A lo indígena le sucede con la sociedad oficial lo mismo que a la muerte
con los aferrados a la vida: ambos son colocados como negación de cualquier existencia
posible. Así como la vida es la permanente huida de la muerte, en nuestros
países lo "social" es la perpetua prevención de lo "indio"
en el ordenamiento público; el progreso es el exterminio del indio o su doma
ciudadanizante; y aun aquí, convertido en semiproletariado nómada, cualquier
atisbo de indianidad es objeto de renovadas pesquisas y aplazamientos sociales:
la modernidad es el extático holocausto de la racionalidad indígena, aunque lo
que la sustituya sea un vulgar remedo de las inalcanzables angustias del
occidental industrial; la nacionalidad es la erradicación de las identidades
colectivas irreductibles a la abstracción del Estado, en tanto que la
diferencia es la folclorización paternalista de las distinciones civilizadoras.
Tan internalizada está esta horrorización del
llamado mundo indígena, que hasta sus personificadores, cuando pueden, salen
despavoridos de allí en una búsqueda redimidora de la normatividad que los
esclaviza. Lo indio es pues, para la racionalidad estatal, la purulencia social
en proceso de displicente extirpación; es la muerte del sentido histórico de lo
válido.
Y, sin embargo, todo brota y vuelve
ineludiblemente a él: la riqueza, el poder, el colonialismo, la república son
distintos nombres dados a la confiscación de las facultades creadoras que
emanan de los músculos y las mentes indias. En esta irresistibilidad productora
radica la tragedia de su extorsión histórica, sistemáticamente renovada a título
de catequización, de patria, de campesinización, de ciudadanía o
multietnización; en este sentido, se puede hablar del colonialismo como la
enajenación fundamental del devenir de la sociedad contemporánea, en la medida
en que anuncia la conversión de las potencias vitales del indio en fuerzas
separadas, y luego ajenas, que se vuelven contra
él para domesticarlo y someterlo. Curiosamente, los mal llamados proyectos "revolucionarios" del último siglo, lejos de oponerse a esta obra devastadora, han resultado ser sus secuaces, con una efectividad sorprendente.
él para domesticarlo y someterlo. Curiosamente, los mal llamados proyectos "revolucionarios" del último siglo, lejos de oponerse a esta obra devastadora, han resultado ser sus secuaces, con una efectividad sorprendente.
El
nacionalismo de Estado
Si bien es cierto que las elites coloniales, preservadas con la república,
jamás abandonaron, y cuando pudieron lo llevaron a cabo, el íntimo deseo del
exterminio físico de la población indígena, la prédica nacionalista ha sido la
que mayores estragos ha provocado en la continuidad material y espiritual de
las entidades colectivas indígenas.
Arropado en una extraordinaria predisposición
popular antioligárquica, el Estado nacionalista cristalizó el proceso de delegación
centralizada de soberanías públicas en manos de un equipo de funcionarios
profesionales, que a la larga resultó el más exitoso de los últimos siglos.
Para que funcionara esta sumisión, que cautiva ya no los cuerpos sino las almas
de la gente, se precisaba algo mucho más poderoso que la fuerza compulsiva capaz
de saciar el hambre de tierra, provocada por el monopolio hacendal, y algo
mucho más persuasivo que el control de recursos monetarios susceptibles de
corromper las fidelidades populares a favor de un Estado pródigo; se requería,
por sobre todo, la uniformización del sentido popular de totalidad social
imaginada, imprescindible para la reproducción material y simbólica, que es la
que habilita la posibilidad de una abdicación generalizada de las prerrogativas
públicas en manos de una asociación de especialistas permanentes. Y qué mejor
para esta taylorización
del espíritu social que la igualación compulsiva a través de la propiedad
privada, la ley, la escolarización universal, el servicio militar y las
restantes tecnologías de ciudadanización estatalizada, que precisamente
comenzaron a funcionar una vez dispersado el humo de la insurrección de abril.
Con la construcción del individuo abstracto o
sindicalizado como modos de existencia ciudadana estatalmente reconocidos, el
Estado, más que emblematizar la nación, aparecerá como la nacionalización misma
de la población, capturada por los límites territoriales de su influjo. Todo lo
que se opone a este achatamiento homogeneizador, será catalogado paralelamente
como apatrida, comunista, subversor, salvaje.
El régimen tributario del Estado colonial
quedará así desdoblado en registro cultural y moral, que debe ser ofrendado diariamente
en el altar de una burocracia escolar, militar, legislativa e informativa que
patrulla la conciencia del flamante ciudadano. De México a Argentina, de Brasil
a Colombia, de Cuba a Bolivia, el llamado Estado Nacional ha representado la
producción en serie de este anónimo espécimen social llamado ciudadano civilizado,
poseedor de ambiciones similares y penurias comunes. Su auténtica personalidad
es el Estado, peor aún, el hombre del Estado que lo distingue en los mapas o el
volumen de escurridizos beneficios que la membresía estatal permite ostentar
ante las repúblicas vecinas más desdichadas.
