domingo, 12 de marzo de 2017

EL RÉGIMEN DE TRUMP ES UNA PLUTOCRACIA




11/03/2017 | Robert O. Paxton 

Tiene fuerza la tentación de calificar de “fascista” al nuevo presidente americano. El tono agresivo empleado por Donald Trump, su hosquedad, su mentón crispado evocan a Mussolini. Sus teatrales llegadas en avión (estrategia electoral inventada por Hitler) y sus arengas ante una multitud que grita consignas simplistas (“¡USA”! “¡USA”!, “¡Métela en la cárcel!”, a propósito de Hillary Clinton, pintada como una candidata corrupta) recuerdan los mítines nazis de comienzos de los años 1930. Trump retoma muchos motivos típicamente fascistas: deplorar el declive nacional, imputado a los extranjeros y las minorías; desprecio por las normas jurídicas; apoyo implícito a la violencia contra sus opositores; rechazo de todo lo que es internacional, ya sea el comercio, las instituciones o los tratados en vigor.

Por tentador que sea poner a Trump la más tóxica de las etiquetas políticas, una etiqueta solo es justificable a condición de que permita profundizar y aportar luz a un tema. Ahora bien, la etiqueta “fascista” oculta un objetivo central de Trump y de la mayoría republicana en el Congreso: el desmantelamiento de la legislación americana que asegura la protección de los trabajadores y del medio ambiente.

Las urgencias a las que respondían antaño los movimientos fascistas no eran las mismas que las de hoy. Aquellos movimientos encontraban su terreno fértil en naciones que habían sido vencidas o humilladas en la primera guerra mundial. Los primeros fascistas prometían superar la debilidad y el declive nacional reforzando el Estado, galvanizando y disciplinando a la nación, subordinando los intereses individuales a los de la comunidad y purgando a la población de disidentes y enemigos internos. Se presentaban como los únicos capaces de constituir una barrera ante una revolución bolchevique y de recuperar los territorios perdidos.

Corporativismo contra liberalismo

En Italia y en Alemania, los dirigentes moderados y conservadores resolvieron cooptar al fascismo más que rechazarle. Temían que reprimir al fascismo abriera la vía al socialismo. Para mantenerse en el poder, contaban con las masas fascistas, con su energía y su disciplina. No dudaban de que, tras haber compartido el poder con los fascistas, lograrían retomar el control sobre estos groseros intrusos gracias a su habilidad política superior, a su barniz social y a su experiencia.

Llegados al poder, los primeros fascistas estaban muy lejos de las prioridades de Trump hoy y de sus aliados republicanos en el Congreso. Mussolini y Hitler no tenían ninguna intención de abandonar las cuestiones económicas, sociales o medioambientales a las fuerzas desenfrenadas del mercado; no creían tampoco en que la población pudiera ser unida sin el puño del Estado. El haz de lictores, emblema de Mussolini, era altamente simbólico: este conjunto de varas ligadas alrededor de un hacha por una correa representaba a la vez la fuerza del Estado y la unidad de la nación.
Los regímenes fascistas disciplinaban a la sociedad por medio de organizaciones obligatorias, reconocibles por el color uniforme de sus camisas. Promovían economías corporativas que estimulaban la producción de guerra y garantizaban una forma de Estado-providencia a los trabajadores (con exclusión, por supuesto, de los judíos, los gitanos y demás “enemigos nacionales”). Pretendían incluso reglamentar el tiempo de ocio de los trabajadores por medio del Dopolavoro italiano (Obra nacional del tiempo libre) y del Kraft durch Freude nazi (“La fuerza por la alegría”). Al socialismo oponían el nacional-socialismo.

Los empresarios alemanes e italianos, primero reticentes frente a estos impulsos colectivistas, se dejaron convencer de que solo los fascistas podían frenar al comunismo y, siguiendo al ejército y la iglesia, acabaron por apoyar su entrada en el gobierno. A medio plazo, los patronos iban a ser ampliamente recompensados con el desmantelamiento de los sindicatos independientes, la prohibición de las huelgas y lucrativos contratos de trabajos públicos y de rearmamento. Trump y los republicanos no contemplan ni por un momento establecer una economía corporativa. Lo que quieren es un puro liberalismo de mercado, una subordinación del bien común a los intereses individuales.

Se puede considerar que el régimen de Trump se compone de tres corrientes. La primera corresponde a la mayoría republicana en las dos cámaras del Congreso. En la medida en que Trump, hombre de negocios poco escrupuloso, valida su agenda liberal favorable a la patronal, esta corriente es la que será más probablemente gratificada. El proceso de desreglamentación está ya emprendido. Trump ha derogado la reglamentación Obama que prohibía a los industriales del carbón echar sus residuos a los ríos. Incluso si duda en privar a 20 millones de americanos del Obamacare, este sistema de salud está comprometido por la retirada de las compañías de seguros.

La administración Trump deja presagiar un debilitamiento sensible, incluso una desaparición de las agencias federales que, hasta el presente, controlaban el agua, el aire y la protección de especies amenazadas. Deja presagiar también unos impuestos a los ricos proporcionalmente inferiores a los de las clases medias. ¡Y pensar que solo hace algunos años la flat tax, impuesto a tasa única, era considerado como una idea radical! Los regímenes fascistas, por su parte, aplicaban una imposición altamente progresiva.

