09-12-2016
"Poderoso caballero es Don Dinero”. Francisco
de Quevedo
I
En las
democracias representativas, supuesta panacea universal para todos los
problemas sociales de la Humanidad, se repite hasta el hartazgo que el “pueblo
es el soberano”. Aunque, a juzgar por la cruda realidad, parece que es más
“ano” que otra cosa.
Manda, sí…,
pero solo a través de sus representantes. O sea que, inmediatamente formulada
la que pareciera una fórmula mágica, viene la mediación (¿el engaño?) Para
muestra, véase el Artículo 22 de la Constitución de la República Argentina
(solo como ejemplo: el mecanismo se repite exactamente igual en cualquier
democracia representativa): “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por
medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”.
En otros
términos: el pueblo manda (¿manda?) el día que va a votar (al menos, así nos
dicen). Después, hasta varios años más tarde, no se dedica a mandar sino a
obedecer (o, más precisamente, a producir para otro, y a consumir). Si esa es
la democracia representativa, mejor busquemos otra cosa, pues así parece que
jamás se resolverán las penurias de los pueblos.
Ahora bien:
analizadas las cosas en profundidad, parece que el pueblo no manda nunca. Ni
cuando va a votar (ahí es víctima de una monstruosa manipulación de mercadeo
político, y termina “eligiendo” la mejor campaña publicitaria), ni mucho menos
en la cotidianeidad del día a día, entre elección y elección. ¿Quién manda
entonces? ¿Los representantes de la democracia representativa? ¿Esos señores
encorbatados o esas señoronas muy bien maquilladas y con tacones, siempre en
medio de periodistas y guardaespaldas, que hacen parte de los elencos
gobernantes?
Esos
“políticos profesionales” son los que hacen marchar la máquina estatal: los que
hacen las leyes, quienes desarrollan las políticas públicas, quienes negocian
en nuestro nombre. Pero… ¿mandan?
II
Permítasenos
presentarlo a través de algunos ejemplos puntuales. Un par quizá, suficiente
para demostrar la falacia en juego.
En los
países latinoamericanos que, con las dificultades del caso, vinieron
desarrollando políticas populares estos últimos años, redistributivas, con
algún criterio social, sus gobiernos fijaron impuestos considerables a las
empresas extranjeras que explotaban sus recursos naturales. Por ejemplo, tanto
en Bolivia con la explotación gasífera o en Venezuela con la extracción de
petróleo, las compañías deben pagar un 50% de regalías a los Estados de esos
países. Podría discutirse si allí efectivamente “manda el pueblo”; lo que queda
claro es que hay allí gobiernos populares, y que la población se ve bastante
beneficiada. Si los pueblos no mandan directamente, está claro que
mayoritariamente respaldan a sus gobiernos, pues reciben los beneficios de esas
administraciones.
En Guatemala
–insistamos: tomamos ese país solo por poner un ejemplo; la situación es
similar en cualquier democracia representativa, sea Noruega, Estados Unidos,
Egipto o Sierra Leona– hace 30 años que se vive dentro de esto que llamamos
“democracia”, y su población continúa tan pobre y postergada como siempre,
excluida del desarrollo económico-social. La gente vota y elige a sus representantes.
¿Manda la gente con su voto? ¿Mandan los representantes, el presidente, los
ministros, los diputados? Pero ¿quién da las órdenes entonces?
