LOS DESIGNIOS DE UNA ÉPOCA AMARGA
El contenido de una época histórica
se define, más que por una clasificación secuencial
de
sucesos, por el encuentro fundador de fuerzas
sociales que, en un choque decisivo y en el resultado
de éste, producen la estructura duradera de las jerarquías
institucionales, de las relaciones de poder consuetudinarias, de los saberes prácticos legítimos, de los esquemas
mentales mundanos con
los cuales la sociedad,
a partir de entonces,
da sentido a su existencia. Al mismo tiempo, reactualiza por otros medios, y en todos los espacios de la vida pública y privada,
la conflictiva
e inestable relación de fuerzas primigenias.
Una época histórica puede definirse,
entonces, como la diaria remembranza
práctica
y corporeizada, imaginada y objetivada, de
un
armazón relativamente estable de
correlaciones de fuerzas sociales que fueron establecidas en un momento preciso y fechable de lo que Foucault
llama una “prueba de fuego”[1];
y a partir de la cual, para reproducirla, todos, dominantes y dominados, arman el horizonte de probables legítimos. A su vez, el fin de una época ha de ser la revocatoria y la lucha por la imposición legítima de otro armazón institucional y simbólico, correspondiente a una nueva trama de la correlación de fuerzas entre los sujetos actuantes del escenario social.
La insurrección
de abril de 1952, por ejemplo, es el punto de arranque
de una época marcada
por la irrupción altanera y violenta
de la multitud sindicalizada, en la consagración de una ciudadanía expansiva. La composición estatal no hará más
que consagrar, reglamentar y, en su momento,
utilizar esta impronta obrera, adecuándola
a los fines unificadores
de las clases dominantes.
Los puntos de inicio y finalización de las épocas históricas son momentos desbocadamente propositivos, en los que la fuerza triunfante puede mirarse a sí misma como activa
constructora de las circunstancias que luego, una vez enfriada la costra superior de la conflagración, harán de las personas lo que ellas son en la
vida cotidiana. Abril de 1952, visto
en
términos de su efecto en la estructura
social,
fue un acontecimiento
revolucionario porque trastocó
de manera radical la situación de las clases sociales:
derribó a unas, encumbró
a otras, mejoró la posición
de otras y,
a partir de ello, se reconfiguraron
en forma y contenido
las cualidades materiales del orden
socioeconómico. Visto desde la trayectoria de las clases subalternas, éstas
transformaron su estado de dominación
tradicional y lograron
imponer un conjunto de prerrogativas y resistencias en la conformación del nuevo orden estructural de dominación.
El año 1986 trae, en cambio, otros signos de época.
Vista en perspectiva, la marcha es la derrota de los límites populares de la vieja época. Las clases
dominantes preservaron su poder, ampliándolo a terrenos
de gestión anteriormente vedados gracias a la resistencia obrera. En este sentido, se puede hablar de un acto conservador, pero por traslación, esto es, un hecho transformador que renueva,
bajo nuevas formas, el ejercicio de poder social por parte de las antiguas
clases dominantes o, al menos,
de la parte más importante
de ellas.
Desde las clases dominadas, es
una
revolucionarización de sus
condiciones de existencia, pero dentro del mismo esquema general
heredado de su dominación; peor aún, es un momento de pérdida de prerrogativas, de retroceso en sus facultades
autónomas e interpelatorias. Se trata de un cambio reaccionario, que disuelve conquistas de
derecho democrático
para intervenir corporativamente en las decisiones estatales, erosiona sus capacidades organizativas, fragmenta técnica y materialmente su unidad histórica, disuelve grandes trechos de memoria
colectiva, etcétera.
Desde el punto de vista del antiguo
proletariado minero,
en cambio, se trata de su deceso cultural,
entendido como el fin de su protagonismo en la historia, al menos durante varias décadas; es la muerte de su iniciativa
histórica, de sus certidumbres de clase, por mucho que su extinción
física se prolongara
durante catorce
años más, hasta el
año
2000, con la
privatización de Huanuni
y Colquiri.
