09/02/2017
La Habana.- Los últimos acontecimientos políticos
en Estados Unidos generan inquietudes y confusiones pues el hilo conductor de
acciones y dichos de Donald Trump aparece y desaparece en las olas de una lucha
de posiciones entre las élites de millonarios que no sigue patrones comunes en
la forma de manifestarse.
En el establishment estadounidenses hay una
lucha entre y dentro de los grupos financieros y empresariales desde el sótano
hasta la azotea, y aunque no es inédita lo nuevo es que en esta ocasión se
produce a cielo abierto y no de forma encubierta y poco percibida como hasta
ahora.
Se puede asegurar sin temor a equivocaciones que no
hay una unidad monolítica en las esferas de poder en Estados Unidos y que
tampoco existe una identificación plena de intereses en la cúpula suprapartidista
que hasta ahora les permitía ponerse de acuerdo. No significa que las
contradicciones en el núcleo de mando sean irreconciliables, pero su
antagonismo está en los límites de la tolerancia.
Una expresión de esa situación son las manifestaciones
en las calles contra Trump y su equipo de multimillonarios auspiciadas por
adversarios poderosos, y el rechazo a sus ideas de conseguir por la vía más
peligrosa, ofensiva y aterradora que “Estados Unidos vuelva a ser fuerte”, como
proclama voz en cuello el nuevo mandatario.
Si es cierto el axioma de que cuando un edificio
está enfermo se derrumba o lo derrumban pues es la única alternativa posible
para solventar el mal cuando es estructural, el sistema de dominación
estadounidense puede estar en precario y la llegada de una persona como Trump a
la Casa Blanca es una constatación.
En Trump hay una carga pesada y peligrosa de
inexperiencia política y diplomática, válida en general para su equipo de
multimillonarios irreverentes, lo cual no justifica sus llamados de corte
nacionalsocialista como en su discurso de toma de posesión cuando remarcó que
“de hoy en adelante una nueva visión gobernará nuestra tierra. A partir de este
momento Estados Unidos será lo primero”.
Con esas espantosas palabras de Trump saltaron
todas las alarmas en el mundo, incluidas las de sus aliados europeos y de la
propia OTAN, en especial porque el nuevo mandatario dispondrá este año de 583
mil millones de dólares para un presupuesto militar que acelerará una carrera
armamentista tanto o más intensa que en la época de la guerra fría.
Hay una radicalización en ese discurso que en lugar
de bajar sigue subiendo de tono en tal magnitud que da la impresión que Trump
lleva años, y no días, en la Casa Blanca al punto de que en solamente la
primera semana de gobierno su rechazo en el electorado marcaba 51 por ciento.
“Juntos haremos que Estados Unidos vuelva a ser
fuerte. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser próspero. Haremos que Estados
Unidos vuelva a ser orgulloso. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser seguro
de nuevo. Y juntos haremos que Estados Unidos sea grande de nuevo”. Ese es el
repique de sus tambores de guerra como aquellos que resonaban en Berlín en 1938
y 1939.
Como apuntara hace poco el teólogo brasileño
Leonardo Boff, subyacente a estas palabras funciona la ideología del “destino
manifiesto”, de la excepcionalidad de Estados Unidos que posee una misión única
y divina en el mundo, la de llevar sus valores de derechos, de la propiedad
privada y de la democracia liberal al resto de la humanidad. Una equivocación
horrible.
Todo puede comenzar con una guerra comercial total
y un proteccionismo destructor y xenofóbico del que la discriminación étnica y
religiosa y la cruzada antislámica son una suerte de sostén ideológico de la
propaganda antiterrorista para encubrir objetivos mucho más profundos como los
de reconstruir un hegemonismo que no tiene cabida en esta época y requeriría el
uso de una fuerza superior a la desplegada en las guerras de Iraq, Afganistán,
Siria y otros teatros de guerra, y más abarcadora.
Trump arrastra en esa cruzada a ultraderechistas
como Marine Le Pen, en Francia, o Mauricio Macri, en Argentina, y da riendas al
expansionismo de los israelíes agresivamente contrarios a las recomendaciones
de la ONU de que abandone la colonización de Jerusalén y otros territorios
palestinos que ocupa, pero al mismo tiempo se echa en contra a sus más cercanos
aliados europeos e incluso a la OTAN.
Hay una coincidencia general entre economistas de
diversas tendencias que ninguno de los proyectos de Trump generará el empleo
que el mandatario esgrime como argumento y que el proteccionismo tampoco
funcionará y será un desastre. No son tiempos de improvisaciones.
El gobierno de Trump ha nacido torcido porque es
hijo de la decadencia del sistema. Sus cimientos han cedido con el peso del
neoliberalismo y una globalización desenfrenadamente mal conducida, y de la
necesidad de un reacomodo de fuerzas liderado por los sectores que representan
los supermillonarios elegidos para integrar el gobierno, incluidos el petrolero
y el militar-industrial.
Ese gabinete ministerial marca una polarización
política que va más allá de la separación matemática de un conglomerado en dos
partes con suficientes potencialidades de poder, pues atañe más que a una
ideología partidista, al resquebrajamiento de la estructura del sistema que les
sirve de soporte a demócratas y republicanos.
Ciertamente, el nuevo presidente de Estados Unidos
es fiel a un guion preconcebido dirigido a producir un cambio dentro del
sistema que permita aplicar nuevas estrategias sin temer la cercanía del abismo
extremista para recuperar el hegemonismo que Trump considera perdido.
La gran confusión de Trump y sus allegados es que
no estamos en una época de cambios, sino del cambio de una época.
http://www.alainet.org/es/articulo/183417
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