Ignacio Ramonet
ALAI AMLATINA, 07/12/2016.- La muerte de Fidel Castro ha dado lugar -en
algunos grandes medios occidentales- a la difusión de cantidad de infamias
contra el Comandante cubano. Eso me ha dolido. Sabido es que lo conocí bien. Y
he decidido por tanto aportar mi testimonio personal. Un intelectual coherente
debe denunciar las injusticias. Empezando por las de su propio país.
Cuando la uniformidad mediática aplasta toda
diversidad, censura cualquier expresión divergente y sanciona a los autores
disidentes es natural, efectivamente, que hablemos de ‘’represión’. ¿Cómo
calificar de otro modo un sistema que amordaza la libertad de expresión y
reprime las voces diferentes? Un sistema que no acepta la contradicción por muy
argumentada que sea. Un sistema que establece una ’verdad oficial’ y no tolera
la transgresión. Semejante sistema tiene un nombre, se llama: ‘tiranía’ o
‘dictadura’. No hay discusión. Como muchos otros, yo viví en carne propia los
azotes de ese sistema... en España y en Francia. Es lo que quiero contar.
La represión contra mi persona empezó en
2006, cuando publiqué en España mi libro «Fidel Castro. Biografía a dos
voces» -o «Cien horas con Fidel»- (Edit. Debate, Barcelona), fruto
de cinco años de documentación y de trabajo, y de centenares de horas de
conversaciones con el líder de la revolución cubana. Inmediatamente fui
atacado. Y comenzó la represión. Por ejemplo, el diario «El País»
(Madrid), en el que hasta entonces yo escribía regularmente en sus páginas de
opinión, me sancionó. Cesó de publicarme. Sin ofrecerme explicación alguna. Y
no sólo eso, sino que –en la mejor tradición estalinista- mi nombre desapareció
de sus páginas. Borrado. No se volvió a reseñar un libro mío, ni se hizo nunca más mención alguna de actividad
intelectual mía. Nada. Suprimido. Censurado. Un historiador del futuro que
buscase mi nombre en las columnas del diario «El País» deduciría
que fallecí hace una década...
Lo mismo en «La Voz de Galicia»,
diario en el que yo escribía también, desde hacía años, una columna semanal
titulada «Res Publica». A raíz de la edición de mi libro sobre Fidel Castro, y
sin tampoco la mínima excusa, me reprimieron. Dejaron de publicar mis crónicas.
De la noche a la mañana: censura total. Al igual que en «El País»,
ninguneo absoluto. Tratamiento de apestado. Jamás, a partir de entonces, la
mínima alusión a cualquier actividad mía.
Como en toda dictadura ideológica, la mejor
manera de ejecutar a un intelectual consiste en hacerle ‘desaparecer’ del
espacio mediático para ‘matarlo’ simbólicamente. Hitler lo hizo. Stalin lo
hizo. Franco lo hizo. Los diarios «El País» y «La Voz de Galicia»
lo hicieron conmigo.
En Francia me ocurrió otro tanto. En cuanto
las editoriales Fayard y Galilée editaron mi libro «Fidel Castro. Biographie
à deux voix» en 2007, la represión se abatió de inmediato contra mí.
En la radio pública «France Culture»,
yo animaba un programa semanal, los sábados por la mañana, consagrado a la
política internacional. Al publicarse mi libro sobre Fidel Castro y al comenzar
los medios dominantes a atacarme violentamente, la directora de la emisora me
convocó en su despacho y, sin demasiados rodeos, me dijo: «Es imposible que
usted, amigo de un tirano, siga expresándose en nuestras ondas».
Traté de argumentar. No hubo manera. Las puertas de los estudios se
cerraron por siempre para mí. Ahí también se me amordazó. Se silenció una voz
que desentonaba en el coro del unanimismo anticubano.
En la Universidad París-VII, yo llevaba 35
años enseñando la teoría de la comunicación audiovisual. Cuando empezó a
difundirse mi libro y la campaña mediática contra mí, un colega me advirtió: «¡Ojo!
