En torno
al libro "Patria" de F. Aramburu
06/03/2017
| Ramón Zallo
La crítica literaria de la novela “Patria” de
Fernando Aramburu supongo que la harán personas más competentes que yo, por lo
que, a este respecto, me limitaré a algunos comentarios de lector para
centrarme más en el universo social y político que nos dibuja.
La batalla del relato político
Si la novela de Fernando Aramburu ha tenido tanto
éxito de ventas y crítica y causado tanto impacto será porque algo ha hecho
bien pero, sobre todo, porque –dada la interesada promoción y las críticas
laudatorias, muchas de ellas muy exageradas tanto en lo literario como lo
político- le ha venido bien al establishment, especialmente en la llamada
batalla por EL relato sobre la situación dramática que se ha vivido en el País
Vasco, pero también en España en los últimos 40 años.
Una batalla en parte inútil porque siempre habrá
relatos en plural, y el que plantea Aramburu es uno más y, por lo que explicaré
luego, bastante parcial y maniqueo, que mezclando prejuicios y verdades
absolutas, que no lo son tanto, nos presenta un país irreconocible que se
parece, en los comportamientos colectivos, más a la Sicilia de la mafia y la
omertá que a la sociedad vasca permanentemente movilizada desde 1978
protestando por los desmanes de uno y otro lado.
Toda esta ausencia en la novela lo convierte en un
relato escrito con las tripas, de parte y con bastantes amnesias. Aramburu se
refiere a su novela como aportación “a la derrota literaria de ETA”. Con ese
mimbre como hilo conductor difícilmente se puede hacer un relato espejo. De
hecho no se ha esforzado mucho en documentarse (por ejemplo, en épocas pues
abarca demasiados años o en hechos políticos relevantes como fondo) pues le
bastaba su mirada ficcionando sobre una localidad dibujada como claustrofóbica,
cobarde y cómplice de criminales.
La recepción de la “crítica”, sospechosamente
unánime especialmente en la Corte, responde al imaginario que desde Mayor Oreja
se aventó por los medios como modelo de relato para explicar lo que ocurría en
el País Vasco: una lucha sin sentido de unos criminales que tenían atemorizada
a toda la ciudadanía y que quería destruir el Estado de Derecho.
Así, Aramburu confiesa no entender: “No hay tal
lógica. Es todo un delirio y probablemente un negocio” (pág. 417). A pesar de
los centenares de páginas que he escrito en mi vida analizando, criticando y denunciando
las acciones y estrategias de ETA nunca la definiría como “una organización
dedicada al asesinato en serie” (pág. 69) porque es un carril que no permite
explicar casi nada salvo la aplicación del código penal.
Aramburu se fue a vivir a Alemania en 1985, con 26
años y la novela trata de un periodo posterior, que vivió a distancia y que
reencontraba, supongo, en sus visitas a Donostia y, sobre todo, en toneladas de
información y de artículos de columnistas dedicados a crear un relato con un
imaginario inducido y que podría resumirse así: todo es ETA (la izquierda
abertzale por supuesto… y se ilegaliza; al igual que la euskalgintza
-movimiento por el euskera- puesta bajo sospecha... y se cierra Egunkaria); la
izquierda abertzale no tiene otra idea en la cabeza que la Patria como
identidad asesina; el nacionalismo tradicional, consiente, es cómplice y
obtiene las nueces del árbol que zarandea la violencia y, de paso, es la fuente
primigenia de la que bebió ETA; la sociedad vasca está chantajeada, acobardada
y enferma; el Estado es el Derecho y la ley, y las Fuerzas de seguridad, hagan
lo que hagan, su baluarte. Este imaginario está implícito unas veces, explícito
otras, en el discurso de la novela.
Ese relato, tan lleno de circunloquios, pasa por
negar que haya un conflicto vasco (habitualmente se le reduce a una cuestión de
presencia de la ideología nacionalista en una mayoría poblacional) siendo el
único conflicto el que ETA creó y el Estado respondió, cuando lo cierto es que
había dos conflictos tan distintos como relacionados: el político y general, y
el armado y particular de un sector aunque nos afectaba a toda la población.
