Alberto Rabilotta y Andrés
Piqueras
ALAI AMLATINA, 04/07/2017.-
Este año que se cumple el centenario de la Revolución Soviética bien
vale recordar algunas cuestiones que han sido vitales para nuestras sociedades
capitalistas desde entonces.
La Revolución Soviética
realizó la más rápida y profunda incorporación de derechos colectivos a las
grandes masas de población que ha conocido la historia; masas que hasta
entonces habían permanecido en estado de semi-vasallaje. Además de ello fue un
elemento decisivo en la obtención de independencias y logros sociales y
políticos para muchos pueblos de la tierra, permitiendo una correlación de
fuerzas que posibilitó una generalizada redistribución de la riqueza y de
garantías sociales en el mundo. Entre otras conquistas a agradecerle está la
consecución del “Estado de Bienestar” en las formaciones del capitalismo
europeo.
La universal influencia de
la URSS (de la estrella de 5 puntas que simboliza los 5 continentes), el
prodigio de una revolución que cambió el mundo, que hizo que el capitalismo no
pudiera seguir siendo lo que había sido, no podía dejarse pasar por EE.UU. y
las entonces debilitadas metrópolis europeas. En esos momentos Europa estaba
sacudida por luchas sindicales, sociales y políticas que, bajo la capacidad de
atracción del mundo soviético, darían paso a una progresiva integración de la
fuerza de trabajo al orden burgués a través de los servicios del Estado y del
consumo de masas. En contrapartida, el Capital llevaría a cabo un combate
radical contra las organizaciones que aun así querían ir más allá de ese orden.
Esa integración reformista
o socialdemócrata de la población fue la réplica a los logros sociales alcanzados
por la URSS. Sin esos primeros derechos colectivos ganados gracias a la
multiplicación de las luchas de clase, el capitalismo industrial no habría
podido salir de las crisis del liberalismo y desarrollarse, ya que la
construcción de una “sociedad sólida”, bien organizada y con niveles de
seguridad adecuados, fue lo que permitió el desarrollo económico y la creación
de la sociedad de consumo. El régimen de acumulación del capitalismo
industrial-keynesiano no hubiera sido posible sin la erección de lo social,
basado en la institucionalización de la relación Capital-Trabajo. Ese
matrimonio de conveniencia requería de los mínimos necesarios en derechos
colectivos.
Tal relación dialéctica que
fuera tan favorable al capitalismo industrial entre 1945 y 1973, comenzó no
obstante a ser conflictiva cuando los avances de las fuerzas productivas
creados en los procesos de producción mediante la progresiva introducción de la
automatización y las ciencias en general, que tuvo lugar junto a la
transnacionalización de las cadenas de producción y la ampliación del mercado
junto a la liberalización del comercio, comenzó a disolver la relación
Capital-Trabajo en las sociedades de los países de capitalismo avanzado, y con
ella los derechos colectivos (o las conquistas laborales y sociales sectoriales
en el caso de EEUU que nunca llegaron a ser conquistas políticas).
De facto, esos derechos se
vuelven una traba cuando el modelo productivo del capitalismo industrial deja
de ser dominante, se adoptan las políticas “neoliberales” (que muy poco tenían
que ver con el liberalismo clásico) y los Estados empiezan a reducir o
abandonar su parcial papel redistribuidor, para intervenir en adelante
crecientemente en beneficio del Capital. Tampoco era caprichoso, dado que con
el avance de la automatización, el capitalismo veía seriamente debilitada su
capacidad de seguir generando valor (algo que acusarían definitivamente las
tasas de ganancia de sus núcleos centrales).
Los cambios en el
“funcionamiento” del capitalismo real llevan por ello en esa etapa a la
necesidad de construir un “nuevo orden” social interno a cada Estado, menos
democrático y distributivo, acorde con el declive del valor y el
desbaratamiento del mercado-nación, así como a consolidar y ampliar la
hegemonía del Gran Capital a escala mundial (que buscaría la consecución de
Estados-región, como la UE).