Algunos responsables andan diciendo que no se puede tolerar que ‘el amigo de un
dictador’ dé clases en nuestra facultad... » Pronto empezaron a
circular por los pasillos octavillas anónimas contra Fidel Castro y reclamando
mi expulsión de la universidad. Al poco tiempo, se me informó oficialmente que
mi contrato no sería renovado... En nombre de la libertad de expresión se me
negó el derecho de expresión.
Yo dirigía en aquel momento, en París, el
mensual « Le Monde diplomatique », perteneciente al mismo
grupo editorial del conocido diario «Le Monde». Y, por razones
históricas, yo pertenecía a la ‘Sociedad de Redactores’ de ese diario aunque ya
no escribía en sus columnas. Esta Sociedad era entonces muy importante en el
organigrama de la empresa por su condición de accionista principal, porque en
su seno se elegía al director del diario y porque velaba por el respeto de la
deontología profesional.
En virtud de esta responsabilidad
precisamente, unos días después de la difusión de mi biografía de Fidel Castro
en librerías, y después de que varios medios importantes (entre ellos el diario
«Libération») empezaran a atacarme, el presidente de la Sociedad de
Redactores me llamó para transmitirme la «extrema emoción» que, según
él, reinaba en el seno de la Sociedad de Redactores por la publicación del libro.
«¿Lo has leído?», le pregunté. « No, pero no importa -me
contestó- es una cuestión de ética, de deontología. Un periodista del grupo
‘Le Monde’ no puede entrevistar a un dictador». Le cité de memoria
una lista de una docena de auténticos autócratas de África y de otros
continentes a los que el diario había concedido complacientemente la palabra
durante décadas. «No es lo mismo -me dijo- Precisamente te llamo por
eso: los miembros de la Sociedad de Redactores quieren que vengas y nos des una
explicación». «¿Me queréis hacer un juicio? Un ‘proceso de
Moscú’? Una « purga » por desviacionismo ideológico? Pues vais a
tener que asumir vuestra función de inquisidores y de policías políticos, y
llevarme a la fuerza ante vuestro tribunal. » No se atrevieron.
No me puedo quejar; no fui encarcelado, ni
torturado, ni fusilado como les ocurrió a tantos periodistas e intelectuales
bajo el nazismo, el estalinismo o el franquismo. Pero fui represaliado
simbólicamente. Igual que en «El País» o en «La Voz», me
«desaparecieron» de las columnas del diario «Le Monde». O sólo me
citaban para lincharme.
Mi caso no es único. Conozco -en Francia, en
España, en otros países europeos-, a muchos intelectuales y periodistas
condenados al silencio, a la ‘invisibilidad’ y a la marginalidad por no pensar
como el coro feroz de los medios dominantes, por rechazar el ‘dogmatismo
anticastrista obligatorio’. Durante decenios, el propio Noam Chomsky, en
Estados Unidos, país de la «caza de brujas», fue condenado al ostracismo
por los grandes medios que le prohibieron el acceso a las columnas de los
diarios más influyentes y a las antenas de las principales emisoras de radio y
televisión.
Esto no ocurrió hace cincuenta años en una
lejana dictadura polvorienta. Está pasando ahora, en nuestras ‘democracias
mediáticas’. Yo lo sigo padeciendo en este momento. Por haber hecho simplemente
mí trabajo de periodista, y haberle dado la palabra a Fidel Castro. ¿No se le
da acaso, en un juicio, la palabra al acusado? ¿Por qué no se acepta la versión
del dirigente cubano a quien los grandes medios dominantes juzgan y acusan en
permanencia?
¿Acaso la tolerancia no es la base misma de
la democracia? Voltaire definía la tolerancia de la manera siguiente: «No
estoy en absoluto de acuerdo con lo que usted afirma, pero lucharía hasta la
muerte para que tenga usted el derecho de expresarse». La dictadura
mediática, en la era de la post-verdad, ignora este elemental principio.
Ignacio Ramonet
Director de "Le Monde diplomatique en español"
URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/182207
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