28/10/2016
Una de las infelices novedades de la época actual
ha sido la emergencia de un nuevo tipo de golpe de Estado, claramente
diferenciado de los que sufrieran durante gran parte del siglo veinte los
países de América Latina y el Caribe. En el pasado, cuando había un golpe
de Estado se hablaba, con razón, de un “golpe militar”. Toda la
voluminosa literatura de la ciencia política y la sociología entre los años
cincuenta y setenta del siglo pasado está inundada de títulos de libros y
artículos que llevan ese nombre: “golpe militar”. Ya no más.
¿Significa esto que los golpes de estado han
desaparecido de la escena latinoamericana, enterrados para siempre gracias a la
vitalidad y/o consolidación de sus regímenes democráticos? La respuesta
es no; que lo que ha habido es una metamorfosis de los golpes de Estado en
línea con las transformaciones que tuvieron lugar en la anatomía del poder
social. Los intelectuales del imperio hablan ahora del “poder blando” (“soft
power”) y afirman que es más efectivo que su predecesor, basado más en la
fuerza que en la manipulación de las conciencias. En paralelo con esta
transformación, el golpe de Estado también experimentó una mutación y las
roídas bayonetas de los militares fueron sustituidas por el mortífero “ménage
à trois” del terrorismo mediático, el expediente judicial y el informe
parlamentario. Todo esto en el marco de un acentuado proceso de
involución política que ha convertido, en grados variables en los capitalismos
avanzados tanto como en las turbulentas periferias del sistema, a las
democracias burguesas en sórdidas plutocracias. Pugna presidencial entre
millonarios en Estados Unidos, desde hace años; Silvio Berlusconi como el zar
de los medios que se devora a la política italiana; o el “rey del chocolate”
Petro Poroshenko en Ucrania; Sebastián Piñera en Chile y Mauricio Macri en la
Argentina son pruebas vivientes de esta deplorable involución.
Ahora bien, cuáles son las razones de la
degradación de la vida democrática. Refiriéndonos por ahora al caso de
los países de América Latina diremos, en primer lugar, que la causa endógena
profunda de la inestabilidad política en nuestros países ha sido la obstinación
de las clases dominantes y sus aliados en desconocer que la democracia es algo
que va mucho más allá de la fijación de un conjunto de reglas del juego que
determinan como se accede a posiciones de poder. Una democracia digna de
ese nombre tiene que ser un eficaz instrumento para la construcción de una
sociedad justa y, a la vez, una expresión de los avances logrados hacia la
justicia social. Tal como ha sido señalado por numerosos autores
inscriptos en la tradición socialista, existe una irreconciliable contradicción
entre capitalismo y democracia.[1]
El primero es por definición una estructura económica y social
genéticamente anti-democrática toda vez que se constituye a partir de la
escisión estructural entre propietarios y no propietarios de los medios de
producción, condenando a los segundos a depender, para asegurar su
sobrevivencia, de que los primeros consideren rentable contratar su fuerza de
trabajo. El resultado es una sociedad profundamente desigual, que sólo
admite —y esto luego de largas y enconadas luchas— algunas enmiendas marginales
a su injusticia original. La democracia, en cambio es un régimen político
y social basado en la igualdad; no sólo en la formal, que es importante, sino
en la sustantiva, en la que hace a las condiciones de vida de la población.
Esto es así, no sólo para la tradición marxista, sino para el liberalismo
conservador y aristocrático de un Alexis de Tocqueville: tanto para el marxismo
como para la concepción tocquevilliana la democracia es la expresión política
de una sociedad de iguales —o al menos de potencialmente iguales— o por lo
menos orientada hacia la entronización de la igualdad social. Por eso, le
asiste la razón a Boaventura de Sousa Santos cuando al revisar el descendente
itinerario histórico de la democracia concluyó que:
“La
tensión entre capitalismo y democracia desapareció, porque la democracia empezó
a ser un régimen que en vez de producir redistribución social la destruye […]
Una democracia sin redistribución social no tiene ningún problema con el
capitalismo; al contrario, es el otro lado del capitalismo, es la forma más
legítima de un Estado débil.” [2]
Los golpes de Estado, ahora los de nuevo tipo,
procuran corregir los “errores” de la masa plebeya que por su ignorancia y
ofuscamiento y gracias al sufragio universal puede encumbrar a la primera
magistratura a cualquier demagogo que le prometa el cielo en la tierra,
olvidándose que, como lo recuerdan los políticos y publicistas de la burguesía,
en la sociedad no existen los “almuerzos gratis”.
