Marcelo Colussi
mmcolussi@gmai.com,
https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33
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La actividad productiva del ser humano,
imprescindible para su sobrevivencia, modifica el medio ambiente. Esa es una
característica distintiva básica que nos diferencia de todo el reino animal:
nuestro trabajo va creando un mundo nuevo, “artificial” podría decirse: desde
la primera piedra afilada por el Homo Habilis hace dos millones y medio de años
hasta las estaciones espaciales que circundan el planeta, ese proceso nunca se
ha detenido, y no se ven motivos para que suceda.
La productividad humana crece; eso siempre ha sido
así, y sumado a los cambios que experimenta el clima a lo largo de los años, de
los siglos o de los milenios, el medio ambiente en que nos movemos como especie
sufre modificaciones a las que debemos ir adecuándonos.
Pero algo está sucediendo desde hace un par de
siglos, que no puede explicarse solo por razones naturales. En estos últimos
200 años los cambios en el clima han sido abrumadoramente dramáticos. Todas las
evidencias científicas así lo atestiguan.
Catástrofes derivadas de la obtención de recursos
necesarios para la vida no son nuevas en nuestra historia; el agotamiento de
selvas o de tierras cultivables por la sobre-explotación marcan el paso del Ser
Humano por el planeta (pensemos en el agotamiento de la gran cultura maya en
nuestras tierras, por ejemplo). Sin embargo, desde que entra en escena el
capitalismo con su Revolución Industrial, la producción cambió radicalmente: se
empezó a producir no sólo para satisfacer necesidades sino, ante todo, para
vender, para obtener lucro económico. En otros términos: se comenzaron a
“inventar” necesidades, pues todo pasó a ser mercancía. Todo, absolutamente
todo se comienza a hacer para el mercado: la salud, la educación, la espiritualidad,
el sexo, la diversión, etc.
Debe quedar claro que el cambio climático por
efecto del calentamiento global es un proceso natural que comenzó hace 12,000
años atrás a partir del retiro de la última glaciación, luego de lo cual se
pudo llegar a la agricultura y a la domesticación de los primeros animales,
transformándose el Ser Humano de nómada en sedentario. Surgió ahí el
establecimiento fijo de sociedades agrarias con una producción excedente, a
partir de lo que nacen las aglomeraciones humanas basadas en la propiedad
privada con clases antagónicas. Desde ese entonces ya conocemos la historia:
las clases poseedoras defienden a muerte (¡a muerte!) su propiedad, y la
“violencia” se ha transformado en la “partera de la historia” (ningún cambio en
las relaciones de poder ha sido –ni parece que pudiera ser– pacífico). Quien
tiene, quien se siente poseedor, se resiste a ceder lo que considera propio
(propietario de los medios de producción, el varón de las mujeres, etc.)
En estos momentos cursamos el final de ese proceso
de glaciación por el deshielo de los polos Norte y Sur y de los glaciales en
las cordilleras del Himalaya, Los Andes y Los Alpes. Pero a ello hay que sumar
algo novedoso: en el actual calentamiento global hay mano humana comprometida.
La industria moderna, que se alimenta en muy buena medida de productos no
renovables para su funcionamiento, ha causado daños irreparables a los
ecosistemas. No pareciera que el actual ecocidio fuera consecuencia de ciclos
naturales: el desmedido afán de ganancia ha llevado a la presente (y
catastrófica) situación.
Esa cultura del consumo a que dio lugar el
capitalismo mercantil es insostenible, más aún la basada en el petróleo. Al
generarse artificialmente las necesidades, eso no tiene fin. De ese modo, en
función de ese modelo de desarrollo, el planeta se está empezando a poner en
serio riesgo, pues todo entra en la lógica de la depredación, todo pasa a ser
botín. Es decir: el planeta en su conjunto se constituye en materia prima para
una industria que lo único que busca es vender, forzar a consumir a cualquier
precio.
Esa locura consumista puede observarse a diario en
cualquier rincón del planeta, pero este momento puntual entre fines de
noviembre y principio de diciembre del 2015 permite apreciar en su más
descarnada expresión la contradicción en juego: mientras se reúnen en París,
Francia, mandatarios de todos los países del mundo más una presencia enorme de
técnicos y allegados que eleva la cifra de participantes a 45,000 personas,
todos oficialmente empeñados en detener el cambio climático en curso, la
proximidad de las absurdas fiestas navideñas ha disparado una vez más la típica
fiebre del consumo de esta época, haciendo que se aumente exponencialmente la
venta de las más interminable lista de productos. ¿Realmente se quiere salvar
el planeta? Pareciera que no. ¿Hay acaso alguna declaración, o siquiera
mención, en la Cumbre de París sobre este aluvión de consumo navideño
irracional?
Es eso, el alocado consumo de “necesidades
inventadas”, lo que produce el colapso de la Madre Tierra, y no otra cosa. El
problema no es el “natural” cambio climático; el verdadero problema es el modelo
capitalista en curso. La progresiva falta de agua dulce, la degradación de los
suelos, los químicos tóxicos que inundan el globo terráqueo, la
desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono
que ha aumentado por 13 la incidencia del cáncer de piel en estos últimos años,
el efecto invernadero negativo, el derretimiento del permafrost o permagel, son
todas consecuencias de un esquema productivo devastador que no tiene
sustentabilidad en el tiempo. ¿Cuánto más podrá resistirse esta rapiña de los
recursos naturales? Las sociedades agrarias “primitivas”, o inclusive las
tribus del neolítico que aún se mantienen, son mucho más moderadas en su
equilibrio con el medio ambiente que el modelo industrialista consumidor de
recursos no renovables que puso en marcha el capitalismo.
Ahora bien: ¿para qué entonces esas periódicas
reuniones monumentales donde se discute, supuestamente, el destino de la
Humanidad y de su casa común, el planeta Tierra, tal como la que ahora se vive
en París? ¿Para qué toda esta parafernalia, insustancial en definitiva, que se
mueve de un punto a otro del mundo cada tantos años: Montreal, Nairobi, Kyoto,
Copenhague, Cochabamba, París? ¿Por qué la situación no mejora realmente? Pues
porque no hay la mínima intención de cambio en las grandes corporaciones
globales que manejan el mundo. Así de sencillo.
¿Para qué se reúnen entonces, con tanta pompa y
bulla, estas Cumbres? Por un lado, para salvar al capitalismo en tanto sistema,
dado que es el acusado principal del calentamiento global que se vive. Y el
sistema no se puede dejar venir abajo. Pero por otro lado –quizá es el objetivo
principal– para incidir en forma planetaria en las decisiones fundamentales que
pesan en el mundo, para marcar las líneas de acción que deberán tomar los
países dependientes (la gran mayoría) y la ONU. En definitiva: para que las
grandes corporaciones globales que mueven fortunas inconmensurables puedan
seguir produciendo alocadamente y no pierdan ni un centavo, buscando mecanismos
alternativos para continuar con sus negocios. Por ejemplo: certificando el
“derecho a contaminar”. Es decir: distribuyendo entre todos los países miembros
de Naciones Unidas cuotas de desarrollo (léase: contaminación tolerada), que
luego el país, si no la utiliza, podrá venderla a uno industrialmente
desarrollado. O para cumplir con la “corrección política” de firmar Protocolos
que luego nunca cumplen en sus procesos industriales, pues no hay fuerza real
que los puede poner en cintura.
Es evidente que dentro del marco del libre mercado
no hay solución posible para estos problemas. Se necesita, entonces, pensar en
nuevas salidas, nuevos modelos. ¿Qué hacemos?
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