Fue Kant quien definió el
Estado como una unión de personas que se proponen vivir jurídicamente,
entendido esto como despliegue de la libertad bajo una ley y una coacción
universal.[2] Más allá de ver al
Estado como la idea del derecho en acto, lo que aquí nos interesa resaltar es
la concepción del Estado como el "yo común" del sistema de libertades
que posee una sociedad. Sin embargo, fue Marx quien nos llamó la atención sobre
el carácter ilusorio de esta comunidad.[3] No es que el Estado no
sea un resumen de la colectividad, sino que es una síntesis enajenada, pues
transfigura los conflictos internos de la sociedad bajo la apariencia de la
autonomía de las funciones estatales. De ahí que se pueda decir que el Estado
es una síntesis de la sociedad, pero una síntesis cualificada por la parte
dominante de esa sociedad.[4]
En los últimos años, la escuela derivacionista y
regulacionista[5] ha trabajado,
precisamente, los procesos sociales mediante los cuales las estructuras
estatales modernas, y sus ámbitos de autonomía política, responden a las
distintas maneras de configuración de los procesos productivos, a los modos de
gestión de la fuerza de trabajo, y a la propia articulación de las redes transnacionalizadas
de los circuitos del capital social planetario. Esto significa que, cuando
hablamos del Estado, estamos hablando de algo que es mucho más que un conjunto
de instituciones, normas o procedimientos políticos, pues en el fondo, el
Estado es una relación social conflictiva, que atraviesa el conjunto de toda la
sociedad, en los modos en que realiza la continuidad de su sistema de necesidades
(propiedad, impuestos, moneda, derechos laborales, créditos, etc.), y en el
modo en que representa la articulación entre sus facultades políticas y sus
actividades cotidianas.
Esta manera de ver al Estado como totalidad fue
sistematizada por Antonio Gramsci, quien propuso el concepto de Estado, en su
"sentido integral", como la suma de la sociedad política y la
sociedad civil, recogiendo, a su modo, el legado hegeliano de que la sociedad
civil es el momento constitutivo del Estado que, a su vez, mediante el
andamiaje de sus instituciones, sintetiza el ideal de eticidad de una
colectividad, esto es, las costumbres, valores y creencias que los miembros de
una sociedad comparten.[6]
La importancia de las creencias, como elemento
fundamental en la constitución del poder político, fue lo que llevó a Émile Durkheim
a ver al Estado como "el órgano mismo del pensamiento social y, sobre
todo, el órgano de la disciplina moral", lo que, sin embargo, no debe
hacernos olvidar el ámbito de la "violencia organizada" como núcleo
del poder estatal.[7] Coerción y creencia,
ritual, institución y relación, sociedad civil y sociedad política son por
tanto elementos constitutivos de la formación de los Estados. Max Weber
sintetizará esta composición del hecho estatal a través de la definición del
Estado como una organización política continua y obligatoria que mantiene el
monopolio del uso legítimo de la fuerza física.[8]
Esto significa que hay Estado, no sólo cuando en un
territorio unos funcionarios logran monopolizar el uso de la coerción física,
sino también cuando ese uso es legítimo, esto es, cuando la legalidad de tal
monopolio se asienta en la creencia social, lo que a su vez supone, según Pierre
Bourdieu, un monopolio paralelo, el de la violencia simbólica, que no es otra
cosa que la capacidad de imponer y consagrar, en las estructuras mentales de las
personas, sistemas cognitivos, principios de visión y división del mundo
considerados evidentes, válidos y legítimos por los miembros de una sociedad.[9]
Crisis
de estado
Ahora bien, como lo ha
mostrado Norbert Elias, estos monopolios que dan lugar a los Estados son
procesos históricos que necesitan reproducirse continuamente.[10] De tal manera que la estatalidad
de la sociedad no es un dato, un hecho fijo, sino un movimiento. Este monopolio
del "capital de fuerza física" y del "capital de
reconocimiento", que da lugar al Estado, genera a su vez otro capital, el "capital
estatal", que es un poder sobre las distintas especies de capital (económico,
cultural, social, simbólico), sobre su reproducción y sus tasas de
reconversión, por lo que el escenario de disputas y competencias sociales en el
Estado está constituido, en el fondo, por confrontaciones sociales por las características,
el control y direccionalidad de este capital estatal burocráticamente
administrado.
En síntesis, en términos analíticos es posible
distinguir en la organización del Estado al menos tres componentes estructurales
que regulan su funcionamiento, estabilidad y capacidad representativa. El
primero es el armazón de fuerzas sociales, tanto dominantes como dominadas, que definen las características
administrativas y la dirección general de las políticas públicas. Todo Estado
es una síntesis política de la sociedad, pero jerarquizada en coaliciones de
fuerzas que poseen una mayor capacidad de decisión (capital
estatal-burocrático), y otras fuerzas, compuestas por grupos que tienen menores
o escasas capacidades de influencia en la toma de decisiones de los grandes
asuntos comunes. En ese sentido, los distintos tipos o formas estatales
corresponden analíticamente a las distintas etapas históricas de regularidad
estructural de la correlación de fuerzas, que siempre son resultado y
cristalización temporal de un corto periodo de conflagración intensa, más o
menos violento, de fuerzas sociales que disputan la reconfiguración de las
posiciones y la toma de posición en el control del capital estatal.
En segundo lugar, está el sistema de instituciones, de normas y reglas de carácter público, mediante
las cuales todas las fuerzas sociales logran coexistir, jerárquicamente,
durante un periodo duradero de la vida política de un país. En el fondo, este
sistema normativo de incentivos, de señales, prohibiciones y garantías sociales,
que se objetiva por medio de instituciones, es una forma de materialización de
la correlación de fuerzas fundacional, que dio lugar a un tipo de régimen
estatal y que, a través de este marco institucional, se reproduce por medios
legales.