En todos los casos, la nación-del-Estado,
afanosamente perseguida por las elites mercantiles en el último siglo, ha
consolidado el intento más sistemático y feroz de extirpación de las identidades
sociales indígenas. Junto al disciplinamiento político-cultural, llamado a
"incorporar" en la "nación"' y en la "cultura" a
sujetos supuestamente "carentes" de ellas, el mercado, el dinero y el
asalariamiento duradero han sido propuestos como métodos para arrancar al indio
de un supuesto primitivismo petrificado en la comunidad agraria. La nación,
propugnada por audaces profesionales urbanos, no ha sido entonces otra cosa que
la coartada de la forzada descomunitarización de las poblaciones urbanas y suburbanas,
y su encapsulamiento pasivo en una comunidad abstracta, distinguida por la
falsa igualación de derechos públicos de personas económica, cultural e
históricamente diferenciadas profundamente.
Este proyecto de decapitación de realidades
sociales con distinto contenido étnico-cultural, productivo-organizativo, en la
mayoría de los países ha culminado, o no falta mucho para lograrlo; mientras
renuevan ímpetus para esta moderna cruzada, los "nacionalistas
revolucionarios", de viejo y nuevo cuño, exhiben a los reductos indígenas
como peculiaridades antropológicas a donde ir a verter las inclinaciones
filantrópicas o turísticas de los componentes más sensibles de la
"sociedad nacional".
Sin embargo, hay países donde este
arrasamiento social inconcluso en su resolución es deliberadamente reproducido
en ése, su estado de suspensión. Mas esto no se debe sólo a lo que algunas
corrientes de pensamiento han calificado como inexpugnable resistencia de las
agrupaciones llamadas "indígenas", y a un reprochable miserabilisimo
estratégico de las elites gobernantes; ciertamente esta desestructuración a
medias de la identidad material "indígena" tiene que ver con la
densidad preservada de las formas comunales, con la falacia del proyecto
homogeneizador del Estado, pero también, y ésta es una de las paradojas de la
resistencia simplemente local al expolio colonial, porque es en la
simultaneidad jerarquizada de distintas formas productivas y organizativas que
el régimen del capital comercial, industrial y financiero puede supeditar
formalmente a un conjunto abundante de tecnologías, de fidelidades culturales,
de capacidades productivas no capitalistas, al proceso de monetarización forzada
y a la posterior valorización del capital social considerado en su conjunto,
sin que para ello medie la necesidad de grandes inversiones. Paradójicamente, se
trata de un circuito de monetarización y capitalización, también implementado
activamente por los propios estratos subalternos urbano-rurales, que reproducen
entre sí, unos contra otros, los mecanismos de extorsión que soportan de las
elites gobernantes, incrementando aún más su vulnerabilidad respecto a ellas.
El cuentapropismo, la migración intermitente
a empleos precarios, la creciente mercantilización de los recursos familiar-comunales,
que se deprimen sin extinguirse, son las tortuosas rutas a través de las cuales
se despliega este modo de expropiación indirecta del trabajo indígena. La
conversión de estas antiguas formas de acumulación del capital en programa
explícito de "modernización" es lo que, en términos del consumo de la
capacidad de trabajo, se ha venido a llamar neoliberalismo. Los multiculturalismos
y multietnicismos con los que hoy barnizan su retórica las criaturas del
nacionalismo de Estado, lejos de superar la señalización nacionalista, vienen a
resarcir sus frustraciones, ya que la "tolerancia cultural" que se
invoca es simplemente la legitimación discursiva del neototalitarismo del capital,
que se nutre del retorcimiento suspendido de racionalidades comunales
fragmentadas, parcialmente reconstituidas, y para las que las diferenciaciones culturales
y políticas deliberadamente fomentadas por el Estado vienen a cohesionar los
ritmos escalonados e intermitentemente congelados de la subsunción productiva
al capital.
El
socialismo de Estado
Si el "nacionalismo revolucionario"
se presentó como la conciencia burocrática del Estado, el izquierdismo con
ínfulas de marxista lo hizo como teologización de la razón estatal.
Con notables excepciones, abruptamente
censuradas, la vulgata marxista se presentó en el continente como grosera apología gubernamental.
La crítica radical e implacable de lo existente, inmanente a un marxismo serio,
fue sustituida desde los años treinta por sacralizaciones de un "
partido" y un Estado paranoico, que se creían portadores de un designio
ineluctable del curso histórico.
