09-02-2016
“En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque
no hay embajada americana”.
Los militares latinoamericanos, como todo militar,
se han dedicado a la guerra; pero en muy buena medida a un tipo de guerra
peculiar: las guerras civiles. En el transcurso del pasado siglo casi no hubo
guerras interestatales en la región; la función de las fuerzas armadas se
concentró en la represión interna.
Como parte de la Guerra Fría, prácticamente todos
los países latinoamericanos vivieron guerras internas insurgentes y
contrainsurgentes. Con distintas modalidades, en toda el área entre los 60 y
los 90, tuvieron lugar feroces procesos de militarización. A la proclama
revolucionaria siguieron invariablemente atroces acciones represivas.
La respuesta contrarrevolucionaria la dieron los
Estados con sus cuerpos armados, ejércitos fundamentalmente. Esto pone en
evidencia dos cosas: por un lado ratifica qué son en verdad las maquinarias
estatales ("violencia de clase organizada", según la definición
leninista), a favor de qué proyecto se establecen y perpetúan (obviamente no
del campo popular); y por otro lado, desnuda la estructura de los poderes: los
ejércitos reprimieron el proyecto revolucionario, pero ellos cumplieron su
mandato; el real poder que usó la fuerza para seguir manteniendo sus
privilegios no aparece en escena.
Hoy día, terminada la Guerra Fría y el
"peligro comunista", dado que las sociedades fueron hondamente
desmovilizadas producto de la brutal represión, los ejércitos retornaron a sus
cuarteles. Incluso en los últimos años, habiéndose tornados ya innecesarios
para el mantenimiento de la "paz" interior –porque el trabajo estaba
cumplido– se inician tibios procesos de revisión de las guerras internas, de
sus excesos y abusos.
Pasadas las dictaduras militares, con distintas
modalidades, con suertes diversas también en los procesos emprendidos, los
países que sufrieron esos monstruosos conflictos armados iniciaron alguna
suerte de ajuste de cuentas con su historia. Más allá de los resultados de esos
procesos, desde el enjuiciamiento y condena a los comandantes argentinos hasta
la total impunidad y el retorno al poder por vía democrática en Bolivia o en
Guatemala, el común denominador ha sido y sigue siendo que los ejércitos
contrainsurgentes cargan con todo el peso político y la reprobación social
respecto a las guerras sucias transcurridas.
Sin ninguna duda, esas guerras fratricidas fueron
sucias, de más está decirlo. La tortura, la desaparición forzada de personas,
la violación sistemática de mujeres, el arrasamiento de poblaciones rurales
enteras, fueron parte de las estrategias de guerra seguidas por todos los
cuerpos castrenses. Hoy día, cuando pensamos en el fracaso de los proyectos
revolucionarios latinoamericanos, tenemos inmediatamente la imagen del verde
olivo y las botas militares. ¿Pero no estaban preparados para eso los ejércitos
de esta región?
La doctrina militar de todos los ejércitos del área
no se elabora en Latinoamérica: para eso estaba la Escuela de las Américas en
Panamá, por años sede del Comando Sur de las fuerzas estadounidenses. Los
cuerpos castrenses locales han funcionado como ejércitos de ocupación; sus
hipótesis de conflicto no eran las guerras contra otras potencias regionales
sino el enemigo interno. Los distintos grupos elites que se crearon tenían como
objetivo mantener aterrorizadas a las propias poblaciones. Esos soldados,
preparados en definitiva por Washington en su lógica de contención del avance
comunista, adiestrados en las más despiadadas metodologías de guerra sucia y
bendecidos por los grupos de poder locales, en las pasadas intervenciones que
tuvieron no hicieron sino cumplir con el papel para el que fueron educados. En
otros términos: fueron buenos alumnos.
Hoy día se habla de revisar el pasado. Ello es
imprescindible, por cierto. El futuro se construye mirando el pasado; la basura
no puede esconderse debajo de la alfombra porque inexorablemente, siempre, lo
reprimido retorna. Pero esto abre una duda: revisar el pasado no debe ser sólo
el juicio y castigo a los responsables directos de los crímenes infames que
enlutaron las sociedades latinoamericanas las pasadas décadas.
Las fuerzas armadas cumplieron sus funciones, como
sus mismos comandantes se cansaron de repetir en cualquiera de los países donde
condujeron las guerras internas, y no tuvieron nada de qué arrepentirse. Por
supuesto que lo condenable es la extralimitación en que, como Estado,
incurrieron estas fuerzas. El Estado no puede reprimir a su población, pero ¿de
qué Estado hablamos? Es quimérico pensar que este aparato de Estado pertenece a
todos; las dictaduras militares lo demostraron. Cuando el andamiaje real del
poder de las clases dominantes es tocado, ahí se desnuda el carácter del
Estado, de las "democracias" parlamentarias.
Si pedimos juicio y castigo a los responsables de
los cientos de miles de muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los
países latinoamericanos de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para
no olvidar la historia negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que el
enemigo no es el guardaespaldas del amo: sigue siendo el amo.
Material aparecido originalmente en la revista
digital Plaza Pública el 8/2/16.
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