08/08/2017
| Elmar Altvater
El intercambio metabólico entre naturaleza y
sociedad en un modo de producción basado en el valor
En los 150 años transcurridos desde que se publicó
por primera vez el Capital se han formulado tantos reproches contra Karl
Marx y, en mayor medida todavía, contra su amigo y coautor Friedrich Engels,
que casi es imposible enumerarlas. A diferencia de los economistas políticos
que le precedieron, Marx fue supuestamente incapaz de explicar la formación de
los precios. Es más, según sus críticos, la depauperación que predijo de la
clase obrera no se ha producido y el capitalismo no se halla en proceso de
colapso, sino que ha surgido triunfante de la competencia entre sistemas.
También se acusa a Marx y Engels de haber allanado el camino, con sus escritos
teóricos y políticos, a las atrocidades de Stalin, siendo por tanto autores
intelectuales de los crímenes cometidos en la “edad de los extremos”.
Estas son duras acusaciones que todavía hoy
sostienen no pocos periodistas. Claro que algunas de las lagunas que Marx sin
duda dejó abiertas en su obra, parecen más bien responder a un prejuicio: Marx,
y especialmente Engels, supuestamente no tenían respuesta alguna a las
cuestiones ecológicas que constituyen nuestra principal preocupación en
nuestros días. Se dice que no tuvieron en cuenta el hecho de que el valor no
solo lo crea el trabajo, sino también la naturaleza; que, en su edificio
teórico, la naturaleza ocupa menos espacio que el que se otorga a la sociedad y
que la noción monoteísta de la dominación de la naturaleza por los humanos no
se cuestiona críticamente. Sin embargo, un examen de los escritos conjuntos de
Marx y Engels, especialmente del primer volumen del Capital, demuestra
que los lectores han dejado manchas y huellas dactilares, es decir, rastros de
su existencia ecológica. Es imposible leer a Marx sin tener en cuenta la
ecología. Uno lee a Marx con la cabeza y, por consiguiente, con la razón, pero
la experiencia también es táctil y uno gira las páginas con la yema de los
dedos.
Un autor sin puntos ciegos en su obra es como un
héroe sin tacha, un verdadero modelo de un santo o, en otras esferas, un
pelmazo monumental. Por descontado, los lectores que viven 150 años después de
la muerte del autor son, ante todo, más inteligentes, o al menos deberían
serlo, por mucho que el autor se llame Karl Marx. Sin embargo, esta
inteligencia normalmente solo alcanza para detectar predicciones incumplidas
del autor y para señalar una u otra laguna en su razonamiento; y para anunciar
tales descubrimientos a los cuatro vientos. Algunos lectores solo son capaces
de combatir las teorías de Marx armados con viejos argumentos.
Al igual que otros muchos autores y autoras, no
cabe duda de que Marx dejó muchos flancos abiertos. Estos puntos débiles deben
contemplarse como un reto para el lector de consolidarlos con sus propios
pensamientos y los argumentos resultantes. Esto requiere cierto esfuerzo, por
mucho que las lagunas que dejó Marx encierren tanto potencial que podrían dar
pie a muchos centenares de ideas. Pero nadie cultiva estas creaciones en una
época en que el presidente de un falso país ordena incursiones aéreas muy
reales y mortíferas a golpe de Twitter por debajo del umbral de reflexión, y
cuando, de modo menos escandaloso, la crítica de ideas, incluso de teorías
elaboradas para las que Marx aportó una base científica y muchos ejemplos, pasa
a formar parte de un oportunismo promocional adaptado afirmativamente, o cuando
algún periodista insensato de un periódico respetado se propone la misión
imposible de descubrir errores.
Nos referimos a Marx del mismo modo en que nos
referimos a otras mentes preclaras que han impartido conocimientos
indispensables para responder a los enigmas irresueltos en nuestra labor
actual. Ni siquiera podemos nombrar a todas ellas porque algunas se han
convertido en una segunda naturaleza y parte del discurso cotidiano, hasta el
punto de que nos extrañamos cuando alguien menciona la autoría de algún
pensamiento o dicho familiar; por ejemplo, que los economistas son gente que
sabe el precio de todo, pero el valor de nada. Esto lo dijo Oscar Wilde, quien
a todas luces, como poeta, lo sabía mejor que el club de premios Nobel de
economía que se reúnen regularmente en Lindau para reflexionar sobre sí mismos
en plan narcisista.
