03-04-2017
La Revolución Rusa fue el síntoma de una época
abierta por la Primera Guerra Mundial que afectó todos los órdenes de la vida
social humana. Esta época fue caracterizada por Gabriel Torrella (2005) como
“un cataclismo de grandes proporciones, cuyos ecos y reverberaciones se iban a
prolongar durante décadas, no sólo en Europa sino en todo el mundo” (p. 233).
El triunfo bolchevique inauguró un siglo soviético (Lewin, 2006) que
desapareció con la estrepitosa caída del muro de Berlín, la Perestroika y la
vuelta al capitalismo.
De acuerdo con E. H. Carr (1985), la Revolución
Rusa (RR) fue la primera revolución que se proyectó y llevó a la práctica de
manera consciente, lo que le otorga un “lugar único en la historia moderna”
(pp. 34-35) y resulta suficiente para valorar su alcance, profundidad y
novedades. De su grado de conciencia dependieron varias lecciones incomparables
para la historia social de las revoluciones.
La revoluciones inglesas (1642 y 1689),
norteamericana (1776), francesa (1789), haitiana (1804) y la gigantesca gesta
anticolonial sobre nuestro continente suramericano (1810-1824) no tuvieron esta
característica pues, sus protagonistas no buscaron hacer una revolución
y, en cierta medida, todas ellas buscaron recuperar antiguas libertades
suprimidas o restaurar monarquías benévolas o ancestrales. De
hecho, todas recibieron el apelativo ‘Revolución’ años después por
historiadores y periodistas. La Francesa, por ejemplo, recién en 1837 fue
caracterizada como revolución en un escrito de Carlyle, y el proceso
inglés fue llamado ‘revolución’ “no por los políticos que la hicieron, sino por
los intelectuales que teorizaron sobre ella” (Carr, 1985, p. 34).
La RR fue la única que preparó sus herramientas
teóricas, sus métodos e instrumentos, sus dirigentes y aparato político de
manera consciente y con proyección al futuro. Michael Sayes y Albert E.
Kahn (1949) dan cuenta de este despertar consciente de la revolución y los
revolucionarios rusos. Enviados a Rusia en 1917 como agentes encubiertos de la
inteligencia norteamericana señalan que, en aquel año, toda Rusia era una
sociedad turbulenta de debates: “Después de siglos de silencio forzoso, al fin
el pueblo había recobrado su voz. En todas partes se celebraban mítines y en
todo el mundo se manifestaba su opinión” (p. 14-15). Que el pueblo ‘recobrara’
su voz tenía un precedente en Europa: la comuna de París (que nadie llamó
‘revolución’); sin embargo, los soviets lograron estabilizarse y sobrevivir,
abrevando 69 años de experiencias.
Además, acumuló una biblioteca entera de debates y
libros de investigación sobre cómo y para qué hacer la revolución
y, antes de finalizar la primera década del triunfo, algunos de sus
protagonistas escribieron ensayos, folletos y materiales analíticos sobre ella:
su historia y su método. Los textos de Lenin, Trotsky y Bujarin son
sintomáticos de esta disposición. Esto no ocurrió ni siquiera con libros tan
anticipadores como La Carta de Jamaica (1816), de Simón Bolívar, donde
la genial descripción geopolítica y antropológica no alcanzó a conclusiones de
similar definición. Un caso evocador es La Historia me absolverá (F.
Castro, 1956), pero se produce 39 años después, como una inspiración
sintomática de la puesta en acto de conciencia de la marcha de la
revolución, en nuestro continente. ‘Revolución’ e ‘Internacionalismo’,
principios rectores del socialismo científico, esbozados por Marx y Engels en
el Manifiesto Comunista como proyecto de una lucha global y una
revolución mundial, se instalaron en la vida política y su literatura con el
triunfo bolchevique.
Todo lo anterior no excluye la polémica sobre la
“inconveniente” o “prematura” toma del poder en Rusia. En eso han coincido
desde Kautsky y Plejanov en 1917 hasta los autores de la Escuela del Marxismo
Analítico. Compartiendo esta postura, Ernesto Laclau (2005) propone una
suerte de post-marxismo a la medida de post-revoluciones para clases post
más anuladas que explotadas, al estilo Negri. Sin embargo, autores como Daniel
Bensaid (2003) han ridiculizado estas posturas señalando que toda revolución es
esencialmente una “imprudencia creadora”, “intempestiva y, en cierta medida,
siempre prematura”, pues, de acuerdo con la teoría marxista de la historia, no
existen sentidos pre-establecidos; “inactuales, intempestivas,
descontemporáneas, las revoluciones no se integran a los esquemas
preestablecidos de la ‘suprahistoria’ o a los pálidos modelos supratemporales”
(p. 95).
Las revoluciones sociales no tienen horario. Son
producto de necesidades históricas que sólo pueden ser proyectadas por la
racionalidad de la teoría política y sus organismos, y, adquieren autonomía
histórica y consciencia, cuando subordinan la necesidad a la libertad y
las fuerzas económicas ciegas al dominio de la razón; no sólo la hegeliana
“astucia de la razón”, sino la razón sistematizada en cuadros políticos
sólidos, militantes formados con alta conciencia, dirigentes con capacidad de
adaptación y flexibles a la determinación colectiva (Ni dioses, ni reyes, ni
elegidos, ni figuras predestinadas, ni comandantes eternos, ni secretarios
generales intocables), pero tampoco programas o formas organizativas irreformables
o inmutables. En este punto nacen sus aportes más invaluables, sin los cuales
se desdibujarían y convertirían en inútiles los esfuerzos de su realización y
preservación.
La RR produjo un impacto mundial en las conciencias
de oprimidos y oprimidas. Su gesta, logros y protagonistas se erigieron en
ejemplo y modelo de los movimientos y partidos revolucionarios que intentaron
adelantar la revolución en sus respectivos países. El triunfo bolchevique
carburó las luchas e indicó la preparación de revoluciones como norma
histórica, aportando nuevas prácticas de lucha y nuevas categorías teóricas.
Tres generaciones de revolucionarios se formaron a la sombra soviética,
bebiendo la cultura conceptual y la práctica política a través de la
Internacional Comunista (IC), que mundializó las luces y las sombras de este
proyecto urbi et orbi.
Por ello, la pregunta de nuestro título sigue
siendo pertinente, por las novedades provocadas o creadas a partir de ella, por
el tiempo transcurrido y por el triste final que tuvo. No son suficientes las
respuestas superficiales extremas: ‘no sirvió para nada’ o ‘sirvió para todo’.
Es necesario ir más allá, aun cuando los debates que se hagan a lo largo del
año dejen la sensación “ de que es imposible un consenso sobre si la Revolución
rusa fue un éxito o un fracaso”, como lo advierte Boaventura de Sousa Santos
(2017).
En el Centenario del triunfo bolchevique, este
trabajo pretende aportar elementos para una discusión de largo aliento.
Mientras muchas voces se alzarán contemplativas y muchos corifeos cantarán las
loas a sus santos soviéticos, nosotros preferimos plantearnos preguntas
incómodas: ¿qué luces sigue aportando la revolución rusa?, ¿qué conceptos de marxismo
y revolución educaron a tres generaciones de revolucionarios
latinoamericanos para que la revolución no fuese?, ¿cómo impactó todo aquello
en experiencias concretas de nuestro continente?
Este trabajo tendrá cuatro apartados. En el
primero, caracterizaremos los elementos centrales que convirtieron a la RR en
faro mundial. En el segundo, desarrollaremos la relación URSS-pueblos
latinoamericanos a través de la IC. En el tercero, plantearemos –a manera de
hipótesis- el legado de la IC en términos ideológicos, organizativos, místicosy
de la táctica y la estrategia. Finalmente, analizaremos el caso colombiano, en
el que se vivió el impacto de la revolución rusa y se padeció la intervención cominteriana.
Como toda caracterización, la siguiente puede tener visos de simplificación;
sin embargo, asumimos el riesgo en aras de un desarrollo didáctico (y polémico)
de la cuestión.
LECCIONES, EFECTOS E IMPACTOS
Sin las reacciones, lecciones, efectos e impactos
que produjo la RR en la clase oprimida y la clase opresora serían inexplicables
los sucesos revolucionarios posteriores.
La primera lección es la idea misma de ‘revolución’
como categoría independiente y autónoma, construcción conceptual y experiencia
histórica, pues fue la primera que pudo mantenerse y preservarse, a pesar de la
parábola de su proceso, que llevó incluso a algunos de sus forjadores y a
ideólogos del Partido Bolchevique a preguntarse a comienzos de la década de
1920, ¿qué había sido del sueño socialista? (en Howard & Louis, 1999, p.
203). La RR fue la primera que se defendió a sí misma, triunfó sobre catorce
ejércitos conjuntos de medio planeta y dejó un modelo de ejército opuesto a los
conocidos, por lo menos, desde un milenio antes. Erich Wollenberg señala que, a
partir de un decreto del 12 de enero de 1918, el ejército socialista debía
servir de base para la Revolución Socialista europea y formarse de manera
democrática: desde abajo, con elecciones de oficiales y bajo los criterios de
respeto y disciplina.
En segundo lugar, desarrolló la utopía de forma
racionalizada –‘electricidad más soviets’, al decir de Lenin-, superando las
ideologías abstractas de felicidad de las experiencias previas que buscaban un
retorno a un pasado de ‘Edades de Oro’. Esta lección no se pierde por los
desarrollos posteriores que anularon al sujeto y desarrollaron la Modernidad a
partir de una mirada fetichista de la economía y una perversión interpretativa
del marxismo que la acercaron al capitalismo.
Como tercer término, (de)mostró con su ejemplo que sí
era posible hacer la ‘revolución’; abriendo una época de rebeliones,
revueltas, alzamientos, levantamientos y revoluciones, como no ocurría desde
los años posteriores de la Revolución Francesa, con las debidas proporciones
históricas; esto es evidente en el derrotado proceso revolucionario
centro-europeo (Hungría, Alemania, Bulgaria e Italia) y las rebeliones y
revoluciones anti-coloniales en Oriente (China, principalmente). La fuerza
epocal del proceso abierto se expresó en rebeliones sucesivas durante todo el
siglo XX a excepción del período de derrotas físicas que comenzaron con China y
concluyeron con el inicio del poder nazi sobre Europa (1925-1939). Además,
abrió un nuevo camino ideológico y programático para los pueblos rurales y
urbanos de América Latina, India y Australia e instaló la idea de ‘rebelión
social’ en Estados Unidos.