Como tercer componente de un régimen de Estado,
está el sistema de creencias movilizadoras. En términos estrictos, todo Estado, bajo cualquiera
de sus formas históricas, es una estructura de categorías de percepción y de
pensamientos comunes, capaces de conformar, entre sectores sociales gobernados y gobernantes, dominantes y dominados, un conformismo
social y moral sobre el sentido del mundo que se materializa mediante los
repertorios y ritualidades culturales del Estado.[11]
Cuando estos tres componentes de la vida política
de un país muestran vitalidad y un funcionamiento regular, hablamos de una
correspondencia óptima entre régimen estatal y sociedad. Cuando alguno o todos
estos factores se estancan, se diluyen o se quiebran de manera irremediable,
estamos ante una crisis de Estado, manifiesta en el divorcio
y antagonismo entre el mundo político, sus instituciones, y el flujo de
acciones de las organizaciones civiles. Esto es precisamente lo que viene
sucediendo en Bolivia desde hace tres años. Lo más llamativo de esta crisis estatal
es que, a diferencia de las que cíclicamente se repiten cada quince o veinte
años, la actual crisis de Estado presenta una doble dimensión. Parafraseando a
Braudel, podemos decir que hoy se manifiesta la crisis de una estructura
estatal de "larga duración" y otra de "corta duración". La
primera tiene que ver con un deterioro radical y un cuestionamiento de las
certidumbres societales, institucionales y cognitivas que atraviesan de manera
persistente los distintos ordenamientos estatales de la vida republicana, a las
que llamaremos estructuras de invariancia
estatal; mientras que la crisis de
"corta duración" hace referencia al modo "neoliberal" o
reciente de configuración del Estado, al que llamaremos estructuras estatales temporales que, pese a sus variadas formas históricas,
utilizan, moldean y dejan en píe sistemas de poder que dan lugar a las
estructuras invariantes. Veamos brevemente cómo se manifiesta esto.
1. La trama de las fuerzas sociales
Desde mediados de la década de los ochenta del
siglo anterior, la constitución del armazón de fuerzas colectivas que dieron
lugar
al llamado Estado "neoliberal-patrimonial" contemporáneo, en Bolivia tuvo como punto de partida la derrota política y cultural del sindicalismo obrero articulado en torno a la Central Obrera Boliviana (COB)[12], que representaba la vigencia de múltiples prerrogativas plebeyas en la administración del excedente social y en la gestión del capital estatal (ciudadanía sindical, co-gestión obrera, etc.). Sobre esta disgregación del sindicalismo adherido al Estado se consolidó un bloque social, compuesto por fracciones empresariales vinculadas al mercado mundial, partidos políticos, inversionistas extranjeros y organismos internacionales de regulación, que ocuparon el escenario dominante de la definición de las políticas públicas.
al llamado Estado "neoliberal-patrimonial" contemporáneo, en Bolivia tuvo como punto de partida la derrota política y cultural del sindicalismo obrero articulado en torno a la Central Obrera Boliviana (COB)[12], que representaba la vigencia de múltiples prerrogativas plebeyas en la administración del excedente social y en la gestión del capital estatal (ciudadanía sindical, co-gestión obrera, etc.). Sobre esta disgregación del sindicalismo adherido al Estado se consolidó un bloque social, compuesto por fracciones empresariales vinculadas al mercado mundial, partidos políticos, inversionistas extranjeros y organismos internacionales de regulación, que ocuparon el escenario dominante de la definición de las políticas públicas.
Durante quince años, la toma de decisiones en
gestión pública (reformas estructurales de primera y segunda generación, privatizaciones,
descentralización, apertura de fronteras, legislación
económica, reforma educativa, etc.) tuvo como único sujeto de decisión e iniciativa a estas fuerzas sociales, que reconfiguraron la organización económica y social del país bajo promesas de modernización y globalización.
económica, reforma educativa, etc.) tuvo como único sujeto de decisión e iniciativa a estas fuerzas sociales, que reconfiguraron la organización económica y social del país bajo promesas de modernización y globalización.
En la actualidad, esta composición de fuerzas se ha
agrietado de manera acelerada. Por una parte, la desorganización y despolitización
del tejido social, generadas por la inermidad de las clases subalternas y la
garantía de la aristocratización del poder estatal durante quince años, ha sido
revertida. Los bloqueos de abril-septiembre de 2000, julio de 2001 y junio de
2002 señalan una reconstitución regional de diversos movimientos sociales con capacidad
de imponer, sobre la base de la fuerza de su movilización, políticas públicas,
régimen de leyes y hasta modificaciones relevantes de la distribución del
excedente social. Leyes como la 2029 y el anteproyecto de Ley de Aguas, que
buscaban redefinir el uso y propiedad del recurso líquido, las adjudicaciones
de empresas estatales a manos privadas, la aplicación del impuesto al salario,
etc., han sido anuladas o bien modificadas extra-parlamentariamente por los
bloqueos de los movimientos sociales y los levantamientos populares. Decretos
presidenciales como el cierre del mercado de acopio de la coca o de
interdicción en los Yungas han tenido que ser abolidos por el mismo motivo,
mientras que artículos de las leyes financieras han sido cambiados en función
de las demandas corporativas o nacionales de grupos sociales organizados
(Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia [CSUTCB],[13] vendedores, jubilados, campesinos
cocaleros, cooperativistas mineros, policías, etc.), mostrando la emergencia de
bloques sociales compuestos que, al margen del parlamento, y ahora con apoyo en
él, tienen la fuerza suficiente para frenar la implementación de políticas
gubernamentales, para cambiar leyes y para imponer, por métodos no parlamentarios,
determinadas demandas y redistribuciones de los recursos públicos. Lo
importante de estas fuerzas emergentes es que, por las características de su
composición interna (plebeyas, indígenas) y de sus demandas aglutinadoras, son
bloques sociales anteriormente excluidos de la toma de decisiones, que al
tiempo que buscan autorrepresentarse, pretenden modificar sustancialmente las
relaciones económicas, por lo cual su reconocimiento como fuerza de acción
colectiva pasa obligatoriamente por una transformación radical de la coalición
social con capacidad de control del capital estatal y del uso de los bienes
públicos, esto es, de la forma estatal dominante en las últimas décadas, que se
sostuvo en estrategias de marginación e individuación de las clases
subalternas.