Marx dijo que las monedas y el dinero en efectivo
del “sistema monetario” era un invento “esencialmente católico”, mientras que
“el sistema crediticio [era] esencialmente protestante”. Como prueba, añadió
que esto ya lo ilustraba el hecho de que “los escoceses odian el oro” (El
Capital, vol. III). Hoy sabemos que fueron sobre todo protestantes quienes
crearon el sistema monetario del euro y protestantes los que están tratando de
abolir el dinero en efectivo en Europa. Una lucha entre confesiones lidiada con
medios monetarios. Y Marx lo anticipó porque conocía el vínculo indestructible
que existe entre un modo de producción basado en el valor y sus construcciones
culturales e ideológicas.
Con cada nueva lectura de El Capital, uno
descubre algo nuevo. Pero esto solo sucede si uno aborda el texto con
curiosidad y desde una perspectiva actual y no lo lee como una serie de
mandamientos grabados en tablillas de piedra. Incluso 200 años después de que
naciera Marx persiste el vano empeño de no querer ver el mundo bajo la misma
luz, sino sumergirse en la penumbra de la propia falta de visión. Hay marxistas
fundamentalistas que demonizan una relectura crítica de El Capital (como
la de Mathias Greffrath, de 2017), aunque ahora son menos en número.
Es una tarea intelectual fundamental de la
Ilustración –podríamos añadir que con el fin de mejorar a la humanidad– arrojar
luz sobre todo el ámbito de la lucha de clases, la diversidad de conflictos
sociales y sus agentes, sus orígenes, sus dinámicas y formas de desarrollo y
sus consecuencias deseadas y efectos secundarios no deseados. Esta diversidad
es actualmente diferente de lo que fue durante la Revolución Rusa en 1917, o un
siglo antes, cuando nació Marx en Tréveris en 1818, o en 1867, cuando Marx
entregó en mano el manuscrito de El Capital a su editor de Hamburgo,
Otto Meissner.
Se suponía que no era un mero manuscrito de un
libro, sino “el más terrible misil que se ha lanzado hasta ahora a la cabeza de
la burguesía”, como escribió Marx a Johann Philipp Becker el 7 de abril de
1867, poco después de volver de Hamburgo. Un escrito teórico, sumamente
complejo y no fácilmente accesible a todos y todas que se convirtió en un
proyectil en la lucha de clases. La prueba de la praxis indaga en su calidad
para el trabajo teórico, para formular una estrategia y también para
desarrollar tácticas en el ejercicio político de generar movimiento(s)
social(es) y político(s). Todo el complejo de la sociedad burguesa, su economía
y su ecología, pasa a estar en el punto de mira. Marx destaca entre los
economistas como el único que, en las categorías que examina, considera y
descodifica analíticamente “el contexto dialéctico general” de la materia y el
valor, el material y la forma, el valor de uso y el valor de cambio, el trabajo
concreto y abstracto, la naturaleza y la sociedad, la estructura social y la
acción individual y colectiva, y por tanto de la teoría y la práctica.
El contexto general del “modo de producción basado
en el valor” determina el enfoque analítico, la forma y el alcance de la
crítica. Es holístico, más completo que los enfoques analíticos de otras
ciencias sociales y “escuelas” de economía teóricas, que de este modo presentan
más lagunas que los enfoques teóricos de la obra de Marx y Engels. Por esta
razón, Marx es el único economista (sí, el único) en cuyo sistema de categorías
pueden analizarse y debatirse adecuadamente los problemas ecológicos de la sociedad
capitalista. ¿Es esta una afirmación arrogante y por tanto descarada y boba? Es
posible, pero hay buenos argumentos que avalan esta línea de razonamiento.
Antes del comienzo de la era industrial impulsada
por los combustibles fósiles también había teorías económicas, por lo que la
historia del dogma se remonta hasta tiempos bíblicos. Sin embargo, únicamente
desde que el hombre comenzó a utilizar los combustibles fósiles de modo
sistemático los trabajadores han sido capaces de emplear instrumentos para alterar
la naturaleza que, por un lado, permiten aumentar la productividad del trabajo
y la “riqueza de las naciones” hasta niveles antes inasequibles, pero que, por
otro, también conducen a la destrucción de la naturaleza. El metabolismo de la
reproducción capitalista abarca tanto el consumo como la excreción, es decir,
la creación de material natural, aunque su composición no siempre puede ser
tolerada por el hombre o la naturaleza. La crisis medioambiental comienza y los
efectos que tiene este cambio en las condiciones de vida de la gente los
describe Engels en su obra de 1844 titulada La situación de la clase obrera
en Inglaterra.