La guerra de clase
estratégica que desata el Capital contra las sociedades mediante nuevos órganos
e instituciones de poder y regulación social, teje todo un entramado de
políticas antisociales que se extenderán a la casi totalidad del planeta. Se
configuraban, así, unos parecidísimos patrones de intervención del Estado
tardocapitalista, a través de medidas:
• Fiscales: reducción de
aportes patronales a la seguridad social; reformas tributarias regresivas que
suponen el tendencial aumento de los impuestos al salariado, disminución del
salario real (por congelación o disminución de los salarios nominales respecto
a la inflación).
• Financieras: eliminación
de los controles directos sobre el sector bancario; liberalización de las tasas
de interés; planes de salvamento del sistema financiero privado; reducción de
las competencias de los Bancos Centrales.
• Laborales: restricciones
de la intermediación sindical y en general de las organizaciones obreras,
en la relación laboral; legalización de trabajos precarizados y descenso de los
salarios públicos; marginación del mecanismo keynesiano de indexación de
salarios ligado a la productividad; creciente sustitución de la productividad
por la competitividad (como medidor de la efectividad de la dominación y
explotación capitalistas en los procesos productivos); menguamiento de los
dispositivos de regulación laboral social recogidos en los estatutos del
trabajo o desregulación social de los mercados laborales pareja a la
flexibilización de los procesos productivos. Prolongación del ciclo de la vida
laboral; confiscación de derechos laborales universales.
• Públicas: Favorecimiento
de las oportunidades de inversión del capital excedente a través de
privatizaciones masivas o la apropiación privada de la riqueza social;
intervenciones estratégicas con miras a recomponer el poder de clase.
Significativo descenso del salario real y de los salarios indirectos y
diferidos, coadyuvante del continuado aumento de la pobreza relativa (y
absoluta). Descenso de los gastos en protección social.
• De seguridad social:
reemplazo del sistema único y solidario por el ahorro individual a través de
organizaciones financieras y bancos privados. Paso del sistema universal de
atención a un sistema sectorializado y fragmentado.
La presión de esas medidas
actuó en el sentido de compeler al conjunto de capitales mundiales a ir
adoptándolas so pena de perder “competitividad” frente a quienes más destrozos
de la condición laboral (y por tanto, mayor capacidad de explotación) habían
logrado con ellas. Proceso que está ya bien descrito (desde Hayek) y que lleva
a la creación del actual estado de cosas, con las finanzas en los puestos de
mando y la sucesión de Tratados de Libre comercio para consolidar la primacía
del orden constitucional estadounidense, sus reglas laborales y sociales, y la
consecuente negación de las soberanías nacionales y populares. Tratados como el
TPP y el TTIP (EU-EEUU), están creando una especie de “derecho internacional”
que en realidad está basado en las leyes y la jurisprudencia de EEUU (porque
ningún Tratado o Acuerdo con este país puede contradecir las leyes o el
Congreso de EEUU). Es decir, que todos los Tratados firmados por EE.UU.
institucionalizan de jure la aplicación extraterritorial de sus leyes. La
liberalización comercial (coordinada por la OMC) potencia esa operación a
escala mundial.
El nuevo orden de cosas se
apoyó también en la creación de una nueva superestructura del saber y de las
“formas de pensar”, o sea una ingeniería sociopolítica para crear el actual
sistema de dominación. Aquí tuvieron especial relevancia las recomendaciones
del abogado y luego Juez de la Corte suprema de EEUU, Lewis Powell, en 1971, de
preparar una nueva elite dirigente libre de todo pensamiento de clase o
alternativo ( http://rebelion.org/noticia.php?id=158701 ; http://reclaimdemocracy.org/powell_memo_lewis/ ). “Recomendaciones” que fueron llevadas a cabo en EEUU y en Europa
mediante una expurgación radical en los sistemas de educación superior y en los
medios de comunicación de masas, de las ideas vinculadas a las luchas de clase
y la denuncia de la estructura de poder del sistema sociopolítico.
Es así que desde esa época
comenzó en los centros de estudios de los países del capitalismo avanzado, con
cambios de profesorado y modificaciones de los programas de estudio, la
eliminación del pensamiento marxista, e incluso de las aristas más peliagudas
del “progresista”, y la consagración del “pensamiento único” del orden
neoliberal que hoy día caracteriza a la elite profesional que hace funcionar
los gobiernos e instituciones internacionales y sus contrapartes nacionales ( http://agendacomunistavalencia.blogspot.com.es/2017/06/braudel-foucault-levi-strauss-y-la-cia.html ). La formación de esta elite fue un paso decisivo para “blindar el
sistema” de cualquier intento de cambio, una gran obra de ingeniería social que
consistió en “borrar del mapa social y político” no sólo los intereses de clase
como motor de la lucha política y social, sino la propia existencia de las
clases (en unas sociedades en las que ya todos éramos “clase media”).