Pero además, y esto es lo más notable de los
actuales procesos de reconstitución de los movimientos sociales, las fuerzas de
acción colectiva más compactas, influyentes y dirigentes son indígenas,
entendido esto como una comunidad cultural diferenciada y un proyecto político.
A diferencia de lo que sucedió desde los años treinta del siglo XX, cuando los
movimientos sociales fueron articulados en torno al sindicalismo obrero,
portador de un ideario de mestizaje, y resultante de la modernización económica
de las elites empresariales, hoy los movimientos sociales con mayor poder de
interpelación al ordenamiento político son de base social india, emergentes de
las zonas agrarias, bloqueadas o marginadas de los procesos de modernización económica
impulsados desde el Estado.
Los aimaras del altiplano, los cocaleros de los
Yungas y el Chapare, los ayllus de Potosí y Sucre, y los indígenas del oriente han desplazado
en el protagonismo social a los sindicatos obreros y organizaciones populares
urbanas. Y, a pesar del carácter regional o local de sus acciones, comparten
una misma matriz identitaria indígena, que interpela el núcleo invariante del
Estado boliviano desde hace 178 años: su monoetnicidad. El Estado boliviano, en
cualquiera de sus formas históricas, se ha caracterizado por el desconocimiento
de los indios como sujetos colectivos con prerrogativas gubernamentales. Y el
hecho de que hoy aparezcan los indios, de manera autónoma y como principal
fuerza de presión demandante, pone en cuestión, precisamente, la cualidad
estatal, heredada de la colonia, de concentrar la definición y control del
capital estatal en bloques sociales culturalmente homogéneos y diferenciados de las distintas comunidades culturales indígenas que existieron antes de que hubiera Bolivia, y que, incluso ahora, siguen constituyendo la mayoría de la población.[14]
capital estatal en bloques sociales culturalmente homogéneos y diferenciados de las distintas comunidades culturales indígenas que existieron antes de que hubiera Bolivia, y que, incluso ahora, siguen constituyendo la mayoría de la población.[14]
Por otra parte, la propia alianza de las elites
económicas dominantes muestra claros signos de fatiga y conflicto interno,
debido al estrechamiento de los marcos de apropiación del excedente económico,
resultante de la crisis internacional y los límites financieros del Estado
liberal (privatización de empresas públicas, externalización del excedente,
erradicación de la hoja de coca, contracción de la masa tributaria por el
incremento de la precariedad). En un ambiente marcado por el pesimismo a largo plazo,
cada una de las fracciones del poder comienza a jalar para su lado,
enfrentándose a las demás (reducción de las ganancias transferidas al Estado
por las empresas capitalizadas, rechazo de las empresas petroleras y procesadoras
de carburantes a modificar los precios de compra del petróleo, renegociación
del precio
del gas vendido a Brasil, rechazo al pago de impuestos a la tierra, etc.), resquebrajándose así la unidad de destino compartido que había garantizado, en la última década, la formación de la coalición social en el monopolio del capital estatal.
del gas vendido a Brasil, rechazo al pago de impuestos a la tierra, etc.), resquebrajándose así la unidad de destino compartido que había garantizado, en la última década, la formación de la coalición social en el monopolio del capital estatal.
Pero además, en términos de los patrones de largo
aliento o de invariabilidad epocal de las estructuras sociales, un elemento que
está presente como telón de fondo de la crisis del bloque empresarial de poder
y de la propia insurgencia de los actuales movimientos sociales, surgidos de
los márgenes de la modernidad capitalista, es el carácter primario exportador[15] y de enclave de la economía
boliviana. El hecho de que la modernidad industrial se presente como pequeñas
islas en un mar de fondo de informalidad y economía campesina semimercantil, si
bien puede derribar los costos salariales, limita la formación de un mercado
interno capaz de diversificar la actividad empresarial de valor agregado, además
de convertir en endémica su vulnerabilidad a las fluctuaciones del precio
mundial de materias primas, secularmente con tendencia a la baja. En ese
sentido, se puede decir que la crisis estatal de "larga duración" es
el correlato político de una crisis económica igualmente de "larga
duración" de un patrón de acumulación primario exportador, incapaz de
retener productivamente los excedentes y, por tanto, sin posibilidades de
disponer internamente de volúmenes de riqueza necesarios para construir duraderos
procesos de cohesión social y adscripción estatal.
No debe olvidarse que las construcciones nacionales
modernas, como hechos de unificación cultural y política, se erigen sobre
procesos exitosos de retención y redistribución del excedente industrial-mercantil;
de ahí que las propuestas de autonomía departamental de los Comités Cívicos,
cíclicamente reivindicadas cada vez que hay una renta hidrocarburífera a disponer;
o de autogobierno indígena, con la que distintos grupos sociales regionales
cuestionan la configuración del bloque de poder estatal y el ordenamiento
institucional, develan a su modo las fallas de un orden económico de larga
data, que en lo últimos años sólo ha exacerbado sus componentes más elitistas,
monoproductivos y externalizables en el mercado mundial.
2.
RÉGIMEN
DE INSTITUCIONES POLÍTICAS
Durante los últimos
dieciocho años, junto con la división de poderes y la centralidad
parlamentaria, los partidos políticos han adquirido mayor importancia en la
organización de la institucionalidad gubernamental. Apoyados en el reconocimiento
otorgado autoritariamente por el Estado, pues por sí mismos nunca fueron relevantes,
los partidos han pretendido sustituir el antiguo régimen de mediación política
desempeñado por los sindicatos, que recogía la herencia colectivista de las
sociedades tradicionales con el moderno corporativismo del obrero de oficio de
gran empresa. Sistema de partidos, elecciones y democracia representativa son hoy
los mecanismos por medio de los cuales se ha definido prescriptivamente el
ejercicio de las facultades ciudadanas.
