11/03/2017
| Robert O. Paxton
Tiene fuerza la tentación de calificar de
“fascista” al nuevo presidente americano. El tono agresivo empleado por Donald
Trump, su hosquedad, su mentón crispado evocan a Mussolini. Sus teatrales
llegadas en avión (estrategia electoral inventada por Hitler) y sus arengas
ante una multitud que grita consignas simplistas (“¡USA”! “¡USA”!, “¡Métela en
la cárcel!”, a propósito de Hillary Clinton, pintada como una candidata
corrupta) recuerdan los mítines nazis de comienzos de los años 1930. Trump
retoma muchos motivos típicamente fascistas: deplorar el declive nacional, imputado
a los extranjeros y las minorías; desprecio por las normas jurídicas; apoyo
implícito a la violencia contra sus opositores; rechazo de todo lo que es
internacional, ya sea el comercio, las instituciones o los tratados en vigor.
Por tentador que sea poner a Trump la más tóxica de
las etiquetas políticas, una etiqueta solo es justificable a condición de que
permita profundizar y aportar luz a un tema. Ahora bien, la etiqueta “fascista”
oculta un objetivo central de Trump y de la mayoría republicana en el Congreso:
el desmantelamiento de la legislación americana que asegura la protección de
los trabajadores y del medio ambiente.
Las urgencias a las que respondían antaño los
movimientos fascistas no eran las mismas que las de hoy. Aquellos movimientos
encontraban su terreno fértil en naciones que habían sido vencidas o humilladas
en la primera guerra mundial. Los primeros fascistas prometían superar la
debilidad y el declive nacional reforzando el Estado, galvanizando y
disciplinando a la nación, subordinando los intereses individuales a los de la
comunidad y purgando a la población de disidentes y enemigos internos. Se
presentaban como los únicos capaces de constituir una barrera ante una
revolución bolchevique y de recuperar los territorios perdidos.
Corporativismo contra liberalismo
En Italia y en Alemania, los dirigentes moderados y
conservadores resolvieron cooptar al fascismo más que rechazarle. Temían que
reprimir al fascismo abriera la vía al socialismo. Para mantenerse en el poder,
contaban con las masas fascistas, con su energía y su disciplina. No dudaban de
que, tras haber compartido el poder con los fascistas, lograrían retomar el
control sobre estos groseros intrusos gracias a su habilidad política superior,
a su barniz social y a su experiencia.
Llegados al poder, los primeros fascistas estaban
muy lejos de las prioridades de Trump hoy y de sus aliados republicanos en el
Congreso. Mussolini y Hitler no tenían ninguna intención de abandonar las
cuestiones económicas, sociales o medioambientales a las fuerzas desenfrenadas
del mercado; no creían tampoco en que la población pudiera ser unida sin el
puño del Estado. El haz de lictores, emblema de Mussolini, era altamente
simbólico: este conjunto de varas ligadas alrededor de un hacha por una correa representaba
a la vez la fuerza del Estado y la unidad de la nación.
Los regímenes fascistas disciplinaban a la sociedad
por medio de organizaciones obligatorias, reconocibles por el color uniforme de
sus camisas. Promovían economías corporativas que estimulaban la producción de
guerra y garantizaban una forma de Estado-providencia a los trabajadores (con
exclusión, por supuesto, de los judíos, los gitanos y demás “enemigos
nacionales”). Pretendían incluso reglamentar el tiempo de ocio de los
trabajadores por medio del Dopolavoro italiano (Obra nacional del tiempo
libre) y del Kraft durch Freude nazi (“La fuerza por la alegría”). Al
socialismo oponían el nacional-socialismo.
Los empresarios alemanes e italianos, primero
reticentes frente a estos impulsos colectivistas, se dejaron convencer de que
solo los fascistas podían frenar al comunismo y, siguiendo al ejército y la
iglesia, acabaron por apoyar su entrada en el gobierno. A medio plazo, los
patronos iban a ser ampliamente recompensados con el desmantelamiento de los
sindicatos independientes, la prohibición de las huelgas y lucrativos contratos
de trabajos públicos y de rearmamento. Trump y los republicanos no contemplan
ni por un momento establecer una economía corporativa. Lo que quieren es un
puro liberalismo de mercado, una subordinación del bien común a los intereses
individuales.
Se puede considerar que el régimen de Trump se
compone de tres corrientes. La primera corresponde a la mayoría republicana en
las dos cámaras del Congreso. En la medida en que Trump, hombre de negocios
poco escrupuloso, valida su agenda liberal favorable a la patronal, esta
corriente es la que será más probablemente gratificada. El proceso de
desreglamentación está ya emprendido. Trump ha derogado la reglamentación Obama
que prohibía a los industriales del carbón echar sus residuos a los ríos.
Incluso si duda en privar a 20 millones de americanos del Obamacare, este
sistema de salud está comprometido por la retirada de las compañías de seguros.
La administración Trump deja presagiar un
debilitamiento sensible, incluso una desaparición de las agencias federales
que, hasta el presente, controlaban el agua, el aire y la protección de
especies amenazadas. Deja presagiar también unos impuestos a los ricos
proporcionalmente inferiores a los de las clases medias. ¡Y pensar que solo
hace algunos años la flat tax, impuesto a tasa única, era considerado
como una idea radical! Los regímenes fascistas, por su parte, aplicaban una
imposición altamente progresiva.