Aquel tipo de relato negacionista ha hecho mucho daño (como en Catalunya) y
vale para evitar poner en cuestión la “integridad territorial” o permitir
preguntarse por la salud de la democracia misma.
Eso sí que es patria (española) y patriotismo no
confeso, porque se le pone a la unidad patria por encima de la democracia y del
derecho a divorciarse de ella, cosa que no le pasa al patriotismo vasco (sin
ETA) que se basa precisamente en la democracia (hoy negada) de preguntarse y
aceptar el resultado.
El título mismo arremete contra la “patria” (ahora
que Podemos la revindica incluso para España) como causa última de la violencia
ocurrida, sin pararse a pensar en la diferencia entre las patrias culturales,
sociales y políticas satisfechas, y aquellas que sienten la frustración de no
poder decidir sobre la suya propia. La Transición sin ruptura democrática nos
trajo la imposibilidad de decidir más que en los límites de una Constitución
que en Euskadi no se legitimó, y está en la base de la autojustificación que se
dieron ETA m, ETA pm y Comandos Autónomos para proseguir con la estrategia
armada después de 1977 haciendo un flaco favor a la generación de un movimiento
popular nacional de corte solo civil, aunque en algunos temas (Lemoiz, Autovía)
ETA sí tuvo un rol decisorio.
¿Se puede ridiculizar aquella frustración
colectiva? ¡Claro!, pero al hacerlo se tocaron fibras muy sensibles porque
afectaban a la identidad, al ser o no ser subjetivo, desde donde surgieron los
demonios que hemos sufrido, invisibilizando el combate político colectivo y
pacífico por una sociedad más libre e igualitaria y por unas instituciones más
decentes que las del Estado.
Los ausentes
Aramburu nos describe en su libro lo que ya
comenzara en los relatos cortos de “Los peces de la amargura” (2006). Nos narra
el sufrimiento oculto de las víctimas de ETA, el miedo al atentado, su
aislamiento social en algunos lugares o el vacío a los familiares. Sin embargo
lo hace desde el dibujo de un mundo dual en el que solo están ETA + Izquierda
Abertzale versus candidatos a víctimas a las que no puede proteger el Estado y,
en medio, como un coro mudo y comparsa, el miedo, la cobardía y el silencio
general. Solo dos bandos y un solo conflicto (demócratas –violentos).
No fue así porque hace desaparecer del escenario al
principal protagonista que siempre ha sido la inmensa mayoría de la sociedad
vasca: las bases votantes del PNV, la capacidad reactiva del socialismo
guipuzcoano, fenómenos como Elkarri o Gesto y su movilización constante, la
trama amplísima de sociedad civil, mucha base de las izquierdas abertzales que
renegaba de ETA, los resultados electorales, las instituciones funcionando, las
decenas y decenas de manifestaciones o concentraciones contra atentados y
secuestros de ETA ya desde finales de los 70.
Todo ello está alejado del unanimismo social
proetarra o acobardado que se dibuja injustamente, aunque también es cierto que
esa sensibilidad –que ni siquiera estaba presente en las filas socialistas en
los 80- para el sufrimiento de una parte de las víctimas, comenzó solo a
principios de los 90 cuando además de militares, policías y guardias civiles, y
supuestos colaboradores y narcos, también pasaron a ser víctimas empresarios y
políticos electos. Quizás influyó –es una hipótesis- que la amenaza se cernía
sobre la propia urdimbre social y no solo sobre la gente de armas, vista como
un cuerpo social ajeno.
En la novela no hay ni rastro ni eco de una
sociedad movilizada por causas varias (Autovía, OTAN, objetores, huelgas
obreras..) desde los 70 hasta los 90 mientras en España se vivía el desencanto,
la pasividad y la anomia social. No están la movilización contra las violencias
de cada momento ni los ensayos sociales para erradicar a ETA o avanzar en el
derecho de decisión (Lizarra 1998, Loiola 2006…). La sociedad vasca ha sido
durante décadas la más viva, de mejor criterio y más politizada de todo el Estado.