Sin embargo, está claro que los partidos no han
logrado convertirse en mecanismos de mediación política, esto es, en vehículos
de canalización de las demandas de la sociedad hacia el Estado. Las
investigaciones sobre el funcionamiento de los partidos, y las propias
denuncias de la opinión pública, muestran que ellos son, ante todo, redes
familiares y empresariales mediante las cuales se compite por el acceso a la
administración estatal, como si se tratara de un bien patrimonial, y en los que
los modos de vinculación con la masa votante están organizados básicamente en torno
a vínculos clientelistas y de prebendas.[16]
De esta manera, destruida la ciudadanía sindical
del Estado nacionalista, pero apenas asomada una nueva ciudadanía política moderna
de tipo partidario y electivo, la sociedad ha empezado a crear o a retomar
otras formas de mediación política, otras instituciones de ejercicio de representación,
organización y movilización política, al margen de los partidos. Éstos son los
nuevos, y viejos, movimientos sociales, con sus tecnologías de deliberación, del
asambleísmo, cabildeo y acción corporativa, y de ahí que se pueda afirmar que,
en términos de sistemas institucionales, hoy en Bolivia existen dos campos políticos.
En regiones como el Chapare, Yungas y Norte de Potosí, la institucionalidad de
comunidades se halla superpuesta no sólo a la organización partidaria, sino
también a la propia institucionalidad estatal, en la medida en que alcaldes,
corregidores y subprefectos están subordinados de facto a las federaciones
campesinas. En el caso del altiplano norte, varias subprefecturas y puestos
policiales provinciales han desaparecido en los últimos tres años, debido a las
movilizaciones; en capitales provinciales se han creado "policías
comunitarias", que resguardan el orden público en nombre de la
Federaciones Campesinas y, de manera recurrente, cada vez que hay un nuevo bloqueo,
cientos de comunidades altiplánicas erigen lo que ellas denominan el Gran
Cuartel Indígena de Q'alachaca, que es una especie de confederación
circunstancial de ayllus y comunidades en estado
de militarización.
Ciertamente, todo ello tiene que ver con lo que
alguna vez René Zavaleta denominó el "Estado aparente",
en el sentido en que por la diversidad societal o civilizatoria del país,
amplios territorios y numerosas poblaciones de lo que hoy denominamos Bolivia son
portadores de formas de producir que no han interiorizado, como hábito y
reforma técnica de los procesos laborales, la racionalidad capitalista, tienen
otra temporalidad de las cosas, poseen otros sistemas de autoridad y de lo
público, enarbolan fines y valores colectivos diferenciados a los que el Estado
oferta como concepción del mundo y destino.[17] Esto, que es una
constante de la historia de los distintos estados bolivianos, hoy atraviesa procesos
de autounificación institucional creciente, tanto coercitivos como simbólicos,
bajo la forma de nacionalismos e identidades étnicas, que están dando lugar a
una dualización de los sistemas políticos y principios de autoridad, en algunos
casos de manera permanente (territorios agrario-indígenas politizados) y en
otros, esporádicos (zonas urbanas de Cochabamba, La Paz y El Alto).
Resulta entonces que el Estado neoliberal ha
comenzado a tener frente a él órdenes institucionales fragmentados y regionales
que le arrebatan el principio de autoridad gubernativa y la lógica de acción
política; pero, simultáneamente, esta otra institucionalidad, en la medida en
que está anclada en los saberes colectivos de aquella parte del mundo indígena
ubicado al margen de la subsunción real o, si se prefiere, del capitalismo como
racionalidad técnica, es una institucionalidad basada en normas, procedimientos
y culturas políticas tradicionales, corporativas noliberales, que está poniendo
en entredicho la centenaria simulación histórica de una modernidad y
liberalidad política estatal de texto e institución, que ni siquiera es acatada
por las elites proponentes que, pese a
todo, no han abandonado jamás el viejo método de la política señorial y
patrimonial. La corrupción generalizada en el aparato de Estado, que hoy ha
llegado a afectar la propia legitimidad gubernamental, no es más que la
representación modernizada del antiguo hábito prebendal y patrimonial con el
que las elites en el poder asumen, entienden y producen la función estatal.
La cultura política liberal y las instituciones
liberales, que hoy en día son rebasadas por los movimientos sociales, y dejadas
de lado en el comportamiento real de las elites en el poder, son un sistema de
valores y procedimientos que presuponen la individuación de la sociedad, esto
es, la disolución de las fidelidades tradicionales, las relaciones señoriales y
los sistemas productivos no-industriales, cosa que en Bolivia apenas acontece,
en el mejor de los casos, con un tercio de la población. Sin embargo, pese a este
"abigarramiento" de una sociedad que, estructural y mayoritariamente,
no es industrial ni individuada, el Estado, en todas sus formas republicanas,
incluso la "neoliberal", en un tipo de esquizofrenia política, ha
construido regímenes normativos liberales, instituciones modernas que no
corresponden, sino como superposición hipostasiada, a la lógica real de la
dinámica social. De ahí que la institucionalidad generalizada de los
movimientos sociales indígenas y plebeyos, que privilegian la "acción
normativa" sobre la "acción comunicativa",[18] cuestiónela validez de
una institucionalidad estatal republicana que aparenta modernidad en una
sociedad que carece, e incluso está privada, de las bases estructurales y
materiales de esa modernidad imaginada.
Por último, otro momento paradigmático de este
eclipse institucional del Estado "neoliberal", y potencialmente
repetible a mayor escala, ha acontecido recientemente, cuando las instituciones
armadas del Estado, que son su núcleo sustancial y final, se han enfrentado en
las inmediaciones de la casa de gobierno. Con ello, no sólo se ha derrumbado la
estructura de mandos y fidelidades que da continuidad y verificabilidad al
espíritu de Estado, no sólo se ha disuelto el principio de cohesión y unicidad
estatal, que es algo como el instinto de preservación básico de cualquier Estado,
sino que además no se ha podido ejercer el mandato fiscal que, según Elias, es
el monopolio que sostiene el monopolio de la violencia, y ambos, al Estado.
3.