En cuarto lugar, ayudó a superar el ‘nacionalismo
burgués’, la más fuerte y extendida corriente ideológica reaccionaria del
mundo, que atravesó el siglo XIX, condujo a la Primera Guerra Mundial y
desembocó en el Sionismo y el Fascismo. Lamentablemente, su superación fue
contradictoria, pues el ‘modelo estatal soviético’ ocupó ese lugar en las
luchas mundiales a partir de la simbiosis fatal entre Partido y Estado.
La quinta lección, fue el desarrollo de la
categoría teórico-práctica ‘militancia’ durante tres generaciones, extendida
por todo el planeta mediante millares de partidos y movimientos. Esta
militancia mundial abrazó el criterio rector del ‘internacionalismo’ como
método, program a y objetivo, dando continuidad al planteamiento de Marx y
Engels: una cosmovisión o concepción del mundo ( Weltanschauung) para un
movimiento internacional que busca apoyarse en una clase explotada al servicio
de una revolución social ilimitada, como el capital mismo. El militante
es un nuevo tipo humano de sedicioso y conspirador histórico con una mística
profunda, que se constituye en la superación histórica de los valientes
salvadores individuales, de los ‘rebeldes primitivos’ de Hobsbawm, dada su organicidad
y programa político consciente. El Che lo definió como hombre nuevo.
Lamentablemente, esta multitudinaria militancia, lentamente se fue dispersando
y enfrentando entre grupos y partidos hasta convertirse en una suerte de
diáspora ideológica y ética, que condujo a la crisis paralizadora que vivimos
los revolucionarios del mundo hasta hoy. ‘Los mil y un marxismos’ a los que se
refiere Bensaid (2003), la ‘extensa serie de marxismos’ a los que alude Mazzeo
(2016).
En sexto lugar, sirvió de laboratorio teórico
–‘incubadora conceptual’- del desarrollo del marxismo y del pensamiento
crítico, a pesar de sus deformaciones. Allí aparecieron las pistas de lo que se
conoció en Latinoamérica como ‘teoría de la dependencia’ en la trotskista Ley
del desarrollo desigual y combinado (1906) y en los leninistasManuscritos
sobre el imperialismo (1916), aunque no los reconocieran los teóricos
suramericanos. También, se implantó la idea de ‘Justicia Social’ como categoría
autónoma y derecho consagrado, superando los postulados normativos expresados
en las revoluciones inglesa y francesa. Esto se evidencia en el derecho laboral
y civil contemporáneo.
Finalmente, inauguró los conceptos de ‘tiempo’ y
‘transición’ en la teoría política, un asunto dejado en el camino por Marx y
sus contemporáneos. Marx pudo pensar la sociedad comunista como un ‘gran
banquete’, como lo hicieron los utópicos y los profetas religiosos, pero no
pudo plantear los caminos y procesos; esto requería un movimiento real entre el
modo de producción capitalista y el socialista; también, asoció pasado con
futuro mediante el internacionalismo militante anti-capitalista como la única
manera de resistir al avance del Capital desde la Primera Guerra Mundial, no en
una mirada nostálgica del pasado (‘Renacimiento’, ‘Edad de Oro’…) ni en clave
religiosa (‘Vuelta al Edén’).
Efectos e impactos entre los oprimidos y los
explotadores
La RR se erigió en el modelo para la revolución
socialista mundial atrayendo a millones de cuadros y militantes,
impactando de manera determinante la vida social contemporánea de su tiempo y
los ecos de sus realizaciones los escuchamos aún. Los efectos e impactos
generados desarmaron el mundo del siglo XIX y determinaron el andamiaje de todo
lo que vino como ‘siglo corto’, el más intenso de los siglos si lo medimos en
términos políticos de militancia, guerras, revoluciones y transformaciones
tecnológicas y sociales. Sin embargo, su camino sufrió un dramático giro: de
herramienta mundial liberadora a estructura religiosa, una iglesia que profesaba
su fe en “los mil y un marxismos”.
Hobsbawm (2010) pinta el cuadro de los impactos en
el campo de los oprimidos y oprimidas a escala mundial:
Hasta los trabajadores de las plantaciones de
tabaco en Cuba, muy pocos de los cuales sabían dónde estaba Rusia, formaron
‘soviets’. En España, al período 1917-1919 se le dio el nombre de ‘bienio
bolchevique’, aunque la izquierda española era profundamente anarquista, que es
como decir que se hallaba en las antípodas de Lenin. Sendos movimientos
estudiantiles revolucionarios estallaron en Pekín (Beijing) en 1919 y en
Córdoba (Argentina) en 1918, y de este último lugar se difundieron por América
Latina generando líderes y partidos marxistas revolucionarios locales.
El militante nacionalista indio M.N. Roy se sintió
inmediatamente hechizado por el marxismo en México, donde la revolución local,
que inició su fase más radical en 1917, reconocía su afinidad con la Rusia
revolucionaria: Marx y Lenin se convirtieron en sus ídolos, junto con
Moctezuma, Emiliano Zapata y los trabajadores indígenas (p. 73).
Aunque difiramos de Hobsbawm en su apreciación
sobre el significado de 1917 para la revolución mexicana, el cuadro resulta
esclarecedor. A nivel nacional, este trabajo lo harán autores como Renán Vega
Cantor (2002) para Colombia o Paco Ignacio Taibo II (2008) para México.
En 2008, el periodista argentino Julio Rudman, de
origen judío, contó la historia de su abuelo Simón, quien al enterarse en
noviembre de 1917 que el gobierno de los soviets declaró como delito el antisemitismo,
en una de sus primeras medidas políticas, pidió en la Sinagoga que Dios cuidara
a los nuevos gobernantes. Afuera del templo, sus amigos lo increparon:
- ¿Sabés lo que hiciste, Simón?
- ¡Sí, claro! Es la primera vez en la vida que en
vez de perseguirnos, nos cuidan.
- Pero, ¡son comunistas!
- No sé lo que es eso.
Entonces, comenzaron a burlarse de él y lo llamaron
‘Simón, el idiota’. Luego, Simón se hizo comunista y ayudó a fundar el Partido
Comunista en Mendoza (Argentina).
El evento de esta historia mínima, nos remite al
sur del planeta en un año en que la información llegaba con varios días o
semanas de retraso. La novedad no es la medida del tiempo y el ritmo de su
impacto en la mente de millones de oprimidos; en realidad, lo sorprendente es
que aquel impacto puede ser visto casi como un solo hecho, a 100 años de
distancia.
La fuerza material y moral de las lecciones de la
RR generó un impacto complementario en la clase dominante mundial que vive del
trabajo ajeno. Por primera vez en la historia sintió que le había llegado su
hora final. No tuvo tal sensación ni siquiera cuando Napoleón campeaba por la
atormentada Europa monárquica, o cuando Simón Bolívar llegaba hasta Ayacucho para
echar lo que restaba de la Monarquía.
Sayes y Kanh (1949) recuerdan que cuando el Consejo
de Obreros y Soldados de Petrogrado nombró en el Gabinete a Lenin como
‘Premier’, a Trotsky como Ministro de Asuntos Extranjeros y a Aleksandra
Kolotái como Ministra de Educación, el Embajador norteamericano reaccionó
espantado: “¡Repugnante! Más espero que se haga el debido esfuerzo porque
mientras más ridícula sea la situación venga más pronto el remedio” (p. 23). El
remedio no tardó en llegar y ocho meses después, la cultura dominante mundial,
atacó al gobierno de los Soviets en catorce frentes con ejércitos de todas las
potencias capitalistas del planeta.
Zbigniew Brzezinski (1989), uno de los más
brillantes asesores del Departamento de Estado norteamericano en el siglo XX,
al lado de Henry Kissinger, señala que el efecto acumulativo del éxito
soviético, convirtió al siglo XX “en una era dominada por el ascenso y el
atractivo del comunismo. (…) La extensión del comunismo a Europa Central y
China fue lo que dominó el discurso intelectual y lo que pareció representar el
augurio de la historia” (p. 23-24).
Los postulados de Brzezinski no eran nuevos en la intelligentsia
burguesa. Décadas antes ya se habían encendido las alarmas tempranamente en
Europa. Pierre Daye, un periodista y escritor belga de ultraderecha devenido en
argentino por la fuerza de la derrota en la guerra, resume las opiniones de
autores sobre este temor de auto-extinción de clase. La más conocida es la de
Oswald Spengler quien, desde una consideración sociológica, señala que la
civilización occidental (léase: la burguesía) puede morir y está “a
punto de hacerlo” para dar origen a otra cultura totalmente nueva que, “podría
nacer en algún pueblo de energías primitivas” como el ruso. Esto reduce a Huntington
a un vulgar parafraseador con su tardío choque de civilizaciones.
Por su parte, el católico alemán Walter Shubart, en
una tesis cercana a la de Spengler, señaló que “después de la crisis
materialista y bolchevique actual [desatada por la revolución rusa, y los
procesos chino e indio, existieran] posibilidades de reemplazar la civilización
europea, caída por la falta de su propio nacionalismo” (Daye, 1952, pp. 51-52).
Y concluía que “hasta los más poderosos, tienen miedo” (Daye, 1952, p.
72). Incluso, no es un abuso afirmar que, el ‘temor de los poderosos’, condujo
a algunos al suicidio en las Bolsas de Valores de Berlín y Nueva York en 1929,
por un lado, y al surgimiento de un brillante intelectual ‘salvador’ como John
Keynes, por el otro.
El socialismo, como movimiento y programa, nunca
tuvo mejor oportunidad política y nunca fue tan dramáticamente desaprovechada,
despreciada o traicionada. El internacionalismo, razón de ser del marxismo
desde su origen, sirvió para fortalecer desde 1925 al Estado Soviético, no para
extender la revolución internacional. La política defensiva de ‘preservación’
terminó siendo uno de los factores de su debacle posterior.