La posibilidad del crecimiento proporciona el
ímpetu para los esfuerzos tanto científicos como empíricos para investigar sistemáticamente
los orígenes de esta nueva riqueza. ¿Proviene del comercio practicado en el
mercado o del trabajo realizado en el proceso de producción? Son preguntas que
se puede plantear cualquier hada buena, pero a las que no puede dar una
respuesta satisfactoria. Cuando el hada no llega, ha de intervenir la ciencia.
Toma forma una nueva disciplina, al comienzo, por supuesto, dentro del canon
científico tradicional. Por eso no es extraño que los enciclopedistas
prerrevolucionarios de la Francia del siglo XVIII creyeran que las respuestas a
las cuestiones económicas se hallaban en la doctrina moral. En este punto, los
neoliberales modernos solo pueden negar con la cabeza. En todo caso, nació la
economía política. Empecemos por tanto con un breve repaso de las escuelas de
pensamiento económico más influyentes que ha conocido el mundo desde el siglo
XVIII.
1) Los economistas clásicos entendían que el valor
económico lo crea el trabajo y que el factor clave es el excedente, es decir,
la plusvalía. También identificaban la diferencia entre material y valor, pero
no llegaron a reconocer su forma social específica. Para ellos, el capitalismo
y la economía de mercado eran la ultima ratio del orden económico y
natural. La diferencia entre el excedente en las sociedades precapitalistas y
la plusvalía en la sociedad capitalista dejó de ser un tema, tanto como la
posibilidad de una sociedad poscapitalista o la cuestión candente en que se ha
convertido hoy el medio ambiente.
No obstante, los “economistas clásicos” habían
reconocido que la economía era política y que tenía algo que ver con
“sentimientos morales” y la ética, al tiempo que también tenía que ser
analíticamente fuerte e influir normativamente en el orden de la comunidad. Por
consiguiente, la economía política era –al menos al comienzo de la época
burguesa– un programa autoconsciente para diseñar lo que Leibniz consideraba el
mejor de los mundos posibles. Para los intereses de la burguesía (la clase
capitalista ascendente), la economía política clásica era una ciencia
partidista. Todavía no estaba afectada por los conflictos en torno a los
juicios de valor desatados en el siglo XX.
2) La idea presuntuosa y realmente loca de la mejor
sociedad posible ya fue ridiculizada a comienzos del siglo XVIII por Bernard
Mandeville (1703) en su poema satírico La fábula de las abejas y por
Voltaire en su novela Cándido, dirigida contra Leibniz. Claro que el
escarnio y la burla no eran una “crítica de la economía política”, sobre la que
Marx estaba trabajando desde la década de 1840. La economía política que surgió
primero como ciencia de la mano de la burguesía no se desarrolló hasta
convertirse en una crítica de la economía política, sino que siguió el
principio más cómodo de separar todo lo que era económico de los contextos sociales
y políticos, así como de los conflictos, presiones de legitimización,
tradiciones y costumbres. Esto encaja en el paisaje de lo que hoy es la
economía de mercado capitalista prevaleciente.
La economía se convirtió en la ciencia de una
economía de mercado descontextualizada, que pasó a ser objeto de la
investigación de Karl Polanyi (1978). La economía dejó de considerarse economía
política, tal como la habían concebido los economistas clásicos; contemplaba
las normas moralmente justificadas a la defensiva y con escepticismo y estaba
muy lejos de una crítica de la economía política materialista y dialéctica. La
palabra “economía”, que remitía a su sustancia materialista, y por tanto social
y natural, también quedó suprimida y fue sustituida por economics
(ciencia económica). A lo largo de esta historia de descontextualización, en
cuyo transcurso desapareció toda noción de sociedad, política, cultura y
naturaleza del concepto de ciencia económica, también cayó en desgracia la
crítica de los discursos económicos, quedando después fuera de los planes de
estudio universitarios: desterrados, cómo no, del contexto social que todavía
encerraba el término “economía”. El triste estado de las facultades de ciencias
económicas actuales tiene por tanto una historia igual de deprimente.
