William I. Robinson
ALAI AMLATINA, 10/01/2017.- Barack Obama declaró a CNN el pasado 26 de diciembre que hubiera podido
derrotar a Trump de haber tenido la oportunidad de enfrentarse al presidente
electo por un tercer mandato, pero en realidad puede que el demócrata haya
aportado más que cualquier otro para asegurar la victoria de Trump.
Si bien la elección de Trump ha desencadenado una rápida
expansión de las corrientes fascistas en la sociedad civil y en el sistema
político estadounidense, un resultado fascista no es inevitable y dependerá de
la lucha opositora que ya ha comenzado. Pero ocurre que esa lucha requiere
claridad para poder entender cómo hemos podido llegar a un precipicio tan
peligroso. Las semillas de un fascismo del siglo XXI fueron plantadas,
fertilizadas y regadas por el gobierno del presidente que deja el cargo, Barack
Obama, y por la élite liberal en bancarrota que es representada por la
presidencia de éste.
En los últimos años del régimen de George W. Bush y
especialmente con el colapso financiero de 2008, hubo un agitado descontento
que desencadenó protestas masivas en los Estados Unidos y en todo el mundo. El
proyecto Obama fue desde el principio un esfuerzo de los grupos dominantes para
restablecer la hegemonía que venía desmoronándose desde los años de la
presidencia de Bush. La elección de Obama desafió el sistema a nivel cultural e
ideológico y sacudió los fundamentos raciales/ étnicos que siempre han mantenido
en pie a la República de Estados Unidos aunque, ciertamente, no desmanteló esos
fundamentos.
Sin embargo, el proyecto de Obama nunca tuvo la intención
de desafiar el orden socioeconómico; por el contrario, trató de preservar y
fortalecer ese orden para sostener la globalización capitalista,
reconstituyendo la hegemonía y llevando a cabo una revolución pasiva en contra
del descontento manifestado por las masas y propagando la resistencia popular
que comenzó a cobrar vida en los últimos años de la presidencia de Bush.
El socialista italiano Antonio Gramsci desarrolló el
concepto de revolución pasiva para referirse a los esfuerzos realizados por
grupos dominantes de provocar ligeros cambios desde arriba con el objetivo de
desactivar movilizaciones desde abajo que buscasen lograr una transformación
más profunda. Integral a la revolución pasiva es la cooptación de liderazgos
desde abajo y la integración de estos liderazgos en el proyecto dominante.
La campaña electoral de Obama en 2008 aprovechó y ayudó a
expandir la movilización de masas y las aspiraciones populares de cambio como
no se había visto en muchos años en los Estados Unidos. El proyecto de Obama
cooptó esa creciente tormenta desde abajo, la canalizó a la campaña electoral y
después traicionó esas mismas aspiraciones. El Partido Demócrata desmovilizó
efectivamente la insurgencia desde abajo tan pronto se hubo reanudado con una
revolución más pasiva y, de hecho, aceleró el proyecto de la globalización capitalista
y del neoliberalismo. El entusiasmo masivo que generó la primera campaña
electoral de Obama se disipó rápidamente.
El capital transnacional corporativo financió ambas
campañas presidenciales de Obama y compró la presidencia del mismo. Obama impulsó
la agenda de la guerra global, el neoliberalismo y el rumbo hacia un estado
autoritario. Se convirtió en el presidente de los rescates corporativos, el
presidente de deportación en masa y el presidente de la guerra de aviones no
tripulados: los llamados drones. Su gobierno impulsó la construcción de un
sistema policiaco represivo y un estado de vigilancia. Se autorizó la detención
indefinida sin posibilidad de hábeas corpus de cualquier persona que el
estado considerara un "enemigo", se libró la guerra contra los
denunciantes y los filtradores y se defendió el espionaje nacional y global de
la NSA. Se aumentó el presupuesto militar, el cual ya había alcanzado un máximo
histórico bajo el régimen de Bush. Se negoció la Asociación Transpacífica, la
Asociación Transatlántica de Comercio e Inversiones y el Acuerdo sobre el
Comercio de Servicios.