Matriz de creencias sociales movilizadoras
Por más de una década y
media, los "dispositivos de verdad", que articulaban expectativas,
certidumbres y adherencias prácticas de importantes sectores de la población,
fueron las ofertas de libre mercado, privatización, gobernabilidad y democracia
liberal representativa. Todas estas propuestas fueron ilusiones bien fundadas,
pues si bien en verdad nunca lograron materializarse de manera sustancial,
permitieron realinear el sentido de la acción y las creencias de una sociedad
que imaginó que, por medio de ello, y los sacrificios que requería, se iba a
lograr el bienestar, la modernidad y el reconocimiento social. Clases altas,
clases medias y subalternas urbanas, estas últimas vaciadas de las expectativas
y adherencias al Estado protector y al sindicato por centro de trabajo,
creyeron ver en esta oferta de modernización una nueva vía de estabilidad y
ascenso social, dando lugar así a un nuevo espacio de apetencias, grandezas y
competencias individuales consideradas como legítimas. Hoy, a quince años de
esta apuesta colectiva, y frente a una creciente brecha entre expectativas
imaginadas y realidades obtenidas, se ha generado una población defraudada y en
proceso de divorcio social con respecto a la emisión estatal, que está
empujando a un pesimismo social, en unos casos; en otros, a una atracción por
diferentes convicciones emitidas al margen del Estado, o que desconocen
abiertamente una buena parte del régimen de rutinas y rituales de la dominación
estatal.
La modernidad anunciada se ha traducido en el
regreso a formas de extracción de plusvalía absoluta, y a un incremento de la
informalidad laboral, del 55% al 68% en veinte años. La promesa de ascenso
social sólo ha producido una mayor concentración de la riqueza y una
reactualización de la discriminación étnica en los capitales legítimos para el
ascenso a los espacios de poder. La privatización, lejos de ampliar el mercado
interno, se ha convertido en la pérdida del mayor excedente económico de los
últimos cincuenta años (los hidrocarburos) y la extranjerización acelerada de
los débiles ahorros sociales.
El sistema de convicciones y esquemas mentales que
permitió que gobernantes y gobernados se articularan muestra hoy un acelerado
proceso de agotamiento, por la imposibilidad material de mostrarse verificable,
dando lugar nuevamente a un estado de disponibilidad cultural de la población
hacia nuevas fidelidades y creencias movilizadoras. De hecho, nuevos discursos,
que han contribuido a la erosión de las certidumbres estatales, hoy comienzan a
hallar receptividad en amplios grupos sociales, que empiezan a utilizar esas
propuestas como ideas-fuerza, esto es, como creencias en torno a las cuales
están dispuestos a entregar tiempo, esfuerzo y trabajo para su materialización
y que, como en zonas del altiplano aimara, comienzan a promover modos de
escenificación y ritualización alternativos de poder y mando (sustitución de
banderas bolivianas por wiphalas[19] indígenas, el chicote y
bastón de mando en vez del escudo como símbolos de poder, etcétera).
Entre las nuevas ideas-fuerza con carácter
expansivo, que comienzan a aglutinar a sectores sociales, está la
reivindicación nacional-étnica del mundo indígena, que ha permitido el avance de
un tipo de nacionalismo indígena en el sector aimara del altiplano, y la
constitución de una izquierda electoralmente exitosa a la cabeza de caudillos
indios en las pasadas elecciones generales. Otras propuestas, como la
recuperación estatal de los recursos públicos privatizados, y la ampliación de
la participación social y la democracia a través del reconocimiento de
prácticas políticas no liberales de corte corporativo, asamblearios y
tradicionales (comunidad indígena, sindicato, etc.), son convicciones que están
desplazando las fidelidades liberales y privatizadoras emitidas
por el Estado.
por el Estado.
Se puede decir que el Estado ha perdido el monopolio
del capital de reconocimiento y hoy, al menos por un tiempo, estamos atravesando
un periodo de transición de las estructuras cognitivas con efecto de adherencia
y movilización de masa. Lo notable de esta mutación cognitiva es que una parte
de las nuevas creencias articuladoras de las convicciones sociales, a la vez
que se enfrentan con los discursos de modernidad neoliberal, afectan también las
certidumbres últimas y primarias del ideario republicano del Estado, como la
creencia de una desigualdad sustancial entre indígenas y mestizos, o el
convencimiento de que los indios no están capacitados para gobernar el país. El
que los indios, acostumbrados a entregar su voto a los mistis (mestizos), en 2002 hayan votado ampliamente por
indios, que los líderes sociales sean indígenas o que las nuevas izquierdas
estén acaudilladas ahora por indios, habla ciertamente de un cataclismo de las
estructuras simbólicas de una sociedad profundamente colonial y racializada en
su manera de significar y ordenar mentalmente el mundo.
En conjunto, está claro que en Bolivia los tres
pilares de la estructura estatal "neoliberal", y en general estatal
republicana, muestran un deterioro creciente, y es esta sobreposición de crisis
estatales lo que ayuda a explicar la radicalidad de la conflictividad política,
pero también su complejidad y su irresolución, en términos de construcción de
hegemonía urbana, por parte de las fuerzas sociales indígenas, en la medida en
que es allí donde lo indígena encuentra mayores espacios de hibridismo o
disolución frente a la constitución, no exenta de ambigüedades y contramarchas,
de una identidad cultural mestiza, tanto de elite como popular.
Con todo, es sabido que las crisis estatales no
pueden durar mucho, porque no hay sociedad que soporte largos periodos de incertidumbre
y vacío de articulación política. Más temprano que tarde, habrá una
recomposición duradera de fuerzas, creencias e instituciones, que abrirán un nuevo
periodo de estabilidad estatal. La pregunta que queda pendiente es si esta
mutación estatal vendrá por un incremento del autoritarismo de las fracciones
en el poder, con lo que entraríamos a algo así como un "Estado neoliberal
autoritario" como nueva fase estatal, que tal vez podría sobreponerse a la
crisis de "corta duración", pero no así a la de "larga
duración", con lo que los problemas volverían a manifestarse en un tiempo
breve; o si, por el contrario, habrá una apertura de nuevos espacios de
ejercicio de derechos democráticos (Estado multicultural, institucionalidad
combinada entre liberalismo y comunitarismo indígena) y redistribución
económica (papel productivo del Estado, autogestión, etc.), capaces de
afrontar, mediante la ampliación de los sujetos y la institucionalidad estatal,
las dos dimensiones de la crisis. En este último caso, los hechos políticos
parecen haberse engarzado de tal manera, que una resolución democrática de la
crisis estatal neoliberal pasa inevitablemente por una simultánea resolución
multicultural de la crisis de la colonialidad del Estado republicano.
