Voz
05-05-2017
“Seremos superiores a la fuerza
cruel que habla su lenguaje de terror
a través del iluminado acero
letal.
El dolor no nos detiene sino que
nos empuja
Jorge
Eliécer Gaitán
Mientras las FARC viene dando cumplimiento a los
compromisos pactados en el Acuerdo Final de La Habana enviando a la sociedad
colombiana un inequívoco mensaje de su firme decisión de dejar las armas y
hacer su tránsito hacia un nuevo movimiento político, el Estado colombiano que
asumió el compromiso conjunto de adelantar las transformaciones necesarias para
sentar la bases de una paz estable y duradera, da muestra de su seculares
incumplimientos: la sistemática ola de asesinatos, judicialización y amenazas
contra líderes sociales y opositores, defensores de derechos humanos, pacíficos
campesinos y miembros de los pueblos indígenas y afrodescendientes, a sólo
cinco meses de suscritos los acuerdos, despierta “serias dudas sobre la
efectividad de las medidas implementadas por el gobierno para avanzar en el
proceso de paz en Colombia”, tal como lo expresó recientemente la directora
para las Américas de Amnistía Internacional.
La profunda convicción de paz que nos ha llevado a
millares de colombianos a defender con encono los Acuerdos de La Habana, y el
actual diálogo del gobierno con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) como
una oportunidad histórica para poner fin de manera definitiva al conflicto
armado interno no puede llevarnos a minimizar la inmensa gravedad de los hechos
de violencia que vienen ocurriendo enel país. El reciente asesinato en la vereda
La Guayacana, corregimiento de Llorente (zona rural de Tumaco en Nariño), del
exguerrillero de las FARC Luis Alberto Ortiz Cabezas, acaecido dos semanas
después de haber salido de la cárcel Vista Hermosa, nos llena de indignación y
preocupación. El excombatiente había sido beneficiario de la ley de amnistía e
indulto sancionada por el Congreso el pasado 30 de diciembre, y se convierte en
el primer ex guerrillero asesinado tras la firma de los acuerdos.
¿Está en marcha un plan para exterminar a los
integrantes de las filas insurgentes que han hecho dejación de sus armas y han
sido recientemente cobijados por la ley de amnistía e Indulto? No cabe duda que
este es un fantasma que acompaña a los guerrilleros que han dado el
trascendental paso de reincorporarse a la vida social, política y económica del
país, y que parece cobrar cuerpo con hechos criminales como los registrados en
esa zona aledaña al municipio de Tumaco. ¿Acaso, no sería prudente atender la
advertencia del presidente venezolano Nicolás Maduro, cuando afirma tener
informes de inteligencia según los cuales “se está preparando una matanza
contra los líderes que firmaron la paz en Colombia” y exigir las garantías
necesarias para evitar un nuevo genocidio como el que se desató contra la Unión
Patriótica, hace ya más de tres décadas?
Una historia pasada que se hace presente
Precisamente el próximo mes de junio se cumplen
sesenta años del asesinato del ex guerrillero liberal Guadalupe Salcedo Unda,
uno de los jefes más prestigioso de la resistencia armada en el Llano, quien
fuera acribillado a mansalva en las calles de Bogotá, poco después que asumiera
funciones la Junta Militar de Gobierno presidida por el mayor general Gabriel
París, tras la caída de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla (1957). Años después
Álvaro Parra y Dumar Aljure, compañeros de armas de Guadalupe, fueron
asesinados en El Meta. El último de ellos “siendo presidente de la República el
Dr. Carlos Lleras Restrepo a quien Aljure tenía como su mejor amigo, y quien
firmó la orden para que se realizara el operativo militar que lo mató” (Cfr.
Eduardo Fonseca. Los Combatientes del Llano). Con Aljure murieron nueve
de sus acompañantes, entre ellos un menor de edad y sus cuerpos fueron
expuestos a escarnio público en las instalaciones del batallón Vargas
acantonado en Granada.
