18-01-2016
Una
grandilocuente narrativa invade los cielos que habían proyectado los procesos
populares en Latinoamérica. Se anuncia su ocaso a los cuatro vientos. Los
analistas dicen amen y los medios dirigen las endechas anticipadas de un
velorio que creen inminente. Pero se olvidan de algo: lo que vivimos no fue un
ciclo. El estribillo de los ciclos son recurrentes en una visión anquilosada de
la historia (de leyes metafísicas que sostienen una regularidad más allá de la
praxis humana) propia de la izquierda del siglo XX y ahora, al parecer, de lo
que queda de la derecha reciclada; lo cíclico es, más bien, esa visión que
sirve de muletilla a pronósticos oraculares travestidos de análisis político.
De lo que se trata es siempre de darle una direccionalidad a los
acontecimientos, lo cual ya significa determinar el sentido de estos. Por eso
la historia no es lineal y no se compone de ciclos, estos son apenas una
percepción esquemática de las coyunturas. La historia, en cuanto patrimonio
humano, es siempre creación histórica y no simple medición cronológica, es
decir, es el escenario en que la libertad humana desafía toda regularidad.
Lo que pretende la narrativa del fin de ciclo es,
de modo premeditado, disolver el horizonte de referencia emancipatoria
propuesto, sobre todo, por los pueblos indígenas; porque aquella señalación
maniquea que se hace de los gobiernos, busca disolver en su ambiguo desempeño
los nuevos contenidos que, como proyecto político, constituían la novedad que
hizo tambalear las certidumbres propias de la política y del Estado
moderno-liberal.
Reducir todo a los erráticos desempeños
gubernamentales es disolver la misma potencia revolucionaria popular en los
avatares de su élite circunstancial. Por eso la narrativa del fin de ciclo es
más que una descripción, porque actualiza aquella retórica aristocrática que
condena toda rebelión popular como deicidio, para así justificar su persecución
y aniquilación. Eso desde Cicerón (contra Catilina) hasta Margaret Thatcher y
la doctrina Bush (el mismo Popper se dedicó a demonizar a los que querían el
cielo en la tierra; esos utópicos son ahora los populistas, los que encienden
las demandas populares; contra estos va dirigida la nueva cruzada en forma de
narrativa). La consigna neoliberal de “no hay alternativas” fue sólo posible
destruyendo toda otra alternativa. Sólo de ese modo pudo haberse impuesto la
cultura neoliberal en el imaginario social del individuo moderno (que no admite
perdedores, sólo ganadores).
Aunque se crea libre y forjador soberano de su
destino, sigue haciendo de la tragedia griega la escenografía de su propia
fatalidad: la libertad es sólo posible mientras los dioses duermen. El caso de
Grecia es más que casual. Ya no son los dioses del Olimpo o el dios de la
cristiandad sino el dios capital y el mercado (ante los cuales se inclina toda
la institucionalidad financiera –como la Troika, que poco le importa el pueblo,
la democracia o la justicia– que religiosamente ofrece cuotas de sangre al
apetito insaciable de los nuevos ídolos modernos). Ante estos continua el
sacrificio inevitable de una humanidad rehén de poderes omnipotentes que actúan
al margen de la propia vida.
La narrativa impuesta es parte de la normalización
que impone un mundo que se resiste a otro orden que no sea el que impone la
supremacía única de USA. Esta es la doctrina que prevalece entre los neocons o
halcones straussianos, como única política exterior gringa. Por eso el fin de
ciclo no se dirige sólo a Latinoamérica sino también a los BRICS, en especial a
Rusia y China y a toda otra disidencia que pretenda objetar la supremacía
gringa: se acabó el recreo, o capitulan o los aplastamos. Se trata de
sobrevivencia cruel. El mundo ya no es unipolar y, aunque ahora tripolar
(después del revés ruso en Ucrania y Siria, y la admisión del FMI del yuan como
cuarta divisa de reserva mundial), la actual guerra fría (sobre todo
financiera, como guerra de divisas) está reconfigurando la nueva cartografía
geopolítica global, hacia una multipolaridad que podría desembocar en una
ceropolaridad. El desafío de esto consiste en que, sin centro único, el
equilibrio dependería de la complementariedad de apuestas civilizatorias sin
pretensión hegemónica.
