Autor(es): Collado, Patricia
Collado, Patricia. Doctora en Ciencias Políticas y
Sociales. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales - UNCuyo. CONICET -
INCIHUSA, Mendoza.
Cuando me
propuse realizar este escrito quería reflexionar sobre la importancia central
del análisis del conflicto para acercarme a la situación de los trabajadores.
Pero en los intentos por pasar rápidamente a este tema se me presentaba como
ineludible la cuestión de la clase y me hacía retornar una y otra vez a viejas
discusiones y dilemas propios. Diré para empezar a aclarar-me esta cuestión,
que el interés que me hace pensar el conflicto y la clase van unidos. Parte de
una comprobación a la que hemos arribado, en parte, gracias al seguimiento de
la conflictividad laboral en Mendoza. La mayoría de los conflictos laborales
abiertos que se han manifestado en el último decenio no han logrado fortalecer
de conjunto a los-que-viven-del-trabajo, más bien han mostrado hasta qué punto
llegan las fracturas y fisuras en su seno. Es más, aun cuando los trabajadores
han salido a luchar y han obtenido en algunos casos la consecución de sus
demandas, esta resolución no ha redundado en la mejora de su condición
social-laboral o en el estrechamiento de lazos vinculares-solidarios dentro y
fuera de sus colectivos de trabajo.
Frente a
esta escena surge la pregunta acerca de cómo podemos caracterizar la situación
de la clase. Para poder hacerlo, me serviré de lo que tienen en común diversas
propuestas de definición de clase trabajadora: la ubicación material, simbólica
y subjetiva de una porción mayoritaria de la población en el lugar de
“antagonista” del capital. Trataré de argumentar a continuación que ese
antagonismo es la condición de posibilidad, entre otras dinámicas, de la
disposición a actuar como clase (Thompson, 1980), de la configuración de una
subjetividad política de clase (Mezzadra, 2014) y de la emergencia de una
conflictividad “clasista”.
***
Para
avanzar en el camino propuesto me interesa desentrañar dos bloques de sentido
que hacen a la clase y al conflicto. Trataré como anverso y reverso las
situaciones de antagonismo-contradicción y subalternidad-conflicto,
no como pares excluyentes sino como expresiones alternas de las posiciones
sociales que engendra el capital y que sin embargo refieren, como veremos, a
niveles de análisis diferentes. Para no perdernos, podemos afirmar con Marx que
el antagonismo porta un significado estructural:
Las relaciones
burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de
producción, antagónica, o en el sentido de un antagonismo individual, sino el
de un antagonismo que surge de las condiciones sociales de vida de los
individuos, pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la
sociedad burguesa crean, al mismo tiempo, las condiciones materiales para
resolver este antagonismo (Marx, 1982: 67).
En
nuestras sociedades, el antagonismo es la base constitutiva de la relación que
se establece entre las personificaciones sociales del trabajo y el capital. El antagonista
es producto del capital y se constituye a partir del despojo original de los
medios de subsistencia. Sobre la apropiación privada de los medios de
producción, se edifica la regulación del orden social que vincula a través del
mercado al proletario, despojado de todo salvo de su potencia vital, y el
propietario de dichos medios. Esto significa que no solo los “obreros” son
antagonistas del capital o junto con ellos, los “empleados”, sino que nos
referimos al conjunto de la población que el capital ubica en la forma
asalariada de subsistir, o a los que excluye de cualquier forma autónoma o
autodeterminada de satisfacer su vida, la que, de modo tal queda aprisionada por
sus condicionamientos. Recordamos que es el capital en su dinámica
socio-histórica específica el que establecerá el quantum de población
“ocupada” y de población “sobrante” para servir a la acumulación.
Sin
embargo, para que el capital pueda usar productivamente la fuerza de trabajo,
activa a la vez un espejismo: la del ciudadano libre. Es decir que la relación
antagónica asume una máscara de “igualdad” civil y política entre las partes.