La masacre de ex guerrilleros no se circunscribió a
los Llanos. En diferentes partes del país, y bajo el régimen del Frente
Nacional (formula bipartidista que pretendía poner fin a la violencia de las
décadas anteriores) ex combatientes tanto de filiación liberal como comunista
corrieron la misma suerte. Así, a principios de enero de 1960, un cabo de
policía segó en Pandi (Cundinamarca) la vida de Silvestre Bermúdez
(“Mediavida”); dos años después en Gaitania (Tolima), fueron ultimados Jacobo
Prías Alape (“Charro Negro”), para entonces miembro del Comité Central del
Partido Comunista; y Hermógenes Vargas (“General Vencedor”), ex guerrillero del
Tolima, y uno de los líderes del levantamiento del 9 de abril en Chaparral.
La ola de crímenes contra exguerrilleros no terminó
allí. Todavía en 1978, y a los pocos meses de posesionado el presidente Julio
César Turbay Ayala, fue asesinado en pleno centro de la capital, uno de los más
célebres líderes de la resistencia armada campesina del Sumapaz y el oriente
del Tolima: Pedro Pablo Bello conocido en las filas insurgentes como
“Chaparral”. En el momento de su crimen este ex combatiente que luchó junto con
Juan de la Cruz Varela contra el poder despótico y feudal del latifundista José
Antonio Vargas en esa región del país, se había incorporado de lleno a la
actividad política legal y se desempeñaba como diputado de la Asamblea de
Cundinamarca.
Hechos como los anotados anteriormente serían
recurrentes en los procesos de paz que se impulsaron en los decenios
siguientes. Baste recordar aquí crímenes como el de Carlos Toledo Plata en
1984, tras acogerse a la amnistía otorgada por el presidente Belisario Betancur
y el de Oscar William Calvo meses después de firmar los acuerdos de Cese del
Fuego y Diálogo Nacional con este mismo gobierno; así mismo, el asesinato de
Carlos Pizarro Leongómez, pocas semanas después de haber liderado la dejación
de armas por parte del M-19 en Santo Domingo (Cauca), en el marco del proceso
de paz iniciado por el mandatario de turno Virgilio Barco (1986-1990). Más
recientemente, y a puertas de iniciar los diálogos con la Corriente de
Renovación Socialista, la muerte por una patrulla del ejército de Carlos Prada
(“Enrique Buendía) y Evelio Bolaños (“Ricardo González), cuando se encontraban
cumpliendo los preparativos para el traslado al campamento, de los guerrilleros
del frente Astolfo González que operaba en Urabá.
A los anteriores nombres se agrega una larga lista
de inermes ex guerrilleros que a lo largo de estas décadas de violencia estatal
y paraestatal, han sido abatidos en el campo y la ciudad cuando adelantaban
trabajo político amplio o simplemente se dedicaban a labores agrícolas o
domésticas, una vez reincorporados a la vida civil. Muchos de sus nombres han
sido borrados de la memoria colectiva, pero hacen parte de esta dilatada
historia de exterminio.
Otra constante: La impunidad
Ante el crimen del ex guerrillero de las FARC Luis
Alberto Ortiz Cabezas, el general Oscar Naranjo ex director de inteligencia y
contrainteligencia de la policía y ahora vicepresidente de la república en
declaraciones a los medios radiales se apresuró a declarar que era “necesario
encontrar a los responsables de este hecho y hacer que sobre ellos caiga todo
el peso de la ley”. Quisiera creer que así será, pero la larga cadena de
impunidades que, durante decenios ha cobijado a los responsables tanto
materiales como intelectuales de estos crímenes contra luchadores sociales, me
lleva a guardar un razonable escepticismo.
Empecemos por recordar que según la versión
oficial, Guadalupe se encontraba en una cantina de Bogotá en compañía de otros
hombres de confianza ingiriendo bebidas alcohólicas y “perturbando la
tranquilidad” del sector; al recibir, “un respetuoso” llamado de atención que
le hiciera la policía, disparó sus armas contra los agentes, quienes le “dieron
de baja” en uso de la legítima defensa (junio de 1957). En contraste con estas
versiones, el reconocido jurista Eduardo Umaña Luna, quien fungió como fiscal,
demostró que Guadalupe tenía dos perforaciones en las palmas de la mano lo que
indica que salió con las manos en alto en actitud de rendición.