¿CÓMO INGRESÓ LA REVOLUCIÓN RUSA A LOS PROCESOS
SOCIALES DE LATINOAMÉRICA?
El internacionalismo marxista se ha expresado desde
1864 a través de tres Internacionales Comunistas. La primera de ellas
(1864-1876), llamada Asociación Internacional de los Trabajadores, fue fundada
en Londres por sindicalistas ingleses, franceses e italianos, anarquistas, socialistas
y republicanos. Constituye “la culminación organizativa del período inicial de
resistencia del movimiento obrero a las condiciones de explotación capitalista”
(Novak, 1977, p. 36). Entre sus grandes logros están las reformas laborales
progresivas, el estímulo de la organización sindical, lo solidaridad
internacional, el esfuerzo por demostrar que la unidad internacional de
los trabajadores era posible y la difusión de las ideas marxistas
popularizándolas como instrumento para las luchas. Su disolución fue
desencadenada por el fracaso de la Comuna de París (1872) y las insalvables
disputas teóricas entre el marxismo, el anarquismo (Bakunin), el ‘socialismo
pequeñoburgués’ de Proudhon y actitudes sectarias y oportunistas.
La Segunda Internacional (1889-1914) se organizó
con ocasión del Centenario de la Revolución Francesa, luego de un período de
reconstitución del movimiento obrero, con un carácter federativo y con
independencia de los partidos en cada país para desarrollar sus tácticas. Es
considerada como la ‘Internacional de la organización’ del movimiento
obrero en sindicatos y partidos preparando el terreno para el movimiento obrero
masivo independiente. Alemania fue su centro, por la expansión industrial que
siguió a la victoria en la guerra franco-prusiana de 1871, similar a la inglesa
dos décadas antes.
En los debates internos, los revolucionarios
marxistas enfrentaron a un mismo tiempo tendencias oportunistas y sectarias
que, detrás de una falsa disyuntiva entre reforma y revolución, planteaban
alianzas con sectores liberales, pequeñoburgueses y capitalistas. La posición
marxista señalaba que cualquier colaboración de clases fortalecería a la
enemiga clase dominante reaccionaria, debilitando al movimiento obrero y la
democracia. El triunfo de las ideas marxistas en el Congreso de Ámsterdam
(1904) y la primera intentona revolucionaria en Rusia (1905) fueron el clímax
del espíritu de la Segunda Internacional. A partir de entonces, entró en un
lento y progresivo proceso de decadencia hasta su disolución, a causa del
crecimiento de la socialdemocracia, las discusiones internas que terminaron
expulsando a los anarquistas en 1896 y el inicio de la Primera Guerra Mundial.
El triunfo bolchevique de 1917 significó el triunfo
de los marxistas de 1904 y de los revolucionarios rusos de 1905, abriendo una
nueva etapa para el internacionalismo proletario. El 10 de marzo de 1919 se
impulsó la Tercera Internacional Comunista (IC, Comintern o Komintern),
para que fuera el instrumento mundial que derrocara a la burguesía
internacional y realizara la revolución planetaria, exportando la
revolución bolchevique. La IC era el canal natural para establecer el
diálogo entre la clase oprimida y la experiencia soviética. Esta experiencia
será reeditada en la década de 1960 cuando, desde la entraña de la Revolución
Cubana y bajo la mirada estratégica del Che, se proponga la TriContinental,
como una actualización del imperialismo y la solidaridad internacionalista.
Periodización del movimiento socialista
latinoamericano
El movimiento socialista latinoamericano ha tenido
cuatro etapas: (a) de la preparación (mediados del siglo XIX hasta
1919); (b) de los marxistas revolucionarios (desde 1919 hasta 1935); (c)
del frentismo etapista y el ‘browderismo’ antirrevolucionario (desde 1935
hasta 1959); y, (d) del marxismo renovado (desde las revoluciones cubana
y sandinista hasta el presente) (Dussel, 1990, p. 275 y ss.). En este apartado
analizaremos las tres primeras etapas.
En la primera etapa los movimientos socialistas
latinoamericanos inician su proceso histórico y comienzan a participar de una
perspectiva mundial. Es una etapa de maduración y confluencias de corrientes
(socialismo utópico, anarquismo y anarcosindicalismo) y aparecen clubes
socialistas, revistas y periódicos a lo largo del Continente. En la Segunda
Internacional participaron algunos delegados uruguayos y observadores chilenos
y brasileros; mientras que un grupo de trabajadores mexicanos publicó elManifiesto
Comunista en 1870 y el argentino Juan B. Justo tradujo el primer volumen de
El Capital en 1895 (Dussel, 1990, p. 276; Kohan, 2013, p. 25). La
recepción ‘estricta’ de Marx fue limitada, aunque Néstor Kohan (2013, p. 25)
advierte que los emigrantes europeos venidos a América leían estas obras en
alemán, italiano o francés, siendo europea la primera generación de marxistas
en Latinoamérica.
La segunda etapa inicia con la fundación del Comintern
y concluye en 1935. En este período la IC desarrolló sus siete congresos
mundiales. Es la etapa de la fundación de los partidos comunistas (PC)
continentales, que pueden dividirse en dos: las ‘verdaderas secciones’ o
‘partidos históricos’, relacionados estrechamente con el Comité Ejecutivo de la
Internacional Comunista y los partidos ‘menores’, con mucho menos consideración
e incidencia política (Tabla 1).
Secciones y fechas de fundación de los PC
latinoamericanos
Consideración en la IC
|
País
|
Fundación
|
‘ Verdaderas’ secciones / Partidos históricos
(Relacionados con el CEIC)
|
Argentina
|
1918
|
México
|
1919
|
|
Uruguay
|
1920
|
|
Brasil
|
1922
|
|
Chile
|
||
Cuba
|
1925
|
|
Partidos ‘menores’
|
Guatemala
|
1922
|
Ecuador
|
1926
|
|
Perú
|
1928
|
|
Paraguay
|
||
Colombia
|
1930
|
|
Panamá
|
||
El Salvador
|
||
Venezuela
|
1931
|
|
Costa Rica
|
Al final del período, pueden señalarse dos fases: (a)
de lucha interna de fracciones en los PC (1924-1929); y, (b) otra de
crecimiento y expansión en los medios sindicales y populares (1929-1935)
(Dussel, 1990, p. 283).
Aunque Latinoamérica ocupó un lugar marginal en el
gobierno y conducción de la IC, fue aquí donde tuvo su influencia
teórico-práctica más duradera y penetrante sobre sectores sociales que le
permitió planificar e inspirar insurrecciones. Aun cuando, no había un
conocimiento sólido del marxismo y se apelaba a generalidades teóricas el
andamiaje conceptual de la izquierda se enriqueció con dos tendencias teóricas
tempranas. La primera de ellas, encabezada por la IC, que imponía su ideología
soviética del marxismo-leninismo y, la segunda, en la figura de José Carlos
Mariátegui, que buscaba una recreación del marxismo desde una praxis política
situada, procurando hacer un ‘análisis concreto de la situación concreta’. Su
interpretación del marxismo lo ubica en la misma tradición del Marx redactor de
El Capital, oponiéndose al positivismo, al materialismo ingenuo, al
idealismo en las filosofías de la historia y a la visión unilineal leninista de
la historia; pero, también al etapismo, al economicisimo y al dogmatismo.
Con una visión sobre ‘lo nacional’ y ‘lo popular’,
el rol del campesinado y la ‘cuestión’ indígena, El Amauta descubrió los
elementos del socialismo práctico que no permite calco ni copia sino
exige creación heroica de un socialismo autónomo (Mazzeo, 2013); proposición
cercana al socialismo mestizo de Francisco de Heredia (como veremos
adelante) e inspiradora del socialismo raizal de Fals Borda. Esta
tendencia será perseguida, menospreciada y silenciada por la ortodoxia marxista
cominteriana, termidor del marxismo.
La tercera etapa (1935-1959) inicia con la
celebración del séptimo –y último- congreso mundial de la IC y termina con el
triunfo de la Revolución Cubana. El séptimo congreso, pletórico de discursos
cuadriculados y veneradores de Stalin, cambió la táctica y la estrategia. Se
abandonaron los principios leninistas para defender la democracia (burguesa) y
alcanzar el poder para una alianza partidaria con la burguesía. Se abre un
período de colaboración de clases con un instrumento: el Frente Popular.
Entonces, se comenzará a trabajar contra la revolución mundial
(Caballero, 1987, p. 181). Al mismo tiempo, se establecen cambios en los
enemigos: el ‘imperialismo’ será cambiado por el ‘fascismo’ a nivel externo, y,
a nivel interno, se planteó un enemigo emergente “tan poderoso y temible como
el fascismo”: el trotskismo (Caballero, 1987, p. 104). Cuando cambia la línea
en 1941, por exigencias tácticas de la URSS, los comunistas se aislarán de sus
antiguos aliados y se acercarán a sus antiguos enemigos: burguesías nacionales,
oligarquías liberales y terratenientes exportadores.
El frentismo hipotecó el futuro del
movimiento revolucionario y generó un retroceso del marxismo, llegando a
transformarse los comunistas en sectores antinacionalistas yantipopulares,
¡en nombre de la ‘clase’ proletaria! Así, por ejemplo, en Colombia enfrentó a
Gaitán; en Argentina se unió a la Unión Democrática contra Perón; en Cuba apoyó
a Fulgencio Batista y en Perú integró el Frente Democrático con la oligarquía
liberal tradicional (Dussel, 1990, p. 284-285). El cambio de rumbo será
denominado en nuestro continente como browderismo, principalmente en
Cuba, Colombia y Venezuela, que tomaron como modelo táctico el propuesto por
Earl Browder, Secretario General del PC estadounidense. El browderismo
es la expresión extrema de la política del Frente Popular y de la Unidad
Nacional, es decir, de la línea estalinista. Esto puede evidenciarse en las
acciones del PC francés, en las declaraciones de la IC en los inicios de la
guerra y en los desarrollos del PC chileno.