La segunda corriente reúne a los americanos ofuscados por los experimentos culturales de los años 1960. Los habitantes de la América profunda, hostiles al feminismo, al aborto, a los derechos de los homosexuales y a la integración racial, son los abandonados de la renovación económica de Obama. Trump ha fundado su campaña en los rencores de una clase obrera blanca no cualificada que está a la vez en declive económico y con retraso en relación a las evoluciones culturales de la sociedad. En el mismo espíritu, los nazis denunciaban los experimentos sociales y culturales de Weimar. El resurgimiento del fascismo en los Estados Unidos bajo Obama recuerda por otra parte el reagrupamiento de las fuerzas antirepublicanas en oposición al Frente Popular de León Blum, primer jefe de gobierno francés socialista y judío.

En América, los reaccionarios culturales no serán tan generosamente recompensados por el régimen de Trump como los jefes de empresa. Los “blancos pobres” han servido para ganar las elecciones de 2016; ahora, pueden ser olvidados. Serán gratificados por alguna nueva restricción en materia de aborto o de derechos de los homosexuales, pero no se beneficiarán ciertamente de creaciones de empleos, que solo podrían ser generados por proyectos de relanzamiento económico financiados por un aumento de los impuestos a los ricos.

Autoritario y reaccionario

La tercera corriente está encarnada por el propio Trump, que controla el conjunto del sistema. Donald Trump es un oportunista, no se preocupa más que de su propia celebridad y de su propia fortuna y se deja guiar por impulsos efímeros susceptibles de favorecer su crecimiento. Nos encontramos ante una personalidad autoritaria desprovista de todo compromiso con el Estado de derecho, la tradición política e incluso ideológica. Ha dado, implícitamente, carta blanca a sus representantes para actuar de forma arbitraria, como ha podido aprender Henry Rousso, en el aeropuerto de Houston, en Texas: “el 22 de febrero, este historiador ha sido “detenido por error” durante diez horas y ha estado a punto de ser devuelto a Francia”.

En sus relaciones con el resto del mundo, Trump obedece al eslogan “América first” (fórmula casi olvidada en los Estados Unidos desde el aislacionismo de los años 1930). En materia de política exterior, sus prioridades son difícilmente descifrables. No es imposible que consistan en apaciguar a misteriosos acreedores rusos. A diferencia de los fascistas, Trump no pretende territorios. Se concentra más bien en la exclusión de los inmigrantes y la construcción de un muro simbólico en la frontera mexicana. Frente al disparo de misil balístico en Corea del Norte, no ha rechistado. Pero, si se viera confrontado a una crisis internacional grave, su reacción sería probablemente impulsiva y no se apoyaría en los consejos de los expertos. En el caso de un ataque terrorista en el territorio americano, podría llegar a imponer la ley marcial, congelando así el funcionamiento de las instituciones democráticas.

La guardia pretoriana de Trump es bastante más reaccionaria de lo que se habría podido esperar tras su victoria electoral. Los nombramientos de los miembros de su gabinete y su equipo dan cuenta de que concede más peso a la lealtad personal que a la competencia. Parecería que sus más cercanos consejeros sean su hija Ivanka y su yerno Jared Kushner. Sorprendentemente, este antiguo play boy neoyorkino se ha rodeado de individuos ligados a la extrema derecha, admiradores de Marine Le Pen y de otros nacionalistas populistas europeos, como el alto consejero Stephen Bannon y su asistente Stephen Miller /1.

Bannon y Miller aprueban el ejercicio discrecional del poder ejecutivo y consideran toda crítica por parte de la prensa como algo que tiene que ver con la traición. Trump tendrá ocasión de ocupar suficientes escaños vacantes en el sistema judicial federal como para librarse de toda atadura judicial. Un poder ejecutivo sin ataduras ni control es indicador de dictadura en general, más que de fascismo en particular. Llamemos a las cosas por su nombre: el régimen de Trump es una plutocracia.

Publicado en Le Monde el 7/03/2017
Traducción: Faustino Eguberri para VIENTO SUR
Robert O. Paxton, autor, en 1972, de una obra que ha marcado la historiografía francesa: La France de Vichy, 1940-1944. R.O.Paxton había trabajado en los archivos alemanes y demostrado en qué medida el “Régimen de Vichy” se había esforzado por colaborar con el ocupante. En 2004, publicó The Anatomy of fascism. La thèse de Claude d’Abzac-Epezy L’Armée de Vichy. Le corps des officiers français, 1940-1944 , presentada en 1966 (publicada en 2004), que completa muy bien la obra de Paxton (red. A l´Encontre).

Notas
1/ Stephen Miller ocupa una oficina en el ala oeste de la Casa Blanca. En un artículo de Joshua Green (Bloomberg Businessweek, 6-12 de marzo 2017) se informa de la declaración siguiente que le hizo Stephen Miller: “Donald Trump ha reorientado fundamentalmente la política americana. Ya es hora de que los medios le reconozcan y le concedan el crédito que merece”. Stephen Miller, cercano a Bannon, es el inspirador de la política de Trump en lo que se refiere a todos los aspectos de la inmigración. Aunque joven, no es un recién llegado al Capitol Hill. Ha sido uno de los principales consejeros del senador Jeff Sessions. Conjuntamente, antes de las primarias republicanas, los dos habían puesto en pie los elementos de la denominada política nacionalista sobre la inmigración, un tema central de “America first”. (Red A l´Encontre).
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