El fin de ciclo forma parte del smart power que
diseñaron los think tanks gringos para desestabilizar la legitimidad de los
procesos que se habían venido desencadenando a principios del nuevo siglo.
Hacerlos aparecer como una aventura episódica formaba parte de la
desarticulación de la conciencia popular que estaba promoviendo un nuevo
sentido común en torno a la recuperación de soberanía y mayor democratización
económica en los países del ALBA. Esto repercutió hasta en el primer mundo y,
como en el pasado, ha sido muestra de que fue siempre esta parte del mundo la
que transmitió ideales emancipatorios incluso a la misma Europa. La
orquestación de esta última narrativa forma parte de la estrategia geopolítica
de la especulación financiera contra las economías emergentes (por eso los
nuevos tratados comerciales son más despiadados y, por ello mismo, precisan
demoler toda aspiración popular para, de ese modo, arrasar con todo lo que
queda, pues lo que queda no es mucho y los pobres salen sobrando en las
apuestas del capital global).
La estrategia es clara; ante una reconfiguración
del tablero geopolítico, todo se trata de sobrevivir y, si es posible, en las
mejores condiciones. La apuesta de las burguesías de Brasil y Argentina van en
ese sentido, pues los nuevos tratados comerciales que diseña USA para frenar la
hegemonía china, supone aperturar el mercado continental al Pacífico, lo cual
implica una lucha de mercados que disminuye el margen de acción de los actores
latinos, quienes, gestionando mayor participación y viendo sólo lo inmediato,
no hallan más opción que aliarse al gran capital que, a través de las
transnacionales, es quien dictamina los contenidos de los tratados que, en su
mayoría, son firmados a espaldas de los pueblos.
El gran capital sólo puede garantizar un nuevo
ciclo de acumulación global sobre la derrota absoluta de los pobres, lo cual
significa hoy la derrota de la humanidad y del planeta. Por eso la nueva
plusvalía que produce el capital consiste en la acumulación del fracaso
histórico que promueve una transferencia resignada de voluntad de vida; el
capital no es sólo un proceso de valorización del valor sino de transferencia
sistemática de voluntad. Un individuo fracasado no tiene voluntad y su único
afán se reduce a sobrevivir, no importa cómo; lo que promueve ahora el capital
es la atomización de las expectativas, de modo que éstas se circunscriban
exclusivamente a mezquinas opciones de pueril sobrevivencia (la lucha de todos
contra todos es necesaria para el desarrollo del capital, por eso las guerras
se convierten en magnificas oportunidades de nuevos procesos de acumulación).
En estas condiciones no puede haber historia, tampoco política, porque si el
ser humano no es creador de acontecimientos tampoco puede siquiera imaginar
proyectos de expectativas comunes.
Entonces, la estrategia actual de acumulación
global de capital y su actual narrativa, confirma la clarividencia de los
poderes fácticos ante la interpelación que los pueblos indígenas han originado
en este nuevo siglo: otro mundo es no sólo posible sino más necesario que
nunca. Hace poco, Charles Krauthammer, en el Washington Post, de modo enfático
señalaba que, desde la caída de la URSS, “algo nuevo había nacido, un mundo
unipolar dominado por un único súper-poder sin rival alguno y con un decisivo
alcance en cada rincón del planeta. Un nuevo escenario que aparece en la
historia, jamás antes visto desde la caída del imperio romano. Es más, ni
siquiera Roma es modelo de lo que es hoy USA”. Esto expresa la doctrina
Wolfowitz como primer objetivo de la política exterior gringa: prevenir
cualquier ascenso de un nuevo rival, ya sea en la ex URSS o en cualquier otro
lado; de ese modo asegurar el dominio de regiones cuyos recursos puedan, bajo
control, consolidar el poder global.