Mientras en
la República Bolivariana de Venezuela o en el Estado Plurinacional de Bolivia
se retiene un 50% como impuestos a las ganancias de las empresas extranjeras
que explotan sus recursos naturales, en la democrática Guatemala ese porcentaje
es de apenas el 1%. Como el porcentaje suena a bochornoso, y ante la presión
popular, el Congreso de la República, según el Decreto Legislativo 22-2014,
aumentó esas regalías a un 10%. Para ello modificó un artículo de la Ley de
Minería, estableciendo puntualmente:
“LEY DE
AJUSTE FISCAL. CAPÍTULO I. REFORMAS Al DECRETO 48-97 DEL CONGRESO DE LA
REPÚBLICA Y SUS REFORMAS, LEY DE MINERÍA. Artículo 61. Se reforma el artículo
63 del Decreto Número 48-97 del Congreso de la República y sus reformas, el
cual queda redactado de la siguiente manera: "Articulo 63. Porcentaje de
regalías. El porcentaje de las regalías a pagarse por la explotación de
minerales y materiales de construcción serán del diez por ciento (10%). De la
recaudación resultante de dicho porcentaje, el monto correspondiente a nueve
puntos porcentuales (9%), serán parte del fondo común y el monto correspondiente
a un punto porcentual (1%) se asignará a las municipalidades; y, cuando se
trate de las 'explotaciones de los materiales a que se refiere el artículo
cinco de esta ley, los diez puntos porcentuales (10%) se asignarán a las
municipalidades. Se exceptúa de esta disposición, las regalías correspondientes
a la explotación de níquel, la cual pagará el cinco por ciento (5%), y las de
jade que pagará el seis por ciento (6%). De la recaudación resultante de ambos
casos, el monto correspondiente a un punto porcentual (1%) se asignará a las
municipalidades y el resto al fondo común.”
Hasta allí,
eso parece una medida popular, de beneficio para la población; en otros
términos: habría más recaudación fiscal, por tanto, mayor capacidad de
inversión social. Llevar el impuesto del 1 al 10%, si bien no es de gobierno
con talante socialista como los de Venezuela y Bolivia, significa un aumento
considerable en la recaudación fiscal, y por tanto, una merma en los ingresos
de las empresas mineras (¡que, por supuesto, no quebrarán!).
Pero ahora
viene lo importante: la normativa legislativa fue impugnada por determinados
círculos de poder (¿los que realmente mandan?) –léase: alto empresariado
organizado en sus cámaras– y tiempo después, el 17 de septiembre de 2015, la
Corte de Constitucionalidad (¿mandan ellos?) dejó sin efecto el aumento a las
regalías mineras. Por tanto, esa tasa impositiva sigue siendo del 1%.
Las
compañías mineras, en nombre de la hoy día a la moda “responsabilidad social
empresarial”, voluntariamente llevaron ese aporte a un 2%. ¿Encomiable?
Valga
aclarar que quienes forman la Corte de Constitucionalidad son magistrados
democráticos, no electos por voto popular sino en oscuras y cuestionables
negociaciones palaciegas, pero “firmes defensores de la constitucionalidad
democrática” en definitiva (o, al menos –aunque hagan exactamente lo contrario–
así lo declaran). Ahora bien: ¿por qué estos dignos y egregios funcionarios de
justicia dieron marcha atrás con el aumento, que realmente favorecía a los
sectores populares?
“A buen
entendedor, pocas palabras”, reza el refrán. ¿Cómo, después de cosas así,
seguir creyendo en la democracia formal?
III
Si lo
anterior no fue suficiente para empezar a abrir una crítica a la democracia
representativa e impulsar la pregunta sobre cómo se articulan los verdaderos
circuitos de poder, el siguiente ejemplo puede terminar de demostrarlo.
La empresa
Minera Montana Exploradora de Guatemala S.A., subsidiaria de la transnacional
canadiense Goldcorp, es propietaria del proyecto minero Marlin, la mina de oro
y plata a cielo abierto más grande del país, ubicada en el Departamento de San
Marcos (municipios de San Miguel Ixtahuacán y Sipakapa), zona indígena
maya-mam. Dicha empresa inició exploraciones mineras en el 2005 con licencias
ilegales, dado que no se realizó una consulta ciudadana para consensuar el
proyecto en cuestión, tal como lo estipula el artículo 15.2 del Convenio 169 de
la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, que es ley guatemalteca desde
el 24 de junio de 1997, y que obliga a hacer un referéndum para tomar este tipo
de decisiones.
La operación
de la mina genera 170 barriles de desechos mensuales (una tercera parte son
desechos orgánicos), con una estimación total de 23 a 27 millones de toneladas
de residuos al cierre de sus operaciones. Parte de los deshechos de la mina van
a parar a los ríos Cuilco y Tzalá y sus afluentes, que son las principales
fuentes de agua de la región para consumo y actividades de subsistencia. A
partir de su contaminación, aparecen los problemas de salud. La población
afectada por esta situación es de aproximadamente 10.000 habitantes.
