Por: Alfredo Apilánez
Hedonismo
despiadado
“La
libertad y la felicidad no dependen de la actividad privada de cada individuo,
sino del orden civil establecido. Son, por tanto, asunto político”
Joaquín Miras Albarrán
“No
hay almuerzo gratis”
Milton Friedman
Al final de su
extraordinaria disección del tortuoso camino recorrido por la economía desde
los clásicos (Smith, Ricardo y Marx) hasta la hegemonía actual del dogma
neoclásico-marginalista, Maurice Dobb describe de esta desalentada manera el “velo”
ideológico que, bajo el ropaje de cientificidad y asepsia característico de las
construcciones matemáticas de la disciplina, encubre sus verdaderas
motivaciones de legitimación del orden vigente: “Éste parece un ejemplo más, si
aún hiciera falta alguno, dado a nuestra materia, de los prejuicios
transmitidos al pensamiento por el marco conceptual heredado o adquirido, el
cual, como desde el comienzo hemos sugerido, está permeado por la ideología,
cuando no directamente impulsado e inspirado por ella”.
Y no hay cuestión
más “permeada por la ideología” -hasta el punto de excluirla completamente del
campo categorial de la “Ciencia económica”, que llega al absurdo de correr un
tupido velo sobre lo que debería ser su objeto de estudio-, que la relacionada
con la progresiva ocultación de las leyes que rigen la distribución de la
riqueza social y el origen del excedente y de la ganancia del capital.
En un prestigioso manual universitario de microeconomía se puede leer
lo siguiente: ”Basándose en el supuesto de la utilidad marginal decreciente (la
satisfacción producida por el consumo de cantidades mayores de un bien es
decreciente), algunas personas llegaban a deducir que la utilidad marginal de
un dólar debía ser menor para una persona rica que para un pobre. De hecho,
esto puede ser cierto en la mayoría de los casos ya que las personas ricas
gastan sus billetes casi de la misma manera que los pobres gastan sus monedas
(sic). Sin embargo, existen casos en los que este tipo de comparación no se
cumple. Por ejemplo, algunas veces los vagabundos gastan sus dólares –cuando los
tienen- más pródigamente que los ricos. Dado que una buena teoría debe
cumplirse en todas las circunstancias, las comparaciones interpersonales de
satisfacción (utilidad) se consideran altamente cuestionables”. Que en un texto
académico al uso (a pesar de la condición divulgadora de un manual para
estudiantes) se pretenda hacer pasar por conocimiento científico semejantes
desatinos impele a indagar cuáles son los “prejuicios transmitidos por el marco
conceptual heredado o adquirido” que animan una cosmovisión con aristas
poliéticas tan “afiladas”. Para evitar los riesgos de cometer simplificaciones,
elevémonos a las alturas de la ciencia “seria” tratando de confirmar la
existencia de tan sui generis fundamentos ético-morales en sus
insignes teóricos.
El principio –la
negación delas comparaciones interpersonales de utilidad-, tan burdamente
expresado en el fragmento previo, es no obstante el corolario esencial de la
teoría de la utilidad ordinal en su aplicación a la economía del bienestar.
Se trata de la cumbre de la teoría ortodoxa basada en la ordenación de las
preferencias subjetivas entre los bienes como fundamento de la conducta del
“consumidor soberano”, que sirve asimismo de armazón para la deducción de la
función de demanda y la determinación del precio de mercado. La deslumbrante
perfección matemática de su catedral teórica, culminada por la exaltación de la
maximización de la utilidad –el “ser humano” de la antropología liberal sólo
disfruta consumiendo privadamente su dotación inicial de recursos, cuyo origen
queda en la penumbra- como epítome de la eficiencia y del bienestar social, es
aún admirada por legiones de obsecuentes discípulos recién iniciados en los
arcanos de la ciencia económica.