Así que la intención de introducir el sentido de
culpa colectiva, como en Alemania tras el nazismo (Juaristi, Savater, Varela…)
debería pinchar en hueso porque la película narrada es una fantasía, eso sí con
pinceladas de verdad, hasta confeccionar un discurso de posverdad. Lo siento,
pero las culpas a los que las tengan; y está bastante distribuida aunque en
distinta dimensión, entre los autores de hechos inapelables (muertos, heridos y
amenazados) bastante más producidos en una parte (ETA) que en otra (GAL y
abusos policiales) pero, sobre fondos contextuales (no justificativos) de un
Estado y partidos de orden sosteniendo una democracia de bajo perfil, con
derechos negados de forma reiterada frente a voluntades colectivas y
mayoritarias.
Se podrá decir que la de Aramburu es solo una
historia local, (aunque no la mencione parece Hernani), sin pretensión de
retrato general de Euskal Herria, pero lo desmienten la significación del
conjunto de localidades elegidas para la trama (a añadir Renteria y Donostia),
los personajes, las relaciones sociales descritas, el cura, los etarras, la
izquierda abertzale, los acontecimientos del antes y después, las vivencias de
los personajes de origen español, el accidente de los familiares del preso, la
presencia de la tortura o el discurso vicario del propio escritor en el alegato
para una causa general (pág. 551) sobre los años de plomo.
Pero para ser justos, hay otro esquematismo
maniqueo que se manejó en uno de los otros bandos, y fue el de la izquierda
abertzale, hasta fechas cercanas con sus “conmigo o contra mí”. Recordemos.
Tras el distanciamiento social por la bomba de Hipercor (1987), el Pacto
antiterrorista de Ajuria Enea (1988) y el fracaso de Argel (1989), la izquierda
abertzale oficial intentó la recuperación de la hegemonía social perdida al
final de los 80 (en lenguaje, imaginarios, actitudes y raíces sociales). Pero
recurrió para ello a un terreno imposible y que chocó con la sociedad: la
coacción social (contramanifestaciones o contraconcentraciones con visos de
enfrentamiento social) y la kale borroka, amparadas en la pretensión de
“socialización del sufrimiento” que propugnaba la ponencia Oldartzen de HB
(1994). Las acciones de ETA en esa década pasaron a ser menos numerosas, más
selectivas y de más impacto tales como los secuestros prolongados y muy
dolorosos para la psique social, culminando con la barbarie del secuestro de
Ortega Lara y el asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997. El resultado fue el
choque frontal con la sociedad vasca casi entera, la ofensiva antinacionalista
de Mayor Oreja y Redondo Terreros que fue vista como una amenaza por el
nacionalismo moderado y el surgimiento del acuerdo de Lizarra en 1998
(nacionalistas, Ezker Batua, izquierda radical, organizaciones de sociedad
civil) que trajo una tregua de año y medio pero no la paz.
Trama que atrapa y personajes dudosos
La novela es eficaz, de las que atrapa al principio
–luego bastante menos-, revela sufrimientos, interpela, hace sentir y
solidarizarte, con personajes variados y múltiples tramas derivadas. De estilo
ágil, de capítulos cortos y frases aún más cortas y lenguaje rotundo y austero,
sus excesivas 640 págs. se leen unas veces con facilidad, y otras con
dificultad, por los problemas para reconocer épocas, sus continuos flashbacks,
sus cortes a veces artificiosos, sus bastantes reiteraciones y dèja vus en la
propia novela o un narrador que, a veces, no se sabe quién es. No es “un libro
que durará para siempre” como se ha dicho.
Los dos personajes principales (Bittori y Miren,
las temibles matriarcas, esposas de unos maridos simplones pero buena gente) a
veces parecen el mismo personaje (en versión perversa- abertzale la una y
taimada la otra). Rinden culto al mito del matriarcado pero, por excesivas, no
reconocemos ahí a nuestras madres aunque es más que lícito en una novela.