Este desenlace está relacionado con, al menos, tres
acontecimientos: (a) el desmantelamiento en 1933 del Partido Comunista
alemán -el más poderoso de la Tercera Internacional-; (b) el inicio de
la guerra civil española en 1936, donde la IC concentró toda su atención,
enviando sus mejores cuadros a través de las Brigadas Internacionales
para luchar por la República y ayudar al pequeño PC español a expandir su
influencia y militancia; y, (c) la victoria de Stalin, una victoria
tripartita sobre el PC ruso, la IC y los partidos comunistas mundiales
(Caballero, p. 179-180).
El rol de los Congresos, las conferencias y los
Secretariados en la construcción del “comunismo” latinoamericano
Vistos de conjunto, los siete congresos mundiales
de la IC (dirigidos los cuatro primeros por Lenin y los tres últimos por
Stalin) evidencian una contradicción fundamental entre la revolución mundial
(“para derrocar a la burguesía internacional”) y las políticas de Estado
(ruso); entre los agitadores revolucionarios y los hombres representantes de un
Estado-Nación con sus propios intereses. De acuerdo con Manuel Caballero
(1987), esta tensión generalmente se inclinó en función de los intereses de
Estado, asumiendo una línea defensiva (de la Rusia comunista) en lugar
de una ofensiva (de la revolución mundial). En dichos congresos, la
‘cuestión colonial’ siempre tuvo un papel secundario en el proceso
revolucionario mundial y, dentro de ésta, el lugar de Latinoamérica fue siempre
marginal, salvo en el VI congreso (1928) cuando el Comintern ‘descubrió
América Latina’, según una expresión del propio Bujarin.
En el IV Congreso (1922) por primera vez se incluyó
a Latinoamérica en la agenda y sus asuntos comenzaron a ser tratados junto a
los de Francia, España y, probablemente Portugal, en el Secretariado Latino de
la Internacional Comunista. Tres años después, se creó y estableció en Buenos
Aires (Argentina) el Secretariado Suramericano de la Internacional Comunista,
dirigido por José Penelón –Secretario General del PC argentino-. En 1927, dicho
Secretariado tenía representantes argentinos, brasileros, uruguayos y chilenos,
siendo hegemonizado por argentinos, reflejando sus propias discusiones y crisis
internas. Después del VI Congreso (1928), el Secretariado cambió su dirección.
Penelón –caído en desgracia- fue sustituido por Vittorio Codovilla,
‘hombre de Moscú’, absolutamente fiel al estalinismo y amigo personal del
delegado del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista para el
subcontinente, el suizo Jules Humbert-Droz.
Bajo la conducción de Codovilla se organizó la
Primera Conferencia de comunistas latinoamericanos, celebrada en Buenos Aires
(Argentina) entre el 1 y el 12 de junio de 1929. Participaron quince
experiencias comunistas latinoamericanas, con la notable ausencia de Chile, más
delegados de Estados Unidos, Francia y burócratas de la IC. Los delegados de
México, Colombia y Guatemala coincidieron en una misma preocupación: los
comunistas debían tomar las armas, dirigir el levantamiento popular y ‘crear un
Sandino en cada región’; consideraban que las condiciones en el continente eran
revolucionarias y que, si los comunistas no asumían la dirección del
levantamiento, lo harían los burgueses.
Era la ocasión ideal para los propósitos de la
revolución latinoamericana y la revolución mundial, pero el Comintern no
tuvo ese interés y se preocupó más en imponer sus puntos de vista de la manera
más rígida posible, que en aprender de Latinoamérica, informarse mejor de la
situación y extraer conclusiones realistas de las discusiones. Ante los
planteamientos de los delegados, emergió el putchismo y la tentación de las
salidas militares, la defenestración de la capacidad de los liberales y las
contradicciones internas de los pequeñoburgueses (que incluía a los
intelectuales y estudiantes) que sueñan “con un régimen liberal a la europea”
(Caballero, 1987, p. 155).
Fue una Conferencia con muchas sombras y
hegemonizada por la burocracia (el 10% de los asistentes se reconocía como
‘funcionario del partido’). Allí se aprobaron las ‘tesis coloniales’ que
marginaban a Latinoamérica de algún protagonismo en la revolución, se
fustigaron a los intelectuales, los estudiantes y también a los campesinos e
indígenas. La Conferencia cerró filas contra el pensamiento disidente, autónomo
y creativo distanciándose de la Reforma Universitaria, los partidos de
izquierda no-comunista y las tesis de José Carlos Mariátegui.
El Secretariado Suramericano se disolvió en 1930 a
causa de las luchas internas moscovitas que incluyeron la caída de Bujarin y
sus seguidores. En su lugar, apareció el Bureau Sudamericano con un perfil más
clandestino y conducido por el exzinovienista Guralsky, quien venía de
“aplastar la izquierda” del partido comunista francés, liderada por Souvarine;
además de haberse visto envuelto en escándalos de dineros. Su elección, puede
estar relacionada con una pérdida de interés en la región mostrada por el
Kremlin después de 1929 (Caballero, 1987, p.65; 58). También se sabe de la
creación de un Bureau del Caribe que tuvo como tareas la coordinación de
acciones de los comunistas norteamericanos y del Caribe, bajo la conducción
norteña (en cabeza de Browder), y que influía sobre Venezuela y Colombia,
principalmente. Ambos Bureau desaparecieron a mediados de la década de 1930.
LEGADOS DE LA IIIª INTERNACIONAL COMUNISTA EN
AMÉRICA LATINA
La experiencia soviética y el sueño revolucionario
llegaron a Latinoamérica a través del Comintern. Como la idea de
‘socialismo’ tenía una definición ‘institucional’, resulta
imprescindible esbozar los elementos centrales que nos legó la IC en términos
ideológicos, conceptuales, organizativos y religiosos.
La ideología
Tras la muerte de Lenin en 1924, el ascenso de
Stalin al poder central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y de
Bujarin como autoridad intelectual de la Tercera Internacional, se estableció
una ‘hermenéutica oficial’, un ‘sistema filosófico’ del pensamiento
revolucionario, una ‘doctrina oficial’ del movimiento comunista internacional,
adoptada como tal en el VI Congreso Mundial del Comintern en 1928: el
‘marxismo-leninismo’.
El ‘marxismo-leninismo’ se consolidó con la
publicación de Sobre el materialismo dialéctico y sobre el materialismo
histórico (1938). Allí, Stalin cierra el ‘círculo teórico’ de su ‘sistema
filosófico’ y lo presenta sin contradicciones internas ni fisuras; un cuerpo
ininterrumpido que va desde Engels (1877) hasta Lenin (1908) y amalgama dos
‘fuentes’:
(a) Sus tesis de ¿Anarquismo o socialismo? (1905)
en las que reafirma la ‘prioridad ontológica’ de Engels y el ‘monismo’ de
Plejanov, y continúa el fatalismo histórico y eletapismo. Allí,
propuso una filosofía social productivista, donde las ‘fuerzas productivas’
arrastran invariable y evolutivamente tras de sí a las ‘relaciones sociales de
producción’, y donde la subjetividad va a la zaga del desarrollo de las fuerzas
productivas (teoría del retardo de conciencia). Michael Löwy (2007, p. 46) ha
señalado que Stalin aceptó las premisas mencheviques y trató de conciliarlas
con el bolchevismo y la realidad de la Revolución de Octubre.
(b) Las tesis defendidas por Lenin en Materialismo y
empiriocriticismo (1908) en las que retoma el cuerpo categorial del Anti-Düring
y defiende el ‘materialismo dialéctico’ engelsiano. Stalin considera que Lenin
defiende de manera irrenunciable los ‘fundamentos filosóficos y
teóricos’ del marxismo, en tal magnitud, que sus aportes son inseparables e
indistintos a los de Marx.
El ‘marxismo-leninismo’ era un nuevo ropaje para el
viejo ‘binomio materialista’ (dialéctico e histórico) planteado por Engels y
desarrollado por Plejanov y Kautsky. Así, la dimensión ‘marxista’ está basada
principalmente en el último Engels (con una alusión a un texto inconexo
de Marx) y la dimensión ‘leninista’ sólo retoma –fragmentariamente- al Lenin de
1908 y en mayor medida los postulados de Bujarin y Stalin. La ortodoxia
estalinista presentó los pensamientos y proposiciones de Marx y Lenin de forma
mutilada, desconectada y fetichizada, contrariándolos en ocasiones, y
abandonando los márgenes de la ciencia, la crítica y la creación (la
proposición teórica) para entrar en el campo de la religión (verdades
estériles, petrificadas de una doctrina ortodoxa). La doxa cominteriana
resultó una ideología metafísica, de carácter universal y ahistórico, incapaz
de explicarse a sí misma, aunque pudiera ‘explicar’ el capitalismo,
deshistorizando el marxismo y borrando sus propias huellas (Kohan, 2010, p.
91).
El ‘marxismo-leninismo’ estaba basado en la
ideología del progreso lineal e irreversible, centrado en el avance todopoderoso
de las fuerzas productivas y planteaba la necesidad histórica del
capitalismo, al considerar como ‘inevitable’ la revolución, continuando el fatalismo
histórico, el etapismo y la pasividad política, con vocación
reformista y altamente burocratizada. En esta visión, el Tercer Mundo primero
debía alcanzar el capitalismo para construir el socialismo –después- y asumir
el ‘lugar’ que ocupaban los países (coloniales y semicoloniales) en el circuito
del mercado mundial. Si había revolución sería en la metrópoli. El enfoque de
la revolución mundial difundido por el Comintern era colonialista,
occidentalista y eurocéntrico. Franz Hinkelammert (en Fernández y Silnik, 2012,
p. 110) lo ha señalado como un ‘fetichismo estalinista’ que perpetúa,
perfecciona y generaliza la Modernidad con la mistificación del progreso lineal
infinito.