Mientras el primero creía preservar, en la
avidez confabuladora de sus miembros, la conciencia emancipada de la sociedad,
y sus consignas profetizaban el advenimiento del nuevo mundo, el segundo
encarnaba la eficacia actuante de la revelación. El todo poderoso Estado, cuya
omnipresencia en todos los rincones de la sociedad sería la consumación de la
revolución salvadora, tenía en esos partidos a sus clérigos, encargados de
anunciar y conducir la nueva sociedad. La fe secularizada en el programa
dividió el mundo en fieles y pecadores, estos últimos susceptibles de conversión
a través del culto parroquial de la proclamada militancia.
Esta política ejercida como credo monástico
no podía menos que converger en la divinización de las jerarquías ventrílocuas que
se atribuían la palabra y el mandato de la gente, en este caso, del
proletariado y del pueblo. ¿Qué hay que dar pan a los hambrientos? ¿Qué hay que
dar agua a los sedientos? ¿Qué hay que curar a los enfermos? ¿Qué hay que dar
trabajo a los desocupados? ¿Qué hay que dar tierra a los desposeídos? ¿Qué hay
que liberar a los oprimidos? Por supuesto, responden. Y quién más propicio para
tan noble tarea que el supuesto "Estado socialista", que sabe lo que
la chusma de hambrientos inconscientes necesita.
Pero si hay que dar de comer, de beber, de trabajar, primero los apóstoles de esta empresa
han de tener los panes que se han de repartir y el vino que se ha de dividir.
El Estado nacional popular, "obrero" o como quiera llamársele, pero
Estado al fin, precisamente ha de ser la ocupación centralizada de las riquezas
en manos de una autotitulada vanguardia benevolente, que ha de dar a todos en
nombre de todos. Así, si antes era tras la nación que se agazapaba el pequeño
capital local, ahora es el fantasma de una revolución tras de la que se halla
emboscada otra angurria particular del burócrata convicto, que quiere encumbrar
su interés privado como interés colectivo.
¿Y es que acaso la estatalización de la producción,
de la riqueza, de la vida, que tanto añora el pensamiento izquierdizante trastoca
lo que nacionalistas, republicanos y realistas han implantado siglo tras siglo?
Para nada. Simplemente elevan a grado superior lo que sus antecesores han
inaugurado. El clásico mercado laboral del capitalismo de libre concurrencia,
en el Capitalismo de Estado Absoluto, impostoramente llamado
"socialismo" (por ejemplo, la ex Unión Soviética) es metamorfoseado
en sobreacumulación de obreros en oficios irrelevantes, que compiten entre sí
frente a los directores de empresa nombrados burocráticamente por el "partido";
la equivalencia de la fuerza de trabajo a un quantum de trabajo abstracto cosificado de la sociedad de mercado tiene en el
Estado Propietario a su difusor, que se yergue como equivalente general
simbólico de la abstracción de los distintos trabajos concretos. La tiranía
patronal en el proceso de trabajo de la "libre empresa", en el
capitalismo de Estado, es sustituida por el despotismo funcionario, que replica
las exigencias empresariales en el trabajador directo; la competencia entre las
empresas tiene en este supuesto "socialismo" la forma de competencia
de ramas de producción en la asignación de recursos materiales y humanos, mientras
que la propiedad estatal, en vez de hacer desaparecer los mandos jerárquicos y
el uso de las tecnologías como medios de explotación y descalificación de las
autonomías obreras en la producción, las intensifica y unifica como patrimonio
de los organismos burocráticos de la planificación.
La estatalización de la sociedad, en la que
un tipo de izquierda se ha regodeado durante el último siglo, en los hechos ha
reemplazado la valorización del valor en cuanto intención personal de
empresarios-propietarios por el mismo proyecto, pero ahora encauzada como
estrategia centralizada de jerarcas públicos. El mentado "socialismo"
al que convocaban, en realidad solamente encubría un capitalismo de Estado y un
correlato político que, precisamente, idolatraba al Estado y a cualquier
práctica que lo venerara. La política, desde entonces y hasta ahora, ha quedado
deformada como querella evangélica, en la que puñados de funcionarios se
disputan el derecho a los cargos públicos.
Tenemos así que, mientras para los
funcionarios en ejercicio hacer política es rotar en ministerios, ocupar
oficinas gubernamentales y hacerse elegir en las diputaciones; para los
protofuncionarios, que se llaman de izquierda mientras están en la sala de
espera, la política es la ocupación de direcciones sindicales, centros de
estudiantes y, si se puede, alguna concejalía o al menos una organización no
gubernamental (ONG) para desde ahí "lanzar línea".