De esta forma el proyecto de Obama debilitó desde abajo
la respuesta popular izquierdista a la crisis, abriendo así espacio para que la
respuesta de la derecha con vista en un proyecto del fascismo del siglo XXI se
volviera insurgente. El gobierno de Obama apareció, sin duda, como una
república de Weimar. Aunque los socialdemócratas estuvieron en el poder durante
la República de Weimar de Alemania en los años 1920 y principios de 1930, no
persiguieron una respuesta izquierdista a la crisis; dejaron de lado a los
sindicatos militantes, comunistas y socialistas y progresivamente se aferraron
al capital y la derecha antes de entregar el poder a los nazis en 1933. La república
de Weimar del siglo XXI de Obama generó condiciones propicias para el
desarrollo de las fuerzas neofascistas en los Estados Unidos.
Durante el régimen de Bush, estas fuerzas neofascistas se
extendieron por toda la sociedad civil estadounidense, exhibiendo una creciente
polinización cruzada entre diferentes sectores de la derecha radical como no se
había visto desde hace años. Durante la presidencia de Obama, elementos de la
derecha de entre la comunidad empresarial transnacional financiaron ampliamente
movimientos neofascistas como el Tea Party y la notoria legislación neofascista
de la ley antiinmigrante SB1070 de Arizona en 2010. Esa legislación provocó
leyes "copia" en otros estados del país y provocó que estallaran
movimientos anti-inmigrantes de supremacía racial y de vigilancia fronteriza.
Los multimillonarios hermanos Koch, de extrema derecha, por ejemplo, fueron los
principales financiadores de la Tea Party y de una gran cantidad de fundaciones
y organizaciones de fachada de la derecha, tales como Americans for Prosperity,
Cato Institute y Mercatus Center.
Estas organizaciones promovieron una versión extrema de
la agenda corporativa neoliberal, incluyendo la reducción y la eliminación de
los impuestos a corporaciones, recortes a los servicios sociales, la
evisceración de la educación pública y la liberación total del capital de
cualquier regulación estatal. Este neoliberalismo “recargado” es precisamente
el programa económico del régimen entrante de Trump y converge perfectamente
con los intereses de la clase capitalista transnacional, incluso si cultural e
ideológicamente se encuentra vestido de forma dramáticamente distinta al de
Obama y los liberales.
Contrariamente
a lo que dicen interpretaciones superficiales, la agenda de extrema derecha del
trumpismo constituye una profundización y no una revocación del programa
de globalización capitalista perseguido por la administración Obama y todas las
administraciones estadounidenses desde Ronald Reagan. La crisis del capitalismo
global se ha agudizado al confrontarse con un estancamiento económico y con el
levantamiento de un populismo antiglobalización por parte tanto de la izquierda
como de la derecha del espectro político. El trumpismo no representa una
ruptura con la globalización capitalista sino más bien una recomposición de las
fuerzas políticas y de discursos ideológicos que se acentúan a medida que la
crisis y las tensiones internacionales llegan a nuevas profundidades.
Ya sea del siglo XX o en sus variantes emergentes del siglo
XXI, el fascismo es ante todo una respuesta a profundas crisis estructurales
del capitalismo, como en el caso de la de los años treinta y la que comenzó con
la crisis financiera de 2008. He estado escribiendo durante la última década
acerca del surgimiento de las corrientes fascistas del siglo XXI en el contexto
del nuevo capitalismo global. Una diferencia clave entre el fascismo del siglo
XX y el fascismo del siglo XXI es que el primero involucró la fusión del
capital nacional con poder político reaccionario y represivo, mientras que el
segundo implica la fusión del capital transnacional con poder político
reaccionario. El trumpismo no representa una salida; por el contrario, es la
encarnación de la dictadura emergente de la clase capitalista transnacional.
El trumpismo y el brusco giro hacia la extrema derecha
es la progresión lógica del sistema político frente a la crisis del capitalismo
global. La élite liberal y su proyecto de globalización capitalista a través
del discurso "más amable, más suave" del multiculturalismo llegaron a
un callejón sin salida y condujeron el sistema hacia una nueva crisis de
hegemonía. Tomando el famoso dicho de Clausewitz de que "la guerra es una
extensión de la política por otros medios", parafraseando, se puede decir que
el trumpismo es una extensión del neoliberalismo por otros medios.
Hay una linealidad en este aspecto desde Obama hasta Trump.