Entre los que son más burdamente descritos están
¡casualidad¡ el militante de ETA Joxe Mari y sus amigos, de los que dibuja una
cruel caricatura (pág. 172). Les despoja de humanidad e inteligencia sin
reconocer su militancia y sacrificio –estén equivocados o no- convertidos en
puros matones, criminales y llenos de testosterona (pág. 440) o de
competitividad (“ganar puntos en la organización“ pág. 495) o manteniendo
conversaciones increíbles entre dos miembros de ETA (“cuando tengamos la sartén
por el mango entonces bailarán al son de nuestra música”, pág. 496). La verdad
es que Aramburu no hubiera dibujado así a los militantes socialistas y
comunistas de los años 30 que, por cierto, con frecuencia se liaban a tiros con
los del PNV, y viceversa.
Mucho alejamiento de la realidad tiene Aramburu
cuando les atribuye actitudes de homofobia (pág. 582 y 621) que están
radicalmente proscritas del ideario abertzale desde hace muchos años (“La
muerte de Mikel” de 1984 fue el antídoto). Al igual que el dibujo de xenofobia
anti-inmigrado español (pág. 173) hace poca justicia a los intensos mestizajes
de la población vasca ya desde los 50, mucho más intensos, por ejemplo, que en
Catalunya; ello al margen de que en las mentalidades más tradicionales queden
restos del maketismo y que Aramburu nos trae a colación (“No es vasca pero
bien”, o sobre la fisioterapeuta que no habla euskara “pero en este caso no
importa“, o con la ridícula paga a la asistenta latinoamericana Celeste “son pobres.
Ella sabrá agradecerlo” dice Miren la perversa en págs.. 25, 28 y 66).
En ningún momento trae a colación el componente de
izquierda en el ideario de la izquierda abertzale. Incluso el único
sindicalista que aparece en el libro -de LAB- lo dibuja como un canalla
desagradecido, matón y estúpido que pasa información sobre su propio patrón
(pág. 447) sin percatarse de que si lo matan perderá el puesto de trabajo.
Peor rollo se trae con el odioso cura Don Serapio,
con un perfil imposible de justificador de la lucha armada (pág. 313 ) y
culpabiliza a Bittori por ser víctima, recomendándole que no vuelva al pueblo a
pesar del alto el fuego de 2011 para “no entorpecer el proceso de paz” (pág.
120). En fin, cartón piedra. Y desde luego no hace justica a la Iglesia popular
vasca que, si en el franquismo fue fuente de rebeldía, en democracia propugnó
en su muy inmensa mayoría la no violencia, compatibilizada con la defensa de
los derechos políticos de la colectividad. Seguramente junto a la sociedad
civil potente y que se enfrentó al Estado y a ETA, fue un factor que impidió
que nos convirtiéramos en una comunidad inviable y fracturada y preparó el
camino al fin de ETA que, aunque les cueste a algunos aceptarlo, ha sido menos
(que también) una derrota policial que el resultado de un aislamiento social,
incluido el riesgo de marginación y de fractura que la izquierda abertzale
percibió ya en 2004 (discurso de Otegi). Ahora bien ¿puede haber un cura
descerebrado como Don Serapio? Puede, pero éste lo ha fabricado Aramburu como
personaje.
Indicativo de la mentalidad de Aramburu es
atribuirle al obispo (y no puede ser otro que Setién), sin venir a cuento como
personaje, que “este señor solo practica la misericordia con los asesinos”
(pág. 489) lo que es una calumnia para quienes hemos seguido (desde el ateísmo)
su ponderada e incómoda trayectoria y su amplia y digna obra escrita.
Otros personajes (Arantza, Xabier, Nerea, Gorka…)
tienen perfiles más cercanos y reconocibles. Y todos ellos mediante trazos
rápidos y eficaces aunque sin las finas profundidades sicológicas de los
personajes de Ramón Saizarbitoria, por ejemplo.