Tal como esa
población lo preveía, aparecieron problemas sanitarios; concretamente:
hidroarsenicismo. Esta es una enfermedad ambiental crónica, cuya etiología está
asociada al consumo de aguas contaminadas con sales de arsénico, tal como el
proyecto minero utiliza para sus operaciones. En algunos estudios clínicos, a
esta patología se le llama por su acrónimo HACRE o HACER. El hidroarsenicismo
crónico endémico provoca alteraciones cardíacas, vasculares y neurológicas,
repercusiones en el aparato respiratorio y lesiones hepáticas, renales e
hiperqueratosis cutánea, que avanzan progresivamente hasta las neoplasias o
cáncer. Casos graves de trastornos dermatológicos y neurológicos pueden
encontrarse ya en pobladores de la región, muy probablemente producto del
contacto con aguas contaminadas.
A partir de
los graves daños sufridos, la población se movilizó, entrando en pugna abierta
tanto con la empresa como con el Estado, defensor a rajatablas de la compañía y
no de los pobladores. La lucha contra la minería depredadora pasó a ser una de
las principales reivindicaciones de la población campesina maya, dado que en
sus territorios ancestrales se fueron asentando las industrias extractivas a lo
largo de todo el país, como en el caso de Sipakapa y San Miguel Ixtahuacán,
produciendo enormes perjuicios. Esas luchas populares llegaron hasta la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos –CIDH– de la Organización de
Estados Americanos –OEA–.
El 20 de
mayo de 2010, la CIDH otorgó medidas cautelares a favor de los miembros de 18
comunidades del pueblo indígena maya. Según la solicitud, varios pozos de agua
y manantiales se habrían secado, y los metales presentes en el agua como consecuencia
de la actividad minera han tenido efectos nocivos sobre la salud de miembros de
la comunidad. La Comisión Interamericana solicitó al Estado de Guatemala que
suspenda la explotación minera del proyecto Marlin y demás actividades
relacionadas con la concesión otorgada a la empresa Goldcorp / Montana
Exploradora de Guatemala S.A., e implementar medidas efectivas para prevenir la
contaminación ambiental, hasta tanto la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos adoptara una decisión sobre el fondo de la petición asociada a esta
solicitud de medidas cautelares.
La CIDH
solicitó asimismo al Estado adoptar las medidas necesarias para descontaminar
las fuentes de agua de las 18 comunidades beneficiarias, y asegurar el acceso
por sus miembros a agua apta para el consumo humano; atender los problemas de
salud objeto de estas medidas cautelares, en particular, iniciar un programa de
asistencia y atención en salubridad para los beneficiarios, a efectos de
identificar a aquellas personas que pudieran haber sido afectadas con las
consecuencias de la contaminación para que se les provea de la atención médica
pertinente; adoptar las demás medidas necesarias para garantizar la vida y la
integridad física de los miembros de las 18 comunidades mayas en cuestión, y planificar
e implementar las medidas de protección con la participación de los
beneficiarios y/o sus representantes.
Con la
demanda se esperaba que se dieran reformas a la Ley y Reglamento de Minerías y
el Código Municipal, a fin de que se armonicen con el Convenio 169 de la OIT.
Igualmente, que se decrete una moratoria de permisos para las mineras y se
elimine el ya extendido a Montana. Asimismo, que la minera resarza los daños
ambientales e indemnice a las personas y comunidades afectadas de San Miguel
Ixtahuacán y de Sipakapa.
Pero el 9 de
diciembre de 2011, contrariando la voluntad popular, la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos, obviamente por presiones recibidas de parte de la empresa,
modificó las medidas cautelares que había otorgado el 20 de mayo de 2010. Por
lo pronto, suprimió la solicitud de suspensión de las operaciones de la mina
Marlín, de descontaminar las fuentes de agua y de atender los problemas de
salud.
Una vez más:
¿quién manda efectivamente? ¿Los funcionarios democráticos de la OEA
–Ministerio de Colonias de Estados Unidos, había dicho en su momento el Che
Guevara– o las empresas transnacionales?
IV
Y por si
quedara alguna duda de cómo se dan estos mecanismos, observemos lo que sucede
en la gran fuente universal de la democracia, el paladín más encumbrado de su
defensa: los Estados Unidos de América.