Esto quiere decir que el poder es también una
cuestión de percepción. USA hace de su percepción la plataforma de propaganda
global que moldea la despolitización global como el terreno para imponer un
mundo sin alternativas. Ya no se trata sólo de desmovilizar a la gente sino de
abandonarla en la inacción total (lo cual también se logra manteniéndole
ocupado, por eso el trabajo se realiza ahora bajo presión; los individuos creen
superar sus problemas sumergiéndose en sus trabajos, pero lo único que logran
es alienarse de sí mismos y que la fuerza requerida para recomponer sus vidas
sea transferida a la reproducción del capital). Esto quiere decir que, cuanto
más se valoriza el valor, más voluntad de vida se nos expropia. El capital es
ahora el creador y el ser humano su creatura. Hacerlo a su imagen y semejanza
significa constituirlo en capital humano. Por eso hasta en sus sueños no puede haber
otra cosa que acumulación. La invasión de los sueños es una política del
mercado total; si se puede moldear los sueños y las expectativas entonces no
hay lugar para el espíritu utópico y sin éste no puede haber política.
Ese es precisamente el fin de toda narrativa del
fin: acabar con el espíritu utópico. Pero la utopía es condición humana; sin
esperanzas, sueños o utopías, no puede haber existencia humana y, en
consecuencia, tampoco historia. Por eso la narrativa del fin de ciclo no es
otra cosa que la reposición de aquella otra, que nos imponía el fin de la
historia. Ambas se diseñan para desacreditar toda posible alternativa y, de ese
modo, imponernos un mundo sin alternativas.
Un mundo sin alternativas es el paraíso neoliberal.
Por eso, ante la narrativa del fin de ciclo, debemos oponer otra: el fin de
siglo. Porque el ciclo no era ciclo y lo que parecía una continuidad en la
regularidad cíclica del capital era, en realidad, una ruptura epocal. Para
ingresar a una nueva época, era necesario dejar atrás el siglo de oro del
capitalismo y, paradójicamente, también, el siglo de la izquierda. Por eso los
siglos no terminan o acaban en las fechas; si no hay capacidad histórica para
ingresar a una nueva época, entonces son los eventos los que condenan aquella
incapacidad (Europa ingresa dramáticamente al siglo XX con la primera guerra;
su no adecuación a las nuevas circunstancias da lugar al surgimiento de un
nuevo poder que se impone definitivamente en la segunda guerra).
En Bolivia habíamos ingresado al siglo XXI el 2003,
por eso incluso la “guerra del gas”, que sucede en octubre de ese año,
anunciaba ya la tónica geopolítica que iba a desatar la lucha global por el
control de los recursos energéticos. El horizonte del “vivir bien” anunciaba la
transición civilizatoria necesaria ante la orfandad utópica que carga la
decadencia del mundo moderno, el Estado plurinacional ponía en cuestión el
concepto decimonónico del Estado moderno-liberal, y la descolonización remataba
con el urgente desmantelamiento de la provinciana visión que el primer mundo se
había hecho del resto. Por eso la insistencia: el poder es también una cuestión
de percepción; si la percepción no cambia, tampoco cambia el mundo. La
descolonización va por ese lado. Si no somos capaces de proponer una nueva
narrativa histórica –más allá del eurocentrismo reinante hasta en la
izquierda–, entonces, nuestras respuestas políticas, a preguntas actuales de
profunda novedad, seguirán siendo las mismas viejas respuestas del siglo
pasado.