Un debate sobre la responsabilidad de escritores y
periodistas
Cito a Saizarbitoria con intención, porque en su
debate-encontronazo con Aramburu en 2011 (Feria del Libro de Guadalajara) y
reiterada en un debate el 4-11- 2016, este último dijo que “los escritores en
lengua vasca están subvencionados y no son libres” mientras que “Yo puedo
explicarme con total libertad”. ¡Vaya injusta arrogancia!. No mencionó que, de
partida, sus colegas y compatriotas voluntariamente se han empeñado en crear
desde una literatura casi inexistente, que se ciñen a un primer “mercado
natural” de un millón de hablantes en euskera (que en realidad solo una muy
pequeña parte lee novela en euskara) mientras que el mercado potencial de
Aramburu supera 470 millones de hablantes, además de tener más facilidades para
ser traducido a otros grandes idiomas con accesos a muchos más premios y
editoriales.
Estuvo fuera de lugar por su parte reprochar en ese
debate que la violencia no ha golpeado por igual a unos (escritores
euskaldunes) y a otros (autores en castellano) como si los autores se hubieran
decantado idiomáticamente para protegerse, o habría que culpabilizarse por no
haber sido objetivo de ETA, o no habría habido denuncias severas desde ese
campo (Atxaga, Lertxundi, Muñoz, Zaldua, Cano o Saizarbitoria) en los peores
años de plomo, arriesgando ser vistos como equidistantes (y boicoteados) en
“Madrid” (como le pasó a Julio Medem por su valiente “La pelota vasca”) y, al
mismo tiempo, perder lectores en euskera -muchos de ellos de izquierda
abertzale-. Al fondo -y lo dice uno que piensa que también hay una (buena)
literatura vasca en castellano- los complejos o las fobias sean idiomáticas,
culturales o patrióticas… son malas consejeras.
El comentario anterior viene a cuento. En su novela
Gorka y Ramuntxo, periodistas de una emisora en euskara de Bilbao de la época
(solo había una en Bilbao y era de la Iglesia) peroran: “¿Te imaginas que tú y
yo condenáramos mañana en la radio el asesinato de hoy? Antes del mediodía nos
habrían cortado la subvención o nos pondrían de patitas en la calle” (pág.
462). Esa foto es tan imposible como injusta. Falsa porque es inconcebible que
Gobierno Vasco o la Diputación de Bizkaia (PNV) pudieran condicionar
subvenciones a no denunciar a ETA cuando las propias instituciones lo hacían.
Injusta porque mayoritariamente el periodismo –en castellano o euskera- hilaba
más grueso que fino frente a ETA también en la época y todos los días, fuera
por convicciones o fuera porque le temían más a los dueños de los media, muy
mayoritariamente decantados no solo contra ETA sino contra el nacionalismo. Es
no conocer el país del que habla.
Precisamente lo que se echó más de menos en la
época fue un periodismo comprometido y sin equidistancias que mirara al fondo
de los conflictos: las violencias, incluida en primer lugar la de las
organizaciones armadas, y la degeneración del Estado de Derecho, que se
profundizó con la bendición moral de algunos intelectuales antaño rojos y luego
blancos, con su rendición a Leviatán. Algunos (Ortiz, Ferrer, Ibarra, Estornés,
Lasagabaster, Yanke, Zallo..), por ejemplo, lo intentamos hasta entrando en el
consejo editorial en el primer El Mundo de El País Vasco (1994-1996) hasta que
vino la alianza Aznar–PedroJota. Y tantos otros que podría enumerar, Portell
entre otros (otro puente).
Hechos dolorosos a recordar
¿Se mató a empresarios por no pagar la extorsión?
Sí, aunque en el caso de Txato no encaja que no tuviera vía para negociar su
situación.