Formando también parte de
ese combate y de la propia “Guerra Fría”, es que el imperialismo norteamericano
lanzaría una política de ‘promoción’ y propaganda de los derechos humanos
(entendidos como un conjunto abstracto de principios dados, ajenos a la
política y entendidos en el estricto ámbito individual) y la consiguiente
adopción de “Declaraciones” o “Cartas de Derechos y Libertades Individuales”,
para que en adelante distrajeran los combates contra la demolición de los
derechos colectivos conquistados políticamente por las luchas de clase de
varias generaciones, así como para irradiar una luz negativa sobre los derechos
colectivos que se habían conseguido en el Segundo Mundo y que habían servido de
modelo al Tercero, como lo muestra la Declaración Universal de los Derechos de
los Pueblos, o Carta de Argel, el año 1976, en donde se reunieron numerosos
países del mundo capitalista periférico, y cuyo preámbulo empezaba así:
“Vivimos tiempos de grandes esperanzas pero también de profundas inquietudes.
Tiempos llenos de conflictos y de contradicciones. Tiempos en que las luchas de
liberación han alzado a los pueblos del mundo contra las estructuras nacionales
e internacionales del imperialismo y han conseguido derribar sistemas
coloniales... Pero son también tiempos de frustraciones y derrotas en que
aparecen nuevas formas de imperialismo para oprimir y explotar a los pueblos...
Interviniendo directa o indirectamente por medio de las empresas
multinacionales, sirviéndose de políticos locales corrompidos, ayudando a
regímenes militares que se basan en la represión policial, la tortura y la
exterminación física de los opositores, por un conjunto de prácticas conocidas
como neocolonialismo, el imperialismo extiende su dominación a numerosos
pueblos”. Entre sus principios encontramos en la Sección I. Derecho a la
existencia. Artículo 1. Todo pueblo tiene derecho a existir. Artículo 3. Todo
pueblo tiene el derecho de conservar en paz la posesión de su territorio y de
retornar allí en caso de expulsión. En la Sección II. Derecho a la
autodeterminación política. Artículo 5. Todo pueblo tiene el derecho
imprescindible e inalienable a la autodeterminación. Él determina su estatus
político con toda libertad y sin ninguna injerencia exterior. Artículo 6. Todo
pueblo tiene el derecho de liberarse de toda dominación colonial o extranjera
directa o indirecta y de todos los regímenes racistas.
Como es obvio, las
potencias mundiales capitalistas, que se habían dedicado a la colonización, la
neocolonización y el sabotaje continuo de cualquier intento de autonomía de los
pueblos (lo que implica de suyo la implantación de, o el apoyo a
dictaduras), no sólo no quisieron ni oír hablar de esos derechos, sino que
emprendieron la promoción exclusiva de los derechos y libertades individuales
como un arma también contra los países en fase de descolonización, preparando
ya el terreno para las justificación de las mayores intervenciones del
imperialismo colectivo estadounidense-europeo que estaban por venir.
En esa trayectoria se
explica la invención del « derecho de injerencia humanitaria» (impulsado en 1971
por la ONG Médecins sans Frontières, cuyo cofundador, Bernard Kouchner, lo
defendió ante las Naciones Unidas), y con él la creación de ONGs (las primeras
son Amnistía Internacional y Human Rights Watch) acordes con ese nuevo
“derecho” y con las actualizadas estrategias de intervención imperial, a las
que a menudo duplicaban (borrando el carácter político y de clase de los
acontecimientos, desconsiderando su enraizamiento en estructuras globales de
dominación y explotación). También iban destinadas a suplantar las luchas
sociales y políticas sectoriales que históricamente formaron parte de los
movimientos y partidos transformadores.