Injerencia externa
Aparte de estos factores endógenos que originan los
golpes militares están los de carácter exógeno, aunque hay que aclarar sin más
dilaciones que la distinción entre éstos y los de carácter endógeno es más
analítica que real. Una palabra sintetiza la naturaleza de estos
factores, supuestamente “externos”: imperialismo. Es decir, la continua
injerencia de Estados Unidos a través de los más variados dispositivos
—políticos, sociales, ideológicos, mediáticos, militares, policiales,
económicos y financieros— en la vida de las sociedades latinoamericanas.
Agréguese también aquí el nefasto rol jugado por los mal llamados
organismos financieros internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco
Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo, etcétera) que según uno de los más
sofisticados intelectuales del imperio, Zbigniew Brzezinski, son meras
extensiones del Departamento del Tesoro de Estados Unidos; y el rol jugado por
las grandes empresas transnacionales, respaldadas invariablemente por los
gobiernos de los países en los cuales tienen sus casas matrices, y de ese modo
se tendrá una somera visión de la enorme gravitación que estos agentes tienen
en el desenvolvimiento de la vida política de los países del área.[3]
Un dato adicional que permite apreciar en sus justos términos la
influencia estadounidense en la región —algo que es metódicamente subestimado,
cuando no desechado por completo, por el saber convencional de las ciencias
sociales— es lo que un estudioso norteamericano ha denominado “la presunción
hegemónica” que los círculos dominantes de Estados Unidos comparten en relación
a Latinoamérica.[4]
Esta presunción, profundamente arraigada inclusive en expresiones
políticas relativamente progresistas en ese país, es que los que se sitúan al
Sur del Río Bravo deben estar bajo la permanente tutela de la Casa Blanca.
Y esto no es nuevo. Así lo expresó claramente el presidente Theodor
Roosevelt en lo que pasó a ser conocido como el “Corolario Roosevelt”.
Corolario, tal como lo planteara sin ambages el presidente
estadounidense, de la Doctrina Monroe (1823). En su Discurso sobre el
estado de la Unión ante el Congreso de Estados Unidos del 6 de Diciembre de
1904, dijo que:
“No
es cierto que los Estados Unidos desee territorios o contemple proyectos con
respecto a otras naciones del hemisferio occidental excepto los que sean para
su bienestar. Todo lo que este país desea es ver a las naciones vecinas
estables, en orden y prósperas. Toda nación cuyo pueblo se conduzca bien puede
contar con nuestra cordial amistad. Si una nación muestra que sabe cómo actuar
con eficiencia y decencia razonables en asuntos sociales y políticos, si
mantiene el orden y paga sus obligaciones, no necesita temer la interferencia
de los Estados Unidos. Un mal crónico, o una impotencia que resulta en el
deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada, puede en América,
como en otras partes, requerir finalmente la intervención de alguna nación
civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a
la Doctrina Monroe puede forzar a los Estados Unidos, aun sea renuentemente, al
ejercicio del poder de policía internacional en casos flagrantes de tal mal
crónico o impotencia.” [5]
Desgraciadamente, los politólogos formados en la
tradición anglosajona ignoran esta clarísima advertencia formulada nada menos
que por el primer Roosevelt y donde deja sentadas las bases ideológicas y
morales justificativas de la intervención de la Casa Blanca en los países del
área. Por ejemplo, cuando Evo Morales recupera para Bolivia las riquezas
hidrocarburíferas de ese país, está incurriendo en un acto claramente
indecente, aparte de ineficiente, al igual que cuando Salvador Allende hizo lo
propio con la nacionalización de las minas de cobre (“el sueldo de Chile”,
decía el presidente mártir) o la reforma agraria; o cuando Hugo Chávez recuperó
el petróleo venezolano o Rafael Correa ordenó el desalojo de la base de Manta y
otorgó asilo diplomático a Julian Assange. O, caso extremo, cuando la
Revolución Cubana decidió acabar con la sujeción de la isla a los dictados de
Washington, haciéndose pasible del mismo escarmiento. En resumen: todas
estas iniciativas, contrarias a todas luces a la “eficiencia y la decencia” que
debe tener un gobierno no hicieron otra cosa que desatar la necesaria
intervención correctiva de Estados Unidos, que así procede con la soberbia y la
arbitrariedad de quien está convencido de tener la justicia y la moral de su
lado.