¿Hubo miedo?. Sí y mucho, y afectó a muchos de
nuestros compatriotas que debían llevar escolta incluso cuando quedábamos a
comer. En mi caso cuando asesinaron a Lluch (2000) -con el que compartí
tertulia radiofónica el mismo día que le mataron- empecé a mirar durante meses
debajo de mi coche, porque también asumía una cierta condición de puente entre
las banderías. ¿En la estrategia de fuga hacia delante de ETA estaba la de
volar los puentes? A saber. La reacción social fue tan contundente y sana,
especialmente en Catalunya, que ese camino se cegó.
¿Hubo espiral del silencio? (“Nunca hemos sido
nacionalistas. Pero es mejor que aquí nadie se entere” (pàg. 126). Sin duda y
más especialmente en algunos pueblos. Pero de ahí a que nadie, ni los
trabajadores, fueran al entierro de Txato o que la gente no sepa o sospeche
cómo piensa el de al lado incluso en los pueblos pequeños, o que el vacío a un
amenazado y a familiares sea general, es donde ya se entra en un territorio
imaginario.
Y si miráramos también al otro lado ¿Hubo
hostigamiento policial y judicial con suspensión del Estado de Derecho para una
franja social entera: la “izquierda abertzale”, más allá de ETA? Lo hubo. La
población en general vivimos traumatizados años y años por las acciones de ETA
y por las respuestas del Estado que no distinguía entre derechos y represiones
mientras la Justicia tampoco hacía (hace) honor a su nombre.
Llamativamente -y hay que agradecerle a Aramburu la
valentía- como autor nada sospechoso describe con detalle (pàg. 505-509) el
calvario de la tortura y deja ver que era sistemática y rutinaria, en
Intxaurrondo y la Dirección General de la Guardia Civil de Madrid, incluyendo
la mecánica del médico forense garantista para llamarse “andana” ante la
piltrafa machacada que tiene delante, o del juez instructor (Garzón fue de
esos) que ante la queja del torturado contesta con un aquí no toca: “presente
la denuncia correspondiente en el juzgado” (pàg.510). Tantos años los
“constitucionalistas” españoles y vascos mirando a otro lado a pesar de 5 000
denuncias alegando que denunciar era una consigna de ETA y ahora resulta que
uno de los suyos dice que sí, que era así, y que el Estado de Derecho tenía sus
cloacas y que las 9 condenas por torturas en 40 años nos hablan de otra espiral
de silencio. A Aramburu si le creerán pero seguro que no se investigará.
Se cierra el círculo narrativo de la novela con la
figura del arrepentimiento (y la ambigüedad sobre el perdón) simbolizado en las
consecuencias de la violencia y en la vida fracasada de Joxe Mari. La cárcel
cumple su función redentora-destructora personal y su objetivo político de
vencedores y vencidos. Michel Foucault lo tenía claro.
La sociedad vasca es consciente de que los errores
estratégicos, gravísimos hasta el crimen, de ETA pueden ser una vacuna social
para un nunca más, y que es posible escribir el presente y el futuro con otros
mimbres tejidos desde la centralidad de los derechos humanos y la pura fuerza
social y política. Quizás la izquierda abertzale llegue algún día a la
conclusión de que lo mejor de su corriente era su gente y su peso social, sin
que necesitara al primo de Zumosol que, ya desde fecha temprana, la maniató
pasando a ser su problema y no parte de la solución.
De hecho, está recuperando poco a poco peso y, al
lado, apoyando un giro social a la izquierda, milita otra corriente nueva
-Podemos- con su propia filosofía. ¿De quién es la derrota entonces? Hay que
acotarla porque ese Ícaro vuela de nuevo, tras liberarse del plomo y sus alas
negras, y volará más ligero y alto si hace memoria sincera y liberadora sobre
lo que pasó. Y si no lo hace, lo haría la Comisión de la Verdad que proponemos
desde las organizaciones memorialistas partiendo de la fecha en la que se iniciaron
los crímenes de lesa humanidad: 1936 a 1977, y a las que acompañaron violencias
injustificables y sin cuento hasta llegar este momento, 2017, en el que pueda
cerrarse el relato plausible y diverso sobre lo ocurrido, y alumbrar otra
convivencia y otro futuro.
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