Lo terrible de este momento
fundador es que —a diferencia de 1952, cuando cada una
de
las fuerzas
antagónicas sabía o intuía a qué acudía a las calles, predisponiéndose a
jugarse la vida por la búsqueda
de sus intereses primordiales puestos en juego— en 1986 sólo una de las fuerzas,
la dominante, supo cabalmente la
importancia del acontecimiento que se avecinaba y por eso concurrió en traje de combate
a la carretera: el ejército del Estado y un
estado mayor de empresarios y ministros coaligados.
Para
este gran desenlace,
las clases gobernantes desplegaron con anterioridad una eficaz batalla simbólica
por los esquemas de enunciación legítima
del mundo: se estigmatizó como antidemocrática la acción obrera, se habló de la “carga” que representaban los mineros de COMIBOL para el Estado
y los contribuyentes, se atizaron los temores
de los pequeños
propietarios urbanos
respecto a la demoníaca prepotencia minera y, cuando la marcha rebasó los
cordones de seguridad policial
de
Caracollo, una conjura cuartelera de gran envergadura se puso en acción.
A estos preparativos de una inminente guerra, que anunciaba la reestructuración despótica de la relación entre capital y trabajo, entre ciudadanía y Estado, los mineros respondieron inicialmente con el llamado a la reposición de la estratificación social
inaugurada treinta
y cinco años atrás; iban, por tanto, a una guerra sin saberlo o, al menos, sin querer reconocerla como
tal.
El “volveremos pero armados”
con el que se despidieron del pueblo paceño en marzo de 1985, y que era un lúcido
presagio del irreversible anquilosamiento de la relación de fuerzas
que
sostenía el Estado nacionalista, quedó en nada.
El problema en
agosto de 1986 no era que no hubiera
armas; en verdad nunca hay armas para la plebe facciosa, y la rebelión social es precisamente el auténtico
modo mayoritario de obtenerlas. Lo que aquí contaba de la defección obrera era que los mineros no se veían ni se deseaban
a sí mismos como un ejército en apronte de batalla. ¡Si lo único que pedían era que se respetaran
sus antiguos derechos, que se reestablecieran los antiguos pactos! Su desarme era entonces ante todo espiritual y, mientras éste se mantuviera, no había posibilidad alguna de armarse materialmente.
A medida que la marcha
avanzaba, la carretera se iba llenando de más mineros
con frazadas, con más incredulidad ante las
medidas gubernamentales de cierre
de operaciones y con más demandas respetuosas. Sin embargo, el
guión de la
historia no estaba escrito aún. El entorno humano que cobijaba de pueblo en pueblo a los mineros
en marcha, las comunidades
aimaras del altiplano, los humildes de El Alto, palpaban lo que sucedía y comenzaron a obrar en consecuencia. Miles de comunarios, de escolares
asombrados, salieron a
saludar y a
alimentar a los que consideraban inevitablemente un
ejército. Se puede decir que los
agasajaron como a quien va a
retar impúdicamente a la muerte. Cada pueblo atravesado por los mineros festejó a estos “coyas locos” con
música, ritual y variadas
comidas dispuestas a los cuatro costados de las plazas. En la práctica se comienza a remontar
ese infeliz desencuentro entre mineros y comunarios, que continuamente ha fracturado la fuerza de acción de las clases populares.
Con el avanzar
de los kilómetros, los mismos mineros comenzaron a ser impregnados por el encendido ambiente que prometía la cercanía de La Paz. Llegando a Patacamaya, en una gran asamblea, similar a la que todos los días realizaron en el pueblo de pernoctación, surgió de entre los marchistas la propuesta
de treparse a los camiones
y llegar
lo más pronto posible a la ciudad. Algunos dirigentes de sindicatos y activistas mineros ya habían tomado la precaución de traer dinamita, junto a otras provisiones, desde las minas. Grupos de militantes de lo que luego sería el Ejército Guerrillero
Tupac Katari (EGTK) habían comenzado a juntar decenas
de armas de fuego de largo alcance en las
comunidades
aimaras paralelas a la marcha minera.
