3/09/2017
Opinión
Como hace mucho no sucedía, una huelga de maestros
mantuvo en vilo al país durante más de dos meses y tuvo un lugar emblemático de
concentración, la Plaza San Martín a escasos metros del Palacio de Gobierno.
Esta situación ha tenido un conjunto de consecuencias que han despertado
energías insospechadas y miedos atávicos. Tan fuerte ha sido el vendaval que ha
derribado mitos demostrando que los consensos de la élite política y mediática
sobre una supuesta “reforma educativa” en marcha, no son sino justificaciones
para el ejercicio de su poder sobre lo que pensamos los peruanos, sin mayor
sustento en la realidad.
A pesar de la formidable maquinaria en contra que
trató de estigmatizar a los maestros como terroristas el movimiento no se aisló
de la población y mantuvo, paradójicamente, la simpatía de estudiantes y padres
de familia. Fue conmovedor ver a cientos de alcaldes escolares con sus bandas
puestas subir a la improvisada tribuna de la Plaza San Martín para manifestar
solidaridad con sus maestros. Sorprendió también la parálisis del
sindicato oficial, reconocido por las autoridades, el Comité Ejecutivo Nacional
del SUTEP, que pasó de negar la huelga a descalificarla con calificativos parecidos
a los del gobierno.
Sin embargo, quizás si lo más relevante del
fenómeno ha sido la desconexión entre la élite en el poder y lo que acontecía
en el país, especialmente en los treinta días en que los maestros huelguistas
estuvieron en Lima. La actitud del gobierno de no negociar con la dirigencia de
la huelga y finalmente aceptar una negociación “en cuartos separados” con
intermediarios entre ellos, sin capacidad de compartir una mesa ministros y
huelguistas, no expresa sino la antigua distancia colonial establecida desde la
conquista española entre aquellos que por razones de clase y de raza tienen
poder y aquellos que no.
El que “los otros” ocuparan una plaza emblemática
de la capital de la república durante tantos días causó horror en nuestras
élites que para descalificarlos tenían que encontrar el término más duro e
incontestable para desprestigiar el movimiento: “terroristas” o los bárbaros de
la época que se opondrían a la civilización neoliberal. Con un otro de tales
características, infectado por la lepra de la política nacional, nadie podía
sentarse a conversar y, por lo tanto, no cabía negociación.
Pero este país tiene experiencia en
estigmatizaciones. Es más, la democratización del Perú ha estado constituida
por una derrota continua de sucesivas estigmatizaciones. Apristas y comunistas
a lo largo del siglo XX son testigos de excepción, después han venido
ambientalistas y feministas, los comunistas de nuestro tiempo según Alan
García. Y a la par, a partir de la dictadura de Fujimori y Montesinos, todo
aquel que osara plantear un reclamo social ha sido tratado de terrorista.
Felizmente la reiteración ha desgastado los epítetos y esto ha hecho que su
efecto disminuya con el tiempo.
Por ello la estrategia del gobierno de liquidación
de la huelga sin sentarse verdaderamente a negociar con su dirección porque
eran terroristas ha fracasado. La huelga termina pero los maestros, a pesar de
no conseguir un acuerdo, han dejado en claro que la política educativa no
funciona y que hay un movimiento dispuesto a combatirla. Esto es un reto para
el gobierno, al que este difícilmente le va a hacer caso, pero también para el
conjunto de la izquierda porque señala que es en movimientos sociales como
estos donde está la energía para el cambio.
Los bárbaros habrán dejado la Plaza San Martín,
pero desde ese símbolo de la república criolla nos han legado una clase de
peruanidad, de aquella que nos señala que la educación es un derecho de todos
los peruanos, no solo de los que tienen las posibilidades de comprarla o
venderla.
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