22-02-2017
“La
ley es lo que conviene al más fuerte”, sentenciaba Trasímaco de Calcedonia
en la Grecia clásica. La fórmula sigue siendo válida al día de hoy: la ley, el
derecho, las normas que fijan la vida, no son absolutas ni universales. Mucho
menos: naturales ni de origen divino. Responden siempre a un proyecto
hegemónico, a un centro de poder. La justicia, más allá de la pretendida
búsqueda de objetividad, es siempre justicia para algunos. En otros
términos: todos somos iguales…, pero algunos son más “iguales” que otros.
Vale comenzar con esta idea para entender qué está
pasando en este momento en Guatemala con la discusión sobre las reformas
constitucionales, fundamentalmente lo relacionado al (los) sistema(s) de
justicia.
Pareciera que el debate se centra entre uno u otro:
el de la justicia ordinaria (¿la “occidental” podríamos llamar?) y el de la
justicia tradicional maya. Tal como cierta posición presenta las cosas, la
discusión gira en torno a cuál es “más conveniente”, cuál ofrece más
soluciones. Y, por supuesto, la opinión que los principales factores de poder
nacional esgrimen, vuelcan la decisión hacia la justicia actual, la que viene
marcando el paso desde la constitución del Estado hace ya dos siglos,
excluyendo el derecho consuetudinario de los pueblos mayas.
En esta lógica, esos factores de poder –abanderados
por el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales
y Financieras (CACIF)– muestran una situación artificial, tendenciosa, que
sirve para confundir a la opinión pública, intentando inclinarla para una
determinada posición. De ese modo, se presenta el derecho maya tradicional como
“atrasado”, “violento”, mostrando que no es lo que “el país necesita”. La
imagen prejuiciosa de una justicia tradicional que latiguea en plaza pública a
los declarados culpables es lo que campea como símbolo. Junto a eso, la otra
justicia, la hoy día existente, “oficial”, se presenta como racional,
balanceada, no violenta. El debate –falso– pretende resaltar las bondades de un
sistema sobre las deficiencias y atrocidades del otro.
Complementando esa falsa dicotomía, el mensaje que
esta visión anti-maya envía es de supuesta unidad nacional. “Guatemala es
una sola, por ende, un solo sistema de justicia debe haber” sería la
propuesta. Propuesta, incluso, que es fácilmente digerible, hasta inteligente:
“¿Por qué dividir en vez de sumar?”, informa maliciosamente. Y dado que
el derecho tradicional maya, por una suma de elementos, no ha podido hacerse
conocer claramente ante la opinión pública explicando cómo funciona ni qué
ventajas ofrece, la visión difundida por el CACIF se impone.
Ello se amarra, además, con un racismo visceral que
barre toda la sociedad (“Seré pobre pero no indio”), sobre el que la
visión de “civilización versus barbarie” puede asentar perfectamente. El
fantasma de la “rebelión de indios” (que vendrían a cobrarse venganza por el
despojo originario) sigue presente. La cabeza de un ladino actual sigue
funcionando no muy distintamente a la visión de un conquistador del siglo XVI.
Sin embargo, analizando en profundidad, la
manipulada dicotomía encubre algo más que racismo. Los factores de poder
(léase: empresariado nacional), además de racistas (ni un solo indígena compone
la cúpula del CACIF), tienen mucho que perder ante un cambio de paradigma
legal. De hecho, ponen urgentemente las barbas en remojo ante la posibilidad
que la justicia cambie. ¿Por qué? Por lo que decía Trasímaco: porque la ley, la
justicia, el derecho, ¡conviene al más fuerte!
La ley supuestamente “buena”, la “civilizada”, es
la que hoy domina. Ella legalizó el robo de las tierras de los pueblos
originarios siglos atrás, y permite seguir robando recursos, aniquilando la
naturaleza en los territorios que ocupan los pueblos mayas, desviando ríos y
criminalizando la protesta comunitaria. Si a ese derecho se le opone un derecho
favorable a los pueblos ancestrales, ¿quién es el que se perjudica?
Hoy, como dice Boaventura Sousa Santos refiriéndose
al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, “la verdadera
amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los
movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la geoestrategia
de Estados Unidos y las oligarquías nacionales] proviene de aquellos que
invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos
recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o
sea, de los pueblos indígenas”. No nos dejemos confundir con la fantasía que
a un ladino lo van a latiguear en público: lo que está en juego es la
legitimidad de un robo que ya se tornó legal.
Material aparecido originalmente en Plaza Pública
el 20/02/17.
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