El mundo está cambiado radicalmente, pero las
percepciones continúan moldeando estos cambios bajo esquemas ortodoxos. Los
economistas perciben, por ello, sólo lo que el capital permite percibir: que
esta crisis no es sino uno más de los ciclos acostumbrados del capital. Por eso
también, a nivel global, se posponen decisiones apremiantes ante la crisis
climática y se insiste en una confianza hasta cándida en el mercado y el
capital. El mundo moderno ha producido una suerte de servidumbre voluntaria a
fetiches que deciden sobre la vida y la muerte como auténticos dioses.
Los gobiernos de izquierda, incapaces de generar un
nuevo espíritu utópico, porque no pueden superar su siglo de referencia,
tampoco pueden asumir los desafíos que conlleva un tránsito hacia un nuevo
horizonte, que es lo que viene proponiendo el nuevo sujeto de una política
trans-moderna. Todos los análisis geopolíticos insisten que el mundo está
experimentando una transición civilizatoria, lo cual significa implícitamente
que el mundo moderno y su disposición antropológica y geopolítica
centro-periferia está por concluirse. Esta situación es la que avizoran los
think tanks del primer mundo y, por ello mismo, son los más interesados en
preservar la provinciana percepción imperial como “realismo político”. La cuestión
es que si no hay alternativas, entonces lo único que nos queda es defender lo
que hay como lo único posible. Pero lo que hay es lo que nos está conduciendo,
a la humanidad y al planeta, a la imposibilidad de la vida. Entonces, cambiar
de percepción ya no es cuestión de pareceres sino de apuesta vital.
Desde Marx sabemos que la realidad que ha producido
el capitalismo está invertida. Lo que toman por “realismo” los analistas es
esta realidad invertida. Ponerla de pie significa restaurar en nosotros mismos
la condición de sujetos. La realidad es producción humana, la objetividad del
mundo es producción de subjetividad. La capacidad de ser sujeto consiste en ser
causa y no efecto de lo que se vive. Las leyes que actúan a espaldas de los
actores son producto de la fetichización de las relaciones mercantiles. La
expansión de éstas al infinito es el neoliberalismo. Por eso no se trata sólo
de una economía sino de toda una cultura: necesita producir un individuo acorde
a este tipo de expansión y, mediante el tipo de producción y consumo actual, lo
que produce es el vacío de voluntad de un alguien que vive una sucesión de
instantes sin proyección alguna, por eso hasta en su voto manifiesta un puro
acto emocional sin criterio político alguno.
Frente a esta situación, lo que debían proponerse
los gobiernos de la región, era disputar el universo simbólico de las
expectativas históricas. Frente a la crisis civilizatoria del mundo moderno y
fieles al horizonte de una nueva forma de vida –lo que llamamos “vivir bien” –,
debían proponerse la constitución de una nueva subjetividad como trasfondo de
una nueva forma de producción y consumo. Porque no se trata sólo de sacar gente
de la pobreza, sino de que ellos sean los protagonistas de una nueva forma de
vida. De lo contrario, en ese ascenso social se vuelven conservadores y una vez
mejoradas sus condiciones de vida y contemplando siempre su éxito como éxito
individual (asumiendo el modelo empresarial), abandonan el proyecto que los
sacó de la pobreza. Defender lo logrado, de modo individual o corporativo, se
convierte entonces en tierra fértil de un neoconservadurismo.
Si recordamos, las primeras medidas más
revolucionarias de la revolución cubana no son económicas sino culturales: la
creación del ICAIC (donde aparece la Trova cubana) y la Casa de las Américas.
Porque una revolución que no produce al sujeto de esa revolución,
inevitablemente fracasa (por eso el proceso de cambio en Bolivia se
identificaba originalmente como una revolución democrático-cultural). En eso se
distinguen reforma de revolución. Lo que distingue a una revolución es la
proyección de un nuevo horizonte de vida como fundamento de una transformación
de las estructuras mismas que sostienen al mundo que se quiere dejar atrás.