Otros obreros propusieron que había que salirse de la carretera y caminar
de noche para eludir la inminente represión, y más de mil mineros se adelantaron hasta Villa Remedios, quedando fuera de la acción de las tropas
militares que luego cercarían al contingente mayor de marchistas en Calamarca.
Comenzó a despuntar la constitución de un nuevo estado de ánimo, más lúcido ante las señas de la época. Ésta no era una marcha cualquiera; era un acto resolutivo del posicionamiento estratégico de las fuerzas sociales: “ya no se debería marchar indefensos porque es inminente la represión”; “hay que llegar hoy mismo a El Alto porque
el gobierno no va a permitir
que lleguemos allí”; “se tiene que llegar a El
Alto para luego descolgarse a La Paz con los miles de pobladores que los estaban esperando”, fueron los argumentos de distintos oradores en la asamblea. Y ciertamente, la población humilde de El Alto, como los fabriles, maestras de los mercados, gremiales, profesores, habían ya iniciado los preparativos para recibir triunfantemente a
estos marchistas
valerosos y sumarse
a la movilización frente al gobierno. La presencia de mineros aparecía como la seña mediante la cual todo el
malestar individualmente soportado, todo el desprecio recibido y silenciado, habría de desembocar
en un torrente de indignación y resistencia con capacidad de acción colectiva. Se
necesitaba a alguien en quien confiar; siempre se
necesita a alguien
en quien confiar para transubstanciar la miseria
material y organizativa de los subalternos en capacidad propositiva de acción común autónoma.
Al final, esa señal nunca llegó, incluso hasta ahora: de ahí la escasez de moralidad
pública de esta época.
Más pudo la demagogia de un puñado de dirigentes sindicales sin brillo, sin valor, sin lucidez política,
embobados por las virtudes de sus salarios parlamentarios y que, empequeñecidos ante la
dimensión del significado epocal del gobierno
movimientista y de la marcha,
sólo atinaron a actuar en obediencia fatal a las reglas de juego tradicionalmente utilizadas
con gobernantes anteriores: movilizar para pactar; enfervorizar el
ánimo para luego mercadear en mejores condiciones la
economía de derechos y concesiones.[2]
No entendieron, ni han entendido aún, que la marcha era el presagio del fin de época, la extinción de ese mercado de negociaciones entre sindicato y Estado y, junto a sus antiguos
adversarios
trotskistas que fomentaron la pelea por los extralegales para el
retiro, encabezaron la responsabilidad de la
muerte del proletariado minero, tal como éste existió desde 1940.
Desde Patacamaya, los sucesos
comenzaron a tomar un ritmo frenético. Rumores de represión, asambleas deliberativas para adelantar
el camino,
discusiones sobre si había que entrar en huelga de hambre
llegando a La Paz, propuestas de pelear y resistir
la represión, desplazamiento de más armas y activistas desde Cochabamba
y Potosí para acercarse a la marcha. En medio de ello, estaba el discurso
conciliador de la dirección sindical que, curiosamente, no había sido
reemplazada aún por un Comité de huelga,
como siempre sucede en estos casos. Uno de ellos, diputado, puso las manos en el fuego, garantizando la palabra de los
ministros que le aseguraron dejar entrar la marcha a La Paz. Veinticuatro horas después, este hombre lloroso sería escupido por las
mujeres mineras, al constatar tardíamente el paralizante engaño.
La palabra oficial de la dirección
sindical acabaría por preparar el escenario de
la
derrota. Ciertamente, no “fueron
los culpables”, en la medida
en que el devenir
de las luchas de las clases
sociales no depende de la astucia o valentía
de un buen o mal dirigente orgánico.
Había ya una predisposición de largo aliento que fue creando, a lo largo de años y días, la adversidad del momento y la impotencia histórica minera para mirar más allá del horizonte nacionalista; las pocas hendiduras por las que
se colaban opciones de porvenir distinto eran eso, grietas
escasas y tenues de alternativas en una muralla
de condescendencias al orden establecido. Sin embargo, esos dirigentes y esos partidos
nada hicieron para ampliar esas grietas de autonomía y horizonte
estratégico alterno. Al contrario, cuando pudieron, taponaron esas opciones y se
dedicaron a adular el ya extendido
conservadurismo colectivo, la mansedumbre de clase, en la medida en que en ellos radicaba la preservación de sus privilegios, de su ascenso social personal.