En efecto, la (pasajera)
derrota mundial de las fuerzas del Trabajo no se consiguió apenas con
intervenciones de tipo económico, político o social, como las descritas, sino
complementaria e incluso previamente a través de un pulso militar que
exterminó, doblegó o marginalizó las fuerzas más conscientes, organizadas y
combativas del Trabajo, incluido con el tiempo, muy especialmente, el propio
Segundo Mundo; preparando de esa manera el terreno para la puesta en marcha de
las medidas neoliberales con la menor oposición posible. Se imponía así también
el marco dado de las cosas (“fuera del Sistema no hay nada”), a partir del cual
en adelante cabrían hacerse las composiciones de lugar y el horizonte de
posibilidades de los distintos sujetos sociales.
Esas intervenciones
tuvieron dos vertientes especiales: la ofensiva antisindical y antipolítica en
todas las formaciones sociales, y la lucha contra las organizaciones políticas
y político-armadas del Trabajo principalmente, aunque no sólo, en las
sociedades periféricas. De Vietnam e Indonesia a Nicaragua, pasando por Chile,
Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, y los “países del frente” contra el
apartheid y el subimperialismo de la Sudáfrica racista, en el cono sur
africano, se manifiestan algunos de sus hitos. Tailandia, El Salvador,
Guatemala, Grenada y Panamá, entre otros, saben también lo que las
intervenciones militares imperialistas de esa fase significaron en sus países.
Asimismo se derrocaban o asesinaban líderes africanos independentistas,
nacionalistas o socialistas: Kwame Nkrumah (Ghana), Sekou Touré (Guinea
Conakry), Chivambo Mondlane y Samora Machel (Mozambique), Amilcar Cabral (Cabo
Verde), Patrice Lumumba (Congo), Tomas Sankara (Burkina Faso); mientras se
apoyaban dictadores de especial trayectoria sanguinaria, como Idi Amin (Uganda)
o Mobutu Sese Seko (Congo).
No podemos olvidar que
durante todo ese tiempo se llevó a cabo también un despiadado acoso a Cuba,
como telón de fondo de la estrategia imperial contra la emancipación de los
pueblos.
Tamaña ofensiva llevaba
implícita, asimismo, una estrategia que pasaba por conseguir el cerramiento de
filas de las sociedades centrales en torno a los EEUU (lo que reforzaba su
dependencia estratégica y militar respecto del coloso americano) en un esfuerzo
común por contrarrestar el poder de los países periféricos y arrinconar de una
vez las luchas alternativas de sus poblaciones. La “comunidad de países
desarrollados” vendría a acometer lo que la “comunidad atlántica” había dejado
inconcluso en su intento de establecer un gobierno mundial. En su lugar se
optará por una gobernanza global de los asuntos del mundo que persigue la estabilidad
general del Sistema a pesar de la acusada modificación en los patrones de
dominación y explotación; lo cual pasa necesariamente por la acentuación de la
vigilancia y reducción de la participación popular, así como por la creciente
represión de aquella que sea susceptible de alterar las nuevas relaciones de
clase.
La impúdica concentración
de riqueza en cada vez menos manos, tendencia inexorable del capital sólo
frenada durante unas décadas por la presencia de la Unión Soviética, es
paralela al proceso de centralización del capital, que a su vez ha tenido su
réplica en la concentración mediática. La formación de los grandes
conglomerados mediáticos mundiales (resultado de la absorción de las empresas
de la comunicación por las grandes corporaciones industriales, que las
incorporan a su propiedad), significó el control prácticamente absoluto de la
información y de las conciencias, casi la principal arma distintiva con la que
hoy sigue contando EE.UU., y de rebote sus subordinados europeos: la capacidad
unilateral de definir la realidad.
Lo cual significa eliminar
los “filtros” que la praxis va creando en nuestra manera de pensar y de “ver” y
que sirven para decidir si algo es real, posible y acorde o no a nuestra
situación social, ciudadana, cultural, o a nuestras empatías formadas en
nuestros medios sociales más próximos. Para un ciudadano o una persona “normal”
–que dependa o esté sujeta a la avalancha de (des)información cotidiana de
parte de los masivos medios de comunicación “occidentales”-, es prácticamente
imposible resistir el “formateo” de la manera de ver e interpretar el mundo. El
sistema mediático y sus extensiones (Facebook, Twitter y otros) pueden formar o
destruir certitudes, generar o anular ideas y acciones, hacer aceptar falsedades
y deformar hasta lo monstruoso la realidad. También idealizar “modos de ser” y
“modos de vida” e identidades sin asideros con la vida concreta de cada quien,
y con poca probabilidad de que el individuo pueda interpretarlas para ponerlas
en tela de juicio.
