16/05/2017
Una de las ideas más generalizadas sobre el periodo
de la guerra interna se centra en que los subversivos eran unos monstruos, casi
que mataban por placer. A partir de esa construcción es imposible entender lo
que pasó en esos años de violencia tan cruenta, tarea de interpretación
imprescindible especialmente para que no se repita.
Como dijo Rubén Merino en el colofón del libro “Los
Rendidos” de José Carlos Agüero: “El modo más sencillo de lidiar con asuntos
polémicos de la vida pública es ajustarse a lo que repiten los discursos
hegemónicos”. Así, cualquier disidencia respecto del “polo antiterrorista” en
el que se ha querido constituir el fujimorismo, sus aliados y las élites del
poder económico (reales vencedores de la guerra) equivale a ser un pro-terruco.
Peor aún, por más conjuros contra la lucha armada,
la violencia y cuanta cosa sea necesaria para zanjar con la subversión que haga
la izquierda electoral, siempre termina puesta en el mismo saco. En el extremo
se estigmatiza la protesta social, la sindicalización o cualquier expresión de
progresismo.
Esa “verdad de la guerra” que nos repiten a diario
los medios de comunicación, tiene además un objetivo político claro en el
escenario pos huaico, como se ve en la apertura de investigación por supuesta
apología de terrorismo a los congresistas Arana y Apaza del Frente Amplio, o en
el acordonamiento policial al local de Patria Roja, entre otros hechos
recientes.
Más allá del burdo anticomunismo de los Becerriles,
las Alcortas, los Galarretas y hasta los Basombríos, lo que está pasando es que
se quiere llegar a un consenso sin progresismo en el Perú para los próximos
años, como advierte Alberto Adrianzén. Un consenso en el que Fujimori sale
indultado, PPK se rinde a Fuerza Popular, la izquierda es criminalizada y
marginalizada, la democracia se reduce a que todos se chuponean, y alias AG
aplaude desde Madrid.
De esta manera, la crisis de Lava Jato se
resolvería reafirmando el fujimorismo económico sin Fujimori que sostuvo la
transición y sincerando, además, el montesinismo del chantaje, la componenda y
el espionaje que se mantuvo en las sombras durante estos años. Un pacto de
cogobierno e impunidad, mientras las izquierdas se pelean entre ellas.
En medio de esa descomposición, Joel Calero nos
entrega la película “La última tarde” que llena salas y recibe aplausos, lo que
no pasaría de ser un éxito cinematográfico, si no se tratara del reencuentro 19
años después, de un matrimonio de exemerretistas que fugaron derrotados de la
guerra cada uno a su modo y que redimidos se encuentran para divorciarse. El
diálogo de Ramón y Laura genera una gran empatía con el público. Precisamente,
el acierto de Calero es lograr que no se les vea como dos terrucos impunes,
sino como dos personas que ejercieron su derecho a cambiar.
Como ellos, hay varios por las calles de Huamanga,
de Lima y otras ciudades del Perú que reclaman la última tarde del
antiterrorismo del discurso fujimorista. Ese que juzga y estigmatiza a los
demás pasando la aplanadora mediática a quien se resista, con el único fin de
seguir consolidando su hegemonía política.
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