El axioma básico
de “una buena teoría” afirma que no hay ninguna razón “científica” que
justifique la transferencia de rentas (o de riqueza acumulada a través del
patrimonio heredado) de los ricos a los pobres. Es más, tampoco es en absoluto
apropiado afirmar que ello aumente el bienestar general. Se trata de una
aseveración totalmente ilegítima bajo los parámetros de la ciencia seria. No
puede afirmarse que el rico “sufra” menos que el pobre con cualquier pérdida de
riqueza o ingreso. Como expresa, con fina ironía, el ilustre y heterodoxo
economista John Kenneth Galbraith en uno de sus excelentes trabajos
histórico-divulgativos, “los sentimientos de diversas personas no son
comparables; establecer semejantes comparaciones equivaldría a negar la
profundidad y complejidad de las emociones humanas y ello representa una
negación de las modalidades de razonamiento a las que aspiraba todo economista
cabal y de buena reputación”. Por esotérico que todo ello pudiera parecer, las
consecuencias prácticas de semejante postulado fueron colosales: en términos
económicos estrictos no hay ninguna razón que justifique la intervención fiscal
redistributiva del estado. La teoría económica ortodoxa no es partidaria de la
contaminación de la pureza del mercado con políticas correctoras. Como añade
irónicamente Galbraith: “para los ricos, ésta volvía a ser una muy adecuada
conclusión”.
El profesor Lionel
Robbins (autor de la canónica definición de la economía
como “la ciencia que analiza el comportamiento humano como la relación entre
unos fines dados y medios escasos que tienen usos alternativos”;
conceptualización que, dicho sea de paso, podría aplicarse a cualquier ciencia
de la conducta en general, lo cual la dota de una concreción y claridad
deslumbrantes) fue el más ilustre profeta de la nueva verdad revelada. El autor
del pomposo “Ensayo sobre la naturaleza y la significación de la ciencia
económica” y miembro de la sociedad Mont Pelerin
-dirigida por el fanático antisocialista y padre del neoliberalismo Friedrich
Hayek (al que Robbins nombró profesor en la London School of Economics que
dirigía)- llamaba al perentorio abandono de consideraciones distributivas, pues
no era posible sostenerlas científicamente: “Sostuve que la agregación o
comparación de las satisfacciones de distintos individuos entrañan juicios de
valor y no de hechos, y que tales juicios rebasan los límites de la ciencia
positiva”. Mister Robbins, con inusual franqueza en un científico riguroso,
sella de forma hermética el campo de la Ciencia Económica conminando a sus
devotos cultivadores a no contaminarse con adherencias ético-políticas:”la
parte de la teoría de las finanzas públicas que se refiere a la ‘utilidad
social’ debe tener una significación diferente. No puede deducirse de los
supuestos positivos de la teoría pura, por muy importante que sea como
desarrollo de un postulado ético. Y tanto los postulados utilitarios de que se
deriva como la economía analítica con la que ha sido asociada serán más
convincentes si esto se reconoce con claridad”.
Ni que decir tiene
que quien no reconozca semejante marco teórico –acotado con este nada sutil
expediente de “cierre categorial” excluyente de cualquier intervención
perturbadora del libre juego de las fuerzas del mercado- como las tablas de la
ley será automáticamente excluido del grupo de los científicos serios que no se
dejan llevar por “prejuicios transmitidos al pensamiento por el marco
conceptual adquirido”. Científicos serios –y con ciertas veleidades poéticas,
todo sea dicho- como uno de los maestros del profesor Robbins y uno de los tres
(junto con Menger y Walras) padres fundadores de la escuela “marginalista”,
Stanley Jevons, quien definía el “núcleo epistemológico” de la
teoría económica del siguiente tenor: “El placer y la pena son sin duda alguna
los objetivos últimos del cálculo de la economía (…) satisfacer nuestras
necesidades al máximo y con el mínimo esfuerzo o, en otras palabras, lograr la
máxima satisfacción y placer es el problema de la economía”. ¡Quién podría
resistirse a una concepción de tamaña profundidad intelectual! No deja de
resultar curioso que los adeptos a este descubrimiento “epocal” del cálculo
hedonista como riguroso basamento del “problema de la economía” fueran al mismo
tiempo implacables fustigadores de la posibilidad de adopción de medidas
paliativas hacia el sufrimiento de los “perdedores” en el libre juego de las
fuerzas del mercado.