Calamarca será el lugar del encierro, la derrota
militar y la derrota histórica de la
antigua estructura de la clase
obrera dominante
durante todo el siglo XX en Bolivia. El 28 de agosto se
declara estado de sitio en todo el país,
y en Calamarca regimientos enteros de soldados y policías,
tanquetas de guerra, aviones, en un despliegue militar sin precedentes
de tropas
de infantería y artillería, rodean a los obreros
y sus familias.
Los generales ríen: es la venganza final de
la vergüenza de abril, cuando
les tocó a ellos desfilar con los uniformes volcados ante la torva mirada de victoriosos mineros armados. Los mineros ahora lloran su impotencia: es una derrota estratégica en toda la
línea. Hasta ese día, el proletariado minero era la substancia viva
de
la época; su trabajo la sostenía, sus luchas la garantizaban; sus sueños eran la más destacable fuerza productiva
que la confirmaba. El colapso
final de esa época, que pasaba por el quiebre de la forma en que acontecía
el trabajo productivo, en cómo se había formado la condición material y simbólica
de
clase obrera, se inició en Calamarca.
No se necesitó disparar
un solo tiro para consumar la derrota; era
tal
la superioridad militar del enemigo y tal la indefensión espiritual de los mineros, tal
la
ausencia de un imaginario colectivo de un orden de cosas sociales
que fuera más allá del Estado nacionalista, la estatización productiva y los pactos inclusivos de su dominación, que ya no había necesidad de muertos para convalidar
la hecatombe y la derrota
frente
a la iniciativa histórica que
desde entonces comenzaron a retomar
las clases gobernantes.
¿Se podía haber intentado
romper el cerco? Tal vez. Al menos eso fue lo que
propusieron las mujeres
mineras, que
no
se resignaban a volver a la muerte silenciosa de campamentos abandonados. Habían
nacido
y crecido en el ambiente
de asambleas y luchas comunes que preservaban el trabajo digno y el pan de los hijos; no se rindieron
antes y no aceptaban
fácilmente hacerlo ahora, más aún cuando lo que esperaba al retornar
era la extinción
de su mundo, de su historia.
Quizá el intento
de ruptura hubiera
cambiado el posterior mísero destino de las familias mineras. Quizá la cuota de sangre hubiese dejado irresuelta en la pampa la fácil y contundente victoria política
de los gobernantes.
Por lo general,
la sangre y los muertos en los mitos populares dejan pendiente una deuda que reclama
a las siguientes generaciones un resarcimiento; son una convocatoria a la búsqueda
de una unificación
actuante que satisfaga en el imaginario la recompensa, la reposición simbólica del sacrificio de la vida que podía haber sido la propia. Los muertos desempeñan el papel del tercero inclusivo, de la externalidad unificadora, de la línea de sangre que amplía el parentesco simbólico, la pertenencia y la adhesión de
una
genealogía recordada por el recuento de los mártires.
Quizá con ello la época posterior no hubiera sido tan descentrada y desapasionada como lo es hoy. Lo cierto es que, sin embargo, el cerco y la rendición
sin batalla marcarán de manera duradera
el temperamento cultural de las
siguientes décadas. Los obreros se despedirían de la historia de una manera amarga y descolorida. En la altiplanicie, rodeados de soldados,
subirán a los trenes sin nadie que los despida.
No habrá estallidos de dinamita ni rostros altivos de quienes se
arriesgan para saludar a la muerte. Los mineros tienen la
mirada desplomada y se despiden sin gloria de esa patria y de esa sociedad
a la que tanto amaron, a la que dieron
todo su esfuerzo para sacarla del lodazal de la insignificancia
y el temor vergonzante.
En Calamarca la condición obrera,
creada trabajosamente durante
cincuenta años, se hará añicos como un vaso lanzado al
pavimento y, con ello, nacerá otro mundo del trabajo, igualmente signado, hasta hoy, por la pulverización, la hibridez de sus asentamientos
geográficos, la levedad
de sus creencias, la ausencia de confianza y de lazos de interunificación.