Como trabajadores-ciudadanos vivimos inmersos en el antagonismo constitutivo de
las sociedades capitalistas, que se naturaliza y legitima por medio de la
ciudadanización. En otras palabras, nuestra vida transcurre en una
“contradicción”: entre, por un lado, la sujeción del trabajo al capital que se
transforma y cambia todo el tiempo, y por otro lado, una ciudadanía (también
cambiante, más o menos ampliada o restringida) que como ficción-real nos
promete el “reino de la libertad”. La constatación del antagonismo genera la
flagrante contradicción entre ser social y (deber) ser político. Así, la
experiencia antagónica no hace a la conciencia, la conciencia se expresa una
vez que la contradicción se presenta como divorcio entre el ser social y el
(no) lugar político. Y he aquí que esta situación estructural es mediada por el
estado: la institución de la ciudadanía legitima la diferencia y, a su modo,
morigera la condición subalternizada de los que viven del trabajo.
El orden
político, que crea la posibilidad de la ciudadanía y su ficción igualitaria,
abre el planteo de la recusación eficaz, ya que en cada una de las trincheras
en las que el estado se fortifica se da asoman las fisuras presentes y
actuantes en la hegemonía (que incluye tanto los desacuerdos entre las
fracciones de clase en el poder como los límites del consenso activo de la
subalternidad, la necesidad y puesta en marcha de la coerción y las
organizaciones y acciones que se enfrentan al dominio hegemónico), y pueden en
dinámica (y en relación a la lucha de clases), cambiar el signo de las
correlaciones de fuerza.
Entonces,
el divorcio entre el lugar subordinado en que ubica el capital a los
trabajadores y la posibilidad política de recusar ese orden permite la
emergencia de la conciencia en términos de “disposición a actuar como clase”,
es decir, ubica a la clase en una historia singular, en un proceso social
específico, en confrontación concreta con el capital en un espacio dado (una
red de relaciones de fuerza con su historicidad), entrecruzado por la
estatalidad del poder.
***
Detengámonos
ahora en nuestro “momento” histórico para pensar coordenadas más específicas en
dicha relación antagónica. El momento actual del capitalismo se caracteriza por
la gubernamentalidad neoliberal, una forma de dominación política
particular que se centra en la relación entre estado y población (si seguimos a
Foucault) o para nosotros, entre estado y proletarios.
La forma
de gobierno neoliberal deja de ajustar o gestionar institucionalmente lo social
para dar paso “naturalmente” a su autoregulación, en otras palabras, para
solo administrar los riesgos de la población en tanto especie. Esto se vincula
con el mundo de los proletarios en el modo que adopta su inserción social: los
que no quepan en el mercado laboral serán administradores autogestivos de su
sobrevivencia o se sostendrán por medio del estado. En todo caso, si no pueden
reproducir su vida como asalariados se pueden incorporar bajo la nueva
ficción-real igualadora que alienta un orden social diferente: el consumo.
El estado
neoliberal se asienta de tal modo en un gobierno económico frugal (máximos
resultados con mínimos esfuerzos) y su técnica central de dominio es lo que
llamamos la precarización vital del trabajo, fórmula social por la cual
todo trabajador adquiere consciencia de su prescindencia, de su
intercambiabilidad, de la auto-responsabilización acerca de su trayectoria y
desempeño vital-laboral y de los riesgos que implica asumir a su fuerza de
trabajo como capital humano (el que bajo su propia gestión puede ser valorizado
o desvalorizable), y que llega hasta el extremo de experimentar su fecha de
caducidad. Su contracara es la inmensa productividad que produce para el
capital la potencia laboral y que no solo es fruto del aumento de la
explotación relativa y absoluta de sus capacidades, sino también, la razón del
excedente poblacional expulsado fuera del régimen salarial. Digamos algo más;
la existencia de esa cantidad de población expulsada por el capital es la razón
de la nueva función social del estado en relación a la administración de
riesgos: la estadolatría es necesaria para forjar la dependencia de la
población respecto del estado, quien establece su inserción social a través del
consumo. En otras palabras, si el capital expulsa a los trabajadores y genera
una sobreabundancia de población sobrante, a fin de sostener la gobernabilidad
y disminuir los riesgos, el estado debe actuar forjando supletoriamente un
nuevo lazo e integración social: lo hará a través de diversos modos entre los
que se encuentran los subsidios y los programas sociales y cualquier otra forma
de monetización de la exclusión social.
En este
orden de dominación pan-económico, la experiencia de la clase se vive como subalternidad,
mientras que lo subalterno es expresión de la experiencia y la
condición subjetiva del subordinado, determinada por una relación de dominación
(Modonesi, 2010)
La
subalternidad no es una experiencia que se ajusta solo al ámbito de trabajo,
sino que lo trasciende para disponerse como condición de vida de la población
en diferentes órdenes. Es el modo como se configura la relación orgánica entre
estado y sociedad en esta etapa histórica del capitalismo. Veamos cómo opera
esto en la vida de los trabajadores.
La
subalternidad se dirime entre los múltiples modos de sujeción que impone el capital
en cada puesto de trabajo bajo formas concretas que pretenden hacer dócil la
fuerza laboral, al mismo tiempo que propician el aumento de su productividad.
Para ello, la disciplina y el control conforman mecanismos altamente eficaces
en términos económicos y políticos. Mientras la disciplina descompone,
fragmenta y taxonomiza las formas de hacer, el control, sea simple, técnico o
burocrático (Edwards, 1990), modula las subjetividades operando directamente en
las posibilidades de confrontación y resistencia de los sujetos.
Empero,
la experiencia concreta sub-ordinada lleva a múltiples expresiones de
enfrentamiento y confrontación, es decir que da lugar a recusaciones,
rebeldías, demandas, exigencias, boicot, hasta éxodos o exilios (como
fugas transitorias de la relación salarial-antagónica) tanto individuales como
colectivas, y que marcan la in-sub-ordinación del trabajo frente al orden
del capital. Es decir que, aun cuando disciplinas y controles sean garantes de
la regulación de la experiencia de la subordinación, esta se mueve siempre
complicadamente entre la aceptación, la resistencia y el rechazo.
Así las
cosas, esta configuración de relaciones de poder, como dijimos, no se
circunscribe al ámbito de trabajo: la productividad del neoliberalismo consistió
en implementar un sinnúmero de mecanismos y dispositivos en el concreto social,
que fortalecieron la subordinación de la población al capital. El paroxismo del
consumo (forjado por el mercado y por el estado), la financiarización de lo
social por vía del endeudamiento, la transformación del tiempo vital en tiempo
de producción o tiempo de gasto son algunos de los elementos que repliegan a
los trabajadores a la sola consecución de una vida “económica”. El triunfo del
gobierno neoliberal es la afirmación de la emancipación de su propia
particularidad, sólo (y una vez más) para reafirmarla: su lógica actúa en
la vida de cada individuo, se vuelve social.
Por ello
para los trabajadores asalariados es difícil, aunque no imposible, enfrentar al
capital, mientras que cuando logran enfrentarlo, la mediación del estado los
conmina a mantenerse en los cauces de la negociación de los términos de la
explotación, pero no a cuestionar las bases de la explotación misma. Lo mismo
pasa con otros grupos poblacionales: la función del estado es atarlos a la
dependencia de la vida centrada en la auto-responsabilización de su
subsistencia, ya que el mismo estado se postula como prescindente. Para estos
grupos algunas veces es más difícil enfrentar al estado y menos difícil confrontar
al capital, puesto que quien los despoja directamente y con mínimas mediaciones
es la dinámica del capital (como en el caso de los movimientos
socio-ambientales, los movimientos de desocupados, los movimientos campesinos o
de los pueblos originarios), mientras que el estado, vigilante nocturno, es el
garante de la gobernabilidad.
Aún con
estas dificultades, la experiencia múltiple de la subordinación embebida en la
sociedad toda, vivenciada de modos diversos, trae aparejada la permanente
recusación de dicho/s órden/es en tanto intenta de cualquier modo rebasar la
subjetivación adaptada. Dice Mezzadra (2014:113) “(…) la clase obrera se libera
constituyéndose en sujeto político sobre la base de las mismas condiciones que
determinan la sujeción y la explotación”. Lo que dispara la necesidad de
insubordinación es su experiencia práctica que lleva a la necesidad imperiosa
de lograr autonomía, la no dependencia, la independización de las condiciones
sociales impuestas por el capital y la emancipación de quien sostiene esas
condiciones sobre la vida particular y la vida colectiva. La autonomía, como
horizonte al cual llegar, se conforma en un proceso complejo de paulatina autonomización,
es el camino por el cual transita la experiencia, a través de la cual el proletariado
va construyendo su consciencia en cada espacio de agregación, en cada
conflicto, enfrentamiento o rebelión.
En la
sociedad desigual impuesta por el capitalismo (con toda la complejidad que
asume en la actualidad), los trabajadores luchan (solos o con sus sindicatos),
las mujeres luchan, lo hacen los jóvenes y los originarios, también los
ambientalistas, aunados por la experiencia de la subordinación y su contracara,
la resistencia al orden. Sin embargo, solo cuando el enfrentamiento coagula en una
manifestación colectiva articulada, cuando emerge como lucha antagónica contra
el capital y su estatalidad, estamos frente a un conflicto de clase.
Multiplicidad de conflictos son característicos de la sociedad desigual, pero
no todo conflicto es “clasista”: la conflictividad, como la misma clase, para
capitalizar la experiencia debe transitar más rupturas que la mera evasión de
la inacción, la fragmentación y el individualismo, debe calar más hondo que la
simple recusación o el enfrentamiento (contra el capital y contra el estado);
en otras palabras, debe adquirir una singular impronta para ser considerada
“clasista”.
***
Siempre
he pensado que la crisis del estado “bienestarista” a manos del giro neoliberal
sinceró ciertos aspectos de la sociedad capitalista. Por ejemplo, dejó de
oscurecer las diversas formas de trabajo y trabajadores realmente existentes
que, en general, se limitaban a visibilizar predominantemente a los sectores
formales y dinámicos de la economía para iluminar más allá de los varones, de
las ciudades, de los cordones industriales, de los blancos, de los
occidentales. Al desarmarse la pretendida inclusión generalizada vía salario,
se expulsó a la población hacia otros modos de subsistencia o a la recuperación
de viejas formas. Claro que esto no fue en un contexto de liberación sino de
crisis y hambruna. Crisis del capital para recomponerse y tornar más productivo
al trabajo, crisis y reconfiguración para tornar la relación social aún más
desigual. Esto llevó, junto con otras confusiones, a pregonar el fin de la
centralidad del trabajo y la disputa se volvió sobre el protagonismo de los que
enfrentan al capital. En nuestro país, las discusiones reconocen varias etapas.