Sin embargo,
faltaba algo que coronara la majestuosa construcción del nuevo paradigma de la
ciencia social por excelencia. Una vez excluidas las consideraciones
redistributivas del campo de estudio había que, en sentido inverso, proceder a
entronizar los armoniosos equilibrios maximizadores del bienestar social como
virtudes teologales del funcionamiento óptimo de los perfectos mercados y de la
asignación eficiente de los factores productivos (la Santísima Trinidad de la
madre Tierra, el padre Trabajo y el ‘espíritu santo’ del Capital).
El llamado “óptimo de Pareto” (obra del economista italiano Wilfredo
Pareto, gran admirador del muy liberal Duce Benito Mussolini) es la máxima
expresión de esa elegante construcción lógico-matemática, cumbre del aseado
positivismo de una ciencia comme il faut: ” En análisis económico se
denomina óptimo de Pareto a aquel punto de equilibrio en el que ninguno de los
agentes afectados puede mejorar su situación sin reducir el bienestar de
cualquier otro agente”. Como anota, con cierto poso de amargura, Amartya
Sen: “Si la suerte de los pobres no puede mejorarse sin reducir la opulencia de
los ricos, la situación será un óptimo de Pareto a pesar de la disparidad entre
ricos y pobres”.
El beatífico
óptimo paretiano ofrece así la posibilidad de confinarse en los problemas de la
pura y simple eficiencia económica sin preocuparse por la equidad ofreciendo un
criterio supuestamente objetivo de “optimalidad” social independiente de la
distribución de la renta. Este estado de la sociedad es conocido técnicamente
como superioridad de Pareto y se presupone en cualquier equilibrio
general competitivo enlazando así la existencia matemático-positiva del
equilibrio con un criterio de equidad-normativo consistente en su deseabilidad
frente a cualquier situación alternativa.
Como inquiere
irónicamente Dobb: “¿Qué mejor cosa podía esperarse como objetivo político,
definible en términos económicos puramente objetivos e independientes de la
distribución y, por lo tanto, susceptible de utilizarse como un criterio
objetivo de la eficiencia económica?”.
Empero, tal vez
cegados por el deslumbrante brillo de la imponente construcción, las egregias
eminencias de la ortodoxia tuvieron un instante de ofuscación en el que, como
relata Dobb, “aparecieron la falacia y la confusión”. Olvidando la prohibición
–por ellos mismos impuesta- de comparar utilidades individuales y la consiguiente
imposibilidad de realizar agregaciones de “bienestar” de los individuos, los
entusiastas devotos del óptimo paretiano lo convirtieron en el criterio por
antonomasia de maximización del bienestar social –cometiendo, dicho sea de
paso, una grosera falacia de composición de “primero de lógica formal”-.
Ante la
incredulidad que tal “patinazo” pueda provocar en los devotos creyentes en la
infalibilidad de la ciencia económica, Dobb propone el siguiente ejemplo,
extraído del texto canónico de dos de los grandes popes de la ortodoxia
neoclásica: Paul Samuelson y Robert Solow. En él se afirma con toda solemnidad
que “cada equilibrio competitivo es un óptimo de Pareto” y que “cada óptimo de
Pareto es un equilibrio competitivo”, describiendo tales axiomas como la columna
vertebral de la economía del bienestar y extrayendo la muy apropiada conclusión
de que un equilibrio competitivo es siempre superior a uno no competitivo.
Por arte de
birlibirloque, la negación de las comparaciones interpersonales –tan fieramente
establecida-, que daba lugar a la exclusión perentoria de consideraciones
distributivas del ámbito de la ciencia económica, se soslaya graciosamente para
blandir ad hoc el dogma teologal de que el modelo de la
competencia perfecta es el non plus ultra de la felicidad humana. Como
concluye Dobb, parece que en este intento de hacer que “el óptimo de Pareto
implique mucho más de lo que lógicamente puede hacérsele soportar entran, de la
manera más obvia, cuestiones ideológicas”.