La sociedad sólida y con
clases bien definidas del capitalismo industrial que en el campo de la
ciudadanía política defendían sus intereses de clase, como la definió Zygmut
Bauman, tenía necesariamente que dejar paso a una “sociedad líquida” compuesta de
individuos vulnerables, sin ciudadanía y responsables de sí mismos. Y es la
(ex)primera ministra Margaret Thatcher quien define de manera breve y clara
este proceso, cuando dijo que “eso que llamamos sociedad, no existe como tal”,
lo único que existen son individuos que deben arreglárselas por sí solos porque
“no hay otra alternativa” a este sistema.
Es evidente que en este
modelo de dominación basado en la desposesión en todas sus formas, para la
concentración de la riqueza en una reducida oligarquía cada vez más
parasitaria, no puede haber tampoco sociedad organizada de cara a buscar la
democracia, a construirla.
Ya tradicionalmente, desde
la II Guerra Mundial, para acceder a los parlamentos capitalistas ha habido que
contar con todo un entramado empresarial-mediático, una maquinaria electoral
dependiente de los grandes poderes económicos (a los cuales quedan deudoras –y
no sólo económicamente- las fuerzas en liza, sean de las siglas que sean). Ese
espacio se ha ido concentrando correlativamente a como se concentra el capital
en la esfera económica. Las palabras del analista norteamericano, William
Pfaff, en su artículo “El poder del dinero en la política estadounidense”, son
asaz esclarecedoras al respecto: “...al mundo empresarial le viene muy bien el
actual sistema de gasto ilimitado en las campañas políticas. Mientras éstas
sigan exigiendo sumas faraónicas, no se elegirá una mayoría reformista.
Mientras gastar dinero siga siendo una forma de libertad de expresión
protegida, el sistema estadounidense permanecerá bloqueado”.
Desde el principio se trató
de asentar un Bipartidismo en el que sólo dos fuerzas, a la par representantes
de distintos sectores de poder, se apropiaran también del espacio electoral
casi en su totalidad (con pequeños márgenes para otras fuerzas menores que
proporcionaban cobertura así a la “pluralidad” electoral).
Con los procesos de
oligopolización económica el Bipartidismo fue dando lugar al Bipartido,
omniabarcador del espacio político-institucional, exactamente como la
competición futbolística se fue cerrando para que en la práctica sólo dos
equipos a lo sumo pudieran ganarla. La aceptación del estado de las cosas de
aburrida monotonía por parte del público-elector va calando, sin embargo, en el
descrédito y desgana con que se mira a la política-institucional (como al
fútbol que no atañe a los grandes), por más que todo el entramado
periodístico-mediático actúe cada día ignorando estos hechos, como si la
competición fuera emocionante para todos, y como si todos compitiesen con las
mismas oportunidades. Por eso, una vez obviada la desigualdad (e injusticia) de
partida, los resultados son siempre justos. Y las ONGs creadas ad hoc nada
tienen que decir sobre ellos: desconsiderada la injusticia estructural lo
importante es señalar los excesos (reales o inventados) de quienes intentan
combatirla (entre otras cosas porque los poderosos no se necesitan en
circunstancias normales romper sus propias normas: queda siempre dentro de su
legalidad).
Pero como decíamos, en la
presente coyuntura se está cerrando aún ese espacio democrático institucional,
lo que deja cada vez menos huecos para que la vía electoral pueda constituirse
en una vía de transformación social, válida para que la población pueda incidir
de alguna forma en la política económica y social que se lleva a cabo. Esto es,
para intervenir en la Política de verdad, con mayúsculas.
Algunos pasos han ido
trazando ese deslizamiento antidemocrático. Primero se ha llevado a cabo la
des-substanciación de las instituciones de representación popular, creando o
empoderando en cambio entidades supraestatales ajenas a cualquier tipo de
elección democrática (Bancos Centrales, Comisión Europea, G-20, FMI, OMC, Foro
de Davos…). Después se supeditan las leyes estatales a las
supraestatales, liquidando la soberanía del Estado incluso para poder tener una
política económica propia (y en el caso de la UE ni siquiera una moneda
soberana), autosubordinándose a los mercados financieros y a sus agencias
evaluadoras de riesgos, que no son precisamente elegidos democráticamente.
