Guillermo Almeyra
En un mundo como el actual, tan
interrelacionado, tan sometido a la dictadura del capital financiero
internacional y dependiente del cambio climático y de la catástrofe ecológica
engendrada por el capitalismo, el provincialismo y la creencia primitiva de que
el país es una entidad aislada, como si estuviéramos en el siglo XIX, es una
grave señal de autismo político. Por el contrario, es de sabios ver lo que sucede
en otros países similares y aprender de la experiencia ajena.
Quienes desean un gobierno democrático y
antioligárquico que sea capaz de introducir reformas de fondo favorables a la
independencia nacional y a los más pobres, no pueden ignorar lo que está
pasando en Argentina y Brasil ni aparecer indiferentes ante los esfuerzos de la
oligarquía venezolana y de Estados Unidos contra el gobierno constitucional de
Nicolás Maduro.
Tampoco pueden permanecer impasibles ante el hecho
de que en las elecciones estadunidenses el establishment de ese país decidirá
con qué salsa se comerá a México y al resto del mundo, e ignorar, por lo tanto,
el deber elemental de ayudar a los latinos y a los trabajadores en Estados
Unidos a construir una alternativa, un partido progresista, capaz de frenar los
planes funestos de Donald Trump o de Hillary Clinton, ambos igualmente funestos
en distinto modo y diferentes plazos.
La terrible saña de la oligarquía contra los
líderes de los gobiernos que ésta considera populistas tiene como base un gran
temor y odio de clase a los trabajadores que esos dirigentes podrían movilizar.
Pero, en los países donde los que dominan mantienen desde la Colonia una visión
del mundo anclada en la Reconquista española, a ese odio de clase se agrega la aversión
racista a los negros, los nacos, los igualados que quieren ser reconocidos como
ciudadanos.
Dado que la inmensa mayoría de los trabajadores,
desde tiempos coloniales, eran indígenas o negros esclavos, el odio y el
desprecio de clase se fusionaron en esos oligarcas con un racismo similar al de
los israelíes o los blancos sudafricanos frente a los negros, mulatos y
mestizos. En algunos países ese racismo clasista se volcó también contra los
inmigrantes, como lo revela en Argentina el cuento de Borges y Bioy Casares Los
Monstruos (que eran descendientes de árabes, judíos o italianos, acusados de
ruidosos, sucios, malolientes).
La oligarquía argentina aceptó a Juan Domingo Perón
mientras era sólo un coronel ligado al sector más fundamentalista y medieval de
la Iglesia católica. Pero cuando empezó a hacer concesiones a los obreros, ese
sector comenzó a combatirlo y descubrió entonces que era hijo natural y que
vivía sin casarse con una actriz joven, también hija natural y de pasado
sentimental muy tumultuoso.
Perón defendía al capitalismo, pero el odio
clasista a ese parvenu, ese advenedizo que les abría el camino a los
negros, a los grasas, se unió a un odio tan feroz que llevó incluso a la
profanación de los cadáveres de Domingo y Eva Perón. La misma discriminación
racista y el mismo temor clasista recayeron sobre Cristina Fernández, aunque
hizo una política muy favorable a los grandes empresarios y defendió
explícitamente el capitalismo, cuando esa gente decía que era la hija de un
pesero gallego de provincia enriquecida y, por eso, siendo incluso presidente,
la llamaban yegua y ladrona, y hoy enfrenta un granizada de procesos
judiciales, la gran mayoría carentes de cualquier prueba, para encarcelarla
antes de que el año próximo pueda ser elegida senadora y adquirir inmunidad.
En Brasil el odio contra el ex presidente Lula
tiene las mismas características: el sapo barbudo, como lo llamaba la prensa,
es un inmigrante nordestino, obrero y sindicalista, podría ser el próximo
presidente y tiene apoyo en los sindicatos y en los más pobres, negros o
nordestinos. Por eso hacen de todo para meterlo preso. Tal como hicieron de
todo contra Dilma Rousseff, que fue depuesta sin base jurídica alguna y sin
haber cometido ningún delito porque, para la oligarquía, y a pesar de su
política derechista tan favorable a las transnacionales, era un sapo de otro
pozo, una advenediza, y su partido podría llegar a movilizar a los
trabajadores.
López Obrador se equivoca gravemente cuando piensa
que puede dar garantías de moderación política y de su defensa del marco
capitalista a una oligarquía feroz, clasista y racista, defendiendo incluso a
Peña Nieto. Pretende aparecer defendiendo el gobierno –que el pueblo condena–
para reducir los ataques de la oligarquía, para colmo con el argumento de que
el sucesor de Peña podría ser peor, similar al de quienes decían Echeverría o
el fascismo, o al de los comunistas argentinos que defendían al dictador Videla
para evitar otro peor. También se engaña si cree que su silencio sobre Cuba,
Venezuela, las luchas en Sudamérica o los legítimos reclamos de los inmigrantes
en Estados Unidos bastan para tranquilizar al imperialismo. Ni vestido de cura
la oligarquía y el imperialismo creerán a un outsider que califican de “naco apoyado por otros millones de nacos”, que además hace
tímidas objeciones a su política y para presionar llama a manifestaciones
masivas (a las que después desconvoca antes de que la cosa pase a mayores).
La política de ajuste salvaje, de reducción de los
salarios reales y de restricción de los derechos democráticos y sociales, tanto
en México como en Sudamérica, es la única política del capital en esta fase de
crisis, y México está en este mundo, no aislado de él. La única política eficaz
y digna es la que se basa en la lucha antioligárquica, antiimperialista,
antirracista, anticapitalista. López Obrador, en vez de mandar mensajes a la
oligarquía y a Washington, debería viajar a Estados Unidos para unir y
organizar a los inmigrantes, sus aliados, muchos de los cuales podrían votar en
las elecciones presidenciales de 2018.
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