El objetivo de
fondo de haber “arrojado por la borda” las cuestiones redistributivas era, ni
más ni menos, que los economistas ‘cabales y de buena reputación’ pudieran
concentrarse únicamente en la maximización del ingreso nacional a través del
sacrosanto crecimiento económico del producto interior bruto que derramaría sus
benéficos dones sobre el conjunto del cuerpo social. El mismo principio opera, mutatis
mutandis, en la machacona justificación de las políticas de expansión cuantitativa de los bancos centrales consistente
en afirmar (contra toda evidencia empírica) que tales colosales inyecciones de
riqueza a la banca y a las grandes corporaciones iban a derramar sus dones
sobre el conjunto de la economía (el llamado efecto goteo o ‘trickle down’) sin extremar hasta el paroxismo los niveles
de desigualdad.
Así pues, la
máxima normativa implícita en la “imponente” construcción teórica neoclásica
prescribe que si las consideraciones distributivas no pertenecen al reino de la
ciencia económica es porque el libre juego de las fuerzas del mercado dejado a
su albur asigna a cada uno lo que le corresponde. La política se subordina a la
idea enraizada de que existe una dimensión autorreguladora –que tiene
preeminencia en virtud de su condición apodíctica- en la economía en cuyas
leyes “científicas” no hay lugar para la ética.
El
progresismo paliativo
Frente a este
utilitarismo “despiadado”–que recuerda a la ciencia lúgubre ricardiana- del
núcleo duro de la ortodoxia se manifiestan los representantes de la heterodoxia
liberal-progresista dentro del mainstream. Amartya Sen, destacado economista del bienestar y uno de los
creadores del índice de desarrollo humano, podría servir de paradigma de la posición
redistribuidora-reformista que cuela consideraciones ético-humanitarias por la
puerta trasera de la ortodoxia teniendo eso sí mucho cuidado de no perturbar la
solemne magnificencia del “salón principal”. En su magnífico discurso en la
entrega del Nobel, el expresidente honorario de OXFAM y gurú económico del PSOE
de Zapatero realiza una crítica del modelo ortodoxo
centrándose en buscar una grieta en el teorema de la imposibilidad de Arrow (según sus turiferarios, “el economista más
influyente del siglo pasado”) que le permita “colar” consideraciones
redistributivas basadas en la aceptación de las “dichosas” comparaciones
interpersonales de utilidad. Los resultados de “imposibilidad” han sido
interpretados como una sentencia de muerte para la posibilidad de una elección
social razonada y democrática, inclusive en el área de la economía del
bienestar. El teorema niega que sea posible una regla de elección social si se
excluyen comparaciones interpersonales de utilidad, es decir, la pureza de la
teoría implica el abandono de cualquier consideración redistributiva. En las
rendidas palabras de Sen: “Si bien Arrow (tomando como postulado fundamental la
eficiencia de Pareto) situó la disciplina de la elección social dentro de un
marco estructurado –y axiomático–, conduciendo así al nacimiento de la teoría
de la elección social en su encarnación moderna, también profundizó la penumbra
existente al establecer un sorprendente –y aparentemente pesimista– resultado
de alcance universal. Parecía que las evaluaciones sociales y los cálculos del
bienestar social no podían evitar ser arbitrarios o irremediablemente
despóticos”.
La enmienda
parcial de Sen –que en ningún aspecto pone en cuestión el “individualismo
antropológico” ni la estructura socio-institucional imperante- al hegemon
neoclásico consiste en la admisión de la posibilidad de introducir comparaciones
interpersonales que justificaran la adopción de políticas redistributivas
basadas en criterios de elección social no maniatados por el corsé de la
“imposibilidad”. Sus “correcciones éticas” a la implacable lógica del
cálculo egoísta tienen la misericorde pátina de las homilías eclesiásticas: “el
indigente desesperado que sólo desea seguir vivo, el jornalero sin tierra que
concentra toda su energía en conseguir su próxima comida, el criado que busca
algunas horas de respiro, el ama de casa sometida que lucha por un poco de
individualidad; todos pueden haber aprendido a tener los deseos que
corresponden a sus apuros pero sus privaciones están amordazadas y veladas por
la métrica interpersonal de la satisfacción del deseo. En algunas vidas, las
cosas pequeñas cuentan mucho”. Así pues, todo se reduce a constatar –cual
“parto de los montes”- que el concepto de bienestar del cálculo utilitarista
(característico de la utilidad ordinal y eficiencia paretiana) no capta la
privación de las personas que sufren grandes carencias o están en condiciones
de pobreza absoluta o enfermedad careciendo por tanto de preferencias
observables de consumo.