Los economistas neoclásicos del siglo XIX, y
especialmente sus seguidores neoliberales del siglo XX, no se interesaban por
tanto más que por el aspecto monetario de los procesos económicos y no perdían
el tiempo estudiando el origen, la forma y el contenido del dinero, que ellos
son los únicos capaces de emplear para debatir sobre cuestiones económicas. Por
tanto, cuando despotrican sobre el capital natural, no son capaces de reconocer
problemas ecológicos y comentarlos racionalmente. Las notificaciones de los
bancos centrales que han establecido ellos mismos sobre la masa monetaria (que,
de acuerdo con una gracia del sumo sacerdote neoliberal, Milton Friedman, ha
sido lanzada desde un helicóptero, ganándose por tanto el nombre de dinero
helicóptero M1, M2, M3, etc.) son suficientes para ellos.
Desde su punto de vista, el valor creado por el
trabajo, así como la economía material de la materia y la energía, carecen de
importancia. Tampoco les interesa el proceso de producción previo al funcionamiento
del mercado ni el proceso de vertido de residuos, aguas residuales y gases de
escape en el medio natural del planeta Tierra, una vez fabricados y consumidos
los productos. Lo único que importa es que todo tenga su precio, que los
economistas pueden entonces calcular. La naturaleza solo interesa como capital
natural; y los seres humanos, como capital humano.
Este es el nadir de la inteligencia económica que
el Comité Nobel ha celebrado con incontables premios. El mismo economista
admite que esto es inhumano, en su mayor parte, sin entender qué está diciendo:
cuando él (solo en unos pocos casos habría que decir “ella”) hilvana supuestos
muy artificiales en modelos matemáticos o asume la racionalidad del homo
oeconomicus. Esto siempre es instrumental y por tanto ha de excluir del
cálculo todo lo que no aparece en el radar del “hombre económico” o del
“inversor”. Por tanto, queda exento de toda responsabilidad por el daño
medioambiental causado por el afán de lucro que nutre las decisiones de inversión.
“Los costes sociales y el quebranto medioambiental… pueden considerarse la
principal contradicción dentro del sistema de empresa lucrativa”, escribe K.
William Kapp, uno de los pocos economistas que han abordado la cuestión de las
consecuencias medioambientales de la acumulación de capital privado.
En la teoría económica neoclásica, con su capital
privado desbocado, el afán de acumulación y el recorte de los bienes comunes y
de la regulación estatal, la externalización es un principio estructural, indispensable
en la economía capitalista moderna. Los intentos de internalizar los “costes
sociales”, por consiguiente, solo pueden materializarse si se pone en tela de
juicio la racionalidad de la sociedad capitalista, es decir, si se cambia de
sociedad. La externalización es por tanto una expresión (que los economistas no
captan) de la descontextualización de la economía de mercado con respecto a la
sociedad y la naturaleza, cosa que Marx criticaba, calificándola de fetichismo.
Esto inhibe la comprensión que la ocupación del planeta con fines de
valorización capitalista (habitualmente comercial), llamada “externalización”,
es nada menos que la digestión de la naturaleza en el tracto metabólico
insaciable y glotón de la economía y la sociedad.
3) Fue en la política económica keynesiana que
siguió a la gran crisis económica global de la década de 1930 cuando se
redescubrió el espacio y el tiempo, y por tanto categorías de la naturaleza,
como elementos significativos para los economistas. Sin embargo, la comprensión
fue extremadamente limitada, puesto que la principal preocupación consistía en
detectar inestabilidades económicas que surgían a resultas de la incertidumbre
de decisiones de inversión que tendrían efecto en el futuro. Una decisión se
adopta en el presente sobre la base de certezas dadas que provienen de periodos
que ya pertenecen al pasado. Las expectativas, en cambio, se basan en ingresos
futuros. Por tanto, las inversiones siempre conllevan necesariamente un riesgo
y pueden fracasar, pues el futuro es desconocido y las cosas pueden evolucionar
de un modo muy diferente de lo previsto por la entidad económica que ha tomado
la decisión. Esta entidad compara tipos de interés externos e internos, interés
de mercado que puede regularse dentro de ciertos límites por parte del banco
central, con la tasa de beneficio, que depende de la productividad y los costes
laborales. Sin embargo, las decisiones se basan en cálculos privados, centrados
en el beneficio.