La segunda corriente reúne a los americanos
ofuscados por los experimentos culturales de los años 1960. Los habitantes de
la América profunda, hostiles al feminismo, al aborto, a los derechos de los
homosexuales y a la integración racial, son los abandonados de la renovación
económica de Obama. Trump ha fundado su campaña en los rencores de una clase
obrera blanca no cualificada que está a la vez en declive económico y con
retraso en relación a las evoluciones culturales de la sociedad. En el mismo
espíritu, los nazis denunciaban los experimentos sociales y culturales de
Weimar. El resurgimiento del fascismo en los Estados Unidos bajo Obama recuerda
por otra parte el reagrupamiento de las fuerzas antirepublicanas en oposición
al Frente Popular de León Blum, primer jefe de gobierno francés socialista y
judío.
En América, los reaccionarios culturales no serán
tan generosamente recompensados por el régimen de Trump como los jefes de
empresa. Los “blancos pobres” han servido para ganar las elecciones de 2016;
ahora, pueden ser olvidados. Serán gratificados por alguna nueva restricción en
materia de aborto o de derechos de los homosexuales, pero no se beneficiarán
ciertamente de creaciones de empleos, que solo podrían ser generados por
proyectos de relanzamiento económico financiados por un aumento de los
impuestos a los ricos.
Autoritario y reaccionario
La tercera corriente está encarnada por el propio
Trump, que controla el conjunto del sistema. Donald Trump es un oportunista, no
se preocupa más que de su propia celebridad y de su propia fortuna y se deja
guiar por impulsos efímeros susceptibles de favorecer su crecimiento. Nos
encontramos ante una personalidad autoritaria desprovista de todo compromiso
con el Estado de derecho, la tradición política e incluso ideológica. Ha dado,
implícitamente, carta blanca a sus representantes para actuar de forma
arbitraria, como ha podido aprender Henry Rousso, en el aeropuerto de Houston,
en Texas: “el 22 de febrero, este historiador ha sido “detenido por error”
durante diez horas y ha estado a punto de ser devuelto a Francia”.
En sus relaciones con el resto del mundo, Trump
obedece al eslogan “América first” (fórmula casi olvidada en los Estados Unidos
desde el aislacionismo de los años 1930). En materia de política exterior, sus
prioridades son difícilmente descifrables. No es imposible que consistan en
apaciguar a misteriosos acreedores rusos. A diferencia de los fascistas, Trump
no pretende territorios. Se concentra más bien en la exclusión de los
inmigrantes y la construcción de un muro simbólico en la frontera mexicana.
Frente al disparo de misil balístico en Corea del Norte, no ha rechistado.
Pero, si se viera confrontado a una crisis internacional grave, su reacción
sería probablemente impulsiva y no se apoyaría en los consejos de los expertos.
En el caso de un ataque terrorista en el territorio americano, podría llegar a
imponer la ley marcial, congelando así el funcionamiento de las instituciones
democráticas.
La guardia pretoriana de Trump es bastante más
reaccionaria de lo que se habría podido esperar tras su victoria electoral. Los
nombramientos de los miembros de su gabinete y su equipo dan cuenta de que
concede más peso a la lealtad personal que a la competencia. Parecería que sus
más cercanos consejeros sean su hija Ivanka y su yerno Jared Kushner.
Sorprendentemente, este antiguo play boy neoyorkino se ha rodeado de individuos
ligados a la extrema derecha, admiradores de Marine Le Pen y de otros
nacionalistas populistas europeos, como el alto consejero Stephen Bannon y su
asistente Stephen Miller /1.
Bannon y Miller aprueban el ejercicio discrecional
del poder ejecutivo y consideran toda crítica por parte de la prensa como algo
que tiene que ver con la traición. Trump tendrá ocasión de ocupar suficientes
escaños vacantes en el sistema judicial federal como para librarse de toda
atadura judicial. Un poder ejecutivo sin ataduras ni control es indicador de
dictadura en general, más que de fascismo en particular. Llamemos a las cosas
por su nombre: el régimen de Trump es una plutocracia.
Publicado en Le Monde el 7/03/2017
Traducción: Faustino Eguberri para VIENTO
SUR
Robert O. Paxton, autor, en 1972, de una obra que
ha marcado la historiografía francesa: La France de Vichy, 1940-1944.
R.O.Paxton había trabajado en los archivos alemanes y demostrado en qué medida
el “Régimen de Vichy” se había esforzado por colaborar con el ocupante. En
2004, publicó The Anatomy of fascism. La thèse de Claude d’Abzac-Epezy
L’Armée de Vichy. Le corps des officiers français, 1940-1944 , presentada
en 1966 (publicada en 2004), que completa muy bien la obra de Paxton (red. A
l´Encontre).
Notas
1/ Stephen Miller ocupa una oficina en el ala oeste
de la Casa Blanca. En un artículo de Joshua Green (Bloomberg Businessweek, 6-12
de marzo 2017) se informa de la declaración siguiente que le hizo Stephen Miller:
“Donald Trump ha reorientado fundamentalmente la política americana. Ya es hora
de que los medios le reconozcan y le concedan el crédito que merece”. Stephen
Miller, cercano a Bannon, es el inspirador de la política de Trump en lo que se
refiere a todos los aspectos de la inmigración. Aunque joven, no es un recién
llegado al Capitol Hill. Ha sido uno de los principales consejeros del senador
Jeff Sessions. Conjuntamente, antes de las primarias republicanas, los dos
habían puesto en pie los elementos de la denominada política nacionalista sobre
la inmigración, un tema central de “America first”. (Red A l´Encontre).
- See
more at: http://www.vientosur.info/spip.php?article12336#sthash.nKkiTEKt.dpuf
No hay comentarios:
Publicar un comentario