Los clivajes étnico-clasistas de la crisis estatal
Fue Zavaleta quien afirmó
que las hegemonías también se cansan, que es lo mismo que decir que hay
momentos en que el Estado deja de ser irresistible, y que la masa se separa de
los marcos cognitivos que la llevaron a desear su realidad, tal como las
elites de poder organizaban la subalternidad de la
plebe, abriendo así un periodo de crisis de Estado, pues no hay Estado que se precie
de tal, que no garantice su perdurabilidad, basada en la concordancia moral
entre las estrategias de reproducción de las elites gobernantes y las
apetencias y tolerancias de los subalternos. Esto significa que el Estado es,
ante todo, una maquinaria de producción de ideología, de esquemas simbólicos de
legitimación de los monopolios del poder. La coerción detentada por el Estado
es, por tanto, sólo la ultima
ratio de todo poder político pero, aun para serlo, debe
sostenerse en la legitimidad y unicidad de su propia fuerza, cosa que
precisamente se quebró en febrero de 2003, cuando policías y militares se
mataban en los alrededores de la plaza Murillo, a raíz de un motín policial que
rechazaba el incremento de impuestos a los asalariados.
Sin embargo, la sublevación de octubre de 2003 ha
sido la expresión máxima de la disidencia de la plebe respecto al Estado "neoliberal-patrimonial"
y, por tanto, del agotamiento de esta forma estatal, al menos con las
características con las que la conocimos hasta ahora. Si toda crisis estatal
por lo general recorre cuatro etapas (manifestación de la crisis, transición o
caos sistémico, surgimiento conflictivo de un nuevo principio de orden estatal,
consolidación del Estado), octubre —con sus cientos de miles de indios y plebe
urbana sublevados en las ciudades de La Paz y El Alto, que culminó con la huida
del presidente de la república Gonzalo Sánchez de Lozada— ha marcado
ineludiblemente el ingreso a la etapa de la transición.
La sucesión constitucional, más que un apego al
parlamentarismo, fue el apego popular al viejo prejuicio de la personalización del
poder, que consuetudinariamente hace creer a las plebes insurrectas que el
cambio de personas es ya un cambio del régimen del poder; pero también hubo una
especie de lucidez histórica respecto a las consecuencias posteriores que
supondría, en la actual correlación de fuerzas, el cierre de la
institucionalidad liberal.
Con todo, si algo supo la gente sublevada en octubre
fue su disidencia irreversible del sistema de creencias hegemónicas del Estado
neoliberal. Sin embargo, así como no hay dominación estatal legítima sin el
consenso de los dominados (lo que en Bolivia se viene erosionando desde los
bloqueos de 2000), tampoco hay disidencia exitosa sin la capacidad de postular
un orden estatal alterno, que es precisamente lo que los insurrectos
experimentaron detrás de cada barricada, que fue capaz de paralizar al Estado, pero
sin ser ellas mismas un proyecto de poder alterno y legítimo: De ahí esta
tregua ambigua y confusa, en la que un comunicador ilustrado de las viejas
elites canaliza el programa mínimo de los sublevados (renuncia de Sánchez de
Lozada, Asamblea Constituyente, nueva ley de hidrocarburos), a la vez que deja
en pie toda la maquinaria gubernamental de la reforma neoliberal (capitalización,
superintendencia, flexibilización laboral).
Época revolucionaria
Fue Marx quien propuso el
concepto de "época revolucionaria"[20] para entender los extraordinarios periodos
históricos de vertiginosos cambios políticos, de abruptas modificaciones de las
posiciones y del poder de las fuerzas sociales, de reiteradas crisis estatales,
de recomposición de las clases, de las identidades colectivas, de sus alianzas
y de sus fuerzas políticas promovidas por las reiteradas oleadas de sublevación
social; por flujos y reflujos de insurgencias sociales, separadas por periodos
de relativa estabilidad, pero que a cada paso cuestionan u obligan a modificar,
parcial ó totalmente, la estructura general de la dominación política.
Una época revolucionaria se caracteriza por ser un periodo relativamente
largo, de varios meses o años, de intensa actividad política en la que: a)
sectores, bloques o clases sociales, anteriormente apáticos o tolerantes con
los gobernantes, se lanzan a desafiar a la autoridad abiertamente y a reclamar
derechos o peticiones colectivas, mediante acciones de movilización directa (Coordinadora
del Agua y el Gas, CSUTCB, indígenas, vecinos, cocaleros, regantes, etc.); b)
una parte, o la totalidad, de estos sectores movilizados se plantean
activamente la necesidad de hacerse con el poder del Estado (Movimiento al
Socialismo (MAS)[21], CSUTCB,
COB); c) surge un apoyo y adhesión a esas propuestas por parte
de sectores importantes de la ciudadanía (cientos de miles de movilizados en la
guerra del agua, en contra del impuestazo, en la guerra del gas, en las
elecciones apoyando candidaturas indias), con lo que la separación entre
gobernantes, que toman decisiones, y gobernados, que acatan esas decisiones,
comienza a disolverse, por la creciente participación de la masa en asuntos políticos;
y d) incapacidad por parte de los gobernantes de neutralizar esas aspiraciones
políticas, con la consiguiente polarización del país en varias "soberanías
múltiples",[22] que fragmentan la sociedad
(el famoso principio de "autoridad" extraviado, hasta hoy, en abril
de 2000).
En las épocas
revolucionarias, la sociedades se fragmentan en coaliciones de
bloques sociales poseedores de propuestas, discursos, liderazgos y programas de
poder político antagónicos e incompatibles entre sí, dando lugar a "ciclos
de protesta"[23] u oleadas de
movilizaciones, seguidas de repliegues y momentos de retroceso y estabilidad,
en las que los movilizados muestran la debilidad de los gobernantes (de Hugo
Banzer, en abril, octubre de 2000 y junio de 2001; de Jorge Quiroga en enero de
2002; de Gonzalo Sánchez de Lozada, en febrero y octubre de 2003), incitan o
"contagian"[24] a otros sectores a
utilizarla movilización como mecanismo exitoso de demanda (maestros, jubilados,
sin tierra, "generación sandwich", universidades), y afectan los
intereses de determinados sectores del bloque gobernante, con el consiguiente
desequilibrio de la estructura de poder, lo que dará lugar a acciones de
respuesta de los afectados (la llamada "media luna"
empresarial-cívico-política del oriente del país), y luego, entonces, a otra
oleada de movilización, generando así un proceso de inestabilidad y turbulencia
política que se alimenta de sí misma.