La diferencia entre ellos es sólo de grado;
todos por igual exhiben inescrupulosamente una obsesión por la suplantación de la
plebe, por la representación perennizada, por la reificación de la jerarquía.
Aquí la política es el usufructo de la sumisión voluntaria de las personas
hacia las jerarquías institucionalizadas que acaparan el mandar, el decir
público, el gobernar. No es casualidad que esta mal llamada izquierda que rinde
culto al Estado haya propugnado obstinadamente la abstracción mercantil de los individuos
como modo de volverlos prisioneros de la representación general en el Estado o
desertificación del mundo indígena en cuanto portador de distintos modos de
unificación social.
Para que la cohesión de las personas se dé
por medio de la igualdad abstracta del ciudadano, el capital, con la
mercantilización mayoritaria de las actividades productivas e inventivas de la gente,
y el Estado, con el dísciplinamiento cívico, deben derogar la sustancia de
otros modos de identidad grupal reproductiva, fundadas en las facultades más
sensibles, míticas y comunitarias de las personas; sólo en ese momento, la
capitulación de las voluntades individuales en el abismo de una voluntad
general autonomizada adquirirá una realidad tecnológica autofundada. Precisamente,
la obtención de dicho objetivo ha sido el programa agrario, y desde hace poco
"étnico-cultural", del izquierdismo, ya sea en sus vertientes más
radicales o reformistas. La campesinización, obrerización y colectivización
ofertadas, no sólo reflejaron esa enfermiza propensión a convertir en ley
natural lo que en otras partes del mundo fue una excepcional contingencia
histórica, sino que, por sobre todo, testificaron una aversión inocultable
hacia unas extrañas racionalidades comunales que los desconocen a ellos como
regidores absolutos de los poderes públicos.
Con la excepción de José Carlos Mariátegui en
Perú, que vio a la comunidad como fuerza cooperativa, pero no como tecnología de
interunificación política a gran escala; de Jorge Ovando Sáenz, que imaginó en
la autonomía indígena una forma más expedita de la ciudadanización estatalizable,
mas no germen de unificación social al margen del Estado y el capital; y de René
Zavaleta, que dio cuenta de la constitución de una intersubjetividad
nacional indígena por fuera de la subsunción real, aunque de porvenir desdichado
frente a la expansión del régimen del valor-mercantil; el tenue pensamiento
socialista se presentó como la avanzada más compacta de la uniformización
indígena, si bien ya no sobre la base del molde mestizo-votante del
nacionalismo, sí del asalariamiento cuartelero que complementaba al primero.
La mirada condescendiente, que de rato en
rato el izquierdismo regalaba a los movimientos indígenas, nunca estuvo exenta del
afán clientelista copiado de los nacionalistas, además de estar marcada por un
gracioso paternalismo, similar al de los ejércitos bolivarianos en camino a las
ciudades liberadas: si ellos tuvieron a la indiada como quépiris[1] de sus alimentos y decoración paisajista
a la vereda de los caminos, el vanguardismo los requería para hacerse alzar en
hombros en su entrada triunfal al palacio quemado.
El gamonalismo de la izquierda no es pues un
adjetivo, sino un contenido implícito en ese afán irrefrenable por atribuirse
la tutoría de indios y obreros, de quienes siempre ha dudado que tengan
conciencia revolucionaria, así como sus antecesores españoles también dudaron
que los indios tuvieran alma. A pesar del tiempo, este prejuicio colonial no se
ha extinguido, ni en la resaca izquierdista después del derrumbe del Muro de
Berlín. Toda la charlatanería sobre los "pueblos originarios", con la
que quieren remozar las decadentes letanías estatalizantes, se rinde ante la exigencia imperativa de un
padrinazgo "boliviano" sobre las nacioncitas de segunda clase a quienes
se les regalarán dosificadamente autonomías controladas que no pondrán en
entredicho la "unidad nacional". La cultura y los nichos
"indígenas" son reconocidos en cuanto ese reconocimiento permite la
manipulación de símbolos susceptibles de encapsular votos electorales. En
definitiva, las variantes aún más indigenistas del socialismo de Estado pueden
ser vistas como racionalización de las estructuras políticas y mentales engendradas
por la colonización o, si se prefiere, como renovada neutralización de los
reclamos indígenas manifestados en las décadas recientes.
Fuente:
La
Potencia Plebeya
Álvaro
García Linera
Siglo
del Hombre Editores
CLACSO
Segunda
Edición 2009
Pág.
251 - 260
|
Fragmento extraído de la "Narrativa
colonial y narrativa comunal. Un acercamiento a la rebelión como reinvención
de la política'', de Álvaro García Linera, en Memoria de la XI Reunión Anual de Etnología, La Paz, Museo
Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF), 1998.
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