Finalmente se modifican las propias constituciones, de manera que sea
‘anticonstitucional’ intentar cambiar la falta de soberanía, al tiempo que se
empieza a tomar medidas para expulsar de forma directa a los partidos
minoritarios de la contienda electoral (a través de la exigencia de una gran
cantidad de avales para poder presentarse, por ejemplo). Pero por si todo
eso fallara, siempre queda la amenaza del caos (las famosas huelgas del
capital) que se producirá si no sale una opción “aceptable” para los mercados,
la presión para la repetición de referenda (cuando la gente no vota lo que
debe; véanse como ejemplo los celebrados sobre la Constitución europea en distintos
países cuando el resultado fue negativo), el chantaje político y económico (el
caso de Grecia ha sido flagrante, al respecto), etc.
En definitiva, la
demolición del sistema parlamentario burgués exige convertirlo en un
instrumento ineficaz, inútil, del que la gente se vaya desentendiendo por
inercia. Porque no resuelve nada, porque decide cada vez menos.
Pero paradójicamente, en su
guerra implacable contra la URSS, y ante la caída de ésta (en la que tuvieron
que ver también razones internas), el capitalismo realmente existente pierde el
“sistema inmunitario” de la sociedad sólida del capitalismo industrial,
resultado de largas y duras luchas de clase nacionales.
La pérdida de derechos, el
desmoronamiento del Estado Social, la destrucción de la negociación colectiva,
el destrozo de las condiciones laborales y salariales, la propia escasez del
empleo... acaban con el poder social de negociación de la fuerza de trabajo, la
mantienen sumisa y ultra-barata. Pero al tiempo, se acaba también con el consumo
y la posibilidad de realizar la plusvalía en forma de ganancia a través de la
venta de lo producido.
Si a ello le añadimos el ya
aludido problema básico, estructural del capitalismo, la sobreacumulación de
capital o la pérdida de la capacidad de generar valor como plusvalor al ir las
máquinas sustituyendo más y más trabajo humano (el único del que se extrae el
plusvalor), vemos que el capitalismo maduro que se creía triunfante para
siempre a escala mundial, entra en una acelerada y profunda degeneración,
propia probablemente de su fase senil o terminal.
Indicador de ello es que a
partir de los años 80 tiene que crecer cada vez más a través de procesos de
autofagocitación. No otra cosa implican sus miríadas de dispositivos de
desposesión (ver “Capitalismo degenerativo. Breve crónica del mayor robo jamás
perpetrado”, http://www.sinpermiso.info/textos/capitalismo-degenerativo-breve-cronica-del-mayor-robo-jamas-perpetrado ). Eso quiere decir también que la “corrupción” se hace más intrínseca
aún al capitalismo, siendo sus destellos mediáticos sólo un epifenómeno de la
actual dinámica de crecimiento por desposesión, por rapiña.
Sin embargo, todo el
conjunto de procesos y mecanismos hasta aquí descritos han permitido la
anestesia de las conciencias frente a la barbarie. El entrenamiento y
acostumbramiento de las poblaciones al imperialismo humanitario que vendría a continuación,
y que escondía una brutal reordenación del tablero geoestratégico y geosocial
mundial. Por tanto en adelante el Gran Capital podía contar si no siempre con
la aquiescencia, sí con la pasividad de las poblaciones frente a la nueva
modalidad de guerra que se convertiría desde los 90 también en elemento
privilegiado de desposesión y a la vez de regulación-dominación social a escala
planetaria.
La Guerra Total, que ha
sido también bautizada como de “cuarta generación”, se hace la modalidad de guerra
del capitalismo degenerativo. Está desatada y librada de forma permanente, sin
necesidad de declaración alguna. La destrucción de territorios, la promoción
bélica del desorden, la conversión de países en ruinas, no sólo busca la
apropiación de recursos energéticos o de cualquier tipo, así como resultados
geoestratégicos, sino además hacer de la devastación una forma de ganancia, de
reinversión de los capitales excedentes, de otra manera ociosos, y permite el
desligamiento de nuevas olas expansivas de la especulación. Vehículo para
prolongar o preservar ganancias, para estirar rentas sobre recursos o ventajas
comparativas, para frenar en suma el derrumbe económico. También para
disciplinar al mundo emergente.