Por eso debíamos producir la capacidad de ingreso
auto-consciente a una nueva época; pero la colonialidad de una izquierda que,
muy a su pesar, reedita la paradoja señorial, evidencia la contradicción
reinante de un desempeño gubernamental que no se corresponde con los sentidos que
se deducen del nuevo horizonte del “vivir bien”; por eso sus apuestas siguen
siendo modernas, persiguiendo el mismo desarrollo y progreso que han originado
la crisis climática actual.
Ni la izquierda ni la derecha están a la altura de
los desafíos del nuevo siglo; por eso la derecha no puede proponer ninguna
alternativa que no sea la reposición de la hegemonía del dólar en nuestras
economías (lo cual no constituye alternativa alguna ante la decadencia del
dólar), tampoco podrían cancelar las conquistas sociales para favorecer a una
elite cada vez más inclinada al desmantelamiento estatal como condición sine
qua non de su sobrevivencia en la economía global patrocinada por la
especulación financiera. En medio de la actual incertidumbre, a propósito del colapso
del dólar y la economía mundial, las elites latinoamericanas carecen de más
opciones que no sea morir con el dólar (porque no se trata sólo de una moneda
sino de una forma de vida). Persistir en ello es cuestión vital para ellas y
eso manifiesta su más acabada colonización.
Lo que viene sucediendo en Argentina es muestra de
la urgente necesidad que tiene el dólar de deshacer definitivamente la
soberanía de nuestros Estados y sostener sobre nuestros recursos estratégicos
las pretensiones de su supremacía global. Por eso cuando nos referimos al fin
de siglo, no lo hacemos en los términos de fin de ciclo, porque no se trata de
un cambio automático ni de una sucesión natural. Se trata de una sintomatología
epocal que precisa de la intervención decisiva de los pueblos, aun a pesar de
una dirigencia que no reúne las condiciones de una nueva apuesta. No se trata
de que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer, sino de que
los poderes fácticos han colonizado la percepción de los acontecimientos, de
modo que produce, hasta en las apuestas de izquierda, una resignada admisión de
que lo único posible y deseable son las ilusiones del mundo moderno: un
crecimiento sin límites y un desarrollo y progreso infinitos. Vale, para estos,
la sentencia que hace Kenneth Boulding: “cualquiera que crea que el crecimiento
material infinito es posible en un planeta físicamente limitado, o es un loco o
es un economista”. El capitalismo es imposible sin crecimiento, pero un
crecimiento ilimitado o un progreso infinito no sólo es iluso sino suicida,
porque lo único que crece, en cuanto acumulación de capital, lo hace a costa de
la vida misma. El siglo XX fue el siglo del progreso. Capitalismo y socialismo
son hijos de ese paradigma, por eso nunca cuestionan a la sociedad moderna,
porque es también la sociedad del progreso. Pero esta sociedad es imposible sin
fuentes infinitas de energía, es decir, abundante, continua y barata. En un
siglo de vigencia de este paradigma, se han producido los mayores daños
ecológicos jamás antes experimentados. Persistir en ello constituye la ceguera
moderna que abraza también la izquierda, y es lo que no le permite ingresar, de
modo consciente, al nuevo siglo.
Un siglo no acaba cambiando de números. El siglo XX
ha sido el triunfo del capitalismo, porque hasta la izquierda, a pesar suyo, no
fue capaz de superar el horizonte civilizatorio que lo sostenía. Por eso se
presenta incluso más moderna que cualquiera, no teniendo en cuenta que
modernidad y capitalismo son el entrelazamiento perfecto de una forma de vida
que, desde 1492, ha venido destruyendo toda otra forma de vida para aparecer
ella como la única posible (así como el protestantismo se presta, de modo más
eficaz, a terminar lo que la iglesia católica no pudo, o sea, extirpar la idolatría
del corazón del indio; así también la izquierda siempre se afanó en concluir el
proyecto de la derecha: acabar con el indio es más eficaz cuando éste renuncia
a su propia forma de vida). Para que un nuevo siglo nazca plenamente, se debe
reunir las condiciones existenciales que permitan el abandono del siglo pasado.