No toda época
revolucionaria culmina con una revolución, entendida ésta como un
cambio por la fuerza del poder del Estado, que tendría que venir precedida, entonces,
de una situación revolucionaria o insurreccional. Hay épocas revolucionarias que también pueden dar
lugar a una restauración por la fuerza política del viejo régimen (golpe de
Estado), o a una modificación negociada y pacífica del régimen político,
mediante la incorporación parcial (reformismo moderado) o sustancial
(reformismo radical) de los insurgentes y sus propuestas de cambio en el bloque
de poder.
Una época
revolucionaria es precisamente lo que caracteriza la actual
situación política en Bolivia. Desde el año 2000, hay una creciente
incorporación de sectores sociales en la deliberación y decisión política
(agua, tierra, gas, Constituyente), mediante sus organizaciones de base
sindical, comunal, vecinal o gremial; hay un continuo debilitamiento de la
autoridad gubernamental y fragmentación de la soberanía estatal y, por
supuesto, hay una ascendente polarización del país en dos bloques sociales
portadores de proyectos de economía y Estado radicalmente distintos y
enfrentados.
En uno de los polos políticos se encuentra el núcleo
fundamental de la fuerza de acción colectiva con efecto estatal, y los que poseen
claramente un proyecto de país diferenciado de todo lo que hasta ahora existe,
y es el movimiento indígena, en su vertiente rural-campesina y obrero-urbana,
con lo que el componente étnico-nacional, regional y de clase está claramente
delimitado. En conjunto, este polo tiene una propuesta de economía centrada en
el mercado interno, tomando como eje la comunidad campesina, la actividad
artesanal, familiar y microempresarial urbana, en un papel revitalizado del
Estado como productor e industrializador, y en un protagonismo de los indígenas
en la conducción del nuevo Estado.
Por su parte, en el otro polo ordenador del campo
político, se encuentra el sector que posee una clara imagen de lo que debe ser el
país en términos de vinculación a los mercados externos, del papel de la
inversión extranjera, de subordinación del Estado a los negocios privados y de
preservación, o restauración, del viejo orden que los ha encumbrado (igualmente
su viabilidad es tema de otro debate), y es el empresariado agro-exportador,
financiero y de las petroleras, que posee el papel más dinámico, modernizador y
ascendente de la actividad económica nacional. Pero, a la vez, se trata de
sectores que, al tiempo que han creado un discurso abiertamente racializado,
están anclados en la zona oriental y sur-oriental del país, lugares que
precisamente no alcanzan la irradiación organizativa del polo de los
movimientos sociales, a pesar de la existencia de ciertas estructuras de acción
colectiva.
Esto significa que la polaridad política tiene tres
componentes simultáneos que le dan cuerpo: tiene una base étnico-cultural (indígenas/
q'aras-gringos), una base clasista (trabajadores/empresarios), y
regional (occidente/media luna). En el caso del polo de "izquierdas",
la identidad movilizadora es predominantemente étnico-cultural (lo
nacional-indígena), en torno a lo cual la identidad propiamente obrera o bien
queda disuelta (en un tipo novedoso de obrerismo indígena), o bien complementa
secundariamente su liderazgo (COB, fabriles, Cooperativistas). En el caso de la
polaridad de "derechas", la identidad movilizadora y discursiva es de
corte regional, de ahí la importancia de los comités cívicos en la articulación
de estas fuerzas conservadoras.
Esto está llevando a una disociación entre poderío
económico en "Oriente", y poderío político de los movimientos
sociales en "Occidente" y, con ello, a una apertura de las tijeras de
la estabilidad, pues los componentes del poder se hallan repartidos en dos
zonas distintas, en dos regiones distintas, sin posibilidad inmediata de que
una logre derrotar o desplazar a la otra de la posición que ocupa. El poder
económico ascendente, pese a sus problemas, se ha desplazado de occidente a
oriente (inversión extranjera en hidrocarburos, servicios, agroindustria), pero
el poder sociopolitíco de movilización se ha reforzado en occidente, dando
lugar a una nueva incertidumbre geográfica del poder estatal en los siguientes
años. Lo interesante de esto, que podríamos llamar la paradoja de octubre, es que esta separación
regional simultáneamente expresa una separación y una confrontación étnicas y
de clases nítidamente diferenciadas: empresarios en oriente (Departamento de
Santa Cruz, Beni, Tarija) con poder económico, e indígenas y sectores plebeyos
de occidente (La Paz, Cochabamba, Potosí, Oruro) con poder político, ambos acechando
a un Estado, a una burocracia y a una correlación de fuerzas políticas
gubernamentales, que territorial, social y culturalmente no expresan de manera
óptima la nueva configuración económica, geográfica, clasista y política de la
sociedad boliviana. Ciertamente hay empresarios, indígenas, mestizos, obreros y
campesinos en todo el territorio del país, pero los discursos y las identidades
ascendentes y articuladoras de la región tienen estas calidades diferenciadas
por procedencia de clase, adscripción étnica y enraizamiento territorial.