La muerte de Jacobo Prías Alape “Charro Negro” fue
atribuida a José María Oviedo, “Mariachi”, un guerrillero liberal amnistiado,
puestos al servicio de los intereses latifundistas y de oficiales revanchistas
de las Fuerzas Armadas que, junto a otros hombres armados, incursionaron en
áreas de influencia guerrillera, para exterminar dirigentes sociales,
obedeciendo “a un plan bien calculado y dirigido por altos círculos
gubernamentales y jefes políticos”, como en su momento lo denunció el líder
agrario Juan de la Cruz Varela en carta al ministro de Gobierno de ese momento,
Guillermo Amaya Ramírez.
Pero no hablamos de historia pasada. En la
actualidad esa misma tarea la vienen desarrollando los integrantes de las mal
llamadas “Bandas Emergentes” o “Bacrim” (Bandas Criminales), sigla con la cual
se ha pretendido encubrir el accionar de los grupos paramilitares que, como se
sabe, tienen estrechos vínculos con las Fuerzas Militares, con políticos
nacionales y regionales, así como con las mafias del narcotráfico y la
delincuencia organizada, De allí que una rigurosa investigación de homicidios
como el del guerrillero indultado Luis Alberto Ortiz, deben debe dejar al
descubierto estas macabras redes criminales, que hoy por hoy constituyen la
principal amenaza para la construcción de una paz estable y duradera.
¿Dónde están las garantías que prometió el Estado?
El mismo día en que se produjo el crimen del
exguerrillero de las FARC-EP, Luis Alberto Ortiz, fueron asesinados dos
hermanos del prisionero político de guerra de esta organización Robinson
Victoria, quien actualmente se encuentra recluido en la cárcel de Chiquinquirá.
Como si esto no fuera suficiente, en un reciente comunicado público el Estado
Mayor de las FARC-EP denunció el homicidio el pasado 24 de abril de tres
familiares del guerrillero Guillermo León Osorio, actualmente concentrado en
una Zona Veredal Transitoria de Normalización. Estos últimos asesinatos
ocurrieron en el Municipio de Tarazá (Antioquia), lo que permite presumir que
no se trata de acciones aisladas.
Pero si de un lado, no hay garantías para los
combatientes que han tomado la decisión de dejar las armas y transitar por los
caminos pacíficos, por otro, continúa la “guerra sucia” contra los líderes
populares: En la última semana fueron asesinados seis integrantes de los
pueblos indígenas en los departamentos de Cauca, Chocó y Nariño. Entre ellos el
gobernador del territorio indígena Kite Kiwe (Tierra Floreciente). Resguardo
que, vale la pena recordar, se conformó en el 2001, a raíz de un desplazamiento
masivo promovido por los paramilitares en la zona del Naya. A principios de
marzo la defensoría del Pueblo señaló que en los últimos 14 meses han sido
asesinados 120 defensores de derechos humanos y líderes sociales, además que se
han realizado “33 atentados y 27 agresiones a este mismo grupo poblacional”.
Hoy más que nunca, es necesario una acción
contundente de las organizaciones sociales y políticas, así como de la
comunidad nacional e internacional, en defensa de los Acuerdos de La Habana,
que exija el respeto y el cumplimiento de lo firmado por esta élite gobernante.
El actual momento histórico de Colombia requiere de la movilización y unidad de
todos los sectores sociales comprometidos con una paz que implique
transformaciones radicales en el país. Los enemigos de tan urgentes cambios han
apelado en el pasado inmediato a la barbarie para impedirla. Si lologran
nuevamente, la gran hora de la transformación que reclama el país se habrá
nuevamente aplazado.
Miguel Ángel Beltrán Villegas. Profesor
Universitario. Ex preso político.
Fuente: http://semanariovoz.com/asesinato-guerrilleros-indultados-amnistiados-exterminio-no-acaba/#_ftn1
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