El “golpe blando”
Sobre esta plataforma ideológica, hija del
mesianismo heredado de sus primeros colonos y del “supremacismo” racial propio
del Destino Manifiesto, se construye la parafernalia institucional y la
estrategia política que conduce inevitablemente al “golpe blando”. Por
eso el presupuesto federal de Estados Unidos aprueba año tras año ingentes
sumas de dinero específicamente destinadas a “reanimar la sociedad civil” allí
donde Tío Sam la encuentra pasiva y desorganizada; para educar en las virtudes
de la “buena gobernanza” a líderes políticos y sociales opuestos a los
gobiernos progresistas y de izquierda; para enseñar “buenas prácticas” a
jueces, fiscales y legisladores de los países en cuestión así como para
entrenar periodistas en los últimos avances de la comunicación social y para
gestar el clima destituyente que garantice el éxito de la operación. Esto
aparte de los dineros que con estos mismos fines aparecen camuflados en el presupuesto
(bajo el rubro de “ayuda” administrada por la USAID) o simplemente, no
aparecen, como el presupuesto de la CIA y otras agencias de inteligencia de
Estados Unidos encargadas de abatir gobiernos desafectos.
Llegada la hora de los hornos, serán aquellos
actores los que arremeterán contra los gobiernos adversarios para poner fin a
políticas que el imperio considera contraria a sus intereses. Todo este
despliegue va acompañado, por supuesto, por una sostenida penetración de todo
tipo —equipamiento, logística, cursos de instrucción, ejercicios conjuntos,
etcétera— en las fuerzas armadas, garantes en última instancia de la eficacia
del “golpe blando”. Porque si bien este no requiere de los militares en
la calle para destituir a un presidente de izquierda, sí los necesita para las
labores de “limpieza política” que, conjuntamente con el paramilitarismo o los
“grupos de tarea”, inexorablemente se pondrán en marcha a la hora de construir
el nuevo orden. En suma, toda una nueva metodología golpista en donde el
derrocamiento de un gobierno indeseable es, en principio, indoloro e inaudible.
A diferencia de los golpes militares, cuyos preparativos eran
indisimulables, la conspiración de los nuevos golpistas es silenciosa y casi
imperceptible, salvo para unos pocos. No tiene el estrépito del golpe
militar pues se disfraza con ropajes legales e irreprochablemente republicanos.
Aparece como resultado del rodaje normal y previsible de las
instituciones democráticas: una Cámara que denuncia, un Senado que juzga, unos
jueces que condenan y una oligarquía mediática que dispone de la artillería
necesaria para adormecer a la opinión pública y justificar la destitución del
(o de la) presidente y la usurpación de su cargo. Pero el “golpe blando”
es una gigantesca estafa a la voluntad popular, al juego democrático y además
es tan sanguinario como sus predecesores. Los casos de Honduras y
Paraguay demuestran taxativamente lo que estamos diciendo.
- Dr. Atilio A. Boron
es director del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini (PLED),
Buenos Aires, Argentina. Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2013. www.atilioboron.com.ar
[1]
El texto que elabora este argumento de modo exhaustivo es el libro de Ellen
Meiksins Wood, Democracia contra capitalismo. Renovando el materialismo
histórico (Buenos Aires: Siglo XXI, 1999). Una reflexión desde América
Latina se encuentra en nuestro Aristóteles en Macondo. Notas
sobre Democracia, Poder y Revolución en América Latina (Buenos Aires y
Córdoba: Ediciones Luxemburg y Editorial Espartaco), 2014.
[2]
Boaventura de Sousa Santos Renovar la teoría crítica y reinventar la
emancipación social. (Buenos Aires: CLACSO/Instituto Gino Germani:
2006). pg. 75
[3]
Refiriéndose explícitamente al Banco Mundial y al FMI Brzezinski dice que:
“…son instituciones fuertemente dominadas por los Estados Unidos”. Lo
mismo cabe decir del BID. Cf. Zbigniew Brzezinski, El Gran Tablero
Mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos
(Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 1998), p. 37.
[4]
El texto canónico sobre el tema lo escribió Abraham Lowenthal, “Two
hundred years of American Foreign Policy. The United States and Latin America.
Ending the hegemonic presumption”, en Foreign Affairs, Octubre
1976.
Hemos examinado en detalle sus implicaciones
contemporáneas en nuestro América Latina en la Geopolítica del
Imperialismo (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2012), pp. 64-66.
http://www.alainet.org/es/articulo/181309
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