Primero, el lugar pareció llenarse con los movimientos de desocupados. Cuando
el clamor de los trabajadores sin empleo devino exigencia de planes sociales,
volvimos a pensar en el relevo de los trabajadores insertos nuevamente como
figuras centrales en el lugar de recusación conflictual. A principios del año
2000, se abrieron a la par conflictos que traían nuevamente a los trabajadores
al ruedo público como “ocupados” defendiendo su condición y su salario, y como
“población” asumiendo la defensa de sus territorios afectados, entre otros
motivos, por la expansión sojera (con sus consecuencias productivas y
contaminantes), por las fumigaciones, que afectan la salud, por los desastres
ambientales, por los remates de minifundistas rurales o por el acoso a la
propiedad campesina, por la extracción megaminera y por los desalojos de las
poblaciones originarias. Innúmeras personificaciones sociales se ponían como
antagónicas al capital y empezaban a expresarse con voz política propia, en
tanto proletarios. Estos conflictos mostraban un común denominador: enfrentar
la búsqueda capitalista de nuevas o renovadas áreas de explotación,
rentabilidad o ganancia. Mientras que, del lado de los sujetos, el avance del
capital se padecía y aún hoy lo padecen los cuerpos y las subjetividades en
formas diversas como explotación, expropiación, apropiación, laceramiento o
despojo.
La magna
tarea de la hegemonía neoliberal fue tornar a los conflictos y sus
personificaciones extraños entre sí y, en algunos casos, competitivos; orientarlos
a confrontar dentro de la misma subalternidad con el fin de establecer cada vez
más particiones y menos acuerdos. En vez de tener una receta unívoca frente a
la complejidad, a cada antagonista se le postuló un competidor, se le creó un
enemigo, una otredad que deslindara al capital de la responsabilidad del
desbarranque social. El artilugio de la ciudadanía fue utilizado para
confrontar derechos: el de educarse frente al de hacer paro; el de circular
frente al de peticionar; el del buen vivir contra el del empleo; el de la salud
frente al desarrollo; el del progreso frente a la subsistencia; el del ambiente
puro al de la actividad económica, entre muchos otros. Todo esto sucede en un
marco en que nadie cuestiona quién accede o no a derechos, quién los garantiza,
quién los ejecuta, quién se conforma en su tribunal. Trabajadores en favor del
“desarrollo” contra “ambientalistas” en favor de la naturaleza; citadinos
contra piqueteros; docentes contra padres y alumnos; médicos contra enfermeros
y ambos contra pacientes; empleados contra clientes; jóvenes precarizados
frente empleados estables y podríamos seguir ad-infinitum. Derecho
contra derecho, ficción contra ficción, siempre en un caos regulado para no
padecer desbordes, y enfocando el conflicto en una línea horizontal: entre
nosotros. Invención acertada para obnubilar el antagonismo del conjunto de la
población frente al capital y para apresarlo en su propia contradicción: la
fuente de la igualdad/desigualdad de los ciudadanos puede ser inagotable desde
dónde se la mire; lo que importa es que desde este lugar “vinculado a derechos”
hace impotente políticamente a cada fragmento.
Ahora
veamos que pasó en el mundo de los trabajadores ocupados. El análisis del
retorno de los trabajadores a la escena pública y visible del conflicto laboral
parte del retroceso que le impuso el neoliberalismo a su posición. La impronta
que adoptó la conflictividad laboral en nuestro país fue socialmente defensiva:
los conflictos en su conjunto se dedicaron a re-establecer algunas condiciones
laborales perdidas, sobre todo en términos salariales, a cambio de aceptar la
polifuncionalidad, la flexibilización funcional y el aumento de las cargas de
trabajo. De tal modo, podemos afirmar que no se retrotrajo la condición de los
trabajadores al momento anterior a la instauración de la precariedad-flexible;
mucho menos se llegaron a instituir mejoras sustanciales en la relación
capital-trabajo. Es decir que los arreglos a los que se arribó se orientaron
limitadamente a ponerle precio a una mayor intensificación del trabajo. A este
incremento de la intensidad se la premió con diferenciaciones mayores (tanto
como antes se segmentaba por tareas, funciones y jerarquías), basadas ahora en
cada cual según su ítem por productividad, con el fin de profundizar y volver
más competitivas (entre trabajadores) las escalas salariales.