El fin de ciclo no anuncia nada nuevo sino la imposibilidad de dejar atrás lo
viejo conocido y, de ese modo, conservar a toda costa un mundo sin
alternativas.
El fin de ciclo describe una situación típica que
coincide con la retórica apocalíptica del fin de los tiempos; con ello se
insiste siempre en la cancelación de toda alternativa posible. El milenarismo
actual da lugar a una marcada inacción pertinente a la conservación de lo
establecido. Pero la perorata del fin esconde que, con el fin de algo no acaba
todo sino más bien empieza algo, y ese algo, sólo puede ser algo nuevo.
Por eso el fin de ciclo es más bien otro repetido
ciclo del fin. El miedo a enfrentar lo nuevo produce la dramática paralización
de la contemplación del posible fin de todo. Es curioso cómo el individuo
moderno, gracias a su tele-adicción, es capaz de imaginar el más terrible de
los escenarios de una catástrofe nuclear, pero es incapaz de imaginar lo
contrario; formateado por la estética del desastre, se halla inhabilitado para
algo más que no sea la pura contemplación –hasta morbosa– de un fin
apocalíptico. Esta inacción produce su despolitización, es decir, su
incapacidad de cambiar la fatalidad que tiene enfrente.
Cuando el comandante Chávez dijo que “llegó la hora
de los pueblos”, no se equivocaba, pero, como dijo también Fidel, “la
revolución sólo será posible cuando el pueblo crea en sí mismo”. Es menester
que nuestros pueblos vuelvan a creer en sí mismos, para superar esta coyuntura.
El mundo está cambiando y, en ese contexto, no encontraremos mejor lugar para
lograr nuestra definitiva independencia. Ante la amenaza de una conflagración
nuclear (pues ya sabe la OTAN que no puede vencer a Rusia, y menos a la alianza
China-Rusia, en una guerra convencional), como única opción de reposición de la
supremacía del dólar, sólo la movilización del sur puede desencadenar una
reconfiguración geopolítica restauradora.
Para dejar de ser periferia hay que dejar de ser
consciencia periférica. El centro es centro gracias a nuestra transferencia
sistemática de voluntad, ya que seguimos creyendo en su forma de vida y
deseando su riqueza, cuando es ésta la causa de nuestra miseria. Si hasta en la
alimentación ya se sabe que lo más racional es volver a lo nuestro, en economía
lo más racional sería para producir para reproducir la vida y ya no
exclusivamente la ganancia. Eso no produce ricos pero tampoco produce miseria.
La crisis climática sólo será resuelta si se restaura el equilibrio sistémico
de la naturaleza, como condición además de restaurar el equilibrio que, como
humanidad, hemos perdido en el mundo moderno.
Parte de la restauración de ese equilibrio consiste
en no someterse a otro ciclo sino en potenciar lo que habíamos logrado como
pueblo: un nuevo horizonte de vida. La humanidad está hambrienta de
alternativas, pero eso no nace de arriba sino se construye desde abajo. El
mundo seguirá siendo el mismo si nuestra percepción es la misma, esto
confirmará nuestra condición periférica; pero si cambiamos de perspectiva, el
mundo ya no será patrimonio de la visión de unos cuantos y lo que parecía
imposible se hará posible. Lo más verdadero de los pueblos son sus mitos, la
verdadera fuerza proviene de ellos. Porque en ellos se encuentra el espíritu
que ha hecho posible su resistencia y es lo que hará posible nuestra liberación
definitiva. Por eso ante el anuncio del fin de ciclo responderemos con el
renacer de un nuevo tiempo.
Rafael Bautista S., autor de “la Descolonización de
la Política. Introducción a una Política Comunitaria”. Dirige el “taller de la
descolonización” en La Paz, Bolivia.
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