Desde entonces, y por más de una década,
la historia de clase
se
hace trizas frente a la mirada atónita
del obrero, que sólo
experimenta pedazos fragmentados de vida, tránsitos temporales por un centro de trabajo en el que sabe que no puede depositar su porvenir, porque el futuro se ha vuelto una interrogante irreductible. El tiempo va perdiendo su homogeneidad para partirse en múltiples
densidades, correspondientes a
las múltiples
geografías en las que el nuevo obrero debe realizar su capacidad laboral.
Esta reconfiguración material del mundo del trabajo ha puesto fin a un tipo de identidad obrera y a
un tipo de estructura material del trabajo asalariado, dando lugar al
surgimiento de un nuevo tipo de estructura
material
y simbólica de la condición
obrera, que apenas comienza a dar sus primeros
pasos en la
configuración de una nueva manera
de autopresentarse, de imaginarse en la historia, de organizarse y enunciarse políticamente.
En gran parte, se trata de obreros
muchísimo más numerosos que hace dos décadas
y extendidos en cada vez más variadas ramas de la actividad productiva[3], pero fragmentados en medianos centros laborales industriales, en pequeñas factorías de subcontratación,
en trabajos a domicilio que pulverizan en la
geografía las posibilidades de reunión en grandes contingentes. Se trata además de trabajadores por lo general carentes de contrato fijo, y por tanto nómadas que van de un oficio a otro, que combinan
la venta de fuerza de trabajo en productos o
servicios por cuenta propia
con la venta de fuerza
de trabajo temporal
por un salario; los pocos que tienen contrato fijo han perdido
la jerarquía de ascensos
escalonados por antigüedad y son compelidos a una competencia interna de ascensos fundada en la habilidad, el aprendizaje, la sumisión y la polivalencia laboral. En su gran mayoría, se trata de obreros y obreras jóvenes, disciplinados/as en el individualismo urbano por la escuela, la familia y los medios de comunicación masivos; a diferencia de los antiguos obreros, forjados en un espíritu
de cuerpo sindical como garantía de derechos y ascenso social, los jóvenes obreros mineros, fabriles, constructores, petroleros de hoy, carecen
de un horizonte de previsibilidad obrera, de estabilidad geográfica y de experiencia sindical, que dificulta enormemente
la
formación de una densificada cultura de unificación y proyección social.
Con todo, y pese a todas estas pesadas estructuras que conspiran para una rápida articulación de lo que será un nuevo movimiento obrero y una nueva identidad de clase obrera, catorce años después de esa marcha aciaga, proletarios forjados en la antigua cultura de la adherencia obrera, pero lúcidos conocedores de la
nueva realidad material y simbólica fragmentada de la condición obrera moderna,
pondrán en
pie
formas organizativas como la
Coordinadora del Agua y la Vida en Cochabamba. Estas formas, por sus victorias conseguidas, su fuerza de articulación de sectores laborales
dispersos, por su producción de solidaridad popular en torno a una autoridad
moral obrera, por la reactivación de la
capacidad de creer de las clases subalternas en sí mismas y, ante todo, por la “recuperación de la capacidad de acción” o,
mejor, por la producción de un horizonte
de acción autodeterminativo, están
dando lugar a una novedosa
reconstitución del tejido social
del
mundo laboral y, en particular, de la identidad
obrera contemporánea.
Se puede decir que, desde abril de 2000,
estamos ante un punto de inflexión histórico: el del inicio del fin de esa época signada por el programa neoliberal que
se inauguró
con la derrota de la “marcha por la vida”.
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro
García Linera
Siglo
del Hombre Editores
CLACSO
Segunda
Edición 2009
Pág.
197 - 210
|
Texto extraído
de Álvaro
García Linera, “La muerte
de la condición obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000
|
[3] Sobre la nueva condición obrera en Bolivia, véase Álvaro García Linera, “Procesos de trabajo y subjetividad en la formación
de la nueva condición obrera en Bolivia”,
en Cuadernos de futuro, No. 5, 2000.
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