Por otro
lado, a cada experiencia sindical independiente que emergió de la nueva oleada
de conflictividad laboral pos-crisis, el gobierno supo oponer un sindicato de
“empresa” o “de estado” con el objeto de afianzar su dependencia o debilitar la
posibilidad de autodeterminación y la expansión o generalización de dichas
experiencias hacia otros ámbitos laborales. La re-emergencia de los sindicatos,
denominada “revitalización sindical, puede ser ponderada como expresión de
re-estatalización del conflicto laboral y encauzamiento dentro de su ámbito.
Para
vincular esta situación con las categorías que venimos trabajando, podemos
decir que con la expansión del capital a nuevas esferas o áreas se produjo
paralelamente un aumento de las expresiones antagónicas, las que llevaron y
llevan a un recrudecimiento de las contradicciones en que el capital ubica
social y políticamente a los subalternos. Sin embargo, la estatalización del conflicto
(la acción hegemónica del estado integral de la clase dominante), intenta
llevar el campo de las contradicciones hacia direcciones que enfrenten a la
subalternidad entre sí. En tanto, las particiones sociales provocadas por esta
“diversidad” actúan como particularidades a la hora de defender derechos y
evitan la coagulación de acciones colectivas enfrentadas al capital. En igual
medida, esto también acontece con los trabajadores quienes, en el terreno de
disputa propiamente laboral, defienden derechos colectivos o demandan mejoras
comunes, mientras que, a la hora de pesar los logros son llevados a la esfera
de la competencia por las vías de la diferenciación salarial, las desigualdades
impositivas, los intereses corporativos, la defensa de sus productividades,
entre otras particiones cuyos efectos laceran la constitución del colectivo.
Sin
embargo, algunos conflictos muestran importantes recursos para profundizar un
interés común y disposición de clase. Para “emerger”, la mayoría de los
conflictos laborales precisaron de un proceso previo de re-agregación, de
establecimiento de lazos para dar lugar al colectivo (en este caso laboral). Su
conformación denotó, en algunos casos, la potencia que rebasa disciplinas y
mecanismos de sujeción y el pasaje del miedo a perderlo todo (el puesto de
trabajo) a la convicción de no tener qué perder (intensificación del desgaste y
deterioro manifiesto de la condición laboral). Por ello, la expresión en sí de
una voluntad colectiva vuelta acción apareció oportunamente como uno de los
grandes logros de la conflictividad de los trabajadores en el intento de
remontar el desmembramiento y la fragmentación.
En
términos de trascender el interés corporativo, algunos trabajadores del estado
esgrimen la defensa de bienes públicos sustantivos, como la salud y la
educación, los que aún pesan en el sentido común y, potencialmente, pueden
rebasar fracturas e imponer una voluntad colectiva en su defensa; mientras que
los movimientos que defienden los bienes comunes como el agua, el aire o el
paisaje muestran la potencia de incluir una variedad de reclamos no
auto-excluyentes en su seno y de conformar ámbitos de acción de múltiples
personificaciones sociales.
La
pregunta que queda pendiente es cómo articular los antagonismos en su multiplicidad
en enfrentamientos direccionados a resquebrajar la estatalización y la
mercadorización propias de la actual gubernamentalidad/acumulación del capital.
Sin apostar por recetas unívocas, muy probablemente esto dependa de que cada
acción y enfrentamiento logre progresivamente un camino de mayor autonomización
de la clase, que evada particionamientos sectoriales, partidarios y
corporativos, hasta arribar a una autonomía que no empeñe en su consecución el
presente o el futuro del conjunto de la población, ni ponga en una
personificación única (en general la más vulnerable), la responsabilidad de
emancipar al conjunto de la subalternidad. Ni esperemos nosotros sentados que
los condenados del mundo toquen a nuestra puerta para salvarnos.
Bibliografía
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Modonesi,
M., Subalternidad, antagonismo, autonomía. Marxismo y subjetivación política.
Buenos Aires: Prometeo-CLACSO, 2010.
Thompson,
E. P., Miseria de la teoría. Barcelona: Crítica, 1980.
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