales?
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