La ‘ortodoxia’ enseñaba a obedecer teóricamente,
repitiendo fraseologías mecánicamente y memorizando citas; así, se impuso “la
legitimación, a la crítica; el sistema, al método; la lógica, a la historia; y
la cita, a la reflexión” (Kohan, 2013, p. 49). La ‘ortodoxia’ era el único
camino para ser marxista. Para Fernando Martínez Heredia, el marxismo ortodoxo
se convirtió en un instrumento de dominación que cerraba el paso al desarrollo
de las personas y de la teoría socialista (en Kohan, 2013, p. 29). Cualquier
intento de estudio y socialización profana era señalada de sospechosa,
herética, ‘anti-soviética’, ‘revisionista’ y ‘trotskista’. La raíz del
pensamiento crítico servía para combatir el pensamiento crítico.
Este fue el ‘molde teórico’ difundido a escala
planetaria a través de los manuales de formación (de la Academia de
Ciencias de la URSS) como legado cominteriano. Este consenso, impuesto a
partir de 1928 sólo fue impugnado en 1959, tras el triunfo de la revolución
cubana y la praxis de Ernesto Guevara, abriendo un nuevo ciclo
revolucionario.
El concepto de revolución
El lugar marginal asignado al ‘mundo colonial’ en
la revolución mundial (‘consideración pesimista’ respecto de la revolución
periférica), generó en los revolucionarios latinoamericanos –y sus partidos-
una verdadera falta de ‘vocación de poder’. Kohan (2003, p. 37) señala
que esta posición es heredada de la Segunda Internacional, cuando, en el
Congreso de Stuttgart (1907), los participantes decidieron “no repudiar ni en
principio ni para siempre toda forma de colonialismo, el cual, bajo un sistema
socialista, podría cumplir una misión civilizadora” (cursivas nuestras).
Esta concepción confiaba, exageradamente, en la
fuerza del proletariado industrial, al que consideraba ‘sujeto’ de la
revolución. Este exclusivismo del sujeto histórico, como lo define Borón
(2009), traía aparejada una desconfianza equivalente al campesinado. Caballero
(1987, p. 137) sugiere que esto podría interpretarse como un síntoma de la
diferenciación en ‘mundo desarrollado’ y ‘mundo colonial’, que al interior de
los países equivalía a la diferenciación entre el campo y la ciudad,
evidenciando todo un criterio teórico que generaba un sentimiento ambivalente
hacia los campesinos por parte de los ‘marxistas-leninistas’ para quienes el
campesino era, a un mismo tiempo, enemigo potencial y aliado preferido. Además,
los comunistas sólo consideraron, parcialmente, a tres sectores: la
pequeña-burguesía, el campesinado y el proletariado; como el proletariado
estaba culturalmente cercano al campesinado y el campesinado encarnaba una
tendencia reactiva pequeño-burguesa (de propietario), entonces, el proletario
desconfiaba del campesinado y el campesinado del pequeño-burgués.
Esta mirada del ‘sujeto’, repercutía en la política
de alianzas, cuyo espectro eran tan estrecho “que prácticamente equivalía a
proponer que los comunistas realizasen una alianza con ellos mismos” a través
de los Bloques Obreros y Campesinos (Caballero, 1987, p. 158-159). Así, los
comunistas latinoamericanos evitaron fundar ‘partidos campesinos’ u
‘obrero-campesinos’, de la misma manera como eludieron los ‘partidos
nacionalistas’, a los cuales sólo podían ingresar, previa discusión del
partido, a fin de “luchar ‘desde adentro’ contra el oportunismo y el
reformismo” (Caballero, 1987, p. 157). Además, los intelectuales
pequeño-burgueses debían ‘proletarizarse ideológicamente’ antes de ser
admitidos en las filas del partido.
Era claro que la clase dirigente o
‘conductora’ de la Revolución era el proletariado, que se articulaba o se
orientaba por la fuerza dirigente del Partido. Sin embargo, en el caso
de las colonias, donde la fuerza mayoritaria era campesina y había confusión
sobre quiénes debían dirigir la revolución, la fórmula fue simple: a falta de
un proletariado fuerte y consciente, la conducción debía ser asumida por el
partido. Es lo que Isaac Deustcher llamó ‘sustituismo’: la fuerza dirigente
‘sustituía’ la clase dirigente. La Vanguardia sustituía en las colonias
al sujeto protagónico. El partido comunista se conformó como un núcleo aislado.
La ambivalencia también se expresaba en la
(in)definición del enemigo principal a combatir. Aunque se hablara
genéricamente del Imperialismo, la burguesía y los ‘grandes
terratenientes’, las definiciones eran ambiguas, sumadas a los cambios abruptos
de orientación debido a los pactos internacionales y las políticas de alianzas
para las secciones, dificultando la comprensión para la acción.
Los comunistas latinoamericanos no pensaban en la
toma del poder ni tenían una estructura y política masiva. A mediados de la
década de 1930, la IC se planteó dos maneras diferentes de abordar el problema
del poder: (a) “desde afuera” -por vía insurreccional-, como se intentó
en Brasil en 1935- y (b) “desde adentro” -por medio de pactos y alianzas
con la pequeña-burguesía y la burguesía-: “la política de Unidad Nacional que
desembocó finalmente en el browderismo” (Caballero, 1987, p.159).
La concepción histórica de la revolución ‘hacia
afuera’ era eurocéntrica (primacía de Europa sobre el resto del mundo) y
estratificada (primacía de la lucha socialista sobre las luchas de liberación).
Y, ‘hacia adentro’ del movimiento comunista, la ortodoxia se empeñaba –desde
1924- en reescribir la historia a cada viraje táctico, con el propósito de
“borrar de ella a los líderes caídos en desgracia”. Este modelo narrativo fue definido
por Trotsky como “escuela estalinista de falsificación” (Caballero, 1987, p.
28).
El modelo organizativo
En el ¿Qué hacer?, Lenin (1902) plantea que
la ciencia del socialismo no puede generarse de manera espontánea, sino que
requiere de un núcleo de maestros que lo enseñe a un cuerpo de
discípulos a fin de construir la escuela de la revolución. Los
maestros serían los Partidos Comunistas (“núcleo de intelectuales”,
“inteligencia colectiva”): en el plano internacional los de los países
centrales a los de los países periféricos y en el plano nacional las secciones
de la IC a las masas obreras. El modelo se regía bajo un ortodoxo centralismo y
una organización vertical que privilegiaba los canales de diálogo descendentes:
de los jefes a los militantes, en todos los niveles. El partido leninista
estaba constituido por élites (vanguardias) de líderes que ‘conducían’ a
las masas. Hobsbawm (2010, p. 83) lo señala como una “extraordinaria innovación
de la ingeniería social del siglo XX comparable a la invención de las órdenes
monásticas cristianas en la Edad Media”, cuyos miembros derrochaban entrega y
sacrificio, “además de una disciplina militar y una concentración total en la
tarea de llevar a buen puerto las decisiones del partido a cualquier precio”.
La IC fue concebida por Lenin como un ‘verdadero
partido mundial’ que seguía el modelo (victorioso) ruso; allí, el Buró Político
del PCUS asumió la conducción y se convirtió en la fuente de legitimidad,
trazando las coordenadas estratégicas y las tácticas particulares,
dejando a las secciones el rol de aplicación obediente y desalentando cualquier
discusión y práctica política desarrollada in situ o diferente a la
‘línea’ establecida. El PCUS exportó sueños y utopías, contradicciones y
miserias; el comunismo internacional vivió todas las deformaciones surgidas en
el seno del partido ruso con el ascenso y consolidación del estalinismo. La
tendencia organizativa hacia el autoritarismo y la burocratización vino como
consecuencia de las tres victorias de Stalin. El PCUS ejerció un rol de ‘juez y
parte’: dirigía un Estado-Nación y una conspiración mundial, convirtiendo a las
secciones del Comintern, las más de las veces, en “un apéndice menguante
del Ministerio de Relaciones Exteriores soviético” (Caballero, 1987, p. 38).
El modelo leninista ha tenido variadas críticas,
por lo que se considera su carácter anti-democrático y verticalista. Caballero
(1987, p. 37) señala que la conducción estaba en manos de una “oligarquía
autoelecta” y Dussel (2010, p. 8) afirma que esa burocracia de cuadros
venía aparejada del “círculo cuadrado del centralismo democrático”. Retomando
las discusiones planteadas por Milovan Djilas, el cura revolucionario Camilo
Torres Restrepo (en Herrera y López, 2016, p. 116) señaló que la ‘democracia
socialista’ carecía de capilaridad y permeabilidad; entonces, la
clase dirigente (“la clase de los políticos”) no recibía las presiones sociales
e impedía que el pueblo fuera el protagonista y constructor del proceso
revolucionario. Su crítica está enmarcada en el debate del ‘sustituismo’.
Por su parte, el filósofo colombiano Estanislao
Zuleta (2010) recuerda que en medio de una discusión de ‘célula’ en torno a la
organización partidaria, que escindía ‘el partido’ de la ‘juventud’ comunista,
planteó que tal división resultaba inocua en medio de la realidad social
nacional; entonces, el histórico secretario general del PC colombiano, el
camarada Gilberto Vieira, espetó: “Compañero Zuleta: ¿usted cree que sabe más
que toda la Academia de Moscú, que todo lo que hemos logrado en toda nuestra
experiencia? Cuidado, porque la Academia de Moscú, con perdón, sabe más
marxismo que Ud.” (p. 45).
La religión
El cuerpo doctrinario del ‘marxismo-leninismo’ era
materialista, secular y profano, opuesto a toda forma de idealismo. Tomando
como punto de partida una expresión marxiana que aparece en La filosofía del
derecho (1844): “La religión es el opio de los pueblos”, desarrolló el
ateísmo militante como su propia religión. Sin embargo, desconoce que la
referencia opiácea se halla en escritos de Kant, Herder, Feuerbach, Bruno,
Bauer, Heine y otros, y que, leída en contexto, resulta más moderada de lo que
se impuso como definición (Löwy, 1999, p. 14-15). En aquel texto, Karl Marx
asume el carácter dual del fenómeno del desaliento religioso:
puede servir como legitimador de las condiciones existentes o como catalizador
de las protestas en contra de ellas. Y dos años después, en La ideología
alemana, aborda con Engels el tema como una realidad social e histórica y
como una de las múltiples formas de ideología.