4) A diferencia de la economía clásica, de la
economía neoclásica o del keynesianismo y sus variantes, en la economía
termodinámica la materia, la energía y sus transformaciones, es decir, las
condiciones ecológicas de la producción, el consumo y la circulación, son
categorías centrales. La economía termodinámica fue la respuesta que dan los
economistas que están descontentos con las escuelas de pensamiento neoliberales
y neoclásicas que olvidan la naturaleza. También respondía a la teoría de Marx,
aunque sobre la base de una interpretación terriblemente truncada del análisis
marxiano del modo de producción basado en el valor (y no, desde luego, en la
materia).
Actualmente, la economía
termodinámica o bioeconomía suele mencionarse en relación con el matemático y
economista rumano Nicholas Goergescu-Roegen y su obra principal del año 1971.
Las transformaciones materiales y energéticas tienen una importancia
fundamental para el análisis económico y no deben excluirse del mismo, puesto
que todas las transacciones económicas tienen lugar en el espacio y en el tiempo
y una ciencia económica que no tenga en cuenta el tiempo físico y el espacio
físico sería por tanto absurda, pues excluiría la posibilidad de comprender el
carácter entrópico de todas las transformaciones económicas de la materia y la
energía.
Con el tiempo aumenta la entropía, es decir, una
vez utilizada, la energía no puede reutilizarse (algo parecido ocurre con el
material). Disminuye la calidad del rendimiento del trabajo. Esto lo señala la
economía termodinámica, que, en contraste con la economía neoclásica, permite
discutir debidamente la externalización de los costes sociales generados en la
economía privada, como se ha mencionado más arriba. Sin embargo, en la economía
termodinámica se deja de lado el análisis de las formas sociales de la
actividad económica. Ni siquiera entran dentro de su campo visual. Tampoco se
reconoce suficientemente el significado de los agentes capitalistas que están
detrás de las actuales transformaciones –desastrosas para el medio ambiente– de
la materia y la energía ni cómo influyen en la ecología y la política
medioambiental. Una vez más, el papel central de la categoría de la naturaleza
dual del trabajo y su producto, la mercancía, se presenta como “pivote” de la
economía política.
5) La economía política ha sido unilateral desde el
comienzo. O bien todo lo que importa es el dinero, o bien todo se centra en la
materia y la energía. La forma social específica del uso de la materia y la
energía en el modo de producción capitalista y las cuestiones de por qué el
dinero se transforma en capital y por qué el modo de producción revoluciona
entonces todos los modos de vida, no aparecen en el radar de los teóricos de la
economía de ninguna de las dos vertientes. Esta unilateralidad no se suprime de
ninguna manera cuando se diversifica declarándola “economía plural” y se
acentúa cuando se utilizan múltiples nombres, como economía plural, economía de
los comunes, economía comunitaria y economía del poscrecimiento.
Así no se crea la ciencia que, desde Marx, se
denomina “crítica de la economía política” y que nosotros, junto con Engels,
podemos llamar “la ciencia del conjunto dialécticamente relacionado” o bien,
como diríamos hoy, un enfoque holístico acorde con la teoría del caos. El
pluralismo es bueno, pero no basta para captar las contradicciones y crisis de
la dinámica social de las economías capitalistas y la “web of life” (Jason
Moore) que regulan en el planeta Tierra. Hasta ahora, esta “red de vida” no se
ha reconocido en toda su complejidad, y puede que no se pueda captar científicamente,
y además comprende a muchos actores que todos desempeñan una función en el
conflicto social y en las luchas de clases de la era ecológica. Hemos de
reconocerlos lo antes posible para poder seguir siendo capaces de actuar. El
espacio medioambiental de que disponemos no solo es limitado, como se ha
constatado desde la década de 1990 con las conclusiones de los estudios sobre
los límites del crecimiento. Quienes nos hallamos en la “esfera planetaria
limitada” (por utilizar un término citado por Immanuel Kant) nos acercamos a
los “límites planetarios” marcados por un grupo internacional de científicos
encabezados por Johan Rockström en 2009. Ya hemos sobrepasado algunos de ellos.