Fue el gobierno de Obama y la élite liberal quienes se encargaron de abrir la
caja de Pandora del trumpismo y el fascismo del siglo XXI. A medida que
se acercaban las elecciones de 2016 la pregunta era: ¿cómo se expresaría el
renovado descontento de las masas? La élite liberal marginó a Bernie Sanders y
se alineó detrás de Hillary Clinton, pero a diferencia de como ocurrió en 2008,
esta vez fracasaron los esfuerzos de lograr otra revolución pasiva. La élite
liberal alimentó el giro hacia la extrema derecha al anular de nueva cuenta una
respuesta izquierdista ante la crisis.
La élite liberal se rehusó a desafiar la rapacidad del
capital transnacional y su política de identidad sirvió para eclipsar el
lenguaje anticapitalista de las clases trabajadoras y populares, empujando así
a los trabajadores blancos hacia una "identidad" de nacionalismo
blanco y ayudando a la derecha neo-fascista a organizarlos políticamente.
Paralelo a las acusaciones que hizo el partido republicano contra
aproximadamente 6 millones de votantes mayormente afroamericanos y latinos de
aparecer en las listas de votantes de más de un estado y, por lo tanto, de
haber cometido “fraude” electoral (acusaciones que resultaron ser falsas en
casi la totalidad de los casos pero que tuvieron el efecto de negar el voto a
los acusados), Trump hábilmente movilizó a una parte significativa de la clase
trabajadora blanca en torno a un discurso demagógico racista caracterizado por
los chivos expiatorios, la misoginia y la fanfarronería imperial valiéndose de
la manipulación del miedo y la desestabilización económica.
El discurso a veces velado o disimulado y a veces francamente
racista y neofascista del trumpismo ha "legitimado" y
desencadenado movimientos ultra-racistas y fascistas en la sociedad civil
estadounidense. Parece ser que estas fuerzas están logrando un punto de apoyo
en el estado estadounidense a través del emergente régimen de Trump. Este
régimen reúne a billonarios banqueros y hombres de negocios con generales
guerreros activos en política y activistas neofascistas en un cóctel mortal que
amenaza con llevarnos al desastre si la lucha de resistencia no es capaz de
descarrilar el trumpismo.
Este es un momento extremadamente peligroso, pero es muy
fluido. Las élites políticas y económicas están divididas y confundidas. El trumpismo
ha fracturado aún más a los grupos gobernantes y bien podría estar generando
una crisis de Estado que abriría espacio para respuestas populares e
izquierdistas desde abajo. Una parte significativa de la élite se opuso a Trump
durante la campaña presidencial. ¿Esas élites se acomodarán al régimen trumpista
o se volverán contra él?
No nos encontramos en este momento en un sistema fascista
y ello se podría evitar si la lucha de resistencia se conforma en un carácter
expansivo, organizado y unificado en un frente anti-neofascista. Para lograrlo,
la lucha no debe recurrir a la decadente élite liberal organizada en el Partido
Demócrata. Las fundaciones y las corporaciones buscarán financiar a los grupos
liberales anti-Trump e intentarán modelar la agenda de la lucha anti-Trump de
nuevo. Los demócratas y sus contribuidores corporativos tratarán de canalizar
la lucha contra el trumpismo en las próximas elecciones legislativas y
presidenciales.
El protagonismo político de la clase trabajadora debe
alcanzar la hegemonía dentro de cualquier frente unido contra el neofascismo.
La base electoral de Trump dentro de la clase trabajadora descubrirá muy pronto
durante el régimen del republicano que sus promesas eran un engaño. ¿Cómo se
contendrá su rabia? ¿Serán reclutados hacia proyectos del fascismo del siglo
XXI o hacia un proyecto popular, de izquierda y de resistencia y
transformación? Para que esto suceda necesitamos ir más allá de las políticas
de identidad, reconstruir una identidad de la clase trabajadora uniendo la
lucha antirracismo y de defensa de los migrantes con un programa de reconstrucción
económica y social que propugne el lenguaje de clase y socialismo en la
política y en el quehacer cotidiano. Solamente trabajando hacia la construcción
de la organización de la clase trabajadora global en toda su diversidad y
situando su multiplicidad de luchas en el centro de la resistencia es que
podremos ganar.
08/01/2017
- William I. Robinson, profesor de sociología,
Universidad de California en Santa Bárbara.
URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/ articulo/182745
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