Si bien desde una
posición más “liberal anglosajona”, el Principio de Diferencia de John Rawls prueba una vez más las
limitaciones insolubles de aceptar el marco conceptual del “enemigo” al pugnar
por establecer “bases objetivas para las comparaciones interpersonales que
permitan, en tanto podamos identificar al representante menos aventajado,
evaluar la ventaja individual en términos del control basada en la
maximización de la cantidad de ‘bienes primarios’”. El utopismo de cariz
idealista-kantiano implícito en tales crípticas propuestas se condensa en la
siguiente caracterización del concepto nodal del egregio filósofo analítico:
“los bienes primarios, […] son las cosas que se supone que un hombre
racional quiere tener, además de todas las demás que pudiera querer (sic).
Cualesquiera que sean en detalle los planes racionales de un individuo, se
supone que existen varias cosas de las que preferiría tener más que menos
(sic). […] Los bienes sociales primarios son, grosso modo, la
libertad política (el derecho a votar y a ser elegido en cargos públicos)
así como la libertad de expresión y de reunión; la libertad de
conciencia y la libertad de pensamiento; la libertad de la persona
así como el derecho de tener propiedad (personal); y la protección
contra el arresto arbitrario y el secuestro, tal como es definido por el
concepto de estado de derecho”.
Uno de los máximos
adalides de la renta básica, el economista y político
libertario Philippe van Parijs
, destaca la íntima conexión –con sus respectivas modulaciones- entre los
distintos enfoques mencionados y otros similares: “La maximización del índice
medio de bienes primarios asociado a la peor posición social (Rawls), la
igualación de las capacidades básicas (Sen), la igualación de los recursos
internos y externos (Dworkin) y la maximización del valor de lo que reciben (en
un sentido muy amplio) aquellos que menos reciben (Real Freedom for All)
son cuatro formas de tratar de combinar con cierta precisión el anhelo
(“liberal”) de respetar la diversidad de las concepciones de la vida buena y el
anhelo (“igualitarista”) de respetar los intereses de todos. Una diferencia
significativa entre la versión de este liberalismo igualitario que defiendo yo
y las otras radica en el hecho de que la primera es compatible con una renta
incondicional concebida como algo muy distinto que un mero mal menor, y en que
exige incluso su instauración a un nivel substancial, por lo menos en el
contexto que definen las circunstancias prevalecientes en la actualidad en las
sociedades económicamente más desarrolladas”.
La metafísica
idealista y la completa evacuación de las condiciones materiales de producción
y del marco institucional de la propiedad privada implícitas en tales teorías
de “liberalismo igualitario”–que remiten, bajo el envoltorio laico de la
preservación de los derechos humanos al muy cristiano principio de centrarse
únicamente en aliviar la “suerte de los más desfavorecidos” sin ningún proyecto
emancipador- impregnan las actuales propuestas paliativas –renta básica
universal, trabajo garantizado- de la mayor parte de las fuerzas sedicentemente
progresistas que bregan en el páramo neoliberal.
Si en el culmen de
la inusitada violencia que el neoliberalismo imperialista militarizado ejerce
sobre el ser humano y su crucificado planeta, las ideas renovadoras que los
partidos políticos y movimientos sociales transformadores esgrimen como motores
del cambio social giran únicamente alrededor de la “gobernanza de la pobreza”
implícita en la reclamación de tales medidas redistributivo-asistenciales,
habrá que resignarse a emitir desconsoladamente la clásica exhortación: “que el
cielo nos asista”.
Fuente: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2017/04/17/la-teologia-economica-iii/#more-1627