Hinkelammert (2010; 2007) señala que la crítica de
la religión constituye el elemento central de la obra de Marx, aunque cambie de
énfasis y lenguaje. La crítica de la religión (en el joven Marx) se convierte
en crítica de la economía (en el Marx maduro), elaborando su crítica del
fetichismo y planteando su imperativo categórico: denunciar a los dioses
–celestes o terrestres- que no reconozcan al ser humano como ser supremo para
el ser humano y en cuyo nombre el ser humano sea tratado de forma humillante,
sojuzgada, abandonada y despreciable. Los dioses terrestres (‘fetiches’)
a los que alude Marx son el mercado, el Estado y el capital, que exigen en
sacrificio al mundo entero (seres humanos y naturaleza) y sólo quieren beber
néctar en los cráneos de los muertos. El paradigma esta crítica constituye el
paradigma del humanismo y del pensamiento crítico.
Una de las tesis centrales de Hinkelammert (2010)
es que Marx es continuador y profundizador de la tradición mesiánica de Isaías,
Jesús y Pablo de Tarso, desarrollando la crítica paulina de la ley. De hecho,
señala que Marx conoce muy bien las escrituras cristianas y “es posible que
sepa que su interpretación está en la línea de la crítica de la ley de Pablo de
Tarso” (en Fernández y Silnik, 2012, p. 70). Por su parte, Dussel (1993) señala
que Marx abrevó los marcos categoriales de la tradición semita, desarrollando
incluso el ‘método profético’. Para estos autores es muy claro que Marx nunca
pretendió la abolición de la religión ni se preocupó por desarrollar un ateísmo
militante.
Las posiciones del marxismo posterior respecto de
la cuestión religiosa fueron diversas y oscilaron entre: (a) considerar
que “la batalla ateísta en contra de la ideologíareligiosa” (cursivas
nuestras) debía subordinarse a las necesidades concretas de la lucha de clases,
que exigía la unidad de los trabajadores –creyentes o no-; y, (b)
limitarse a “comentar o desarrollar las ideas esbozadas por Marx y Engels o
bien aplicarlas a una realidad particular” (Löwy, 1999, p. 20). Así,
supeditaron siempre la lucha de clases y la unidad revolucionaria a una
enconada actitud de ateísmo militante.
La ortodoxia cominteriana asumió como única
perspectiva aquella cruda e intolerante de tipo ‘materialista’, que
proponía que “un cristiano que se convirtiera en socialista o comunista necesariamente
abandonaría sus anteriores creencias religiosas ‘anticientíficas’ e
‘idealistas’” (Löwy, 1999, p. 23) (Cursivas nuestras). El modelo era de unaconversión
religiosa: abandonar un dogma para abrazar otro. La crítica de la religión
iniciada por Marx pasó de una crítica científica a una afirmación metafísica y
en el análisis de la economía política tendió a desaparecer la crítica del
fetichismo; se transformó la crítica de la economía política, en buena parte,
en una “teoría estructuralista con un carácter de escolástica” (Hinkelammert,
2010, p. 147) y declaró una ruptura entre el joven Marx y el Marx posterior, en
tal magnitud que los escritos juveniles fueron señalados como ‘no marxistas’.
El criterio empírico y científico empleado por Marx para la crítica de la
religión fue cambiado por una pregunta metafísica, que no tenían ninguna
relación “con la crítica de la economía política y con la crítica de la
religión y del fetichismo hecho por Marx” (Hinkelammert, 2010, p. 148).
Finalmente, resulta paradójico que un expastor
protestante suizo hubiera llegado a ser una de las figuras prominentes del
aparato del Comintern: Jules Humbert-Droz y que entre 1936-1938
emergiera en Francia un movimiento de revolucionarios cristianos, con varios
miles de simpatizantes, que apoyaban al movimiento obrero, en especial sus
tendencias más radicales –el ala izquierda del Partido Socialista- con un
eslogan principal: “somos socialistas porque somos cristianos” (Löwy, 1999, p.
24). Fenómenos de este tipo tomarán fuerza en América Latina a partir de la
década de 1960, sin que la ortodoxia marxista tenga respuestas contundentes.
COLOMBIA: Del sincretismo y la diversidad
socialista a la insoportable homogeneidad “comunista” exportada por la IIIª
I.C.
A comienzos del siglo XX el ideario socialista fue
una de las expresiones políticas y organizativas más importantes en Colombia,
pues congregaba diversos sectores sociales, entre ellos, la naciente clase
obrera de los enclaves norteamericanos (petrolero y bananero), artesanos,
campesinos sin tierra, indígenas, estudiantes e intelectuales.
Sin embargo, ha sido una experiencia poco difundida
y estudiada, no sólo por la academia sino, y es lo más preocupante, por los
ámbitos militantes de izquierda. Cuando se quiere indagar por los orígenes de
las luchas y la historia política de la izquierda colombiana, ésta es definida
a partir de un único y hegemónico mito fundante: el nacimiento del Partido
Comunista Colombiano (PCC), antes del cual, como es propio de los relatos
oficiales, es la nada misma. Esto puede explicarse porque la historia de los
partidos comunistas alrededor del mundo ha procurado instalarse como la
narrativa dominante de una época y como el eje rector de los distintos
movimientos revolucionarios que fueron surgiendo en el mundo. Por ello, al
querer realizar un análisis sobre el impacto de la Revolución de Octubre en
nuestras realidades latinoamericanas, pueden quedar reducidos “en el
exclusivismo de la perspectiva de su impacto en la creación de partidos
comunistas prosoviéticos y en la lectura que luego esos partidos hicieron de
esa influencia” (Vega, 2002, p. 164). Por demás, el tema es mucho más amplio y
complejo que eso.
Socialismo Mestizo: Semilla Rebelde y Originaria
La guerra fue el sino de los albores del siglo XX.
Dos guerras mundiales, hambrunas y una crisis económica mundial fue el caldo de
cultivo para el surgimiento de unaalternativa otra al sistema
capitalista. El mito de la Modernidad, del progreso lineal e infinito, parecía
dar señales de fracaso. El siglo XX encontró en Colombia un país devastado
social y económicamente que acababa de salir de una cruenta guerra civil conocida
como Guerra de los Mil Días que enfrentó a conservadores nacionalistas
con liberales, dando origen a una retrógrada Hegemonía Conservadora que gobernó
cerca de medio siglo (1886-1930), imponiendo los preceptos ortodoxos vaticanos
de Estado, Familia, Propiedad Privada y Mercado y ejerciendo la violencia
represiva del Estado para mantener el statu quo, sofocando huelgas y
protestas.
Detrás del telón, quien movía los hilos era el
imperialismo norteamericano, a través de una agresiva y diversificada injerencia
que incluyó la secesión de Panamá en 1903, para hacer el canal interoceánico,
desarrolló sus inversiones económicas a través de los enclaves petroleros y
bananeros con sus empresas (la Tropical Oil Company en Barrancabermeja y la
United Fruit Company en Santa Marta) y promovió una ‘danza de los millones’ al
juntar créditos para inversión en infraestructura (ferrocarriles y navegación)
y para la consolidación de un producto nacional de exportación (el café) con la
indemnización pagada al Estado colombiano por la división del istmo. Esta
injerencia no fue sólo en Colombia y no sólo por medios económicos, sino
buscaba el control de Latinoamérica cuya importancia geoestratégica se fue
revelando a lo largo del siglo XX, como bien nos advierte Borón (2013, p.
59-97).
Este conjunto de situaciones inauguró no sólo la
‘diplomacia del dólar’ a la que alude Renán Vega Cantor, sino un proceso de
organización y lucha obrera y sindical (local-nacional) bajo proyectos
emancipadores, que fueron gravitando cada vez con más fuerza alrededor de las
premisas ideológicas del Socialismo y el Liberalismo radical. Hasta entonces,
Colombia carecía de polos fabriles e industriales y seguían prevaleciendo las
economías agrícolas, campesinas y artesanales. No había proletariado industrial
fabril y la categoría ‘Obrero’ incluía también al campesinado y al artesanado.
La organización política de este primer socialismo
(1909-1919) construyó una cultura popular con su propio ideario, símbolos,
representaciones, rituales y mixturas; cuestionaba el verticalismo y el
autoritarismo, rechazaba la política bipartidista (liberal-conservadora) y bajo
el ‘Manifiesto Obrero’ de 1916 se declararon obreros libres, sin amos, ni
conductores políticos. En materia ideológica y cultural, desarrolló un
sincretismo de corrientes diversas, congregando a socialistas, comunistas,
anarquistas y liberales radicales, influidos por el cristianismo primitivo, la
Revolución Francesa y la Revolución Rusa, sin considerar contradicciones entre
ellos. Las contradicciones y los purismosvendrían mucho después, con la
influencia cominteriana. En este período se dio nacimiento al Partido
Obrero, en el año 1911.
La segunda etapa del socialismo (1919-1924) se
caracteriza por algunos fundamentos ideológicos con los que se constituiría
nominalmente el Partido Socialista. Se retomaron las consignas de la Revolución
Francesa (Libertad, Igualdad y Fraternidad) y se buscó la
unión de los trabajadores en la lucha por los ‘tres ochos’: 8 horas de trabajo,
8 horas de estudio y 8 horas de descanso; además, se propuso la abolición del
monopolio y esclavitud de la tierra, la liberación de los terrenos baldíos y el
impulso del cooperativismo y las redes políticas. Este socialismo impulsó la
equidad de género pariendo a una de las más destacadas referencias políticas de
la izquierda colombiana: María Cano Márquez. Su idea de ‘socialismo’
continuaba, en cierta medida, el socialismo de Estado planteado por el
General Liberal Rafael Uribe Uribe (proteccionista de la producción nacional
con reconocimiento de la propiedad privada y el capital), y buscó la
participación electoral en alianzas políticas hasta ese momento con el ala
radical del Partido Liberal.