Estamos viviendo a salto de mata. La oferta es cada vez más escasa, pero la
demanda sigue exigiendo a voz en grito, sobre todo por parte de los “great
Americans”.
Las pruebas aportadas por los científicos, que no
solo demuestran el carácter finito de los recursos, sino también el declive del
planeta Tierra, a medida que este se convierte en un único gran vertedero o en
un cementerio de residuos peligrosos, son tan obvias como aterradoras, máxime
cuando se tienen en cuenta los agentes capitalistas analizados por Marx, y por
tanto específicos de esta formación social: la producción de valor, que trata
el trabajo, es decir, a los seres humanos, así como el mundo natural, sin
ninguna consideración, y que debe imponerse cada vez en contra del interés
capitalista de proteger a la naturaleza y a la humanidad. “¡Acumulad, acumulad!
¡Esto es Moisés y los profetas!” (Karl Marx, El Capital, Volumen 1): así
se refiere Marx a la regla de oro del capitalismo. Hasta las normas de pureza
más evidentes han de arrancarse al capital si esto restringe siquiera un
poquito la creación de plusvalía a través del trabajo. El antagonismo existente
entre materia y valor, trabajo asalariado y capital, naturaleza y sociedad,
acumulación y crisis debe entenderse por tanto, sobre todo, como una
contradicción económica y un conflicto social dentro del modo de producción
capitalista antes de poder hablar razonablemente de economía del bien común,
del poscrecimiento, etc. o de economía plural, que no quieren saber nada de las
imposiciones del sistema.
En la economía neoliberal dominante, la situación
es desesperada. Pero incluso la economía pluralista de la sostenibilidad cree
en la reconciliación de los intereses del capital con el interés de la
preservación de la naturaleza y los intereses de los trabajadores. Desde luego,
los conflictos sociales no siempre se libren sobre el filo de un cuchillo; se
producen negociaciones, los acuerdos son posibles e incluso perduran algún
tiempo. Los Objetivos de Desarrollo Sosternible (ODS) ofrecen un rayo de
esperanza y son una señal del surgimiento de un nuevo futuro de poscrecimiento
sostenible.
Podemos ver algunas similitudes con los
acontecimientos que tuvieron lugar durante los periodos de reformismo, cuando
el movimiento obrero creía en la posibilidad de conciliar intereses de clase
enfrentados. En los conflictos ecológicos también se están sentando las bases,
de modo que las partes pueden avanzar algún día codo a codo hacia el acuerdo.
Sin embargo, la manera en que puede lograrse la sostenibilidad socioecológica
deseada y la forma que debería adoptar si no se pone coto al impulso acumulador
del capital, es decir, si no se priva de poder a Moisés y los profetas, es un
tema que todavía debe abordar la economía plural.
Marx y Engels escribieron en el Manifiesto
Comunista que hasta ahora la historia ha sido una historia de lucha de clases.
Este sigue siendo el caso. Sin embargo, en el futuro las luchas no solo se
producirán en relación con los salarios, el rendimiento y la cantidad y calidad
del empleo dentro de la sociedad capitalista existente, y/o con la conveniencia
de cambiar este marco social, sino también en relación con las condiciones de
vida y de trabajo en una sociedad en los límites de la capacidad del planeta.
La organización de un imperialismo de saqueo, como el descrito por David Harvey
(2005), o la externalización de cargas y la sobrecarga de la naturaleza a raíz
de los cálculos racionales efectuados por “inversores”, descrita por Lessenich
(2016), no son más que un vano intento desesperado de erigir una valla
protectora que ya ha sido tumbada.
No hay otra opción que crear una sociedad
económicamente eficiente y socialmente equilibrada, organizada democrática y
ecológicamente de acuerdo con los principios de sostenibilidad. Muchos
recibirán este mensaje con aprobación. Pero no proviene de la conciencia de las
ventajas de una economía de poscrecimiento, porque esta no puede existir sin ir
más allá del capitalismo. Como siempre ha ocurrido en la historia, es el
resultado de las luchas de clases por un futuro digno de ser vivido, en el
siglo XXI y más allá: esfuerzos políticos pragmáticos en pro de la
configuración del conjunto dialéctico global con criterios de humanidad y
ecología.
20/07/2017
Traducción: viento sur
Elmar Altvater es profesor emérito de economía política
(internacional) del Departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la
Universidad Libre de Berlín.
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