El futuro
primer mandatario de este país, Donald Trump, ganó la presidencia con un
encendido discurso de campaña. Pero no tanto por su furioso racismo, su
acendrada xenofobia o su repulsivo machismo sexista, sino porque levantó un
discurso ultra nacionalista que encendió esperanzas en la clase trabajadora
estadounidense.
Está claro
que este país dejó de ser la super potencia que fuera una vez terminada la
Segunda Guerra Mundial, cuando aportaba el 52% del producto bruto mundial. Su
moneda, el dólar, que por décadas fue el patrón monetario universal obligado, y
el dinamismo de su industria, basado en una fabulosa expansión
científico-técnica, ya no brillan como antaño. Quizá ya nunca vuelvan a brillar
así. Sus trabajadores –proletariado industrial urbano y sectores medios más
ligados a los servicios– están en caída libre. Con la relocalización de muchas
empresas en otros países donde la mano de obra es más barata, se han perdido
millones de puestos de trabajo en su propio territorio. El patriotismo no
parece preocupar a los capitales (“El capital no tiene patria”, había
expresado ya Marx en el siglo XIX), y si la instalación de plantas industriales
en otros puntos del planeta aumenta su ganancia aún a costa de la pauperización
del ciudadano estadounidense medio, ello no parece inquietar a los que
realmente deciden la marcha de las cosas.
Los puestos
perdidos en suelo de Estados Unidos difícilmente se recuperen. Pero la campaña
proselitista de Trump, ganadora en las elecciones finalmente, prometió
repatriarlos. ¿Lo logrará? Esto sirve para demostrar quién manda realmente en
las llamadas democracias.
¿Cómo podrá
el futuro presidente de esta gran nación forzar a que los megacapitales
diseminados por todo el mundo (¡eso es la globalización neoliberal!) regresen a
suelo patrio? Ya se está viendo cómo: eximiendo de impuestos. Esas fueron las
negociaciones emprendidas para cumplir con la reinstalación en suelo americano:
¿se le habrá consultado eso a la población? Exención de impuestos para las
grandes empresas: ¿quién lo habrá impuesto? Los trabajadores desocupados,
seguramente no. ¿El futuro presidente, o los representantes de esos
megacapitales?
Seguramente
Estados Unidos no volverá a ser la potencia dominante de varias décadas atrás,
pero el discurso político (siempre mentiroso, embustero, manipulador, en
cualquier democracia en cualquier parte del mundo) hará creer a la clase
trabajadora (el Homero Simpson término medio) que desde la presidencia se logró
repatriar inversiones. Y por supuesto, habrá que inventar algo para mostrar que
la desgravación impositiva era necesaria.
Todo lo
dicho y estos pocos ejemplos (para el caso funcionan igual una gran potencia
imperial como un país del Tercer Mundo, un banana country) sirven para
demostrar que los funcionarios de gobierno son simples empleados de los
capitales (para el caso, incluyendo a Donald Trump, que a su vez es parte de
esos grandes millonarios, de un modo bastante excéntrico por cierto, de ahí que
lo que vendrá en la política estadounidense puede deparar sorpresas). Y sirve
también para demostrar que la gente en su conjunto, la población de a pie no
decide absolutamente nada. ¿A quién se le consultó para decidir no aumentar las
regalías mineras, o para dar marcha atrás con las medidas cautelares contra una
mina que contamina y mata, o para eximir de impuestos a las grandes empresas?
¿Cuándo las poblaciones toman parte en esas discusiones? Las decisiones
finales, ¿las toman realmente esos encorbatados funcionarios, o se acerca más a
la realidad el epígrafe de Francisco de Quevedo?
Por tanto,
si esta democracia representativa no sirve a las grandes mayorías populares,
habrá que ir buscando otras formas. Ahí está la democracia de base, la
democracia real, directa, participativa, esperándonos. ¿No fue eso la Comuna de
París en 1871? ¿No fueron eso las Comunidades de Población en Resistencia –CPR–
en Guatemala durante los años de la guerra? Otra democracia donde la población
efectivamente sí elije es posible. ¿Cuándo comenzamos a construirla?
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