Irak, Afganistán, Somalia,
Yugoslavia, Libia, Siria, Ucrania, Venezuela (y resto de países del Alba), son
algunos de los ejemplos de la Guerra Total. Ante la decadencia del capitalismo
global y de su país hegemón (EE.UU.), la irrupción de países emergentes como
China y Rusia, se contempla como último anclaje de un capitalismo
productivo-energético, pero al tiempo como un peligro para los viejos poderes.
La diseñada “Nueva Ruta de la Seda” china (apoyada por Rusia) sería algo así
como el último intento de una suerte de “keynesianismo global”, un proyecto que
abre las puertas a un “nuevo mundo” más equilibrado, con una repartición mejor
de la riqueza. Pero el mundo anglosajón que ha quedado rezagado, ha intentado
hasta hoy por todos los medios frenarlo (apoyado por buena parte de una Europa
decadente y subordinada). Por eso EE.UU. y sus adláteres instauran el caos,
agujeros negros de destrucción bélica y barbarie en el camino de esa Ruta.
Ante la falta de
posibilidades de levantar cualquier proyecto social, su meta es la destrucción
de lo que pueda resultar díscolo o alternativo.
En su otra vertiente, la
Guerra Total se manifiesta también como guerra interna, contra las propias
sociedades, que va in crescendo mediante la militarización del orden social y
la proliferación de estados de excepción y estados de emergencia, amén de los
dispositivos jurídico-institucionales de represión de la protesta y
criminalización de los desheredados.
En el centenario del
nacimiento de la URSS, el capitalismo comienza a agonizar. Entramos con
ello en un momento de alta inestabilidad e incertidumbre, el famoso interregno
gramsciano. Su sustitución por un nuevo orden sistémico como un decurso pasivo
propiciado por la automatización y la actual revolución científico-técnica, su
descomposición en diferentes formas de producción-supervivencia de unas y otras
partes de la humanidad, o la intervención política que encamine a la
socialización de las máquinas está por decidir. Mientras lo viejo no acaba de
morir y lo nuevo no termina de nacer, lo previsible es que siga la cadena de
destrucción y muerte de un sistema moribundo. Más tiempo dure su agonía, más
dolor, muerte y penurias para la humanidad.
La URSS, como cualquiera de
las otras experiencias de desconexión con el orden capitalista del siglo XX, no
pudo a la postre librarse de la ley del valor del capital, no tenían las
condiciones socioeconómicas para ello (en 1967-68 Radovan Ritcha analizó la
incompatibilidad del modelo de crecimiento industrial y el socialismo, diciendo
así que se necesitaba de la revolución tecno-científica para construir
socialismo, al menos si se está rodeado de un mundo capitalista). Pero hoy esas
condiciones sí están dadas (esa revolución científico-técnica ya está aquí).
Por eso, más allá de ver aquellos procesos revolucionarios como intentos
fracasados de ida y vuelta al capitalismo, podríamos contemplarlos, con el
beneficio de la distancia histórica, como estallidos del capitalismo antes de
su definitiva superación.
La Rusia actual tendrá que
virar (¿de nuevo?) hacia el capitalismo de Estado si quiere tener algún lugar
en el mundo que se avecina (China, desde su intento de ruptura, ha comenzado a
involucionar también hacia él). Su razón de ser, capitalista, nada bueno nos
augura respecto de las posibilidades de superar los límites del capitalismo, ni
los de la naturaleza, pero al menos desde esa posición es más fácil acomodarse
a la era postcapitalista. Y la llamaremos así de momento porque probablemente
transcurrirá bastante tiempo hasta que de la agonía de este sistema cuaje algo
definido y estable para la humanidad, o al menos para algunas partes de la
misma.
Hoy más que nunca
necesitamos de una nueva y mejorada URSS.
- Alberto Rabilotta es
periodista y ensayista argentino-canadiense.
- Andrés Piqueras es
profesor titular de Sociología y Antropología Social en la Universitat Jaume I
y miembro del Observatorio Internacional de la Crisis.
URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/186574
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