En este período se comenzaron a esbozar las
primeras definiciones teóricas de lo que se entendía por ‘socialismo’. Una idea
de ‘justicia social’ que restringiera el capitalismo y mejorara la calidad de
vida de la clase obrera, sin desarrollo de la violencia. Se trataba, en mucho,
de un cierto reformismo y Estado de bienestar social-demócrata. Así mismo, se
enfatizaba en la necesidad de que el obrero siempre tuviera trabajo, que la
huelga fuera el instrumento firme convertida en la sustancia motora del
socialismo (Vega, 2002, p. 114).
El tercero –y último- momento del socialismo está
comprendido entre los años 1924 y 1930. Liquidado el Partido Socialista en 1924
se perfilaron dos tendencias en el IV Congreso Socialista. La primera,
encabezada por Luis Tejada, abogaba por organizar un Partido Comunista, que
fuera reconocido por la III Internacional y que “pretendía abjurar de todo el
pasado inmediato como algo negativo, pleno de reformismo”; y la segunda, con
Francisco de Heredia, quería continuar con un Partido Socialista “que
aprovechara las experiencias adquiridas de 1919 y que se fundiera con la
realidad colombiana mediante el conocimiento de sus problemas” (Vega, 2002, p.
120). El pulso condujo a la fundación en 1926 del Partido Socialista
Revolucionario (PSR), admitido oficialmente en el Comintern.
El PSR continuó la síntesis de la Revolución
Francesa (liberalismo radical) con el pensamiento socialista (en sus diferentes
corrientes) y la experiencia de la Revolución Rusa, incorporando diálogos con
la cosmovisión indígena (a través de Manuel Quintín Lame) y con los
planteamientos cristianos que consideraban revolucionario a Jesús; además, de
una auténtica promoción y difusión del internacionalismo y el antiimperialismo.
Los socialistas revolucionarios apelaron al reconocimiento de los esfuerzos
anteriores hechos por el Partido Socialista con todas sus limitaciones y
resaltaron la necesidad de un socialismo propio, raizal y mestizo. El propio
Francisco de Heredia expresaba:
Reconozcamos, pues, el carácter idealista y
humanitario de la Revolución Rusa, pero ciñámonos a la realidad colombiana. ¿No
estamos todavía en un período de organización y propaganda? ¿Entonces por qué
no esperamos el resultado de los experimentos de otros pueblos? ¿Por qué no nos
ceñimos a nuestro medio, estudiamos la vida nuestra y presentamos programas,
que puedan revisarse, y que solo servirán para orientarnos hacia el porvenir a
la vez que laboramos en el presente por mejorar, de la manera que esté a
nuestro alcance, la situación de los trabajadores? (…) Expresemos, pues,
nuestra solidaridad con todo el proletariado del mundo, y nuestro propósito de
pertenecer a la organización mundial comunista cuando se realice, y nuestra
resolución de ayudar a que se realice. Pero también es evidente que para
agrupar y a organizar al proletariado colombiano, alrededor de la voluntad de emancipación…
es indispensable seguir el camino más fácil, que en este caso es la
organización netamente colombiana y la independencia, que nos permite
maniobrar, de otras organizaciones extranjeras (en Vega, 2002, p. 122-123).
Sus planteamientos son coincidentes con las
formulaciones que hace Mariátegui en ‘Heterodoxia de la tradición’ (cit. por
Vega Cantor, 2010) en la que señala que los verdaderos revolucionarios no
procedían como si la historia empezara con ellos, sino que, lejanos de la
ilusión egocéntrica de ‘fundadores’, asumen que representan fuerzas históricas;
es decir, que no existe lucha revolucionaria sin sentido histórico, sin
dimensión de memoria histórica popular. De otra parte, su concepción del
socialismo apelaba a un ‘análisis concreto de la situación concreta’ elemento
constitutivo de la filosofía de la praxis. El PSR abogaba por formas
partidistas no verticalistas, centralistas ni personalistas, basadas en
relaciones territoriales y de confianzas, que apelaran en muchos casos a las
tradiciones culturales y alzaba una premisa: ‘al proletariado no lo manda un
hombre sino un programa’.
Este modelo de ‘socialismo mestizo’ duró muy poco
tiempo. La derrota de la gran huelga bananera, que terminó en masacre en
diciembre de 1928 y el fracaso de la insurrección bolchevique de 1929 –la
primera de Latinoamérica- que desató una brutal represión policial (la ‘Ley
heroica’) y persecución judicial en contra del socialismo revolucionario, que
incluyó el encarcelamiento de algunas de sus principales figuras como Tomás
Uribe Márquez, sumó al PSR en una crisis de la que no se pudo recuperar;
además, se vivió el impacto de la crisis económica mundial, que detuvo el danzar
millonario.
La década terminaba con dos grandes perdedores, el
PSR (y su ‘socialismo mestizo’) y el Partido Conservador (dando fin a la
‘Hegemonía’), y dos grandes ganadores, el Partido Liberal (que alcanzó el
triunfo electoral con el candidato de los norteamericanos: Enrique Olaya
Herrera) y la tendencia comunista, la cual, sobre las ruinas del PSR y apoyada
por el Comintern, tomó el control del partido y promovió la tan anhelada
pretensión de formar el ‘verdadero’ Partido Comunista.
La Estalinización de la cultura política colombiana
La intervención del Comintern en el PSR y su
participación activa y determinante en su ‘conversión’ en Partido Comunista fue
planificada desde octubre de 1929, después de la Conferencia de Buenos Aires,
aunque ya venía siendo exigido un cierto cambio orgánico y político desde
febrero de 1929, por medio de correspondencia. Este pasaje y el rolcominteriano
pueden seguirse en el anexo documental del libro de Meschkat y Rojas
(2009).
En la Conferencia de Buenos Aires, el suizo Jules
Humbert-Droz hizo por primera vez una alusión a Colombia, en relación con la
huelga bananera; sus apreciaciones fueron ampliadas posteriormente a través de
una carta al PSR donde criticaba duramente la organización y planificación de
la huelga. Y en un informe presentado posteriormente señaló que los
revolucionarios colombianos (especialmente Raúl Eduardo Mahecha) podrían ser
‘buenos militantes comunistas’ si se los acompañaba en el estudio y las
discusiones a pesar de ‘una cierta suficiencia’: “ellos declaran que en
Colombia, no se hace como en Alemania o en Rusia” (Meschkat y Rojas, 2009, p.
27). La locución preposicional ‘a pesar de’ revela la convicción cominteriana
de desconocer cualquier experiencia e imponer su recién estrenado
‘marxismo-leninismo’. Moscú ya tenía una doctrina, por tanto, no necesitaba
teóricos sino activistas. “La atención se centró en los organizadores más
hábiles, en quienes hubieran demostrado ser voceros de los explotados en sus
luchas” (Meschkat y Rojas, 2009, p. 23-24).
En una tierra fértil para la revolución se sembró
la semilla transgénica del marxismo adulterado. A partir de entonces,
comenzaron los ajustes de cuentas con el pasado socialista, haciendo tabula
rasa. Comienza una nueva etapa en la izquierda colombiana. Se trata de un
‘cuarto período’ que podría definirse como ‘bolchevización’ y que significa la
negación absoluta de las tres anteriores etapas. Se caracteriza por la adopción
del ‘marxismo-leninismo’ y de la disciplina partidaria (léase obsecuencia al
dictamen moscovita), acentuando el centralismo y desarrollando un conjunto de
prácticas expulsivas-depurativas que eran vistas como necesarias para la
consolidación y triunfo del partido, en últimas de la revolución (apartado
anterior). Se trataba de un auténtico ritual de conversión política e
ideológica al Comunismo internacional.
La ‘bolchevización’ puede caracterizarse por medio
de los siguientes criterios:
(1) Defenestrar y negar la propia historia. Es la
mundialización de lo que Trotsky llamó “Escuela estalinista de falsificación”.
El pasado histórico, previo al Comunismo, está lleno de desaciertos y errores…
¡la barbarie política! Se trataba de condenar el propio pasado si se encontraba
fuera de los marcos interpretativos y de acción comunista.
(2) Denunciar y perseguir la ‘desviación
ideológica’. Los disidentes (llámense pequeñoburgueses, trotskistas,
revisionistas o putchistas) eran enemigos a los cuales había que
eliminar física, política y/o moralmente. Esta caracterización, generalmente se
aplicó a los intelectuales y estudiantes.
(3) Homogeneizar al sujeto histórico y
revolucionario bajo la categoría ‘proletario’ delimitaba a los sujetos y
actores sociales al sector fabril/industrial, por ende urbano, excluyendo a
todo un universo de clase social predominantemente campesina y artesanal, lo
que significaba una marginalidad política en un contexto atrasado y
mayoritariamente rural.
(4) Construir un partido disciplinado y obediente a
los dictámenes moscovitas adelantando una defensa acrítica de la Unión
Soviética. Esto implicaba adoptar la ideología del ‘marxismo-leninismo’,
aceptar las definiciones tácticas y estratégicas de la revolución e
interiorizar la espiritualidad vacía y el ateísmo militante. Así, se podían
instaurar tribunales que juzguen el ‘auténtico’ compromiso revolucionario de
los militantes. Entonces sólo era posible la derrota, el ostracismo, la
conversión, el retorno a viejos nichos políticos o el traspaso
ideológico-político para los que no se sometieran.
Tres o cuatro generaciones de militantes marxistas
fueron educados en esa escuela de falsificación, sus conceptos y métodos de
acción política, lo que condujo a la amoralidad de una ética alejada de os
principios, es decir, la razón de ser del marxismo como movimiento mundial.
PALABRAS FINALES
A cien años de la Revolución Rusa muchos debates
siguen abiertos y muchas preguntas, sobre todo desde su debacle en 1992. No
sólo para qué sirvió, punto inicial de este trabajo, sino cuál es su
significado para la historia de los orpimidos.
La Revolución Rusa fue –y sigue siendo- fuente de
inspiración para todas las experiencias revolucionarias. Pero, también de
debate. Sin pretender hacer historia contra-fáctica no deja de ser tentador
preguntarse ¿cuál habría sido el destino de la RR si Lenin no hubiera muerto
tempranamente o si Trotsky hubiera asumido la conducción del PCUS? Lo cierto es
que esto no pasó. Lenin murió pronto y Trotsky fue derrotado por Stalin,
parafraseando el título del libro de H. Montero (Por qué Stalin derrotó a
Trotsky, Bs. As., 2009).
