Autor(es): Campos, Mariano Nicolás
Campos, Mariano Nicolás. Docente en la Universidad
de Buenos Aires; licenciado en Filosofía por la UBA. Dirección de correo
electrónico: marianocampos79@gmail.com
Introducción
Me
propongo un objetivo simple: separar la teoría del fetichismo de Karl Marx de
los tópicos de la alienación y la ideología. Para ello presentaré algunos
lugares de desencuentro entre elementos de esta tríada que, creo, servirán más
a la comprensión del fetichismo que una exposición sistemática. Descarto con
ello todo intento de exhaustividad, limitándome a llevar a cada tópico al
límite exacto en que expone su diferencia.
Este
trabajo es una respuesta al uso difundido –académico y no– de estos tres
términos como intercambiables, que termina por confundir diferentes
diagnósticos y problemáticas –y por eso mismo, estrategias posibles– al
interior del marxismo. Esto se observa no sólo en la superposición de sus usos,
sino –de modo evidente– en el reduccionismo que hace del fetichismo un
subcapítulo de la ideología o la alienación, y que en su versión más
simplificadora afirma que el fetiche es la vieja ideología o la alienación pero
circunscripta a un contexto específico: el capitalismo. En el marco de esta
confusión y en pos de decir algo inteligible sobre el fetichismo, considero
imprescindible pronunciarme al mismo tiempo sobre la alienación y la ideología.
Frente a
las figuras literarias y retóricas, a las que Marx apela de modo decisivo,
evitaré el impulso de llevar las metáforas a explicaciones razonables; adopto,
en cambio, la actitud inversa: encontrar razonable a la metáfora misma. Esto no
significa una declaración anticipada de la irrealidad del fetiche, sino el
establecimiento de un canon adecuado a una realidad que –al decir de Marx
sobre el decir de Shakespeare– es como la nutria, “ni carne, ni pescado, uno no
sabe por dónde agarrarla”.
El
trabajo está dividido en tres partes: en la primera opondré el fetichismo a la
alienación en los Manuscritos económicos filosóficos de 1844; en la
segunda parte confrontaré el fetichismo y la ideología en la teoría
etnográfica; para concluir en la tercera con el descubrimiento marxiano de El
capital que aseguró la distancia del fetichismo con la ideología y la
alienación.
I. El
monstruo de Frankenstein
Según el
Hegel de la Fenomenología del espíritu, el hombre, en su larga gesta por
convertir la naturaleza en historia, tiene la capacidad de “determinarse como
cosa”; de modo paradigmático, mediante el trabajo. El carpintero frente a su
producto estará siempre en condiciones de decir: “eso soy yo” (que, por cierto,
es más ontológico que el jurídico “eso es mío”). Es, por así decir, un
círculo que arranca por la vía de la determinación y se cierra por el camino
del reconocimiento.
Ludwig
Feuerbach presentó este círculo recurriendo a la metáfora biológica de la
sístole y la diástole: un mecanismo en que la sangre humana es derramada para
luego recoger esa esencia repudiada en su corazón (1975: 77). En estos términos
más dramáticos, si el momento del retorno es interrumpido se produce un
vaciamiento del primer polo en exacta correspondencia con el acrecentamiento
del segundo: ese es el problema humanista de Feuerbach, la sustracción de la
esencia del ser humano. La solución rima con el problema: hay que
reapropiarse de la esencia perdida (o lograr que la sangre sea transfundida).
En los Manuscritos
económico-filosóficos de 1844 de Marx la alienación es la
sístole-diástole de Feuerbach pero aplicada al terreno de la economía política,
más específicamente, al trabajo. En los términos de Marx, la realización de la
propiedad privada –que implica la alienación del trabajo– es correlativa a la
“desrealización del trabajador” (2006: 106), esto es, de su esencia genérica
como especie. Si bien este motivo filosófico acerca de la esencia humana no
sobrevivirá a la autocrítica de Marx en sus tesis sobre Feuerbach, la figura de
la sustracción perdurará para dar cuenta del capital: “es trabajo muerto que
sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo” dice en El
capital (2002: 279). Y es que, después de todo, la explotación es una
forma especial de sustracción.
Pero si
Drácula es el modelo exacto de la alienación, no podemos decir lo mismo del
fetichismo, que en los Manuscritos ya es presentado como sustancialmente
diferente, si no contrapuesto. En el fetichismo no tengo frente a mí a la
esencia objetivada, no soy yo convertido en cosa como en el carpintero frente a
su creación, sino que se simplifica en una “objetividad externa y desprovista
de pensamiento” (2006: 134). A diferencia de las mesas, cuyo valor se cifra
en el trabajo alienado, los fetiches valen por sí mismos.
En el plano
histórico –y todavía en los límites de los Manuscritos–, fetichismo y
alienación corresponden a modos de producción distintos; respectivamente, al
universo medieval y capitalista. Lo que Marx designa como el “fetichismo de la
antigua riqueza externa” refiere a la asunción de la naturaleza exterior como
fuente del valor; típicamente, el caso de la tierra feudal, pedazos de
naturaleza objetiva que instituyen, distribuyen y legitiman poderes inhumanos y
naturales. Pero también la espada y el caballo. Aun cuando haya sido la una
forjada, y el otro domesticado, su valor no reposa en el trabajo invertido; al
contrario, el valor del caballero y el del nómade reposan en los fetiches
(2006: 166). La alienación, en cambio, es un fenómeno capitalista, en cuyos dominios
la naturaleza exterior se revela como subjetiva: en otros términos, en donde
hasta el pez que no ha sido pescado es un medio de producción (2002: 219). Y
esto es precisamente lo que registra la economía política del mejor modo al
declarar al trabajo humano como el único factor de la riqueza.
En el
desarrollo de la historia, el pasaje del medioevo al capitalismo implicó la
conversión de todos estos restos-fetiche de naturaleza en factura humana, es
decir, en el borramiento de la exterioridad del fetiche para regularlo como
producto humano. Es la conversión de la tierra en factor del trabajo (o la
traducción de la renta en beneficio) llevada a cabo por el Lutero de la
economía política, Adam Smith[1]. Sin embargo,
Marx advierte (y denuncia) una inconsistencia de la economía política: el metal
precioso perdura como una existencia objetiva de la riqueza, esto es, algunas
piedras preservaron “el más alto grado de universalidad dentro de los
límites de la naturaleza” (2006: 136).
De modo
que el fetiche, aun habiéndose sofocado su reinado medieval, perdura en el
centro del capitalismo como encarnación del dinero. Es precisamente esta
contradicción real entre dinero objetivo y propiedad privada subjetiva, entre
fetichismo y alienación, lo que Marx identifica como una contra-dictio
de los economistas políticos y una contradicción del capitalismo: al tiempo que
defienden el trabajo como única fuente del valor, no impugnan al oro como
sustancia del valor: son, por ello, meros “adoradores fetichistas de la moneda
metálica”.
En
continuidad, en El capital el fetiche del dinero es un resto natural
que sin la mediación del trabajo tiene valor social: “La forma
natural de la mercancía [dineraria] se convierte en forma de valor”
(2002: 69). De allí los rasgos curiosos y paradójicos que Marx le concede a la
mercancía dineraria que es, como el soberano hobbesiano, natural y social al
mismo tiempo; es metal precioso que deviene precio sin modificarse en nada. El
oro, dice Marx, permanece “tal cual es”. Esta inmutabilidad reviste el mismo
sentido que la exterioridad de los Manuscritos; en lo esencial refiere a
que su valor no depende del trabajo.
Resumiendo
esta contraposición. La diferencia entre alienación y fetichismo dinerario es
la distancia que media entre Drácula y el monstruo de Frankenstein, entre el
que vive porque sustrae esencia y el que se anima porque fue activado.
El fetichismo del dinero no implica sustracciones ni esencias ajenas:
Pero como
las propiedades de una cosa no surgen de su relación con otras cosas sino que,
antes bien, simplemente se activan [betätigen] en esa relación, la
chaqueta parece poseer también por naturaleza su forma de equivalente, su
calidad de ser directamente intercambiable, así como posee su propiedad de
tener peso o de retener el calor (2002: 71).
El pulso
eléctrico que activa al dinero es su relación con el resto de las cosas, es
decir, cuando su naturalidad es llamada a funcionar socialmente (de
equivalente). La activación no agrega ni sustrae: sólo pone a funcionar. De ahí
que la problemática cercana a la alienación qua sustracción sea la
explotación (y no sorprende que los Manuscritos adopten como punto de
partida el trabajo alienado) y la problemática relativa al fetichismo qua
activación sea el modo de darse socialmente (y de ahí que El capital
arranque indicando a la mercancía como el modo de aparecer de la riqueza
social). Y así como las exploraciones posibles acerca de la alienación conducen
a la lógica del sacrificio, las del fetichismo desembocan en la lógica de la
sujeción.
II. El
primer encuentro
Según
testimonios de exploradores, los africanos rendían culto a la más arbitraria y
colorida colección de objetos: la pierna de un perro, un hueso de pollo, una
cola de león, un carozo de fruta, una pluma de pájaro, un pedazo de trapo, una
cabeza disecada de mono, una espina de pescado, un guijarro, un cuerno lleno de
basura, etc. Ese listado demostró además ser fácilmente ampliable, como un mana
o una metonimia; con la llegada de los extranjeros, el panteón de dioses abrió
sus puertas a los aparatos de medición, equipos de navegación, armas y figuras
religiosas traídas de Europa. Y con la misma devoción que adoptaban un fetiche
lo podían cambiar por otro: los nativos aceptaban un rosario de madera a cambio
de un macizo fetiche de oro, bajo una ley de equivalencia absolutamente
incomprensible para el europeo.
La gran
interrogación de estos extranjeros –observa sagazmente William Pietz–,
mercaderes y esclavistas en su mayoría, es la misma que luego la economía
política reclamará para sí: sobre la naturaleza y el origen del valor
social de los objetos (1985: 9). Pregunta que puede resumirse en ¿cuál
es el secreto de su riqueza?
La
respuesta –cuya órbita de influencia alcanzará a autores tan heterogéneos como
Isaac Newton, John Locke, Immanuel Kant y Voltaire– deberá esperar hasta
principios del siglo XVIII, en que el esclavista Willem Bosman publicará los
comentarios de su informante nativo acerca de su religión:
Él [el
informante] me obligó con la siguiente respuesta, que el número de sus dioses
era interminable e innumerables [endless and innumerable]: para (dijo
él) que cualquiera de nosotros esté resuelto a emprender cualquier cosa de
importancia, en primer lugar buscamos un Dios para que nuestra empresa
prospere; y saliendo por la puerta con este designio, tomamos la primera
criatura que se presenta a nuestros ojos, ya sea perro, gato, o el animal más
despreciable en el mundo, para ofrecérselo a nuestro Dios; o tal vez de
cualquier ser inanimado que cae en nuestro camino [that falls in our way],
ya sea una piedra, un trozo de madera, o cualquier otra cosa de la misma
naturaleza (Bosman, 1907: 368, la traducción del inglés me pertenece).
La
llamada “teoría del primer encuentro” explica la valorización africana en
términos de personificación azarosa de objetos materiales, es decir, un
animismo basado en el encuentro fortuito y el capricho del momento. Desde la
óptica de esta teoría, la valorización racional-económica es sustituida por un
valor irracional que oscila entre un sentido religioso y otro erótico (ya que
los africanos además de adorar los fetiches los portaban a modo de anillos,
collares o pulseras).
Unos
decenios más tarde (1760), un enciclopedista lector de Bosman, encontrará en
esta teoría una receta para su teoría general sobre el pensamiento primitivo:
Charles de Brosses convertirá la respuesta del informante en una generalización
sociológica que abarque poblaciones como Etiopía, Yucatán y Laponia. Inventa
una nueva palabra para sus propósitos: “fetichismo”. Fetichismo designa ahora
el escalón más bajo de una línea evolutiva que comienza con el “cult direct”,
el que se resuelve en “el primer objeto que alaga su capricho” [le premier
object qui flatte leur capricho] (1988, 21), al que le sigue la idolatría como
la primera forma de culto indirecto, esto es, donde la adoración de Dios
se alcanza por la mediación de sus símbolos o creencias.
Marx, que
lee y extracta la obra de De Brosses en 1842, asocia el fetichismo a la
personificación de objetos materiales del mismo modo que, en 1843, al leer a
Destutt de Tracy asociará la ideología con los sistemas de ideas[2].
Desde el punto de vista etnográfico, la diferencia entre fetichismo e ideología
es similar a aquella otra entre culto directo e indirecto: el fetiche es lo que
sale todo él al encuentro, no es un símbolo de otro cosa, ni significa
otra cosa que lo que ya era. La ideología –no importa como se la defina–
pertenece al campo de la representación y no de las cosas; incluso, pocos se
opondrían a calificarla de discursiva. Marx mantiene una clara conciencia
acerca de la distinción entre estos dos niveles y lo presenta como la
diferencia entre el modo de investigación [Forschungsweise] que “debe
apropiarse pormenorizadamente de su objeto” y el modo de exposición [Darstellungsweise]
que tiene que exponer “adecuadamente el movimiento real” (2002: 19). Pues bien,
la distorsión propia de la investigación es el fetichismo del mismo modo que la
ideología es la deformación de la exposición; mientras que el fetiche invade el
campo de la presentación, la ideología discute con el materialismo histórico
acerca del modo científico de exponer lo presentado[3].
Trazando
el paralelo final, la modalidad bajo la cual el fetiche es pensado es la
teoría del primer encuentro, al que el verbo alemán erscheinen hace
justicia. En la tradición fenomenológica alemana –que va de Kant a Husserl
pasando por Hegel– este verbo remite no a una apariencia que encubriría, al
modo de una cortina, la verdad oculta en su interior, sino a un fenómeno cuyo
espesor ontológico se reduce a la forma de aparecer. Por eso, el
secreto de la riqueza capitalista no hay que buscarlo en las profundidades como
en Metrópolis de Fritz Lang, donde la buena fortuna de los de arriba es
correlativa a la explotación de los de abajo (esa es la tarea, en todo caso, de
la crítica de la ideología). Frente al fetiche hay que asumir la actitud
ingenua de no sospechar nada sino de salir al encuentro, con las dos primeras
líneas de El capital:
La
riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista
aparece [erscheint] como un “enorme cúmulo de mercancías (2002: 43,
traducción modificada)
El enigma
de la mercancía está en la superficie, se ofrece como una “envoltura material”
(2008: 17) o “cosa sensorialmente suprasensible” (2002: 87).
III. El
deseo
En El
capital Marx agrega algunas notas peculiares al fetiche del dinero, notas
que comparadas con los Manuscritos de 1844 nos permiten hablar de
una generalización de la perversión. En los Manuscritos el fetiche
denuncia una anomalía respecto del normal funcionamiento de la economía
política: el dinero exceptuándose de la teoría del valor trabajo. Lo mismo que
Bosman y De Brosses, Marx no encuentra otra explicación más satisfactoria que
una erótico-religiosa:
El dinero,
en tanto que posee la propiedad de comprar todo, en tanto que posee la
propiedad de apropiarse de todos los objetos, es, en consecuencia, el objeto
en sentido eminente (2006: 179).
En los
escritos preparatorios de El capital, Marx repite el motivo erótico del
dinero como “el objeto” (en cursiva en el original), objeto detrás de
todos los objetos, pero le otorga el título honorífico de nexus rerum
entre los pueblos comerciantes: “El dinero mismo es la comunidad, y no puede
soportar otra superior a él” (2009: 157). Y ser el nexus rerum nos
ofrece (literalmente) dos vías de investigación: una en tanto lógica social y
otra en tanto cosa social.
En tanto
lógica social, en El
capital Marx le concede al dinero refinamientos lógicos y universales que
van más allá de la mera fascinación por el brillo metálico. Tres metáforas le
sirven de explicación: (i) los cristianos para expresar su carácter ovejuno
requieren identificarse con “el cordero de Dios” –que en la versión latina, agnus
dei, designa la figura de Jesucristo–;(ii)los objetos para expresar su peso
requieren colocarse en una relación ponderal con el hierro como “mera figura de
la pesantez” o “forma de manifestación de la pesantez”; (iii) los hombres para
expresar su humanidad deben identificarse con la corporalidad paulina como
encarnación del “genus humano”. Es decir que Cristo, el hierro y Pablo
hacen, lógicamente, de monedas en sus respectivos campos: el del cristianismo,
el de la pesantez y el de la humanidad. Por eso, refiriéndose a la “forma del
dinero”, ahora perversión universalizada, dice Marx:
Pero
cuando los productores de chaquetas, botines, etc., refieren esas mercancías al
lienzo –o al oro y la plata, lo que en nada modifica la cosa– como equivalente
general, la relación entre sus trabajos privados y el trabajo social en su
conjunto se les presenta exactamente bajo esa forma perversa [verrückt Form]
(2002: 93, traducción modificada).
La forma
dineraria, “ramera universal”, en su sinécdoque infinita que pervierte todo
producto humano, convierte a todos los trabajos en expresión de trabajo
indiferenciado, es decir, transforma la cualidad del trabajo en cantidad y, en
última instancia, en gasto físico medido por unidades de tiempo. La abstracción
del trabajo es así la consecuencia necesaria de la lógica del intercambio.
A
diferencia de la ideología, esta abstracción no es un proceso mental sino
material; es decir, no procede de la conciencia sino del accionar humano. El
aforismo “no lo saben, pero lo hacen” señala precisamente esta compulsión de
producir para cambiar, abstrayendo el trabajo: “las leyes de la naturaleza
inherentes a la mercancías”, dice Marx, “se confirman en el instinto natural de
sus poseedores” (2002: 105). De ahí que el descubrimiento ulterior de lo que el
fetiche es, “en modo alguno desvanece la apariencia de objetividad que
envuelve a los atributos sociales del trabajo” (2002: 91). En cambio, la
ideología pertenece al campo del saber y –aunque esto es materia de
discusiones– es por ello susceptible de una desinversión.
En tanto
cosa social, las
metáforas de Marx apuntan a una materialidad inédita que escapa a los
presupuestos de las ciencias naturales y la economía política. Esto es, ni la
composición físico-química, ni el análisis del trabajo como fuente del valor,
permiten dar cuenta de esta segunda materialidad en virtud de la cual el dinero
es “sustancia generadora de valor”, “mera gelatina de trabajo humano
indiferenciado”, “objetividad espectral”: en pocas palabras, una sustancia
gelatinosa y espectral (lo que en su época recordaba al éter del mismo modo que
a nosotros, post-einstenianos, nos recuerda a la libido). Por eso lo que a
nivel lógico es una relación (de una cosa con el resto), aquí es una adherencia
(de una cosa sobre el resto) (Marx, 2002: 100). En los Manuscritos
ya se había referido al dinero como “fuerza galvano-química de la sociedad” y
en los textos preparatorios de El capital es todavía más explícito:
“Es ante
todo la materia general en la que ellas deben ser inmersas, doradas y
plateadas, para alcanzar su libre existencia como valores de cambio” (2009:
122).
Si
retomamos la idea de alienación como sustracción, el fetiche es una forma de
seducción. Del mismo modo que Marx insiste en el brillo de la superficie de los
fetiches como cautivador (simétricamente a Freud con el célebre “brillo en la
nariz”), afirma la opacidad del trabajo alienado incluso cuando la chaqueta “de
puro gastada se vuelve transparente” (2002: 63). Aunque no se ha prestado
atención a este punto, el brillo del fetiche es la clave del famoso desarrollo
de las fuerzas productivas:
El dinero
como finalidad se convierte aquí en el medio de la laboriosidad universal. La
riqueza universal es producida para posesionarse de su representante (…).
Porque al ser la finalidad del trabajo no un producto particular que está en
una relación particular con las necesidades particulares del individuo, sino el
dinero, o sea la riqueza en su forma universal, la laboriosidad del individuo
pasa a no tener ningún límite; es ahora indiferente a cualquier particularidad,
y asume cualquier forma que sirva para ese fin; es rica inventiva en la
creación de nuevos objetos destinados a la necesidad social, etc.” (2009: 159)
Un poco
antes señalaba Marx que relacionándose con las mercancías, el hombre no es más
que una pobre “personificación del dinero”, como si el fetiche en su
deslizamiento incontenible hubiera terminado por incorporar a los propios
hombres en su colección de cosas.
Conclusión
El
fetichismo abrió panoramas nuevos como los vinculados a la lógica social, la
lingüística o el deseo, marcados por un tipo de relación que Marx llama
“expresión de equivalencia” [Äquivalenzausdruck] (2002: 62). Los
pormenores de esta relación abren la posibilidad de una crítica que reconozca
como problema el funcionamiento impersonal del capitalismo, en su repetición
incesante y estúpida de ampliarse. Enfatizar estos modos de análisis como una
disyunción, poniendo de un lado a los marxistas comprometidos que se ocuparían
de la “realidad histórica”, y por el otro a los marxistas académicos dedicados
a “cuestiones lógicas”, es diseccionar el aporte de Marx sin otro justificativo
legítimo que el de la especialización.
El
problema de la explotación, ya sea que se lo enfoque desde el trabajo enajenado
o la crítica de la ideología, no es menos dramático que el de la equivalencia.
Yendo aún más lejos, sólo hay explotación detrás de una superficie de
equivalencia. Y viceversa.
Bibliografía
Bosman,
W., A New Accurate Description of the Coast of Guinea. Londres:
Ballantyne Press, 1907.
De
Brosses, C., Du culte des dieux fetiches ou Parallèle de l'ancienne religion
de l'Egypte avec la religion actuelle de Nigritie. París: Fayard, 1988.
Feuerbach,
L., La esencia del cristianismo. Traducción de José L. Iglesias.
Salamanca: Ediciones Sígueme, 1975.
Hegel, G.
W. F., Fenomenología del espíritu. Traducción de Wenceslao Roses. Buenos
Aires: FCE, 2009.
Marx, K.,
El capital. Crítica de la economía política (ocho volúmenes). Traducción
de Pedro Scaron. Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.
–, Manuscritos
económico-filosóficos de 1844. Introd. de Miguel Vedda. Traducción de
Fernanda Aren, Silvina Rotemberg y Miguel Vedda. Buenos Aires: Colihue, 2006.
–, Contribución
a la crítica de la economía política. Traducción de Jorge Tula y otros.
Buenos Aires: Siglo XXI, 2008.
–, Elementos
fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858
(tres tomos). Trad. Pedro Scaron. Buenos Aires: Siglo XXI, 2009.
Pietz, W.
“The Problem of the Fetish, I”. En: RES: Anthropology and Aesthetics 9
(primavera de 1985).
Artículo
enviado especialmente para su publicación en Herramienta.
[1] Marx remite a Engels para introducir esta comparación (2006:133). En la
tradición hegeliana, es Lutero quien propiamente le quita exterioridad a Dios
para introducirlo en el fuero íntimo; de modo similar Adam Smith le quita
exterioridad a la tierra convirtiéndola en una resultante del trabajo.
[2] Influencia debrossiana que tuvo su auge mayor en El capital: así
como como De Brosses arrancó su obra refiriéndose al antiguo Egipto –cuya
adoración de animales era ejemplo de fetichismo– como un “caos indescifrable” o
un “enigma puramente arbitrario” que está llamado a resolver (1988: 9), Marx
homólogamente señalará al carácter fetichista como un “enigma” que –recordando
a las pirámides egipcias– conforma un “jeroglífico social” que debe ser
interpretado (2002: 91).
[3] La ciencia entra en confrontación sólo con la ideología y es superflua
frente al fetiche, precisamente porque “toda ciencia sería superflua si la
forma de manifestación y la esencia de las cosas coincidieran directamente”
(2002:1041).
Fuente: http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-57/contribucion-la-critica-del-fetichismo
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