En conjunto, el mapa de la correlación de fuerzas
sociopolíticas del país muestra un campo político polarizado en extremo, con
tendencias hacia salidas de fuerza, tanto golpistas (Movimiento Nacionalista
Revolucionario (MNR)[25] como insurreccionales (CSUTCB y COB), y hacia salidas electorales, tanto restauradoras del
viejo régimen (Acción Democrática Nacionalista (adn)),[26] como de transformación
progresiva del mismo (mas). En cualquiera de los casos, ninguna de las fuerzas y
tendencias de los polos extremos, o de las salidas moderadas, ha logrado
articular a un bloque mayoritario al resto de los componentes, y mucho menos de
otros segmentos ciudadanos, que si bien no aparecen como fuerzas organizadas y
visibles, son indispensables para producir liderazgo social con capacidad de
impacto y poder estatal duradero. Desde el punto de
vista de los movimientos sociales y de sus perspectivas de transformación indígena-plebeya de las estructuras de poder, está claro que
ellos están impulsando dos alternativas: un camino de cambios graduales,
institucionales por vía electoral, a la cabeza de una candidatura de Evo
Morales, y una vía insurreccional de retransformación revolucionaria del Estado.
En el primer caso, se requeriría articular en
torno a Morales, y con un consenso amplio y negociado con los otros líderes y movimientos
sociales, sin cuyo apoyo el triunfo de Morales sería imposible, un bloque
social electoral, tanto para las elecciones municipales, como para la
Constituyente y para las generales, adelantadas o en 2007, de la totalidad de
estos movimientos con fuerza política real, a fin de generar un polo popular e indígena
suficientemente fuerte, compacto, unificado, que haga creíble ante el
electorado un gobierno con capacidad de mando, con amplio respaldo social y con
propuestas de cambio lo suficientemente consistentes como para atraer a
aquellos segmentos urbanos, de clase media, populares ascendentes, e incluso
empresariales vinculados al mercado interno, que por hoy son reacios a aceptar una
salida gubernamental de corte indígena y que, de hecho, de no contar con su
apoyo, tornaría inviable un triunfo electoral y la gobernabilidad de un
candidato indígena.
Sin embargo, en cualquiera de ambas vías, que
no necesariamente son antagónicas sino que pueden resultar complementarias, el
polo indígena-plebeyo debe consolidar una capacidad hegemónica (Gramsci),
entendida ésta como liderazgo intelectual y moral sobre las mayorías sociales
del país. No habrá triunfo electoral o insurrección victoriosa sin un amplio y
paciente trabajo de unificación de los movimientos sociales, y una irradiación práctica,
ideológica, que materialice un liderazgo político, moral, cultural,
organizativo del polo indígena-popular sobre la mayoría de las capas populares
y medias de la sociedad boliviana.
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 264 – 269
|
Texto extraído de Álvaro García Linera, "Crisis del Estado y
sublevaciones indígena-plebeyas en Bolivia", en Álvaro García Linera,
Luis Tapia y Raúl Prada, Memorias de octubre, La Paz, Comuna y Muela
del Diablo, 2004
|
[1] Texto extraído de Álvaro García Linera,
"Crisis del Estado y sublevaciones indígena-plebeyas en Bolivia", en
Álvaro García Linera, Luis Tapia y Raúl Prada, Memorias de octubre, La
Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2004
[3] Karl Marx, "De la crítica de la filosofía
del derecho de Hegel", en Obras fundamentales, México, Fondo de
Cultura Económica, 1981.
[5] Robert Boyer y Yves Saillard (dir.), Théorie
de la régulation. L'état des savoirs, Paris, La Découverte, 1990
[6] Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre
política y sobre el estado moderno, México Juan Pablos, 1975; Georg W. F.
Hegel, Fundamentos de la filosofía del derecho, Buenos Aires, Siglo
Veinte, 1975
[11] Gilbert Joseph y Daniel Nugent (comps.), Aspectos
cotidianos de la formación del Estado, México, Era, 2002
[12] Organización de obreros de gran empresa de
distintos ramos productivos, que durante décadas logró articular un amplio
frente de clases trabajadoras de la ciudad y el campo. Después de los procesos
de flexibilización laboral, cierre de empresas y privatización, implementados
desde 1985, su base social de movilización se redujo a profesores,
trabajadores de hospitales públicos, estudiantes universitarios y algunos
gremios urbanos.
[13] Organización de comunidades indígenas y
campesinas fundada en 1979. Partiendo de unas "células de base", las
comunidades indígenas, tiene niveles de articulación a nivel local, regional y
nacional, con una gran capacidad de movilización, especialmente en las zonas
de valles y altiplano, donde existe una centenaria tradición organizativa
indígena. Portador de un discurso de reivindicación nacional indígena, su
actual dirigente máximo, Felipe Quispe, propugna la indianización de la
sociedad boliviana y la necesidad de un gobierno dirigido por indígenas.
[14] Instituto Nacional de Estadística (INE), Censo
Nacional de Población y Vivienda 2001, La Paz, INE, 2002
[15] José Valenzuela, ¿Qué es un patrón de
acumulación?, México, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), 1990.
[16] Patricia Chávez. "Los límites
estructurales de los partidos de poder como estructuras de mediación
democrática: Acción Democrática Nacionalista", Tesis de Licenciatura,
Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), Carrera de Sociología, 2000
[17] Luis Tapia, La condición multisocietal, La Paz, Postgrado en Ciencias del Desarrollo (CIDES),
UMSA y Muela del Diablo, 2002
[19] Banderas indígenas con 49 cuadrados de colores, aunque no es precisa la
fecha de su creación, su uso política remite a los años setenta del siglo XX (N. del E.).
[21] Organización política liderada por el dirigente indígena-campesino Evo Morales.
Más que un partido, en sentido estricto es una coalición electoral de múltiples
movimientos sociales urbano-rurales que, con base en la decisión de asambleas
de comunidades y sindicatos, pudo introducir un elevado número de diputados en
el parlamento, convirtiéndose en la segunda fuerza electoral del país desde
julio de 2002.
[23] Sidney Tarrow, El poder en movimiento. Los movimientos sociales,
la acción colectiva y la política, Madrid, Alianza
Universidad, 1997.
[24] Anthony Oberschall, Social
Movements: Ideologies, interests and identities, New
Brunswick, Transacción, 1993
[25] Partido político que promovió la revolución de 1952 y que en los años
ochenta fomentó las reformas liberales guiadas por el llamado Consenso de
Washington.
[26] Partido fundado, en el momento de su caída, por el dictador Hugo
Banzer, y que lo llevó a participar exitosamente en las sucesivas elecciones y
acceder a la presidencia de la república en el periodo 1997-2002.
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