Problematizar las implicaciones de la Revolución
Rusa, a partir del papel de la Tercera Internacional Comunista nos permite
rastrear huellas de “un pasado que no pasa”, como dice Boaventura de Sousa para
descubrir que muchas de las prácticas, estrategias y narrativas concretas de
las izquierdas contemporáneas, siguen orbitando en derredor del estalinismo.
Esta parece ser la maldición de la RR: ser indivisible de Stalin. Así, como la
idea de comunismo (y de socialismo) está atada a la RR y ésta es inseparable de
Stalin, entonces, el derrumbe del campo socialista es un asunto que nos atañe a
todas y todos los revolucionarios. Se trata de una derrota total de la
izquierda mundial, unaderrota del alma pues, como dice Hinkelammert (en
Fernández y Silnik, 2012, p. 45) “de repente, el pensamiento tradicional de la
izquierda enfrentaba la necesidad de un replanteo de fondo, porque tenía que
incluir toda la cultura, la concepción del mundo, todo”.
A la RR hay que volver con sus luces y sus sombras,
sus aportes trascendentes y trágicas perversiones, y aplicar el principio de
‘totalidad’ y no simplemente quedarnos con el fragmento de relato romántico que
nos hace felices o nos satisface. Las lecciones, efectos e impactos, hay que
verlos de conjunto, si queremos asimilar la experiencia para los nuevos
desarrollos del capitalismo y de la lucha revolucionaria. No revisar esa
historia es negar toda posibilidad de trascender los vicios de la cultura
política de izquierdacominteriana.
A su vez, se nos exige volver a los clásicos y a
nuestros referentes, desde una perspectiva anti-moderna, llamémosla
‘transmoderna’ como la define Dussel o ‘posmoderna de oposición’ como lo hace
Boaventura. Hay que ir más allá de la ideología, el concepto de revolución, el
modelo organizativo y la espiritualidad que nos legó la escuela del estalinismo
durante medio siglo. Esta es una exigencia ética y política, intelectual pero
también histórica y práctica. Quizás sea la única manera de liberar nuestro
Socialismoraizal o mestizo, nuestro pensamiento propio, del gulag
histórico al que ha estado sometido.
Tal vez, con este recate, junto a nuevas
actualizaciones, como la ‘Política de la liberación’ (Dussel, 2007, 2009),
entre otras de alto vuelo como los aportes de P. Anderson, E. Hobswan, Daniel
Bensäid, I. Mészáros, Claudio Katz y Aldo Casas, Goran Thernborn, entre otros
contenporános, nos permitamos analizar las mutaciones profundas del capitalismo
actual desde marcos interpretativos nuevos, vislumbrar utopías nuevas,
que caminen desde resistencias que también han mutado en múltiples, con el
sujeto plural y diverso (Houtart, 2008) que habita en nuestra
indo-afro-latinoamérica, como la define Isabel Rauber.
No redescubrir las claves explicativas de la RR,
sus enseñanzas y lecciones, así como la catástrofe que significó la aplicación cominteriana
en nuestro continente, puede conducir a perpetuar los liquidadores del
pasado, los de ayer, hoy y siempre; puede llevarnos a que la historia no
siga pasando en tiempos decisivos para la continuidad de la vida del Planeta.
La crisis civilizacional que atravesamos, crisis del capital, nos exige no
renunciar ni al socialismo ni a la lucha revolucionaria. Nos demanda ‘creación
heroica’ como lo exigía Mariátegui.
BIBLIGRAFÍA
Bensaid, Daniel (2003). Marx intempestivo. Buenos Aires,
Argentina: Herramienta.
Borón, Atilio (2013). América Latina en la geopolítica del
imperialismo. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Luxemburg.
------------------ (2009). Socialismo del siglo
XXI, ¿Hay vida después del neoliberalismo? La Habana, Cuba: Editorial de
Ciencias Sociales.
Brzezinski, Zbigniew (1989). El gran fracaso.
Nacimiento y muerte del comunismo en el siglo XX. Buenos Aires, Argentina:
Javier Vergara Editor.
Caballero, Manuel (1987). La Internacional
Comunista y la revolución latinoamericana. Caracas, Venezuela: Editorial
Nueva Sociedad.
Carr, E. H. (1985). 1917. antes y después (La
revolución rusa). Madrid, España: Sarpe.
Daye, Pierre (1952). El suicidio de la burguesía europea.
Buenos Aires, Argentina: Claridad.
Dussel, Enrique (2010). 20 tesis de política. Caracas,
Venezuela: El perro y la rana.
-------------------- (2009). Política de la
liberación. Vol. II. Arquitectónica. Madrid, España: Editorial Trotta.
-------------------- (2007). Política de la
liberación. Vol. I. Historia mundial y crítica. Madrid, España: Editorial
Trotta.
-------------------- (1993). Las metáforas
teológicas de Marx. Navarra, España: Editorial Verbo Divino.
-------------------- (1990). El último Marx
(1863-1882) y la liberación latinoamericana. México DF, México: Siglo XXI
editores.
Fernández Nadal, Estela & Silnik, Gustavo David
(2012). Teología
profana y pensamiento crítico: conversaciones con Franz Hinkelammert.
Buenos Aires: CLACSO-CICCUS.
Herrera Farfán, Nicolás & López Guzmán,
Lorena (Comps.) (2013). Ciencia, compromiso y cambio social. Antología
de Orlando Fals Borda. Buenos Aires, Argentina: Editorial El
Colectivo-Extensión Libros-Lanzas y Letras.
Hinkelammert, Franz (2010). La maldición que pesa
sobre la ley: las raíces del pensamiento crítico en Pablo de Tarso. San
José, Costa Rica: Editorial Arlekín.
---------------------------- (2007). Hacia una
crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. San José, Costa
Rica: Editorial Arlekín.
Hobsbwam, Eric (2010). Historia del siglo XX. Barcelona,
España: Crítica.
Houtart, François (2008). El camino a la utopía
desde un mundo de incertidumbre. La Habana, Cuba: Ruth Casa Editorial.
Howard, Michael & Louis, Roger (Ed.) (1999). Historia Oxford
del siglo XX. Barcelona, España: Editorial Planeta.
Kohan, Néstor (2013). Marx en su (Tercer) Mundo. La
Habana, Cuba: Centro Juan Marinello.
------------------- (2010). Nuestro Marx.
Edición digital. Disponible en: www.rebelion.org/docs/98548.pdf
Laclau, Ernesto (2005). La razón populista. Buenos Aires,
Argentina: Fondo de Cultura Económica.
Lewin, Moshé (2006). El siglo soviético. Barcelona,
España: Crítica.
Löwy, Michael (2007) (9ª ed.). El pensamiento del Che Guevara.
México, México: Siglo XXI Editores.
------------------- (1999). Guerra de dioses.
Religión y política en América Latina. México, México: Siglo XXI Editores.
Mazzeo, Miguel (2016). “ El obrador de Aldo Casas. Sobre Aldo
Casas Karl Marx, nuestro compañero (Buenos Aires: Herramienta, 2016; de próxima
aparición)”. Recurso digital disponible en: http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-59/el-obrador-de-aldo-casas-sobre-aldo-casas-karl-marx-nuestro-companero-bueno
(capturado el 11 de marzo de 2017).
--------------------- (2013). El socialismo
enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de socialismo
práctico. Lima, Perú: Fondo de Cultura Económica.
Meschkat, Klaus y Rojas, José María (Comps.) (2009). Liquidando el
pasado. La izquierda colombiana en los archivos de la Unión Soviética.
Bogotá, Colombia: Taurus-Fescol.
Montero, Hugo (2009). Por qué Stalin derrotó a Trotsky.
Buenos Aires, Argentina: Editorial Sudestada-Peña Lillo Continente.
Novak, George; Frankel, Dave & Feldman, Fred (1977). Las tres primeras
internacionales. Su historia y sus lecciones. Bogotá, Colombia: Editorial
Pluma.
Santos, Boaventura de Sousa (2017). “El problema del pasado
es no pasar: a cien años de la Revolución rusa”. Recurso digital disponible en:
http://blogs.publico.es/espejos-extranos/2017/02/03/el-problema-del-pasado-es-no-pasar-a-cien-anos-de-la-revolucion-rusa/
(capturado el 10 de marzo de 2017).
Sayes, Michael y Kahn, Albert E. (1949). La gran conspiración
contra Rusia. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Lautaro.
Taibo II, Paco Ignacio (2008). Bolcheviques.
México DF, México: Ediciones B.
Torrella, Gabriel (2005). Los orígenes del siglo
XXI. Un ensayo de historia social y económica contemporánea. Madrid,
España: Gadir.
Torres Restrepo, Camilo. “Democracia en los países
subdesarrollados”. Conferencia en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia.
Medellín, 1963. En: Herrera Farfán, Nicolás Armando & López Guzmán, Lorena
(Comps.) (2016). Camilo Torres Restrepo. Profeta de la liberación.
Buenos Aires, Argentina: El Colectivo-Nuestra América.
Vega Cantor, Renán (2010). “¿Es posible conciliar la
tradición con la revolución?”. Recurso digital disponible en: http://www.espaciocritico.com/sites/all/files/artcls/a0152_rvc-a10.pdf
-------------------------- (2002). Gente muy
rebelde. Vol. IV. Socialismo, cultura y propuesta popular. Bogotá,
Colombia: Ediciones Pensamiento Crítico.
Wollenbrg, Erich (s.f.). El Ejército Rojo. Buenos Aires,
Argentina: Editorial Antídoto.
Modesto Guerrero, periodista y escritor venezolano.
Biógrafo de Hugo Chávez y analista político. Lorena López Guzmán, historiadora
e investigadora colombiana. Nicolás A. Herrera F., psicólogo e investigador
social colombiano. Lorena y Nicolás pertenecen al Colectivo Frente
Unido-Investigación Independiente que indaga sobre el sacerdote revolucionario
colombiano Camilo Torres Restrepo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario